domingo, 19 de noviembre de 2017

El Diablo de la Botella

El diablo de la botella (título original: The Bottle Imp) es un cuento corto del escritor escocés Robert Louis Stevenson. Fue publicado en 1891 por el diario New York Herald.

Keawe es un hawaiano que siente la necesidad de conocer otras tierras, por lo que se dirige a San Francisco (Estados Unidos). Allí descubre una casa preciosa cuyo dueño parece algo triste y demacrado. Al entablar conversación con él y preguntarle el motivo de su holis, el anciano le enseña una botella de vidrio, con un contenido blanco, lechoso. Asombrado, el viejo le cuenta que en esa botella habita un demonio capaz de conceder cualquier deseo, excepto uno: alargar la vida a una persona. Para eso, el dueño de la botella debe cumplir una serie de requisitos: debe vender la botella a otra persona antes de morir o irá al infierno, solo se puede vender la botella si el precio es inferior al que el dueño pago.

Keawe es estafado por este hombre y termina con la botella en su poder,resignado desea ser el dueño de una gran mansión en Hawái. El deseo se cumple: su tío fallece y su único primo muere ahogado, y él hereda una gran fortuna, con la cual puede construirse su nueva casa. Tras haber visto cumplir su sueño, Keawe vende la botella a Lopaka,un amigo y vive feliz en la que él llama “la casa luminosa”. Conoce a una bellísima mujer, llamada Kokua, y se declara a ella. Sin embargo, ella al principio no le corresponde. Keawe se enferma del Mal Chino, mejor conocido como Lepra, y por eso debería renunciar, no sólo a Kokua, si no a la casa para ir a vivir a una colonia de leprosos. Para evitar tal pesadilla, el hawaiano busca la botella de nuevo y descubre que ahora solo cuesta dos centavos: si la compra es posible que se convierta en el último dueño y, por tanto, vaya al infierno. Asumiendo esto, decide comprarla, puesto que con una mujer así valía la pena ir al infierno.

La mujer, al darse cuenta de la situación de su marido, propone una solución: viajar a Tahití, donde cuatro céntimos son poco menos que un centavo, y vender allí la botella. Pero, a su llegada, descubren que los supersticiosos habitantes del lugar rehúsan comprar tal cosa porque creen que son brujos y les mienten. Llegados a este punto, ella decide sacrificarse y convence a un anciano para que la compre por cuatro céntimos y ella, en secreto, se la comprará por tres. Cuando Keawe descubre esto decide comprar la botella otra vez y salvar a su mujer. Keawe le pide a un marino que era delincuente con el que estaba tomando, que acepte a comprarle la botella a su mujer, para liberarla del demonio, y Keawe se la comprará de vuelta. El marino compra la botella, pero se rehúsa a venderla de nuevo, sabiendo que iría al infierno, pero como ya esperaba ir al infierno de todas maneras por todo lo que había pasado en su vida, y la botella le concede su deseo de más licor, prefiere quedársela. Liberados de toda maldición, el matrimonio regresa a la Casa luminosa y continúan con su maravillosa vida. Que fue para bien y triunfo por todo los años restantes de su vida y los disfruto día a día de su larga vida.








"El Diablo de la Botella"
Robert Louis Stevenson



Había un hombre de la isla de Hawai, a quien llamaré Keawe, pues lo cierto es que vive todavía y debemos guardar su nombre en secreto. Su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen ocultos en una cueva. Dicho hombre era pobre, valiente y activo, sabía leer y escribir como un maestro de escuela y era un marino de primera, que había navegado un tiempo en los vapores de las islas y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Un día, a Keawe se le metió en la cabeza conocer mundo y las grandes ciudades extranjeras y se embarcó rumbo a San Francisco.
Es esta una ciudad muy hermosa, con un puerto excelente y habitada por gente muy rica. Y, en particular, tiene una colina cubierta de palacios. Por esa colina paseaba Keawe un día con los bolsillos llenos de dinero, contemplando con placer las grandes casas que había a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan hermosas —pensaba—, y qué felices deben de ser quienes viven en ellas sin tener que preocuparse por el día de mañana!». Todavía estaba dándole vueltas a aquello cuando se topó con una casa un poco más pequeña que las demás, pero hermosa y tan bien acabada como un juguete. Las escaleras de aquella casa brillaban como de plata, los arriates del jardín estaban tan floridos como si fueran guirnaldas y las ventanas resplandecían igual que diamantes. Keawe se detuvo y se maravilló de toda aquella magnificencia. Al hacerlo reparó en un hombre que lo miraba a través de una ventana tan transparente que Keawe podía verlo como a un pez en la laguna de un arrecife. El hombre era viejo y calvo y tenía la barba negra, su expresión era triste y suspiraba amargamente. Y lo cierto es que cuando Keawe miró a aquel hombre y el hombre miró a Keawe, ambos sintieron envidia del otro.
De pronto, el hombre sonrió, movió la cabeza y le hizo un gesto a Keawe para que subiera y se reuniera con él en el zaguán de la casa.
—Tengo una casa muy bonita —dijo el hombre, y suspiró con amargura—. ¿No le apetecería ver las habitaciones?
Y se la enseñó a Keawe desde el sótano hasta el tejado. No había nada en ella que no fuese perfecto en su género, y Keawe se quedó admirado.
—Cierto —dijo Keawe—, es una casa preciosa, si yo viviera en una parecida me pasaría el día riendo. ¿Por qué suspira usted de ese modo?
—No hay razón —dijo el hombre— por la que no pueda usted tener una casa idéntica a esta y aún mejor si quiere. Tendrá usted dinero, ¿no?
—Tengo cincuenta dólares —dijo Keawe—, pero una casa como esta cuesta mucho más de cincuenta dólares.
El hombre hizo un cálculo.
—Siento que no tenga usted más —dijo—, pues puede traerle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.
—¿La casa? —preguntó Keawe.
—No, la casa no —replicó el hombre—, la botella. Pues debo decirle que, aunque le parezca tan rico y afortunado, toda mi fortuna, la casa y el jardín salieron de una botella de menos de medio litro. Hela aquí.

Abrió un armario cerrado con llave y sacó una botella redondeada de cuello largo. El cristal era blanco como la leche y tenía vetas tornasoladas. Algo se movía oscuramente en su interior, como una sombra y un fuego.
—Esta es la botella —dijo el hombre, y, al ver que Keawe se reía, añadió—: ¿No me cree? Pues trate usted de romperla.
Keawe cogió la botella y la estrelló contra el suelo hasta cansarse, pero rebotó como la pelota de un niño sin romperse.
—Qué raro —dijo Keawe—. Por el aspecto y el tacto parece de cristal.
—Y lo es —replicó el hombre suspirando más profundamente que nunca—, pero es un cristal templado en las llamas del infierno. Dentro vive un demonio, y esa es la sombra que vemos, o eso creo. Si alguien compra la botella, el demonio pasa a estar a sus órdenes y todo lo que desee, amor, fama, dinero, casas como esta, o incluso una ciudad como esta, son suyas con solo pedirlo. Napoleón la poseyó y gracias a ella llegó a ser el rey del mundo, pero acabó vendiéndola y cayó. El capitán Cook también fue su dueño, y por eso encontró tantas islas, pero la vendió también y lo mataron en Hawai. Pues, una vez vendida, desaparecen su poder y su protección y, a menos que uno se contente con lo que tiene, le acontecerá alguna desgracia.
—Y, aun así, ¿está dispuesto a venderla? —dijo Keawe.
—Tengo todo lo que deseo, y me estoy haciendo viejo —replicó el hombre—. Hay algo que el demonio no puede hacer: prolongar la vida, y no sería justo ocultarle a usted que la botella tiene un inconveniente, pues, si uno muere antes de venderla, arderá en el infierno eternamente.
—Desde luego, no es un inconveniente trivial —exclamó Keawe—. No quiero saber nada. Gracias a Dios, puedo pasarme sin una casa, pero de ningún modo quiero correr el riesgo de condenarme.
—Amigo mío, no debe sacar conclusiones precipitadas —repuso el hombre—. Lo único que tiene que hacer es emplear el poder del demonio con moderación, y luego vendérselo a alguien, como hago yo con usted, y terminar sus días cómodamente.
—Sin embargo, he reparado en dos cosas —dijo Keawe—. Por un lado, en que se ha pasado usted todo este rato suspirando como una doncella enamorada, y por el otro, en que vende la botella muy barata.
—Ya le he explicado por qué suspiro —dijo el hombre—. Temo que mi salud pueda estar deteriorándose, y, como usted dice, morir y condenarse es una tragedia para cualquiera. En cuanto a por qué la vendo tan barata, debo explicarle una peculiaridad de la botella. Hace tiempo, cuando el diablo la trajo a la tierra por primera vez, era enormemente cara, y le fue vendida al preste Juan por varios millones de dólares, pero no se puede vender a menos que sea perdiendo dinero. Si se vende por la misma cantidad que se compró, vuelve a su dueño como una paloma mensajera. De ahí que el precio haya ido reduciéndose a lo largo de todos estos años y ahora sea bastante barata. Yo mismo se la compré a uno de mis vecinos en esta colina, y tan solo pagué por ella noventa dólares. Podría venderla por ochenta y nueve dólares y noventa y nueve centavos, pero no más cara, o volvería irremediablemente a mis manos. Eso tiene dos inconvenientes. En primer lugar, cuando uno ofrece una botella tan peculiar por ochenta y tantos dólares, la gente piensa que está bromeando. Y en segundo…, pero eso no tiene importancia…, y no vale la pena entrar en detalles. Tan solo recuerde que debe venderla por moneda acuñada.
—¿Y cómo sé que todo eso es verdad? —preguntó Keawe.
—En parte puede usted comprobarlo ahora mismo —replicó el hombre—. Deme usted sus cincuenta dólares, coja la botella y pida que se los devuelva. Si no ocurre así, le doy mi palabra de honor de que desharé el trato y le devolveré el dinero.
—¿No pretenderá engañarme? —dijo Keawe.

