miércoles, 29 de noviembre de 2017

Los Honorarios del Violinista

Un ambicioso aprendiz de violinista no escatimará recursos para lograr perfeccionar su técnica contando para ello con el mejor maestro posible, pero al más alto de los precios.
Sublime relato que tomando como referencia la mítica figura de Paganini, recrea una exquisita historia de celos, amor y venganza, quintaesencia de la narrativa gótica.

Si se conoce mundialmente a Robert Bloch no es por otra cosa que su magnífico libro Psicosis, que inmortalizó Alfred Hitchcock en su homónima obra maestra. Psicosis pertenece a ese terror de humanos, por humanos y para humanos, un perfecto retrato de una mente enferma. Pero Bloch tuvo unos orígenes muy distintos, alejados de esa horrible realidad que amenaza desde las demasiado cercanas sombras de la mente humana.

Miembro del círculo de Lovecraft, sus primeras creaciones enmarcan en el terror de fondo puramente fantástico. A ese periodo primerizo pertenecen la mayoría de los relatos de esta compilación: sí, hay algún monstruo con pantalones y traje, pero muchos otros son deformidades inhumanas. El conjunto de relatos que incluye El que abre el camino merece un aprobado alto, permitiendo vislumbrar los derroteros de una carrera clave en la concepción del terror moderno. Y también deja entrever la decadencia (acomodada, oportunista y en cierta medida conformista) de su última etapa. Recorramos los mejores y peores momentos de esta compilación.








"Los Honorarios del Violinista"
Robert Bloch



Se abrió la puerta de la hostería y entró el Diablo. Estaba tan seco y flaco como un cadáver y más blanco que el sudario con que se envuelve a los muertos. Sus ojos eran oscuros y profundos como una tumba. Tenía la boca más roja que la puerta del infierno y su cabello era más negro que el carbón. Vestía como un dandi; había descendido de un carruaje muy lujoso, pero estaba claro de quién se trataba: Satán, el Padre de las Mentiras.
El dueño de la hostería lo miró con cierta vergüenza ajena. No le agradaba dar posada a un emisario como aquél, un emisario de las Tinieblas. El hostelero temblaba ante la sonrisa de Satán, sin dejar de mirarlo en busca de algún signo elocuente, como el rabo o las pezuñas. Pero lo que vio fue que Satán llevaba consigo el estuche de un violín.
No era Satán, ¡menos mal! El hostelero respiró aliviado y dijo en silencio una oración. Pero fue sólo un instante. Un minuto después volvía a temblar de miedo, y con razón. Si aquel hombre no era Satán, sería, con su violín guardado en aquel estuche negro, sería por fuerza…
—Signor Paganini —musitó para sí el hostelero.
El extraño le dedicó una leve inclinación de cabeza sin dejar de sonreírle.
—Bienvenido a mi modesta posada —dijo el hostelero, aunque sin devolverle la sonrisa.
Había algo que le llamaba a no desterrar sus impresiones primeras acerca de aquel hombre. Es posible que Satán hubiera hecho un pacto con él, cierto… Pero ¿y si aquel hombre fuera en verdad su hijo?
Todo el mundo sabía que Paganini era el hijo del Diablo. De hecho, él mismo parecía un demonio, y no pocas eran las diabólicas leyendas que corrían por ahí a propósito de su vida poco pía, desde luego. De él se decía que bebía, que jugaba, que amaba como únicamente puede amar el Príncipe de las Tinieblas. Y que se divertía con ciertas cosas que les están vedadas al resto de los hombres. Tocaba el violín como Lucifer; o quizá haya que decir que lo que tocaba, aquel instrumento que se ponía al brazo, era un artefacto infernal, un violín del que extraía una música sublime que arrastraba a la locura a las gentes de Europa.
Sí, incluso allí, en una villa olvidada, todos sabían quién era, todos habían oído hablar de la leyenda aterradora que envolvía al violinista más afamado del mundo. Cada día surgía alguna historia nueva, y más extraordinaria, a propósito de él. Historias que aparecían en Milán, en Florencia, en Roma, en cualquiera de las grandes capitales del continente, y rápidamente daban la vuelta al mundo.
Paganini asesina a su esposa y vende el cuerpo a Satán… Paganini crea una sociedad secreta contra los que aman a Dios… Paganini sacrifica a su amante en una misa negra… A Paganini le escriben su música los demonios del infierno… Paganini es hijo del Diablo…

