Un expreso al futuro (título original en francés: Un Express de L'avenir) es un cuento futurista del escritor francés Julio Verne, publicado por primera en noviembre de 1895 en una revista mensual compuesta de historias ficticias y artículos diversos.
El libro aborda con tono lúdico el viaje de un ferrocarril subterráneo cuya tecnología se relaciona con vagones cilíndricos propulsados por medio de aire comprimido a través de túneles de hierro desde Boston a Liverpool —un extraordinario proyecto del que el protagonista, encontrándose frente al mismo, recuerda haber leído poco tiempo atrás en un periódico norteamericano, un artículo que describía la idea futurista de unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos— pero el viaje no concluye a manera de cuento fantástico, pues al final Verne cuestiona la ficción convirtiéndola en un sueño del narrador en su jardín.
El cuento narra la visita del protagonista a la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool, del coronel Pierce, inventor del sistema; pues de pronto conoce las instalaciones de un ferrocarril subterráneo que une a Boston con Liverpool en nos más de dos horas con cuarenta minutos atravesando el Océano Atlántico —se trataba de una infraestructura de más de tres mil millas de tubos de hierro, que superaban en peso las trece millones de toneladas, recubiertos por una resina especial con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina y cuya superficie interior había sido confeccionada en metal finamente pulido— A pesar de albergar ciertas dudas sobre su funcionamiento, el protagonista no duda en abordarlo mientras auto reflexiona sobre su escepticismo que no tiene cabida pues se encuentra nada menos que ante los hechos, por lo cual no logra salir del asombro que este le ocasiona. Una sucesión de vagones cilíndricos que debían ser impulsados con sus viajeros a bordo por impresionantes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados (dice el relato) los despachos postales del correo neumático de París.
Ilustración de una estación del tren neumático de la Beach Pneumatic Transit Company de Nueva York en el año de 1869, el tren cilíndrico se asoma por el túnel aproximándose con el conductor por delante.
Un expreso del futuro combina fantasía y realidad en torno a un invento entonces en fase experimental, llamado transporte neumático, que consistía en el envió de documentos en cápsulas cilíndricas a través de tubos que conectaban lugares distantes de una ciudad; el sistema trabajaba gracias impulso suministrado por aire comprimido. Ciudades como Londres, París y Praga llegaron a tener en su tiempo circuitos con este sistema.
La idea de aplicar esta tecnología utilizada para enviar cartas, documentos o dinero entre distancias cortas o incluso piezas de ensamble en tubos de 25 cm de diámetro en fábricas, no estuvo lejos de ser considerada viable para el transporte humano. George Medhurst en 1812, fue el primero en proponer la idea de "soplar" vehículos de pasajeros a través de un túnel; lo que dio origen a una media docena de trenes atmosféricos experimentales, en los que un tubo fue colocado entre los carriles, con un pistón corriendo en la suspensión del tren a través de una ranura cerrada herméticamente en la parte superior del tubo.2 Por ejemplo Alfred Ely Beach en 1867 auspiciado por el American Institute Fair de Nueva York, expuso una tubería de 32.6 metros de largo y 1.8 metros de diámetro que era capaz de mover a 12 pasajeros junto con su conductor. En 1869, el Beach Pneumatic Transit Company de Nueva York construyó en secreto una línea subterránea neumática de 95 metros de largo por 2.7 metros de diámetro bajo Broadway. Según el historiador Charles Hadfield, la línea funcionó algunos meses, siendo cerrada luego de que Beach no obtuviera el permiso de extenderla.
"Un Expreso del Futuro"
Julio Verne
-Ande con cuidado -gritó mi guía-. ¡Hay un escalón!
Descendiendo con seguridad por el escalón de cuya existencia así me informó, entré en una amplia habitación, iluminada por enceguecedores reflectores eléctricos, mientras el sonido de nuestros pasos era lo único que quebraba la soledad y el silencio del lugar.
¿Dónde me encontraba? ¿Qué estaba haciendo yo allí? Preguntas sin respuesta. Una larga caminata nocturna, puertas de hierro que se abrieron y se cerraron con estrépitos metálicos, escaleras que se internaban (así me pareció) en las profundidades de la tierra... No podía recordar nada más, Carecía, sin embargo, de tiempo para pensar.
-Seguramente usted se estará preguntando quién soy yo -dijo mi guía-. El coronel Pierce, a sus órdenes. ¿Dónde está? Pues en Estados Unidos, en Boston... en una estación.