El hombre se comprometió con un juramento solemne.
—En fin, me arriesgaré —dijo Keawe—, no creo que tenga nada de malo.
Le pagó al hombre su dinero y este le alcanzó la botella.
—Diablo de la botella —dijo Keawe—, quiero que me devuelvas mis cincuenta dólares. —Y apenas había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando volvió a notar el bolsillo tan pesado como antes—. Desde luego, esta botella es maravillosa —reconoció Keawe.
—Y ahora, buenos días, mi querido amigo, ¡y que el diablo le acompañe! —dijo el hombre.
—Espere —respondió Keawe—, basta de bromas. Aquí tiene usted su botella.
—La ha comprado por menos de lo que yo pagué por ella —replicó el hombre, frotándose las manos—. Ahora es suya, y por mi parte nada deseo más que verle marchar.
Y llamó a su criado chino y mandó que lo acompañara fuera.
Una vez en la calle y con la botella bajo el brazo, Keawe empezó a pensar. «Si lo que me ha contado de la botella es cierto, puedo haber hecho un mal negocio —se dijo—. Aunque tal vez el hombre se haya burlado de mí». Lo primero que hizo fue contar su dinero. La suma era exacta: cuarenta y nueve dólares americanos y uno chileno. «Esto parece cierto —se dijo Keawe—. Comprobemos también lo otro».
Las calles, en esa parte de la ciudad, estaban tan limpias como la cubierta de un barco, y aunque era mediodía, no pasaba ningún transeúnte. Keawe dejó la botella en el arroyo y siguió su camino. Dos veces se volvió y vio la botella lechosa y redondeada allí donde la había dejado. Por tercera vez volvió a mirar y dobló la esquina, pero apenas lo había hecho cuando notó que algo se le clavaba en el codo y… ¡hete aquí que era el cuello de la botella, que asomaba del bolsillo de su chaquetón marinero!
«Pues esto también lo parece», pensó Keawe.
Lo siguiente que hizo fue comprar un sacacorchos en una tienda e ir a un sitio apartado en medio de un descampado. Una vez allí, trató de destapar la botella, pero cada vez que intentaba clavar el sacacorchos volvía a salir y el tapón seguía intacto.
«Debe de tratarse de un nuevo tipo de corcho», dijo Keawe y empezó a temblar y a sudar, pues le asustaba aquella botella.
De camino al puerto, vio una tienda donde un hombre vendía conchas y mazas de las islas, viejas deidades paganas, monedas antiguas, estampas de la China y el Japón y toda suerte de objetos de los que llevan los marineros en sus baúles. Entonces se le ocurrió una idea. Entró y se ofreció a venderle la botella por cien dólares. Al principio, el dueño de la tienda se rió y ofreció pagarle cinco, pero era una botella muy peculiar, con aquellos colores que brillaban de forma tan hermosa por debajo del blanco lechoso, y la sombra revoloteando en el centro, así que, después de regatear un poco, como se hace siempre en esos casos, el tendero le pagó a Keawe sesenta dólares de plata y puso la botella en un estante en mitad del escaparate.
«En fin —pensó Keawe—, he vendido por sesenta dólares lo que compré por cincuenta, o para ser exactos, por un poco menos, pues uno de mis dólares era chileno. Ahora comprobaré la verdad del otro extremo».
Volvió a bordo de su barco y, al ir a abrir su baúl, encontró en él la botella, que había llegado antes que él.
Keawe tenía un camarada llamado Lopaka.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Lopaka—, ¿por qué miras así tu baúl? —Estaban solos en el castillo de proa, de modo que Keawe le pidió que le guardara el secreto y se lo contó todo—. Es un asunto muy raro —dijo Lopaka—, y temo que esta botella pueda traerte problemas. Pero una cosa es segura: y es que, ya que ha de acarrearte dificultades, más te vale aprovechar la ocasión. Decide qué es lo que quieres, y, si se te concede como deseas, yo mismo te compraré la botella, pues hace tiempo que tengo el proyecto de hacerme con una goleta y dedicarme a comerciar en las islas.
—Esos no son mis planes —dijo Keawe—, sino tener una preciosa casa con jardín en la costa de Kona, donde nací, con la puerta brillando al sol, macizos de flores, ventanas acristaladas, cuadros en las paredes y tapetes y figuritas sobre las mesas, exactamente igual a la que vi hoy, pero con un piso más y con balcones como el palacio real, para vivir en ella sin preocupaciones y ser feliz con mis amigos y parientes.
—Muy bien —replicó Lopaka—, llevémonosla a Hawai, y, si todo se cumple como dices, te compraré la botella y pediré una goleta para mí.
Los dos se pusieron de acuerdo y poco después el barco volvió a Honolulu, llevando a bordo a Keawe, Lopaka y la botella. Poco después de desembarcar, se encontraron a un amigo en la playa que le dio el pésame a Keawe.
—No sé a santo de qué me das el pésame —dijo Keawe.
—¿Será posible que no te hayas enterado —repuso el amigo— de que tu anciano tío ha muerto y de que tu primo, aquel joven tan apuesto, se ha ahogado en el mar?
Keawe se entristeció mucho, empezó a llorar y a lamentarse y se olvidó de la botella. Pero Lopaka se quedó rumiando para sus adentros, y más tarde, cuando Keawe se serenó un poco le dijo:
—He estado pensando. ¿No tenía tu tío tierras en Hawai, en el distrito de Kaü?
—No —respondió Keawe—, no están en Kaü, sino en las montañas…, al sur de Hookena.
—¿Y esas tierras ahora serán tuyas? —preguntó Lopaka.
—Sí —dijo Keawe, y empezó otra vez a lamentar la pérdida de sus parientes.
—No te quejes tanto —dijo Lopaka—. Se me ha ocurrido una cosa. ¿Y si todo hubiese sido obra de la botella? Ahí tienes sitio para construir tu casa.
—En tal caso —exclamó Keawe—, matar a mis parientes sería una extraña manera de servirme. Pero bien podría ser, porque fue justo allí donde imaginé mi mansión.
—Sin embargo, la casa no se ha construido todavía —observó Lopaka.
—No, ¡ni se construirá! —respondió Keawe—, pues aunque mi tío tenía unos cafetales y algunos platanales no me servirán más que para vivir con comodidad, y el resto de las tierras son de lava negra.
—Vamos a ver al abogado —dijo Lopaka—, hay una idea que no consigo quitarme de la cabeza.