Las leyendas suelen contar cosas como ésas, pero no parecía caber la menor duda de que todo lo que se atribuía al maestro era cierto. Sus escandalosos amoríos, su actitud despectiva ante los valores más sagrados, ante todo lo que es digno de ser adorado por los hombres, no podían sino demostrar su maldad, su insolencia, su lascivia… Pero había algo que nadie podía negar, una verdad irrefutable: nadie había tocado ni tocaba el violín como Niccolò Paganini.
Al posadero no le quedaba más remedio que aceptar eso, a despecho de sus temores. Pidió a su hijo que atendiera a los caballos del huésped y al cochero, y luego ofreció al Signor la mejor habitación de que disponía, y aguardó a que bajara para la cena habiendo dispuesto ya una mesa, perfectamente preparada, en el salón de la posada.
Alguien más aguardaba la entrada del maestro en el salón: el hijo del posadero, que también se llamaba Niccolò.
El joven Niccolò sabía de Paganini mucho más que su padre. ¡Aquello sí que sería un gran triunfo sobre Carlo! Algo de lo que hablar y presumir durante semanas. Quizá él, Niccolò, sí, él mismo, pudiera hablar con el gran maestro, con el músico ilustre… Quizá él, si los santos estaban de su parte, recibiera incluso la atención del maestro. Pero sin duda aquella esperanza suya sería vana. A Paganini no le interesaban los muchachuelos. Daba igual, Niccolò quería verlo de cerca. No le asustaban las leyendas. Así que el hijo del posadero esperaba, alargando los preparativos de la cocina, con el oído atento, presto a salir en cuanto oyese los pasos del maestro en la escalera.
Al fin se dejaron sentir aquellos pasos.
Luego tomó asiento Paganini a la mesa, a solas con su propio esplendor. No había más huéspedes en el salón que pudieran importunar, ni siquiera mirar, al maestro. Parecía extrañamente alegre por estar solo, aunque de él se decía que amaba los halagos, la admiración, el aplauso, la obsecuencia… Su cara angulosa y fina, de perfil de halcón, lucía especialmente satánica bajo la luz tenue del salón… Una luz que proyectaba la sombra del músico contra la pared… Su cabello cuidadosamente peinado, de abundante rizo, dibujaba dos cuernos en aquella sombra, algo en lo que no pudo por menos que reparar el posadero cuando se acercó a la mesa para servirle el vino.
Paganini comió y bebió poco, como es propio de los demonios. No dijo una palabra, no mostró una sonrisa que le confiriese carácter humano, ni siquiera frunció alguna vez el ceño. Cuando hubo concluido la cena, se echó hacia atrás en su asiento y se quedó mirando fijamente la lámpara que pendía del techo.
Era como si sus ojos contemplasen las llamas del infierno.

