viernes, 17 de mayo de 2019

Un Poco Más Lejos

"Un Poco Más Lejos"
   Marcelo Brignole


           -Elena, vení para acá, por favor. Decíme, ¿para que corriste la mesa de la computadora?
Parado en la entrada de la pieza, Julio esperó la llegada de su esposa.
           -Yo no la corrí- dijo ella a sus espaldas – Habrá sido Lucas.
        Julio no le creyó. Pensó que estaba mintiendo: ella sabía cuanto le fastidiaba el desorden, su costumbre de dejar por cualquier lado la cartera cuando llegaba de trabajar, los anillos, los aros. Pero después de veinte años de convivencia, aceptar aquel defecto, por así decirlo, era parte de la milimétrica rutina que los abarcaba: la exquisita armonía de una vida sin riesgos.
      Pero lo cierto es que la mesa con la computadora a cuestas, estaba corrida unos treinta centímetros de la pared. Lucas tenía once años y no poseía la suficiente habilidad como para arrastrar el mueble sin que se le caiga el monitor o los parlantes o el estuche de los cd. Seguro, pensó Julio, que había sido ella buscando algún objeto personal. La imaginó a la mañana apurada por el horario, rastreando el reloj de pulsera, un cosmético. Con cuidado, Julio empujó el mueble hasta colocarlo nuevamente junto a la pared. Apagó la luz de la habitación y fue a sentarse a la mesa para cenar; Lucas no les prestó atención, demasiado atento estaba mirando la televisión.


      Dos días más tarde, Julio entró de nuevo al cuarto y sintió que algo estaba fuera de lugar. Observó la mesa de la computadora pero estaba en su sitio; miró el sillón de cuero negro y la pequeña biblioteca de caña donde dormían los libros que habían sobrevivido al paso de los años. Era la biblioteca. Julio dio tres pasos y se colocó al costado del mueble: estaba separada de la pared unos cuarenta centímetros, según calculó. Permaneció largo rato observando el polvo amontonado junto al zócalo, la oscuridad íntima donde dormían las pelusas que solo de vez en cuando eran barridas. Pensó en posibilidades ciertas, recurrió de nuevo al desorden de su esposa, pero no encontró posible que allí haya ido a parar un objeto personal de Elena. Podría haber sido Lucas esta vez: el día anterior había estado jugando toda la tarde con un amigo y quizás... ¿Pero que cosa se les podría haber caído detrás de la biblioteca? Mientras empujaba la estantería primero de un costado y luego del otro, comprendió que dos niños no podrían haber logrado separar aquella masa de peso sin que él o Elena los hubiesen escuchado.




      No pensó en el asunto. No buscó explicaciones porque de todos maneras la sucesión de hechos, la cotidiana existencia, seguía, imperturbable, su rumbo. Pero tres días más tarde, cuando se disponía a matar el tiempo en Internet mientras esperaba que Elena llegara del trabajo, Julio ya no pudo hacerse el distraído: apenas ingresó a la habitación, vio como el sillón, la biblioteca y la mesa de la computadora estaban más próximos entre sí: ahora la distancia que separaba a cada mueble de la pared era aún mayor que las ocasiones anteriores, como si un extraño imán los hubiese arrastrado hacia el centro de la estancia.
      Julio volvió a colocar cada mueble en su lugar. No se animó a prender la computadora. Se quedó plantado allí, jadeando levemente por el esfuerzo, observando cada elemento como si estuviera esperando que comenzaran a moverse. Pero nada ocurrió.
      Esa misma noche, su esposa comenzó a buscarlo entre las sábanas cuando Lucas ya dormía y ellos habían apagado la luz de los veladores: era miércoles. Pero Julio le apretó la mano derecha y le dijo:
      - Espera, tengo algo importante que decirte.
      -Que-
      -Los muebles de la habitación donde está la computadora se mueven solos.
      Ella se quedó quieta en la oscuridad.
      -¿Qué estas diciendo?
      - Lo que oís-
      Con voz queda, apagada, le contó. Cuando hubo terminado ella seguía quieta. Al rato bostezó:
      - Debe ser una broma que está haciendo Lucas con el amigo. Se la pasa leyendo cuentos de terror. Es la edad.