Nada más llegar al despacho del abogado, se enteraron de que el tío de Keawe se había hecho muy rico hacía poco y le había dejado todo su dinero.
—¡Y ahí tienes el dinero para la casa! —exclamó Lopaka.
—Si está pensando en construir una casa —dijo el abogado—, he aquí la tarjeta de un nuevo arquitecto de quien me han hablado maravillas.
—¡Mejor que mejor! —gritó Lopaka—. Ya no puede estar más claro. Sigamos obedeciendo sus órdenes.
De modo que fueron a ver al arquitecto y vieron que tenía varios proyectos de casas sobre la mesa.
—Usted quiere algo fuera de lo común —dijo el arquitecto—. ¿Qué le parece esta?
Y le alcanzó un esbozo a Keawe.
Cuando sus ojos se posaron en el dibujo, Keawe soltó un grito, pues era exactamente igual a la casa que había imaginado.
«Voy a construir esta casa —pensó—. Por poco que me guste el modo en que ha ido a parar a mis manos, más me vale construirla y aceptar lo bueno con lo malo».
Así que le explicó al arquitecto todo lo que quería, y cómo quería que amueblara la casa, y lo de los cuadros de las paredes y los cachivaches de las mesas, y le preguntó cuánto le costaría todo.
El arquitecto le preguntó varias cosas, cogió la pluma e hizo unos cálculos y le pidió una suma idéntica a lo que había heredado Keawe.
Lopaka y Keawe, se miraron y asintieron con la cabeza.
«Está claro —pensó Keawe— que lo quiera o no voy a quedarme con la casa. Viene del diablo, y mucho me temo que no me traerá nada bueno. Aunque si de algo estoy seguro es de que no pienso desear nada más mientras siga teniendo esta botella, no me queda más remedio que quedarme con la casa y aceptar lo bueno con lo malo».
Así que llegó a un acuerdo con el arquitecto y ambos firmaron un contrato. Luego Keawe y Lopaka volvieron a embarcarse rumbo a Australia, pues ambos habían acordado no entrometerse y dejar que el arquitecto y el diablo de la botella construyesen y adornaran la casa a su gusto.
Tuvieron una buena travesía, aunque Keawe estuvo todo el tiempo mordiéndose la lengua, pues había jurado no pedir ningún otro deseo ni aceptar más favores del demonio. A su regreso, el plazo había concluido y el arquitecto les dijo que la mansión estaba terminada, así que Keawe y Lopaka compraron un pasaje en el Hall y fueron a Kona para ver la casa y comprobar si todo se había hecho tal como lo había imaginado Keawe.
La casa estaba en la ladera de una montaña y se divisaba desde el barco. Por encima, el bosque se extendía hasta el mar de nubes, por debajo la lava negra se precipitaba en los acantilados donde reposan enterrados los reyes de antaño. Flores de todos los colores florecían en el jardín que rodeaba la casa y había un huerto de papayas a un lado y uno de árboles del pan al otro. A la derecha, justo delante del mar, habían aparejado un mástil en el que ondeaba una bandera. En cuanto a la casa, tenía tres pisos de altura, grandes salones y amplios balcones en cada uno de ellos. Las ventanas eran de un cristal tan excelente que era transparente como el agua y brillante como el día. Toda clase de muebles adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros en marcos dorados: pinturas de barcos, batallas, mujeres hermosísimas y lugares exóticos. En ningún sitio hay cuadros de colores tan vivos como los que Keawe encontró colgados en su casa. En cuanto a los cachivaches, eran todos preciosos: relojes de pared, cajitas de música, muñecos, libros llenos de estampas, armas de todas las partes del mundo, y los rompecabezas más exquisitos para entretener a un hombre solitario. Y, como si aquellos salones no estuvieran hechos para vivir en ellos, sino solo para recorrerlos y admirarlos, habían construido unos balcones tan espaciosos que en ellos habría podido vivir un pueblo entero. Keawe no sabía qué escoger, si el porche trasero donde soplaba el viento terral y uno podía contemplar los huertos y las flores, o el balcón de delante, donde uno respiraba la brisa marina, veía la ladera de la montaña y divisaba al Hall, que pasaba una vez a la semana entre Hookena y las montañas de Pele, o las goletas que recorrían la costa en busca de madera, guayabas y plátanos.

Después de recorrerla toda, Keawe y Lopaka se sentaron en el porche.
—Bueno —preguntó Lopaka—, ¿es todo tal como lo imaginaste?
—No tengo palabras —dijo Keawe—. Es mejor de lo que jamás soñé, y estoy aturdido de contento.
—Solo falta tener en cuenta una cosa —observó Lopaka—, es posible que todo esto haya sucedido de forma natural y el diablo de la botella no tenga nada que ver. Si comprase la botella y no consiguiera la goleta, habría puesto la mano en el fuego por nada. Ya sé que te he dado mi palabra, pero me pregunto si me negarías una prueba más.
—He jurado no pedir más deseos —respondió Keawe—. Ya he ido demasiado lejos.
—No estaba pensando en un deseo —replicó Lopaka—. Solo quiero ver al diablo. No hay nada de malo en eso y, si lo viera, estaría seguro. Así que deja que lo vea y luego la compraré, aquí mismo tengo el dinero.
—Solo temo una cosa —objetó Keawe—. Es muy posible que el diablo tenga un aspecto horrible y, si lo ves, tal vez luego no quieras comprar la botella.
—Soy hombre de palabra —dijo Lopaka—. Y aquí mismo tengo el dinero.
—Muy bien —replicó Keawe—. Yo también tengo curiosidad. Así que deja que te veamos, diablo.
Nada más pronunciar aquellas palabras, el diablo se asomó a la botella y luego, rápido como un reptil, volvió a ocultarse. Keawe y Lopaka se quedaron de piedra. Antes de que ninguno supiera qué decir, o tuviera ánimos de decirlo, se hizo de noche. Entonces Lopaka le dio el dinero y cogió la botella.
—Soy hombre de palabra —dijo—, de lo contrario no tocaría esta botella ni loco. En fin, conseguiré mi goleta y un poco de dinero y me libraré de este demonio lo antes que pueda. Si quieres que te sea sincero, su aspecto me ha desazonado.
—Lopaka —dijo Keawe—, no quiero que pienses mal de mí. Ya sé que es de noche y que los caminos son malos y que el paso junto a las tumbas es peligroso, pero te aseguro que desde que he visto el rostro de ese diablo no podré comer, dormir o rezar hasta que te lo hayas llevado de aquí. Te daré una linterna, una cesta para meter la botella, y cualquier cuadro u objeto de mi casa que te guste, pero vete cuanto antes y pasa la noche en Hookena con Nahinu.
—Keawe —respondió Lopaka—, muchos se tomarían esto a mal. Sobre todo, teniendo en cuenta el favor que te hago al mantener mi palabra y comprar la botella, y que la noche, la oscuridad y el paso junto a las tumbas son diez veces más peligrosos para un hombre con semejante pecado en su conciencia y esta botella bajo el brazo. Pero estoy tan aterrorizado que no tengo valor para culparte. Me voy pues, y ruego a Dios que seas feliz en tu casa, yo tenga suerte con mi goleta y los dos vayamos por fin al cielo a pesar del diablo y su botella.
Así que Lopaka se marchó montaña abajo y Keawe se quedó en el balcón de la fachada principal escuchando el repiqueteo de las herraduras del caballo y observando cómo la luz de la linterna se alejaba por el sendero a lo largo de los acantilados en cuyas cuevas están enterrados los muertos. Mientras temblaba y se retorcía las manos, rezaba por su amigo y daba gracias a Dios por haberse librado de aquel peligro.
Pero a la mañana siguiente amaneció un día precioso y la casa era tan hermosa que olvidó su temor. Fueron pasando los días y Keawe vivió allí muy feliz. Se instaló en el porche trasero, allí comía y vivía y leía los cotilleos de los periódicos de Honolulu, aunque cuando alguien pasaba a visitarlo, siempre lo llevaba a contemplar los cuadros y los salones. La fama de la casa llegó a todas partes, la llamaban Ka-Hale Nui —la casa grande— en todo Kona; y a veces la Casa Resplandeciente, pues Keawe contrató a un chino que se pasaba el día quitando el polvo y bruñendo los metales; y el cristal, los dorados, los objetos delicados y los cuadros brillaban como el sol de la mañana. El propio Keawe era incapaz de recorrer sus habitaciones sin ponerse a cantar con el corazón desbordado de alegría; y cuando los barcos pasaban por allí cerca enarbolaba su enseña en el mástil.