El hostelero salió del salón, raudo. ¡Aquel huésped silencioso no podía ser otro que el hijo de Satán! Al salir se topó con el suyo, Niccolò, que trataba de asomarse para ver al pálido violinista.
—No, vete —dijo el padre—, vete de aquí, no le mires…
Pero Niccolò no le hizo caso y con paso decidido entró en el salón. De su boca salió una voz que su padre no le había oído nunca, una voz que parecía mecánica.
—Buenas noches, Signor Paganini…
Los ojos de aquel hombre se apartaron de la lámpara para volverse feroces hacia el lugar de donde partía aquella voz. Miró al joven Niccolò como si pretendiera alancearlo con sus ojos.
—Así que el cachorro sabe quién soy… ¡Vaya!
—He oído hablar mucho de usted, Signor. ¿Quién no conoce en Italia a Paganini?
—Y les aterroriza mi nombre, me temo —dijo el violinista con mucha gravedad.
—Yo no le tengo miedo a usted —dijo el muchacho con calma, sin bajar los ojos cuando el maestro se dignó a mirarlo de frente y sonriendo de forma que recordaba a un lobo.
—¿De veras? —preguntó el violinista en una especie de ronroneo—. Bien, muy bien, eso está muy bien… No me tienes miedo, ya lo veo… ¿Y puedo preguntarte por qué no me tienes miedo?
—Porque amo la música.
—Vaya, así que amas la música —dijo Paganini imitando cruelmente la voz del muchacho; después lo miró en silencio largo rato y al fin añadió—: Jovencito, no deja de maravillarme que realmente ames la música. Me resulta extraño.
Alargó hacia el muchacho una mano larga y muy blanca, como la mano de un fantasma, indicándole que se acercase con un gesto paradójicamente delicado. La misma mano vertió después vino en una copa y volvió a posarse lentamente sobre la mesa.
—¿Sabes tocar el violín?
—Sí, maestro.
—Pues toca para mí.
Niccolò corrió hasta su cuarto. Volvió apretando contra su pecho el amado violín que atesoraba.
—No es un buen violín, maestro, no suena…
—Toca.
Niccolò comenzó a tocar. Nunca pudo recordar qué piezas tocó aquella noche; sólo sabía que la música le llegaba, sin más, y que la tocaba como hasta entonces no había sido capaz de hacerlo. Y que la sonrisa de Satán parecía verse a través de aquella música.
Cuando acabó de tocar, Paganini le preguntó su nombre. El muchacho se lo dijo. Paganini le preguntó después quién era su maestro, cuánto practicaba al día, cuáles eran sus planes… Niccolò respondió a todas sus preguntas. Y Paganini se echó a reír. El hostelero, que oyó la risa desde fuera, sintió que se le helaba la sangre.
Aquélla era una risa que podría resquebrajar la tierra, una risa que brotaba del infierno. Era la risa de un soberbio violín que tocara un ángel caído.
—¡Imbéciles! —exclamó de pronto el maestro.
Se quedó mirando a Niccolò. Algo en el chico parecía pedirle permiso para retirarse, pero no lo hizo; por el contrario, se quedó mirándole fijamente hasta que el maestro volvió a tomar la palabra.
—¿Qué puedo decirte? ¿Que busques un buen maestro y te compres un buen violín? ¿Que podría darte dinero para que lo hicieras? Sí, pero para qué… Tienes un don, pero nunca lo utilizarás, me temo —Paganini sonrió—. Puedes llegar a ser un buen violinista, puedes obtener fama, incluso, y éxitos notables… Pero ni un buen maestro ni un buen violín te otorgarán la grandeza, la supremacía. Todo es producto de la inspiración, yo lo sé bien.

Niccolò comenzó a temblar sin saber por qué. Acaso porque había una gran verdad, una absoluta convicción en las palabras que le decía el maestro. Aquello le aterrorizaba. Sus palabras poseían una autoridad incontestable, un conocimiento pleno.
—Un hombre tiene que hacer su propia obra, un músico debe tocar sus propias composiciones —siguió diciendo aquella voz que subyugaba al muchacho—. Pero tal es un don que no podrá darte ningún maestro, ningún humano —Paganini se levantó—. Y ahora, habrás de perdonarme…. Casi me había olvidado de que estoy aquí para acudir a una cita, tengo que ver a alguien… que ya me estará esperando… Gracias por haber tocado para mí.
El rostro de Niccolò pareció iluminado. Estaba convencido de que el maestro en breve le revelaría alguno de sus secretos, algo de lo mucho que deseaba conocer. Niccolò creía que Paganini hablaba sólo de sus ejecuciones, de su virtuosismo. Bien sabía ya el chico, aun siendo tan joven, que sin un gran talento, y por mucho que se estudie y practique, todo queda reducido a la nada, a una suerte de perfección mecánica que, en efecto, nada significa. Había un abismo insalvable entre su modestia y la grandiosidad del maestro. Por eso sólo había hablado él. Y se iba.
Revoloteaba la capa del maestro cuando, raudo, se dirigía a la puerta. Pero se detuvo de golpe y se volvió hacia el chico.
—Espera —le dijo.
Se quedó mirándole un instante y Niccolò sintió que el maestro examinaba su alma con aquel fulgor rojo de su mirada.
—Acompáñame… Vayamos juntos a esa cita —le dijo.
Un carraspeo se oyó cerca de donde estaban. Niccolò supo que se trataba de su padre, que había estado escuchando. Pero no hizo caso de aquello. Salió aprisa junto al músico, ambos en medio de la oscuridad de la noche.
—Esta noche te presentaré a un verdadero maestro —le dijo Paganini.