-¿Una estación?
-Así es; el punto de partida de la Compañía de Tubos Neumáticos de Boston a Liverpool.
Y con gesto pedagógico, el coronel señaló dos grandes cilindros de hierro, de aproximadamente un metro y medio de diámetro, que surgían del suelo, a pocos pasos de distancia.
Miré esos cilindros, que se incrustaban a la derecha en una masa de mampostería, y en su extremo izquierdo estaban cerrados por pesadas tapas metálicas, de las que se desprendía un racimo de tubos que se empotraban en el techo; y al instante comprendí el propósito de todo esto.
¿Acaso yo no había leído, poco tiempo atrás, en un periódico norteamericano, un artículo que describía este extraordinario proyecto para unir Europa con el Nuevo Mundo mediante dos colosales tubos submarinos? Un inventor había declarado que el asunto ya estaba cumplido. Y ese inventor -el coronel Pierce- estaba ahora frente a mí.
Recompuse mentalmente aquel artículo periodístico. Casi con complacencia, el periodista entraba en detalles sobre el emprendimiento. Informaba que eran necesarios más de tres mil millas de tubos de hierro, que pesaban más de trece millones de toneladas, sin contar los buques requeridos para el transporte de los materiales: 200 barcos de dos mil toneladas, que debían efectuar treinta y tres viajes cada uno. Esta "Armada de la Ciencia" era descrita llevando el hierro hacia dos navíos especiales, a bordo de los cuales eran unidos los extremos de los tubos entre sí, envueltos por un triple tejido de hierro y recubiertos por una preparación resinosa, con el objeto de resguardarlos de la acción del agua marina.
Pasado inmediatamente el tema de la obra, el periodista cargaba los tubos (convertidos en una especie de cañón de interminable longitud) con una serie de vehículos, que debían ser impulsados con sus viajeros dentro, por potentes corrientes de aire, de la misma manera en que son trasladados los despachos postales en París.
Al final del artículo se establecía un paralelismo con el ferrocarril, y el autor enumeraba con exaltación las ventajas del nuevo y osado sistema. Según su parecer, al pasar por los tubos debería anularse toda alteración nerviosa, debido a que la superficie interior del vehículo había sido confeccionada en metal finamente pulido; la temperatura se regulaba mediante corrientes de aire, por lo que el calor podría modificarse de acuerdo con las estaciones; los precios de los pasajes resultarían sorprendentemente bajos, debido al poco costo de la construcción y de los gastos de mantenimiento... Se olvidaba, o se dejaba aparte cualquier consideración referente a los problemas de la gravitación y del deterioro por el uso.
Todo eso reapareció en mi conciencia en aquel momento.
Así que aquella "Utopía" se había vuelto realidad ¡y aquellos dos cilindros que tenía frente a mí partían desde este mismísimo lugar, pasaban luego bajo el Atlántico, y finalmente alcanzaban la costa de Inglaterra!
A pesar de la evidencia, no conseguía creerlo. Que los tubos estaban allí, era algo indudable, pero creer que un hombre pudiera viajar por semejante ruta... ¡jamás!
-Obtener una corriente de aire tan prolongada sería imposible -expresé en voz alta aquella opinión.
-Al contrario, ¡absolutamente fácil! -protestó el coronel Pierce-. Todo lo que se necesita para obtenerla es una gran cantidad de turbinas impulsadas por vapor, semejantes a las que se utilizan en los altos hornos. Éstas transportan el aire con una fuerza prácticamente ilimitada, propulsándolo a mil ochocientos kilómetros horarios... ¡casi la velocidad de una bala de cañón! De manera tal que nuestros vehículos con sus pasajeros efectúan el viaje entre Boston y Liverpool en dos horas y cuarenta minutos.
-¡Mil ochocientos kilómetros por hora!- exclamé.
-Ni uno menos. ¡Y qué consecuencias maravillosas se desprenden de semejante promedio de velocidad! Como la hora de Liverpool está adelantada con respecto a la nuestra en cuatro horas y cuarenta minutos, un viajero que salga de Boston a las 9, arribará a Liverpool a las 3:53 de la tarde.¿No es este un viaje hecho a toda velocidad? Corriendo en sentido inverso, hacia estas latitudes, nuestros vehículos le ganan al Sol más de novecientos kilómetros por hora, como si treparan por una cuerda movediza. Por ejemplo, partiendo de Liverpool al medio día, el viajero arribará a esta estación alas 9:34 de la mañana... O sea, más temprano que cuando salió. ¡Ja! ¡Ja! No me parece que alguien pueda viajar más rápidamente que eso.