Así fue pasando el tiempo, hasta que un día Keawe viajó a Kailua a visitar a un amigo suyo. Allí lo agasajaron y a la mañana siguiente partió lo antes que pudo y cabalgó a todo galope, pues estaba impaciente por contemplar su hermosa casa y además aquella noche era la noche en que los espíritus de los muertos vagan por las laderas de Kona, y, después de haber tenido tratos con el demonio, temía toparse con los muertos. Poco después de pasar Honaunau, al mirar a lo lejos, vio a una mujer bañándose en el mar, que le pareció una joven muy esbelta, aunque no le dio mayor importancia. Después vio su camisa blanca revoloteando al viento mientras se vestía y luego su holoku rojo. Cuando se cruzó con ella, la chica había terminado de vestirse y esperaba junto al camino vestida con su holoku rojo. El baño la había refrescado y sus hermosos ojos brillaban con dulzura. Nada más verla, Keawe refrenó al caballo.
—Creía conocer a todos los de por aquí —dijo—. ¿Cómo es posible que no te haya visto antes?
—Soy Kokua, la hija de Kiano —respondió la joven—, acabo de volver de Oahu. ¿Quién eres tú?
—Te lo diré dentro de un momento —dijo Keawe desmontando del caballo—, pero aún no. Pues se me ha ocurrido una idea y, si te dijese quién soy, tal vez hayas oído hablar de mí y no me respondas con sinceridad. Pero, antes de nada, dime: ¿estás casada?
Al oírlo, Kokua se echó a reír.
—Eres muy indiscreto —dijo—. ¿Lo estás tú?
—Desde luego que no, Kokua —replicó Keawe—, y nunca pensé en estarlo hasta este instante. Es la pura verdad. Te he encontrado al borde del camino, he visto tus ojos, que son como las estrellas, y mi corazón ha volado hacia ti tan ligero como un pájaro. Y ahora, si no sientes nada por mí, dímelo y volveré a mi casa, pero, si no te parezco peor que cualquier otro, dímelo también e iré a pasar la noche a casa de tu padre y mañana hablaré con él. —Kokua no dijo ni una palabra y se limitó a mirar al mar y echarse a reír—. Kokua —dijo Keawe—, no dices nada, y quien calla otorga, así que vayamos a ver a tu padre.
Ella fue delante de él, sin decir nada, aunque a veces se volvía para mirarlo y mordisqueaba las cintas de su sombrero.
Cuando llegaron a la puerta de la casa, Kiano se asomó a la veranda y saludó a Keawe por su nombre. Al oírlo, la chica lo miró, pues la fama de la casa grande había llegado a sus oídos, y, desde luego, era toda una tentación. Esa noche se divirtieron mucho. La chica era muy ocurrente y se burló con picardía de Keawe en presencia de sus padres. Al día siguiente habló con Kiano y encontró sola a la joven.
—Kokua —dijo—, anoche te pasaste la velada burlándote de mí y todavía estás a tiempo de rechazarme. No quise decirte quién era porque tengo una casa muy hermosa y temí que pudieras apreciar más la casa que al hombre que te ama. Ahora ya lo sabes, y si quieres que me vaya no tienes más que decirlo.
—No —dijo Kokua, pero esta vez no se rió y Keawe tampoco le preguntó nada más.
Así fue el cortejo de Keawe, todo ocurrió muy deprisa, pero también la flecha es veloz y todavía más una bala de fusil, y ambas pueden dar en el blanco. Además, no solo fue todo muy deprisa, sino que también llegó lejos y la imagen de Keawe se grabó tan profundamente en el corazón de la muchacha que oía su voz en las olas que rompían contra la lava y habría abandonado a sus padres y las islas donde había nacido por aquel joven a quien no había visto más de dos veces en su vida. En cuanto a Keawe, su caballo voló por el sendero de la montaña junto al acantilado de las tumbas, y el sonido de los cascos de su caballo resonó en las cavernas de los muertos. Llegó a la Casa Resplandeciente sin parar de cantar. Se sentó a comer en el amplio balcón y el chino se sorprendió al ver a su amo canturrear entre bocado y bocado. El sol se puso en el mar y, cuando se hizo de noche, Keawe recorrió los balcones a la luz de los faroles y sus canciones sobresaltaron a los marinos que navegaban por allí.

«Heme aquí en mi atalaya —se dijo—. La vida no me puede ir mejor. Estoy en lo más alto y ya solo puedo empeorar. Por primera vez, mandaré iluminar las habitaciones, tomaré un baño de agua tibia y dormiré solo en mi cámara nupcial».
Así que le dio sus instrucciones al chino, que tuvo que levantarse de la cama para encender la caldera, y mientras trabajaba oyó a su amo cantando de alegría en los salones iluminados. Cuando el agua empezó a calentarse, el chino avisó a su amo, y Keawe entró en el cuarto de baño. El criado lo oyó cantar mientras llenaba la bañera y se desvestía, hasta que, de pronto, dejó de cantar. El chino escuchó y escuchó, subió a la casa a preguntarle a Keawe si todo iba bien y este le respondió: «Sí», y le indicó que volviera a acostarse, pero esa noche ya nadie volvió a cantar en la Casa Resplandeciente y toda la noche el criado oyó los pasos de su amo que iban y venían por los balcones sin descanso.
Lo que había ocurrido era que, al ir a desvestirse para tomar el baño, Keawe se había encontrado una mancha en la piel, como la de un liquen en la roca, y se le habían quitado de golpe las ganas de cantar, pues conocía muy bien aquellas manchas y enseguida supo que había contraído el mal chino.[14]
Contraer dicha enfermedad es una desgracia para cualquiera. Y también sería triste para cualquiera tener que dejar una casa tan hermosa y cómoda y despedirse de todos los amigos para ir a vivir a la costa norte de Molokai, entre los altos acantilados y las rompientes. Pero ¿qué no sería para Keawe, que había conocido a su amada un día antes y se había comprometido con ella esa misma mañana y ahora veía quebrarse todas sus esperanzas en un instante como el cristal?
Pasó un rato sentado en el borde de la bañera, luego se puso en pie de un salto, corrió afuera y empezó a ir de aquí para allá como un loco.
«De buena gana abandonaría Hawai, la tierra de mis antepasados —pensó—. Con gusto dejaría mi preciosa casa de la montaña. Incluso encontraría valor para ir a Molokai, a Kalaupapa junto a los acantilados, a vivir con los leprosos y morir allí, lejos de mi familia. Pero ¿qué mal he cometido, qué pecado pesa sobre mi alma, para que viese a Kokua saliendo del mar al atardecer? Kokua, ¡la cautivadora de almas! Kokua, ¡el fuego de mi vida! Ya no podré casarme contigo, ya no podrán acariciarte mis manos enamoradas y es por ti, ¡oh, Kokua!, por quien me lamento».
Nótese la clase de persona que era Keawe, pues habría podido vivir muchos años en la Casa Resplandeciente sin que nadie supiera de su enfermedad, pero eso no le habría bastado si había de perder a Kokua. E incluso podría haberse casado con Kokua sin decirle nada, como habrían hecho muchos que tienen el alma negra, pero Keawe amaba a la joven y por nada en el mundo le habría hecho daño o la habría puesto en peligro.
Poco después de medianoche, se acordó de la botella. Salió al porche trasero y recordó el día en que había visto al demonio y la sangre se le heló en las venas.
«Esa botella es algo terrible —pensó Keawe—, y también lo es el demonio y arriesgarse a arder en las llamas del infierno, pero ¿qué otra esperanza me queda de curarme de mi enfermedad o de casarme con Kokua? ¿Acaso voy a correr el riesgo solo para tener una casa y no para conquistar a Kokua?».
Entonces recordó que, al día siguiente, el Hall pasaría por allí de regreso a Honolulu.
«Debo ir a ver a Lopaka cuanto antes —pensó—. Mi única esperanza radica en encontrar esa botella de la que tanto me alegré de librarme».