Había un gran trecho por recorrer hasta la ladera de la montaña donde se hallaba la Cueva de los Locos. El camino estaba solitario, pero no sólo porque fuese de noche; a las gentes del lugar les daba miedo la Cueva. Se decía que allí vivía el Demonio; nadie había explorado jamás la Cueva pues había la convicción de que conducía directamente al infierno.
Era un camino largo y solitario, entre rocas y bancos de neblina; un camino que Paganini parecía conocer de memoria, como si lo hubiese recorrido muchas veces.
Dio una mano larga y huesuda a Niccolò para guiarlo por allí, una vez hubieron bajado del carruaje, y el muchacho sintió en sus dedos una frialdad extraña, inhumana; una frialdad que le hizo estremecerse de la cabeza a los pies. Pasaron junto a un arroyo y la neblina era más densa, anulaba el blanco brillo de las estrellas. El muchacho, no obstante, se sintió seguro, guiado y confortado por la magia de la voz de Paganini.
El maestro, en efecto, no dejó de hablar durante todo el camino, y lo hizo francamente, sin reticencias, como quien se dirige a su alma gemela.
—Dicen que estoy hecho de la semilla del Diablo, y es mentira —se sinceró Paganini—. Siempre me lo han dicho, desde niño; incluso mi padre lo decía… ¡Maldito imbécil! Mis condiscípulos hacían la señal de los cuernos con la mano al verme en el Conservatorio, y las niñas se estremecían de pánico cuando las miraba. Y gritaban y hasta me insultaban, a mí, que vivía sólo para la música y la belleza, a pesar de mi corta edad de entonces… Al principio no hacía caso, me daba todo igual; me entregaba sin más a mi trabajo, y trabajaba muy duro, te lo aseguro… A veces incluso lograba sentir una llamarada tan intensa como ignota, una chispa indescriptible… Fue entonces cuando actué por primera vez en público, cuando salí al mundo de los hombres. Aclamaron mi música, y a la vez comenzaron a odiarme. Me llamaron Hijo del Demonio sólo porque era un niño feo, triste y tímido. Después de mi primera actuación traté de volcarme sin más en mi trabajo, en mi constante aprendizaje; sabía que mi técnica no era aún la que yo quería. Tenía genio, es cierto, pero no podía expresarlo. Y seguía martilleándome aquello que me decían, Hijo del Demonio… El mundo me odiaba… ¿Hijo del Demonio? ¿Y por qué no serlo?, me pregunté un buen día… Sabía cómo convertirme en un Hijo del Demonio… Seguí trabajando duro, leí libros prohibidos que hallé ocultos en bibliotecas de Florencia… Y aquí estoy. Hasta aquí he llegado. En mí se hace la leyenda de Fausto, ¿la conoces? Hay maneras de obtener poder por las que los hombres darían cualquier cosa, pagarían el precio más alto.
Ya entraban en la Cueva. A Niccolò le temblaban las manos, tanto por la emoción del momento como por la impresión que le habían causado las palabras del maestro.
—No temas, muchacho… Hay cosas mucho más caras. Hace treinta años, cuando era un chico como tú, quizá un poco mayor, hice a solas esta peregrinación y tan aterrado como tú. Pero todo resultó bien. Cuanto más hondo penetré en la Cueva, más se acrecentó el don de la música que me era innato. El resto lo sabe todo el mundo: fama, dinero, mujeres hermosas… Pero, sobre todo, mi música, mi gran música, mi música más excelsa cada día. Tanto en su composición como en su ejecución. Dijeron que mi música conmovía a las estrellas y a los ángeles. Tengo ese don, es cierto; atesoro ese regalo. Tú también lo tienes; es el don de amar la música por encima de todas las cosas. Pero te falta el regalo de esa gracia especial de la que hablo, que te será dada esta noche.

Niccolò, de una parte, sentía ganas de echar a correr, de huir de la Cueva en la que las sombras eran a la vez aterradoras y fantásticas. Sentía la imperiosa necesidad de hacer la señal de la cruz cuando oía los sonidos extraños y profundos que salían del fondo de la Cueva. Y entonces vino a su mente la imagen de Carlo Zuttio, el hijo del vinatero. Carlo se había mostrado en el Conservatorio como todo un inútil, pero tenía un magnífico violín, y tomó clases particulares, por lo que al cabo llegó a desarrollar una mejor técnica que Niccolò. Sus padres tenían una muy buena posición, y presumían ante los suyos de lo bien que tocaba su hijo. Todo el pueblo hablaba ya de que Carlo iría a cursar estudios a Milán, cosa que él, infeliz Niccolò, no podría hacer jamás. Tendría que seguir en la posada de su padre, ayudando en todas las tareas… Quizá cuando fuese viejo pudiera dar rienda suelta a su gusto por el violín, aunque tocando tonadas populares para los huéspedes; o ir por ahí, recorriendo las tabernas a cambio de unas monedas y unos tragos. Carlo, por el contrario, sería rico y famoso, y acaso regresara un día para visitarlo, vestido con ropas de seda. Niccolò nunca sería su rival, sólo un hostelero aficionado a la música.
El recuerdo de Carlo, sin embargo, le hizo sonreír con suficiencia; lo animó a seguir a Paganini en su camino hacia el corazón de la Cueva, a través de un estrecho pasadizo en el que ya se olía el humo y se reflejaban las llamaradas contra las rocas.
Paganini invocó poco después un nombre sagrado, y tembló la tierra. Hizo una señal, que no era la de la cruz, y clamó por lo que estaba más oculto con una voz oscura y quebrada.
Todo refulgió en rojo entonces, y cesó el temblor de la tierra, y Niccolò fue presentado a su Maestro.