      Julio no la contradijo. Dejó que se durmiera, seguramente sabiendo que Elena había intentado aquella explicación porque no tenía otra. O sí: decirle que estaba loco.
      No necesitó del reloj despertador para levantarse a las tres de la madrugada porque apenas si había cabeceado algún sueño, atento continuamente a oír algún ruido fuera de lo normal. Pero nada había ocurrido, salvo los motores en la calle, el sonido del agua andando por las cañerías, el ascensor subiendo y bajando, los ladridos de los perros vagabundos. De todas maneras, cuando descalzo abrió la puerta del cuarto y prendió la luz comprobó que nuevamente los muebles se habían deslizado casi sin querer hacia el centro del cuarto, paralelos, exactos, unos cincuenta centímetros de los muros.
      No dudó en despertar a Elena.
      -¿Qué me decís ahora?
      Ella no dijo nada. Entre los dos corrieron de nuevo hacia el lugar elegido el sillón, la mesa de la computadora y la biblioteca. Pasaron el resto de la noche en silencio, tal vez pensando en lo bueno que hubiese sido creer en fenómenos paranaturales, en señales milagrosas, en Dios. Pero nunca habían tenido esas inclinaciones y no les pareció correcto echarse atrás.
      La manía de los muebles de correrse como si fueran soldados dando un paso al frente, fue extendiéndose lentamente con el correr de los días hacia las otras habitaciones del departamento. Solo quedaron a salvo los artefactos que estaban amurados a la pared. Las sillas del comedor, la mesa, los sillones para las visitas, la heladera, todo parecía estar atacado por la extraña costumbre de alinearse en un caprichoso sitio. Cuando comprobaron que la cama y el escritorio de Lucas también se habían contagiado, mandaron al niño a vivir a la casa de los abuelos paternos.


      Un día Julio, cuando regresaba del trabajo, se detuvo frente al edificio. Observó la larga estructura con detenimiento, buscando alguna hinchazón a la altura del piso donde estaba emplazado su departamento. Pero no encontró nada fuera de lo normal, ninguna señal que confirmara el presentimiento que había tenido: tal vez no fueran los muebles los que se corrían sino que eran las paredes las que se alejaban de los muebles.
      Aquella noche convino con Elena en que ya no volverían a poner las cosas en su lugar cuando se corrieran de su sitio. Querían saber hasta donde eran capaces de llegar. Además estaban cansados de aquel juego obstinado de empujar sillas, mesas, camas, a lugares donde evidentemente no querían estar. Dejarían que fuesen donde quisieran; tal vez se cansarían de andar a tientas y locas por la casa y volverían a comprender el valor de la normalidad.
      Dos noches más tarde el departamento era un desquiciado caos. En la cocina, la heladera se apretujaba contra la mesa de formica, la que a su vez presionaba a las sillas donde se sentaban a desayunar. En el centro del comedor mesa, sillones y la mesita del televisor conformaban una masa uniforme de madera. Y en los cuartos las camas pugnaban contra roperos y en la pieza donde todo había comenzado, la biblioteca, el sillón de cuero negro y la mesa de la computadora convivían de lado, apretujados, inservibles.


      Acostados en la cama matrimonial y con el armario pegado a los pies del lecho y con un perchero limitando el lateral derecho, Julio y Elena oyeron más allá de los sonidos de siempre, un crujido frenético y constante. Parecía como que los muebles deseaban seguir avanzando pero que al encontrarse con un obstáculo que se los impedía, se enojaban, desbordados por una furia sorda ante la voluntad que se les negaba.
      Elevando apenas el tono de voz por encima de la cólera de los muebles, Julio dijo:
      - ¿Te das cuenta que lejos están ahora las paredes?
      Elena no contestó. Al cabo de unos cuantos minutos, emergió, angustiada, de un ensueño:
      - Si esto sigue así, dentro de poco este departamento será un espacio infinito... Deberíamos irnos o comprar otros muebles – Se incorporó en la cama y se apoyó sobre su codo izquierdo; Julio sintió la respiración ansiosa -: ¿Qué vamos a hacer?
      - Esperar
      - ¿Que?-
      - Que todo vuelva a acomodarse. Es cuestión de tiempo. Hay que tenerles paciencia.

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