No pudo pegar ojo, la comida se le quedaba atravesada en la garganta, pero le envió una carta a Kiano y, poco antes de que llegase al vapor, descendió a caballo por el acantilado de las tumbas. Llovía mucho y el caballo avanzaba con dificultad. Contempló la negra boca de las cuevas y sintió envidia por los muertos que descansaban allí y habían dejado de sufrir, y recordó con perplejidad cómo había pasado por allí al galope tan solo un día antes. Así llegó a Hookena y, como siempre, encontró a una muchedumbre de campesinos que esperaban para embarcar en el vapor. Sentados en el cobertizo que había delante del almacén, intercambiaban bromas y las últimas novedades del día, pero Keawe no tenía ganas de hablar y se dedicó a contemplar, entre suspiros, cómo caía la lluvia sobre las casas y golpeaban las olas contra las rocas.
«Keawe, el de la Casa Resplandeciente, parece un poco desanimado», se decían unos a otros. Y no es de extrañar que lo estuviera.
Luego arribó el Hall y un bote ballenero los condujo a bordo. La popa del barco estaba atestada de haoles,[15] que habían ido a visitar el volcán; en el entrepuente se apiñaban los canacos y en la proa iban los toros de Hilo y los caballos de Kaü, pero Keawe, dominado por la tristeza, se sentó apartado de todos y buscó con la mirada la casa de Kiano. La vio en la orilla junto a las rocas negras, a la sombra de los cocoteros, y junto a la puerta distinguió un holoku rojo, tan pequeño como una mosca, que se movía azacanado de aquí para allá.
«¡Ah, dueña de mi corazón —exclamó—, arriesgaré mi alma por ti!».
Poco después anocheció, encendieron las luces de los camarotes y los haoles se pusieron a jugar a las cartas y a beber whisky como de costumbre; en cambio, Keawe estuvo toda la noche paseando por cubierta, y a la mañana siguiente, cuando pasaron a sotavento de Maui o Molokai, seguía yendo de aquí para allá como un animal en una jaula.
Al caer la tarde, pasaron junto a Diamond Head y llegaron al muelle de Honolulu. Keawe desembarcó con la multitud y empezó a preguntar por Lopaka. Por lo visto, había adquirido una goleta —la mejor de las islas— y se había embarcado en una aventura a Pola-Pola o Kahiki, de modo que no podía contar con la ayuda de Lopaka. Keawe recordó a un amigo suyo, un abogado de la ciudad (debo callarme su nombre), y preguntó por él. Le contaron que se había hecho muy rico y había comprado una casa preciosa en la costa de Waikiki. A Keawe lo asaltó de pronto una idea, de modo que pidió un coche y acudió a visitar al abogado.
La mansión era toda nueva y los árboles del jardín parecían bastones. Cuando salió a recibirlo, el abogado le pareció un hombre satisfecho.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó el abogado.
—Es usted amigo de Lopaka —replicó Keawe—, y él me compró cierto objeto que tal vez pueda usted ayudarme a encontrar.
El rostro del abogado se volvió muy sombrío.
—No fingiré no saber de qué me habla, señor Keawe —dijo—, aunque se trate de un asunto tan peliagudo. Puede creerme si le digo que no sé nada, pero se me ocurre un sitio donde quizá puedan darle razón.

Y pronunció el nombre de alguien que, una vez más, será mejor no consignar aquí. Durante varios días, Keawe fue de casa en casa y encontró por todas partes vestidos, carruajes nuevos, casas muy elegantes recién construidas y hombres muy satisfechos, aunque, sin duda, sus rostros se ensombrecían cada vez que les explicaba su propósito.
«No hay duda de que estoy sobre la pista —pensó Keawe—. Todos esos vestidos y carruajes son regalos del diablo, y esos rostros tan felices son los rostros de personas que se han aprovechado y luego se han librado de ese objeto maldito. Cuando vea mejillas pálidas y oiga suspirar sabré que estoy cerca de la botella».
Así resultó que por fin le recomendaron ir a visitar a un haole en Britannia Street. Cuando llegó a la casa era casi la hora de cenar y reparó en los indicios habituales: la casa nueva, el jardín y la luz brillando en las ventanas, pero cuando el propietario acudió a abrirle, un estremecimiento de temor y esperanza recorrió a Keawe, pues se trataba de un joven tan pálido como un cadáver, ojeroso y despeinado, y con el aspecto de quien está esperando el patíbulo.
«Aquí está, sin duda», pensó Keawe, y no se anduvo con rodeos con aquel hombre.
—Vengo a comprarle la botella —dijo.
Al oírlo, el joven haole de Britannia Street se tambaleó y se apoyó en la pared.
—¡La botella! —balbució—. ¡Comprar la botella!
Luego se atragantó, cogió a Keawe del brazo y lo llevó a una habitación donde llenó dos copas de vino.
—A su salud —dijo Keawe, que, en otro tiempo, había frecuentado mucho la compañía de los haoles—. Sí —añadió—, vengo a comprarle la botella. ¿Qué precio tiene ahora?
Al oír su pregunta, al joven se le cayó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como un espectro.
—¿El precio? —repitió—. ¡El precio! ¿No sabe cuál es su precio?
—Por eso se lo pregunto —respondió Keawe—. ¿Qué le preocupa? ¿Pasa algo con el precio?
—Su valor ha disminuido mucho desde que usted la vendió, señor Keawe —balbució el joven.
—Bueno, así me saldrá más barata —dijo Keawe—. ¿Por cuánto la compró?
El joven se puso tan blanco como la pared.
—Dos centavos —dijo.
—¿Cómo? —exclamó Keawe—. Pero entonces solo puede usted venderla por uno. Y quien la compre…
A Keawe le faltaron las palabras: quien la comprara ya no podría volver a venderla, tendría que quedarse con la botella y el diablo de la botella hasta el día de su muerte, y luego ardería para siempre en el infierno.
El joven de Britannia Street se hincó de rodillas.
—¡Por el amor de Dios, cómpremela! —gritó—. Puede quedarse con toda mi fortuna. Fui un loco al comprarla a semejante precio. Había robado dinero en mi negocio. Estaba perdido, habría acabado en la cárcel.
—Pobre desdichado —dijo Keawe—, fue usted capaz de arriesgar su alma por un asunto tan desesperado y para escapar al merecido castigo de la deshonra, y cree que iba a dudar cuando está en juego mi amor. Deme la botella y el cambio, que seguro que debe de tener a mano. Aquí tiene una moneda de cinco centavos.
Tal como Keawe suponía, el joven tenía la vuelta preparada en un cajón. La botella cambió de manos y, en cuanto sus dedos la sujetaron por el cuello, pidió su deseo de volver a estar sano. Y, efectivamente, nada más llegar a su habitación, se desnudó delante de un espejo y comprobó que tenía la piel como la de un niño. Y lo raro fue que, nada más asistir a aquel milagro, cambió de opinión y ya no volvió a preocuparse del mal chino ni de Kokua, y solo pensó en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella por toda la eternidad y que iba a arder sin remedio en las llamas del infierno. Las vio arder a lo lejos en su imaginación y se le encogió el alma ensombrecida por las tinieblas.
Cuando Keawe se recobró un poco, reparó en que aquella era la noche en que la banda tocaba en el hotel. Fue allí porque le daba miedo estar solo y se dedicó a deambular entre los rostros felices mientras escuchaba la música y veía a Berger llevar el compás, y todo el tiempo le pareció oír el crepitar de las llamas y ver el fuego ardiendo en un abismo sin fondo. De pronto, la banda interpretó «Hiki-ao-ao», una canción que había cantado con Kokua y eso le infundió valor.
«Lo hecho, hecho está —pensó—, y, una vez más, tendré que aceptar lo bueno con lo malo».
De modo que regresó a Hawai en el primer vapor y, en cuanto fue posible, se casó con Kokua y se la llevó a vivir a las montañas en la Casa Resplandeciente.
Siempre que los dos estaban juntos, el corazón de Keawe se tranquilizaba; pero, en cuanto se quedaba solo, lo invadía un terror enorme y oía el crepitar de las llamas y creía ver su resplandor en el abismo sin fondo. La joven, sin duda, se había entregado a él por entero, el corazón se le aceleraba nada más verlo, y siempre le cogía de la mano, era tan hermosa que nadie podía verla sin alegrarse. Era amable por naturaleza. Y siempre tenía una palabra cariñosa para él. Se pasaba el día cantando e iba de aquí para allá por la Casa Resplandeciente —no había nada tan resplandeciente en toda la casa— canturreando como un pajarillo. Keawe se deleitaba al verla y oírla, aunque luego tenía que ocultarse en un rincón y llorar y lamentarse al pensar en el precio que había pagado por ella, para, a continuación, secarse las lágrimas y lavarse la cara para ir a sentarse con ella en los amplios balcones, cantar con ella y responder con el ánimo encogido a sus sonrisas.