Paganini era astuto. Aquél era un buen trato. Tres años para el chico, no más, y Paganini ganaría en realidad trece. Los diez restantes irían a parar al maestro en pago por haber llevado a Niccolò a la Cueva. Era un buen pacto, un magnífico negocio.
Lo que más sorprendió a Niccolò, de vuelta ya a su casa, era precisamente aquello. Podría ser un buen negocio también para él. Pero quizá hubiese algo terrible y oculto, aunque todo pareciese perfectamente pactado.
Tres años.
El corazón de Niccolò cantaba más que las oraciones que le había enseñado su padre; su corazón cantaba ya anticipando su triunfo cuando le oyeran tocar en el Conservatorio la tarde del día siguiente.
«Paganini me ha enseñado a tocar», podría decir cuando su profesor del Conservatorio se asombrase de su destreza. «Paganini me ha enseñado a tocar», diría a Carlo con una sonrisa.
Su corazón seguía cantando feliz a medida que transcurrían las semanas.
Niccolò, que leía las notas con dificultad, comenzó a componer.
Niccolò improvisaba.
Su profesor le consiguió un violín nuevo, y en la clausura del curso fue Niccolò quien actuó como solista de la orquesta llegada de Venecia. Carlo quedó relegado a un segundo lugar.
Niccolò obtuvo una beca y partió hacia Milán.
Su padre rezaba en silencio, no decía nada. Paganini no escribió una sola carta a la posada, pero todos sabían de su gira triunfal por Francia.
En Milán, Niccolò fue pronto la sensación del Conservatorio. Un tiempo más tarde llegó Carlo, después de que sus padres pagaran la matrícula. Carlo tuvo éxito, es cierto; trabajó duro, practicó hasta la extenuación, ejecutó piezas difíciles como sólo podría hacerlo un magnífico violinista.
Pero Niccolò extraía de su violín notas que no podían deberse más que a un genio extraordinario, a una inspiración innata. Había desarrollado ya una técnica instrumental que nadie podría igualarle por mucho que se esforzase y estudiara.
Se dio una clara competición entre los dos pueblerinos, Niccolò y Carlo, a lo largo de todo el curso. A nadie del Conservatorio le era ajeno lo que pasaba. Niccolò poseía el talento; Carlo tenía la ambición. La batalla por la perfección, por el triunfo final, sería ardua.
Niccolò crecía deprisa. Su rostro adquirió pronto los signos de la madurez y el tono juvenil de su piel dio paso a un color ceniciento. Se decía que las noches pasadas en vela, noches de estudio y dura práctica del violín, lo estaban devastando.
Pero la verdad era que Niccolò pasaba las noches en puro pánico. No podía olvidarse del pacto hecho en la Cueva de los Locos ni de que el tiempo corría. Le quedaban dos años… Dos años por delante y tanto por hacer…
Había sido quizá un tonto. Pero la arrebatadora personalidad de Paganini se impuso a él, a sus prevenciones y a sus temores. Paganini le dominó. No pudo resistirse. Ahora lo sabía bien. Paganini en realidad le había tendido una trampa, lo había engañado; quiso liberarse de un pacto a cambio de entregarle. Niccolò fue la víctima propiciatoria. Hubiera tenido que negarse a acompañar aquella noche a Paganini, que aún tendría tiempo por delante para vagar por ahí, para hacer su música en innumerables escenarios, sin saberse a expensas de otro. Sólo porque Niccolò había sido entregado a cambio.
Dos años. Niccolò, sin poder conciliar el sueño, consultaba con su almohada. Jamás podría conseguir en aquellos tres años que duraba el pacto lo que había conseguido Paganini a los trece años. No podía aspirar más que a esas aclamaciones primeras que ya había obtenido. Nunca lograría tanta fama y dinero a tan corta edad. Pero al menos sí podía hacer una cosa… Batir a Carlo, su único rival.
Niccolò realmente odiaba a Carlo. Hasta la noche en que fue a la Cueva de los Locos, Carlo sólo fue un rival; incluso mantenían una cierta relación de amistad. Después de aquello el hijo del vinatero se convirtió en su enemigo. Niccolò le odiaba.
Carlo seguía progresando. Niccolò comenzó a tener la sensación de que era su obligación esforzarse aún más, por mucho que sus manos no tuviesen que recibir la orden de sus pensamientos para deslizar los dedos sobre el violín de aquella manera que parecía autónoma. No tenía la otra sensación, la del disfrute con su música; no consideraba que su aparente facilidad fuera la consecuencia de su maestría.