Yo no sabía qué pensar. ¿Acaso estaba hablando con un maniático?... ¿O debía creer todas esas teorías fantásticas, a pesar de la objeciones que brotaban de mi mente?
-Muy bien, ¡así debe ser! -dije-. Aceptaré que lo viajeros puedan tomar esa ruta de locos, y que usted puede lograr esta velocidad increíble. Pero una vez que la haya alcanzado, ¿cómo hará para frenarla? ¡Cuando llegue a una parada todo volará en mil pedazos!
-¡No, de ninguna manera! -objetó el coronel, encogiéndose de hombros-. Entre nuestros tubos (uno para irse, el otro para regresar a casa), alimentados consecuentemente por corrientes de direcciones contrarias, existe una comunicación en cada juntura. Un destello eléctrico nos advierte cuando un vehículo se acerca; librado a su suerte, el tren seguiría su curso debido a la velocidad impresa, pero mediante el simple giro de una perilla podemos accionar la corriente opuesta de aire comprimido desde el tubo paralelo y, de a poco, reducir a nada el impacto final. ¿Pero de qué sirven tantas explicaciones? ¿No sería preferible una demostración?
Y sin aguardar mi respuesta, el coronel oprimió un reluciente botón plateado que salía del costado de uno de los tubos. Un panel se deslizó suavemente sobre sus estrías, y a través de la abertura así generada alcancé a distinguir una hilera de asientos, en cada uno de los cuales cabían cómodamente dos personas, lado a lado.
-¡El vehículo! -exclamó el coronel-. ¡Entre!
Lo seguí sin oponer la menor resistencia, y el panel volvió a deslizarse detrás de nosotros, retomando su anterior posición.
A la luz de una lámpara eléctrica, que se proyectaba desde el techo, examiné minuciosamente el artefacto en que me hallaba.
Nada podía ser más sencillo: un largo cilindro, tapizado con prolijidad; de extremo a extremo se disponían cincuenta butacas en veinticinco hileras paralelas. Una válvula en cada extremo regulaba la presión atmosférica, de manera que entraba aire respirable por un lado, y por el otro se descargaba cualquier exceso que superara la presión normal.
Despues de perder unos minutos en este examen, me ganó la impaciencia:
-Bien -dije-. ¿Es que no vamos a arrancar?
-¿Si no vamos a arrancar? -exclamó el coronel Pierce-. ¡Ya hemos arrancado!
Arrancado... sin la menor sacudida... ¿cómo era posible?... Escuché con suma atención, intentando detectar cualquier sonido que pudiera darme alguna evidencia.
¡Si en verdad habíamos arrancado... si el coronel no me había estado mintiendo al hablarme de una velocidad de mil ochocientos kilómetros por hora... ya debíamos estar lejos de tierra, en las profundidades del mar, junto al inmenso oleaje de cresta espumosa por sobre nuestras cabezas; e incluso en ese mismo instante, probablemente, confundiendo al tubo con una serpiente marina monstruosa, de especie desconocida, las ballenas estarían batiendo con furiosos coletazos nuestra larga prisión de hierro!
Pero no escuché más que un sordo rumor, provocado, sin duda, por la traslación de nuestro vehículo. Y ahogado por un asombro incomparable, incapaz de creer en la realidad de todo lo que estaba ocurriendo, me senté en silencio, dejando que el tiempo pasara.
Luego de casi una hora, una sensación de frescura en la frente me arrancó de golpe del estado de somnolencia en que había caído paulatinamente.
Alcé el brazo para tocarme la cara: estaba mojada.
¿Mojada? ¿Por qué estaba mojada? ¿Acaso el tubo había cedido a la presión del agua... una presión que obligadamente sería formidable, pues aumenta a razón de una "atmósfera" por cada diez metros de profundidad?
Fui presa del pánico. Aterrorizado, quise gritar... y me encontré en el jardín de mi casa, rociado generosamente por la violenta lluvia que me había despertado. Simplemente, me había quedado dormido mientras leía el articulo de un periodista norteamericano, referido a los extraordinarios proyectos del coronel Pierce... quien a su vez, mucho me temo, también había sido soñado.
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