Llegó un día en que los pasos de la joven se volvieron pesados y no se la oyó cantar con tanta frecuencia. Ya no era solo Keawe quien se ocultaba para llorar sus penas, sino que ambos se evitaban y se sentaban en balcones opuestos de la Casa Resplandeciente. Keawe estaba tan desesperado que apenas reparó en el cambio, y tan solo se alegró de tener más tiempo para sentarse a solas a meditar sobre su destino y de no verse forzado a sonreír cuando tenía el corazón angustiado. Pero un día, al recorrer las habitaciones de la casa, oyó un ruido como el sollozo de un niño y encontró a Kokua tapándose el rostro con las manos y llorando como una desesperada.
—Haces bien en llorar en esta casa, Kokua —dijo—. Aunque te aseguro que daría la vida para que al menos tú pudieses ser feliz.
—¡Feliz! —gritó ella—. Keawe, cuando vivías solo en tu Casa Resplandeciente, todo el mundo en la isla decía que eras un hombre feliz, te pasabas el día riendo y cantando y tu rostro era tan luminoso como el sol. Luego te casaste con la pobre Kokua, y Dios sabe qué clase de defecto tendré, pero, desde ese día, no has vuelto a sonreír. ¡Oh! —gritó—, ¿qué es lo que me pasa? Pensaba que era hermosa y estaba segura de amarte. ¿Qué me pasa, que hago sufrir así a mi marido?
—Pobre Kokua —dijo Keawe. Se sentó a su lado y trató de cogerla de la mano, pero ella la apartó—. Pobre Kokua —repitió—. Mi pobre niña…, hermosa mía. ¡Y yo que he tratado de ocultártelo todo este tiempo! Pero te lo contaré todo, y así al menos te compadecerás del pobre Keawe y comprenderás cuánto te quiso en el pasado, que desafió al infierno por tenerte, y cuánto te quiere ahora (pobre desdichado), que todavía es capaz de sonreír al contemplarte.
Y, dicho eso, se lo contó todo desde el principio.
—¿Has hecho eso por mí? —gritó la joven—. ¿De qué me preocupo, entonces?
Y lo abrazó y lloró sobre su hombro.
—¡Ah, mi niña! —dijo Keawe—. Sin embargo, cuando pienso en el fuego del infierno, yo sí que me preocupo.
—No digas eso…, no es posible que nadie se condene solo por haber amado a Kokua. Te juro, Keawe, que te salvaré con mis manos, o pereceré contigo. ¡Cómo! ¿Me amas tanto que sacrificaste tu alma por mí y crees que no estoy dispuesta a morir para salvarte?
—¡Ah, amor mío! Podrías morir cien veces —gritó—, y lo único que conseguirías es dejarme solo hasta que llegara el momento de condenarme.
—No sabes lo que dices —repuso ella—. Me educaron en un colegio de Honolulu, no soy una chica corriente. Y te digo que salvaré a mi amado. ¿Qué más da que te haya costado un centavo? No todo el mundo es americano. En Inglaterra hay una moneda que llaman cuarto de penique y equivale a medio centavo. ¡Ah, qué desdicha —exclamó—, eso no mejora las cosas, pues el comprador se condenaría sin remedio y no encontraremos a nadie tan valiente como mi Keawe! Aunque también podemos ir a Francia, allí hay una moneda que llaman céntimo y equivale a un quinto de centavo. Es lo mejor que podemos hacer. Vamos, Keawe, vayamos a las islas francesas, vayamos a Tahití, tan rápido como nos lleve el barco. Allí tenemos cuatro, tres, dos y un céntimo: cuatro ventas posibles y dos personas para buscar un comprador. ¡Vamos, Keawe mío, bésame y olvida las preocupaciones! Kokua te protegerá.
—¡Regalo del cielo! —exclamó él—. ¡No puedo creer que Dios quiera castigarme por amar a alguien tan bueno como tú! Sea como dices, llévame donde quieras: pongo mi vida y mi salvación en tus manos.
Al día siguiente muy temprano, Kokua ultimó los preparativos. Cogió el baúl que Keawe llevaba siempre consigo cuando era marinero y metió la botella en el fondo, luego metió su ropa más cara y los objetos más valiosos de la casa. «Tenemos que parecer muy ricos —dijo— o nadie se creerá la historia de la botella». Mientras acababa de disponerlo todo, estaba alegre como un pájaro, y, solo cuando miraba a Keawe, se le llenaban los ojos de lágrimas y tenía que ir corriendo a besarle. En cuanto a Keawe, se había quitado un peso de encima y, ahora que había compartido su secreto y volvía a tener esperanzas, parecía un hombre nuevo, andaba con paso más ligero y respiraba profundamente. No obstante, seguían rondándole sus temores y de vez en cuando, como el viento que apaga una vela, perdía la esperanza y veía las llamas agitarse y arder en el infierno.
Anunciaron que se iban en viaje de placer a Estados Unidos, cosa que a todo el mundo le pareció un tanto extraña, aunque no tanto como les habría parecido la verdad, si hubieran podido adivinarla. Así que viajaron a Honolulu en el Hall y desde allí fueron a San Francisco en el Umatilla con una multitud de haoles. En San Francisco tomaron pasajes en el bergantín correo Tropic Bird para Papiti, la principal ciudad francesa en las islas del sur. Llegaron allí en un día claro, empujados por los vientos alisios, después de un viaje muy agradable. Vieron romper las olas en el arrecife, Motuiti con sus palmeras, las goletas fondeadas junto a la costa, las casas blancas de la ciudad entre los árboles y con las montañas al fondo y las nubes de Tahití, la isla sabia.
Juzgaron conveniente alquilar una casa enfrente de la residencia del cónsul británico para hacer gran ostentación de su dinero y darse a conocer con sus caballos y carruajes. Les resultó muy fácil teniendo la botella en su poder, pues Kokua era más atrevida que Keawe y, cada vez que necesitaba alguna cosa, llamaba al demonio para pedirle veinte o cien dólares. De ese modo, no tardaron en hacerse notar y los forasteros de Hawai, sus excursiones a caballo y los hermosos holokus y encajes de Kokua pronto dieron mucho que hablar.

Enseguida se familiarizaron con el idioma tahitiano, que, al fin y al cabo, se parece mucho al hawaiano, a excepción de algunos sonidos, y, en cuanto pudieron hacerse entender, trataron de vender la botella. Téngase en cuenta que no era tarea fácil: era complicado convencer a la gente de que no estaban burlándose de ellos cuando les ofrecían venderles una fuente inagotable de salud y riqueza por solo cuatro céntimos. Además, tenían que explicar los riesgos que entrañaba la botella y la gente, o bien se echaba a reír y no les creía, o consideraban demasiado peligroso el asunto y se apartaban de Keawe y Kokua como si estuvieran poseídos por el demonio. De modo que, en lugar de ganar terreno, notaron que la gente empezaba a evitarlos en la ciudad. Al verlos, los niños salían corriendo y dando gritos, cosa que a Kokua le resultaba insoportable. Los católicos se santiguaban al cruzarse con ellos y todo el mundo empezó a esquivarlos como de mutuo acuerdo.
A ambos los invadió el desánimo. Por la noche se sentaban sin cruzar palabra en su nueva casa, después de un día fatigoso, hasta que los sollozos de Kokua rompían el silencio. A veces rezaban juntos. Otros días colocaban la botella en el suelo y se pasaban la noche observando cómo la sombra se agitaba entre la niebla. En esas ocasiones les daba miedo irse a la cama. Tardaban mucho en dormirse y, si alguno de los dos daba una cabezada, al despertar encontraba al otro llorando en silencio en la oscuridad, o reparaba en que estaba solo y el otro había aprovechado para salir de la casa y alejarse de la botella y estaba paseando por el jardín entre los bananos, o por la playa, a la luz de la luna.
Una noche Kokua se despertó y vio que Keawe se había ido. Palpó la cama y comprobó que su sitio estaba frío. Sintió miedo y se incorporó. El claro de luna se colaba a través de las persianas. La habitación estaba iluminada y pudo distinguir la botella en el suelo. Fuera soplaba mucho viento, los grandes árboles de la avenida crujían y las hojas muertas se arremolinaban en la veranda. De pronto Kokua reparó en otro sonido, y, aunque no supo si se trataba de un hombre o de un animal, le pareció tan triste que se le encogió el alma. Se levantó sin hacer ruido, abrió la puerta y se asomó al patio iluminado por la luna. Allí, debajo de los bananos, yacía Keawe boca abajo lamentándose.
El primer impulso de Kokua fue correr a consolarlo, pero al pensarlo dos veces se contuvo. Keawe siempre había demostrado entereza en presencia de su mujer y ella no quiso avergonzarlo en aquel momento de debilidad y volvió a entrar en la casa en silencio.
«¡Cielos! —pensó—, qué insensible he sido…, ¡qué débil! Es él, y no yo, quien corre un peligro eterno; fue él, y no yo, quien echó esa maldición sobre su alma. Es por mí, y por el amor a una criatura tan indigna e incapaz de ayudarlo, por quien ve tan cerca ahora las llamas del infierno, sí, y huele el humo, tendido ahí en el claro de luna y azotado por el viento. ¿Soy tan pobre de espíritu que hasta ahora no he comprendido cuál es mi deber, o es que he preferido mirar hacia otra parte? Pero al menos ahora pondré mi alma en manos de mi amor y me despediré de la blanca escalera del cielo y de los rostros anhelantes de mis amigos. Amor con amor se paga, ¡ojalá el mío sea tan grande como el de Keawe! Un alma por otra, ¡y que sea la mía la que perezca!».
Era una mujer resuelta y tardó muy poco en vestirse. Cogió en sus manos el cambio, los preciosos céntimos que siempre llevaban consigo, pues es una moneda muy poco usada y se habían provisto de ellas en una oficina del gobierno. Cuando salió a la avenida, el viento empujó unas nubes que taparon la luna. La ciudad dormía y dudó de adónde ir hasta que oyó toser a alguien a la sombra de los árboles.
—Anciano —dijo Kokua—, ¿qué hace aquí en una noche tan fría? —El anciano apenas pudo responderle por culpa de la tos, pero ella comprendió que era viejo y pobre y forastero en la isla—. ¿Me haría usted un favor? —dijo Kokua—. Entre forasteros y de un anciano a una joven, ¿le haría usted un favor a una hawaiana?
—¡Ah! —exclamó el viejo—. Así que eres la bruja de las Ocho Islas y pretendes que se condene mi anciana alma. Pero he oído hablar de ti y sabré enfrentarme a tu maldad.
—Siéntese aquí —respondió Kokua—, y deje que le cuente una historia. —Y le contó, de principio a fin, la historia de Keawe—. Y ahora —prosiguió—, soy su mujer, a quien él compró a cambio de su alma. ¿Qué puedo hacer? Si me ofreciera a comprarle la botella, se negaría. Pero si va usted, se la venderá encantado. Yo le esperaré aquí, usted la comprará por cuatro céntimos y yo volveré a comprársela por tres. ¡Y que Dios dé fuerzas a esta pobre muchacha!
—Que Dios te fulmine si tratas de engañarme —dijo el viejo.
—Lo hará —exclamó Kokua—. Puede estar seguro. No podría ser tan traicionera… Dios no lo permitiría.
—Dame los cuatro céntimos y espera aquí —dijo el viejo.