Carlo, por el contrario, sí alcanzaba a experimentar los placeres devenidos del trabajo bien hecho, pues en verdad se esforzaba, se preocupaba a diario por avanzar en la perfección de su técnica. Como no había recibido ningún don sobrenatural, Carlo competía para ganar en busca de su mayor beneficio y estabilidad.
En el Conservatorio querían mucho a Carlo. Sus maestros sabían de sus grandes esfuerzos y apreciaban su trabajo. No estimaban a Niccolò en la misma medida porque no alcanzaban a comprender su técnica, o lo que tenían por tal. Los dejaba asombrados, sí, y confusos, pero no le admiraban.
Los demás alumnos querían mucho a Carlo, igualmente. Recibía además dinero de su padre y era cordial y generoso. Regalaba dulces a sus compañeros y disfrutaba con ellos de excursiones y pequeñas fiestas. Niccolò, por el contrario, carecía de dinero, era feo, vestía desastradamente… Y parecía siempre contrariado.
Carlo era muy bien parecido. Las chicas estaban locas por él. Incluso Elissa, lo que hacía que las noches de Niccolò fuesen aún más agónicas.

El rubio cabello de Elissa era luminoso. Sus ojos eran como las joyas de un collar caro y apasionante. Su boca roja era una puerta de acceso a las mayores delicias. Sus brazos…
No había caso, daba igual. Niccolò no podía consentirse un mero pensamiento poético a propósito de aquella hermosura de muchacha. Todo cuanto sabía era que Elissa le quemaba constantemente el pecho, de tan ardientes como eran sus sentimientos hacia ella. Su belleza era un latigazo que hería su corazón desnudo.
Elissa Robbia era, en efecto, una alumna bellísima. Niccolò estaba enamorado de ella torrencialmente, pero el amor sólo reconoce a los dioses.
Elissa gustaba de pasear con Carlo, iban juntos a todas las fiestas juveniles, bailaban todo el rato sin despegarse. Y así pasaron aquel segundo año de estudios.
Niccolò siempre se quedaba en un rincón, observando. Una o dos veces se atrevió a dirigir unas palabras a quien era objeto de su pasión y anhelos, pero ella pareció no prestarle atención, aunque era una jovencita encantadora que por nada del mundo quería resultar despectiva con nadie. Simplemente, prefería estar junto a Carlo.
Niccolò trabajó más duro. Sabía que habría de hacerlo para dejar fuera de combate a Carlo. Carlo, a despecho de los poderes sobrenaturales que adornaban a Niccolò, superaba a su rival gracias a las inspiraciones que le insuflaba el amor. Niccolò tocaba el violín con una maestría impar, pero Carlo, llevado de su arduo esfuerzo, había comenzado a inclinar la balanza de su lado.
No obstante, fuera del Conservatorio tenía aún más predicamento Niccolò que Carlo. Una cierta ventaja que predisponía a su favor en las audiciones que hacían los responsables de la Ópera, o cuando los dos jóvenes violinistas eran invitados a ofrecer su música en los salones de la aristocracia sureña.
Nada se comentaba aún, pero todo el mundo sabía que uno de los dos sería elegido para hacer su debut como solista de la gran orquesta de la Ópera antes de que concluyese el curso.
Ambos lo sabían, pero nada comentaban sobre ello pues hacía ya un tiempo que no se dirigían la palabra. Trabajaban frenéticamente. El concierto sería determinante, lo sabían. El duelo se decidiría mediante largos solos que habrían de componer y ejecutar por separado.
Niccolò estuvo todo un mes practicando sin descanso, componiendo… Qué fue lo que tomó posesión de su cuarto, no se sabe; pero al cabo salió de allí hecho un consumado maestro. Había trabajado, se había esforzado como nunca antes. Tenía que ganar. Tenía que humillar a Carlo ante todos. Y en especial, tenía que humillar a Carlo ante Elissa.
Esperaba ardientemente la llegada de la noche de la gran gala.
El teatro del Conservatorio mostró una iluminación perfecta; todo el edificio había sido engalanado como en las mejores fechas, aquellas en las que acudían quienes tenían joyas que lucir bajo las espléndidas luces del teatro. La fama de los dos muchachos corría ya de boca en boca, y en el Conservatorio se habían dado cita los músicos y críticos más notables llegados de toda Italia. Y allí estaba también el gran maestro… El propio Niccolò Paganini en persona, el gran Paganini. No tuvo inconveniente en declarar ante todos que acudía a oír y ver a Niccolò, a quien consideraba su mejor discípulo.
Eso ya fue un gran triunfo para el joven Niccolò. Niccolò tremolaba en éxtasis mientras acariciaba su violín a la espera del gran momento, mientras hacía solos en su cuarto. Tenía que ser por fuerza su gran noche, había llegado su gran oportunidad de batir definitivamente al rival, y además ante el propio Paganini, a quien tanto debía. No podría haber felicidad mayor.
Pero ¿dónde estaba Carlo? No lo habían visto en todo el día.
Sin embargo, allí estaba en el momento oportuno, y acompañado por Elissa, sólo que entre el público.
¿Qué podía significar aquello?
Concluyó la primera parte de la gran gala. El director del Conservatorio tenía que haberlo anunciado entonces.
—Damas y caballeros, lamentablemente he de anunciarles que el solista que habría de participar en esta gala junto al señor Niccolò, Carlo Zuttio…
¿Qué pasaba?
—… designado por este Conservatorio…
¿Y bien?
—… ha contraído matrimonio, por lo que…
¡Se ha casado con Elissa!