Mientras Kokua esperaba sola entre los árboles su ánimo desfalleció. El viento rugía entre las ramas y le pareció oír el crepitar de las llamas del infierno, las sombras se agitaban a la luz de las farolas como las garras de seres sanguinarios. Si hubiese tenido fuerzas habría echado a correr, y si le hubiera quedado aliento habría gritado, pero lo cierto es que no pudo hacer ni una cosa ni la otra y se quedó temblando en la avenida, como una niña asustada.
Luego vio volver al viejo con la botella en la mano.
—He cumplido tu encargo —dijo—, dejé a su marido llorando como un niño, esta noche dormirá bien.
Y le alcanzó la botella.
—Antes de entregármela —jadeó Kokua—, aproveche la ocasión y pídale que le cure a usted esa tos.
—Soy viejo —replicó el otro—, y estoy demasiado cerca de la tumba para aceptar favores del diablo. Pero ¿qué te ocurre? ¿Por qué no coges la botella? ¿Acaso dudas?
—¡No dudo! —exclamó Kokua—. Es solo que me fallan las fuerzas. Espere un momento. Es mi mano la que se resiste, me repugna ese objeto maldito. ¡Concédame solo un momento!
El viejo miró a Kokua con dulzura.
—¡Pobre niña! —dijo—. Tienes miedo, tu alma vacila. En fin, me la quedaré. Soy viejo y ya nunca podré ser feliz en este mundo, y en cuanto al otro…
—¡Démela! —balbució Kokua—. Aquí tiene su dinero. ¿Acaso cree usted que soy tan mezquina?
—¡Que Dios te bendiga, niña! —respondió el viejo.
Kokua ocultó la botella entre los pliegues de su holoku, se despidió del anciano y anduvo por la avenida sin saber adónde se dirigía, pues todas las calles le parecían iguales y conducían igualmente al infierno. A veces andaba y a veces corría; a veces gritaba en mitad de la noche y a veces se desplomaba en el barro junto a la cuneta y se echaba a llorar. Recordó todo lo que había oído contar del infierno: vio arder las llamas, olió el humo y sintió la carne quemada por las brasas.
Al amanecer logró serenarse un poco y volvió a la casa. Tal como había dicho el viejo, Keawe dormía como un niño. Kokua contempló su rostro.
—Ahora, esposo mío —dijo—, te toca dormir a ti. Cuando despiertes podrás cantar y reír. Pero ¡ay!, para la pobre Kokua, que jamás le hizo daño a nadie, se acabaron el sueño, las canciones, los deleites y las alegrías, tanto en la tierra como en el cielo.
Se acostó a su lado sintiéndose tan desdichada que se quedó dormida al instante.
Entrada ya la mañana, su marido la despertó y le contó las buenas noticias. Tan contento estaba que no reparó en su tristeza, a pesar de que ella apenas podía disimularla. Poco importaba que las palabras se le atragantaran en la garganta, pues Keawe no la dejaba hablar. No pudo ni probar bocado, pero ¿quién iba a notarlo si Keawe dejó el plato limpio? Kokua lo miraba y le oía hablar como en sueños, a veces olvidaba o dudaba y se llevaba las manos a la frente: saberse condenada y oír parlotear así a su marido le parecía monstruoso.
Entretanto Keawe no dejaba de comer y de hablar, mientras planeaba el regreso a Hawai y le daba las gracias por haberle salvado y ayudado.[16] Y se burló del viejo que había sido tan estúpido para comprar la botella.
—Parecía un anciano respetable —dijo Keawe—. Pero las apariencias engañan. ¿Para qué querría la botella ese viejo réprobo?
—Esposo mío —respondió con humildad Kokua—, es posible que su intención fuese buena.
Keawe se rió enfadado.
—Bobadas —gritó—. Te digo que era un viejo canalla, y además un idiota. Si ya era difícil vender la botella por cuatro céntimos por tres será casi imposible. Casi no queda margen y el asunto empieza a oler a chamusquina. ¡Brrr! —dijo con un escalofrío—. Es cierto que yo la compré por un centavo cuando no sabía que hubiera monedas más pequeñas. Pero estaba loco de pesar, y no volverá a darse otro caso igual. Quienquiera que tenga ahora la botella se irá con ella al infierno.
—¡Oh, esposo mío! —replicó Kokua—. ¿No te parece terrible que alguien se salve a costa de la condenación eterna de otro? No creo que sea cosa de risa. Yo me sentiría hundida y llena de melancolía. Y rezaría por el desdichado que tuviese la botella.
Keawe comprendió que era cierto lo que le decía y se enfadó todavía más.
—¡Tonterías! —gritó—. Llénate de melancolía si quieres. Pero no me parece propio de una buena esposa. Si pensaras un poco más en mí te avergonzarías.
Dicho lo cual se marchó y dejó a Kokua sola.
¿Qué posibilidad tenía de vender la botella por dos céntimos? Ninguna. Y, si la tuviera, su marido iba a llevarla a un país donde no había monedas de valor inferior a un centavo. Y, por si fuera poco, la mañana de su sacrificio, su marido se marchaba cubriéndola de reproches.

Ni siquiera trató de aprovechar el tiempo que pudiera quedarle: se limitó a quedarse en casa, y unas veces sacaba la botella y la contemplaba con indecible horror y otras volvía a esconderla llena de aborrecimiento.

A la larga Keawe terminó por volver y la invitó a dar un paseo en coche.

–Estoy enferma esposo mío –dijo ella–. No tengo ganas de nada. Perdóname, pero no me divertiría.

Esto hizo que Keawe se enfadara todavía más con ella, porque creía que le entristecía el destino del anciano, y consigo mismo, porque pensaba que Kokúa tenía razón y se avergonzaba de ser tan feliz.

–¡Eso es lo que piensas de verdad –exclamó–, y ése es el afecto que me tienes! Tu marido acaba de verse a salvo de la condenación eterna a la que se arriesgó por tu amor y tú no tienes ganas de nada! Kokúa, tu corazón es un corazón desleal.

Keawe volvió a marcharse muy furioso y estuvo vagabundeando todo el día por la ciudad. Se encontró con unos amigos y estuvieron bebiendo juntos; luego alquilaron un coche para ir al campo y allí siguieron bebiendo.

Uno de los que bebían con Keawe era un brutal haole ya viejo que había sido contramaestre de un ballenero y también prófugo, buscador de oro y presidiario en varias cárceles. Era un hombre rastrero; le gustaba beber y ver borrachos a los demás; y se empeñaba en que Keawe tomara una copa tras otra. Muy pronto, a ninguno de ellos le quedaba más dinero.