Lo había conseguido. Lo había hecho. Sabedor de que perdería aquella noche, de que sería derrotado en el escenario, prefirió dedicarse al negocio de su padre y abandonar la música, no sin antes casarse con Elissa. Con eso entregaba la victoria a Niccolò, aunque éste, más que disfrutarla, sentía una cólera indecible, una amargura infinita.
No obstante, cuando oyó que le anunciaban, saltó sin pensarlo y se dispuso a ejecutar su composición ante el auditorio.
Lo hizo. Pero no ejecutó la pieza original que tenía previsto hacer, sino que improvisó. O quizá debiera decirse que el odio improvisó por él, a través de sus dedos que descargaban una cólera inusitada contra el violín.
Más que emoción, entre el auditorio se extendía el horror.
A través de la roja neblina que los envolvía, los ojos de Paganini brillaban; y, sólo con mirarlos, a Carlo se le borró la sonrisa y a Elissa se le tornaron blancos los labios. Niccolò la vio entre el público y quiso que su música penetrara en los ojos como vacíos de la joven… ¿Nunca te habías fijado en mí, eh? Bien, pues ya no podrás olvidarme… Mira esto… y esto otro…
Brotando del infierno y ascendiendo hasta el cielo, susurrando glorias y escupiendo insultos, el violín de Niccolò cantaba melodías nacidas directamente de la negrura de los sentimientos, de la furia de sus pensamientos.
En realidad no tenía brazos, ni dedos. Niccolò era el violín. Su cuerpo formaba parte del instrumento, su cerebro era parte integral de la música. El violín interpretaba al cuerpo y el cuerpo interpretaba al violín. Y ambos eran tocados por otro.
Acabó.
Silencio.
Y entonces se desencadenó la tormenta.
Cuando atronaban los aplausos tras aquel silencio, mientras saludaba y sonreía a la concurrencia, Niccolò clavó los ojos en Elissa, que tenía una expresión vacía. Aquella noche Niccolò había ganado y perdido a la vez. Pero podría ganar de nuevo.