–¡Eh, tú! –dijo el contramaestre–, siempre estás diciendo que eres rico. Que tienes una botella o alguna tontería parecida.

–Sí –dijo Keawe–, soy rico; volveré a la ciudad y le pediré algo de dinero a mi mujer, que es la que lo guarda.

–Ése no es un buen sistema, compañero –dijo el contramaestre–. Nunca confíes tu dinero a una mujer. Son todas tan falsas como Judas; no la pierdas de vista.

Aquellas palabras impresionaron mucho a Keawe porque la bebida le había enturbiado el cerebro.

«No me extrañaría que fuera falsa», pensó. «¿Por qué tendría que entristecerle tanto mi liberación? Pero voy a demostrarle que a mí no se me engaña tan fácilmente. La pillaré in fraganti.»

De manera que cuando regresaron a la ciudad, Keawe le pidió al contramaestre que le esperara en la esquina, junto a la cárcel vieja, y él siguió solo por la avenida hasta la puerta de su casa. Era otra vez de noche; dentro había una luz, pero no se oía ningún ruido. Keawe dio la vuelta a la casa, abrió con mucho cuidado la puerta de atrás y miró dentro.

Kokúa estaba sentada en el suelo con la lámpara a su lado; delante había una botella de color lechoso, con una panza muy redonda y un cuello muy largo; y mientras la contemplaba, Kokúa se retorcía las manos.

Keawe se quedó mucho tiempo en la puerta, mirando. Al principio fue incapaz de reaccionar; luego tuvo miedo de que la venta no hubiera sido válida y de que la botella hubiera vuelto a sus manos como le sucediera en San Francisco; y al pensar en esto notó que se le doblaban las rodillas y los vapores del vino se esfumaron de su cabeza como la neblina desaparece de un río con los primeros rayos del sol. Después se le ocurrió otra idea. Era una idea muy extraña e hizo que le ardieran las mejillas. «Tengo que asegurarme de esto», pensó.

De manera que cerró la puerta, dio la vuelta a la casa y entró de nuevo haciendo mucho ruido, como si acabara de llegar. Pero cuando abrió la puerta principal ya no se veía la botella por ninguna parte; y Kokúa estaba sentada en una silla y se sobresaltó como alguien que se despierta.

–He estado bebiendo y divirtiéndome todo el día –dijo Keawe–. He encontrado unos camaradas muy simpáticos y vengo sólo por más dinero para seguir bebiendo y corriéndonos la gran juerga.

Tanto su rostro como su voz eran tan severos como los de un juez, pero Kokúa estaba demasiado preocupada para darse cuenta.

–Haces muy bien en usar de tu dinero, esposo mío –dijo ella con voz temblorosa.

–Ya sé que hago bien en todo –dijo Keawe, yendo directamente hacia el baúl y cogiendo el dinero. También miró detrás, en el rincón donde guardaba la botella, pero la botella no estaba allí.

Entonces el baúl empezó a moverse como un alga marina y la casa a dilatarse como una espiral de humo, porque Keawe comprendió que estaba perdido, y que no le quedaba ninguna escapatoria. «Es lo que me temía», pensó. «Es ella la que ha comprado la botella.»

Luego se recobró un poco, alzándose de nuevo; pero el sudor le corría por la cara tan abundante como si se tratara de gotas de lluvia y tan frío como si fuera agua de pozo.

–Kokúa –dijo Keawe–, esta mañana me he enfadado contigo sin razón alguna. Ahora voy otra vez a divertirme con mis compañeros –añadió, riendo sin mucho entusiasmo–. Pero sé que lo pasaré mejor si me perdonas antes de marcharme.

Un momento después Kokúa estaba agarrada a sus rodillas y se las besaba mientras ríos de lágrimas corrían por sus mejillas.

–¡Sólo quería que me dijeras una palabra amable! –exclamó ella.

–Ojalá nunca volvamos a pensar mal el uno del otro –dijo Keawe; acto seguido volvió a marcharse.

Keawe no había cogido más dinero que parte de la provisión de monedas de un céntimo que consiguieran nada más llegar. Sabía muy bien que no tenía ningún deseo de seguir bebiendo.

Puesto que su mujer había dado su alma por él, Keawe tenía ahora que dar la suya por Kokúa; no era posible pensar en otra cosa.

En la esquina, junto a la cárcel vieja, le esperaba el contramaestre.

–Mi mujer tiene la botella –dijo Keawe–, y si no me ayudas a recuperarla, se habrán acabado el dinero y la bebida por esta noche.

–¿No querrás decirme que esa historia de la botella va en serio? –exclamó el contramaestre.

–Pongámonos bajo el farol –dijo Keawe–. ¿Tengo aspecto de estar bromeando?

–Debe de ser cierto –dijo el contramaestre–, porque estás tan serio como si vinieras de un entierro.

–Escúchame, entonces –dijo Keawe–; aquí tienes dos céntimos; entra en la casa y ofréceselos a mi mujer por la botella, y (si no estoy equivocado) te la entregará inmediatamente. Traémela aquí y yo te la volveré a comprar por un céntimo; porque tal es la ley con esa botella: es preciso venderla por una suma inferior a la de la compra. Pero en cualquier caso no le digas una palabra de que soy yo quien te envía.

–Compañero, ¿no te estarás burlando de mí?, –quiso saber el contramaestre.

–Nada malo te sucedería aunque fuera así –respondió Keawe.

–Tienes razón, compañero –dijo el contramaestre.

–Y si dudas de mí –añadió Keawe– puedes hacer la prueba. Tan pronto como salgas de la casa, no tienes más que desear que se te llene el bolsillo de dinero, o una botella del mejor ron o cualquier otra cosa que se te ocurra y comprobarás en seguida el poder de la botella.

–Muy bien, kanaka –dijo el contramaestre–. Haré la prueba; pero si te estás divirtiendo a costa mía, te aseguro que yo me divertiré después a la tuya con una barra de hierro.

De manera que el ballenero se alejó por la avenida; y Keawe se quedó esperándolo. Era muy cerca del sitio donde Kokúa había esperado la noche anterior; pero Keawe estaba más decidido y no tuvo un solo momento de vacilación; sólo su alma estaba llena del amargor de la desesperación.

Le pareció que llevaba ya mucho rato esperando cuando oyó que alguien se acercaba, cantando por la avenida todavía a oscuras. Reconoció en seguida la voz del contramaestre; pero era extraño que repentinamente diera la impresión de estar mucho más borracho que antes. El contramaestre en persona apareció poco después, tambaleándose, bajo la luz del farol. Llevaba la botella del diablo dentro de la chaqueta y otra botella en la mano; y aún tuvo tiempo de llevársela a la boca y echar un trago mientras cruzaba el círculo iluminado.

–Ya veo que la has conseguido –dijo Keawe.

–¡Quietas las manos! –gritó el contramaestre, dando un salto hacia atrás–. Si te acercas un paso más te parto la boca. Creías que ibas a poder utilizarme, ¿no es cierto?

–¿Qué significa esto? –exclamó Keawe.

–¿Qué significa? –repitió el contramaestre–. Que esta botella es una cosa extraordiaria, ya lo creo que sí; eso es lo que significa. Cómo la he conseguido por dos céntimos es algo que no sabría explicar; pero sí estoy seguro de que no te la voy a dar por uno.

–¿Quieres decir que no la vendes? –jadeó Keawe.

–¡Claro que no! –exclamó el contramaestre–. Pero te dejaré echar un trago de ron, si quieres.

–Has de saber –dijo Keawe– que el hombre que tiene esa botella terminará en el infierno.

–Calculo que voy a ir a parar allí de todas formas –replicó el marinero–; y esta botella es la mejor compañía que he encontrado para ese viaje. ¡No, señor! –exclamó de nuevo–; esta botella es mía ahora y ya puedes ir buscándote otra.

–¿Es posible que sea verdad todo esto? –exdamó Keawe–. ¡Por tu propio bien, te lo ruego, véndemela!

–No me importa nada lo que digas –replicó el contramaestre–. Me tomaste por tonto y ya ves que no lo soy; eso es todo. Si no quieres un trago de ron me lo tomaré yo. ¡A tu salud y que pases buena noche!

Y acto seguido continuó andando, camino de la ciudad; y con él también la botella desaparece de esta historia.

Pero Keawe corrió a reunirse con Kokúa con la velocidad del viento; y grande fue su alegría aquella noche; y grande, desde entonces, ha sido la paz que colma todos sus días en la Casa Resplandeciente.

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