Tras el concierto le ofrecieron dinero, mucho dinero con el que podría ampliar estudios.
Le dijeron que, en apenas un año, volvería a actuar como solista en la orquesta del Conservatorio.
Niccolò aceptó la oferta, gravemente. Supusieron que con aquella generosa cantidad pasaría el año en Roma, trabajando junto a un gran maestro, como alumno principal y distinguido.
Pero Niccolò tenía otros planes. Bien sabía que Carlo y Elissa regresarían al pueblo, donde él trabajaría junto a su padre, y decidió seguirlos. Dio las gracias por el dinero, dio las gracias también a la dirección del Conservatorio por contar con él, y se dispuso a partir.
Fuera del Conservatorio le esperaba un hombre con capa negra. Era Paganini.
Sin decir una palabra, el genio estrechó la mano del muchacho, y de la mano lo apartó de allí, como hiciera aquella noche para guiarlo hasta la Cueva, dos años atrás. Caminaron juntos por las calles oscuras.
—Has tocado muy bien esta noche, hijo mío… Todos decían que tu música era como la de Paganini —sonrió—, y puede que tengan razón… Al fin y al cabo, tenemos el mismo maestro…
Niccolò sintió un escalofrío.
—No temas —continuó Paganini—, en un año habrás conseguido cuanta fama y dinero desees. El mundo se rendirá a tus pies, maravillado de tu poder… Eso es lo que quieres, ¿no?
—No —respondió Niccolò moviendo con energía la cabeza—. No estudiaré más, no iré a Roma… Mi deseo es otro.
Habló a Paganini de Carlo y Elissa. El maestro lo escuchó atentamente.
—Así que piensas regresar a tu pueblo, ¿eh? Bien, si eso es todo a lo que aspiras… Pero supongo que necesitarás ayuda, no desesperes.
Niccolò miró fijamente a Paganini.
—Temo esa ayuda —dijo—; esta música que hago, esta manera de tocar el violín, no son mías. Brotan de otra fuente y no me siento satisfecho por engañar con ello a los que me escuchan. Carlo y Elissa parecían abatidos esta noche, y era a causa de la música, no por mi culpa, yo no les preocupo… ¿Me comprendes?
Una ráfaga de viento helado arrasó la calle apenas habló Paganini para responder a su discípulo.
—Sí, te comprendo. Pero me parece que tú no te entiendes… Esta noche has tocado movido por el odio, es cierto, aunque también había mucho odio en la sala por parte de tu rival. Pero creo que cuando tocaste dirigiéndote a Elissa y sólo a ella, lo hiciste movido por el amor. Fue el amor lo que tocó por ti. Eso fue lo que estremeció a Elissa. Nuestro maestro es un gran amador, un triunfador en el amor. Continúa tocando tu violín y Elissa será tuya.
—¿Y qué hay de Carlo? ¿Qué pasará con él?
—Deja que hable tu violín, sin más. Es el canto de tu violín lo que enloquece a las gentes. Bien, pues haz que Carlo escuche ese canto —Paganini no pudo reprimir la risa—. Sé bien cómo ocurrirá todo… Hace años descubrí el secreto, y utilicé ese descubrimiento… Espanta al perro guardián y la damisela será tuya, será el regalo que te haga el maestro. Te envidio, muchacho… Obtendrás un gran triunfo, no lo dudes.
A Niccolò el corazón le latía desbocado.
—¿De veras crees que podré conquistarla? —preguntó.
—Estoy seguro. Te ha sido conferido el poder para hacerlo; déjate guiar por ese poder, y utilízalo en tu beneficio —la voz de Paganini se tornó grave—: Pero no era de todo esto de lo que deseaba hablar contigo, he venido a verte esta noche por otra razón… Te recuerdo que aceptaste un trato en la Cueva de los Locos.
—Lo temía.
—Un trato favorable para ti y debes cumplirlo. Debes ir allí.
—¿Y si no lo hiciera?
—No tengo ni que decirlo… Vendrían a prenderte y su venganza sería horrible, lo sé bien.
—Desearía —comenzó a decir Niccolò con la voz quebrada—, desearía no haberte conocido. Fuiste tú quien me condujo a ese lugar infernal, quien me forzó a hacer un trato infernal. Fui un imbécil… Y te mataría por lo que me hiciste.
Paganini se detuvo y miró de frente al joven. Su mirada era de hielo.
—Es posible —dijo—. Pero piensa en el próximo año… Conseguirás a Elissa y Carlo se volverá loco de pena. Conquista a Elissa y haz que Carlo enloquezca… Óyelo bien, conquista a Elissa y haz que Carlo enloquezca.
Su voz era como la música de su violín: se clavaba en el cerebro de Niccolò, haciendo imposible cualquier réplica.
—No pienses en una venganza estúpida y ve a la Cueva de los Locos dentro de un año… Pero antes habrás de conquistar a Elissa y hacer que Carlo enloquezca…
Paganini siguió susurrando aquellas palabras mientras giraba lentamente y se iba en sentido contrario, amparado por la oscuridad de la noche. Niccolò siguió su camino a lo largo de la calle en tinieblas, musitando:
—Conquistaré a Elissa y haré que Carlo enloquezca.

Niccolò no fue a la posada de su padre, que estaba en el camino, cuando hubo llegado al pueblo. Tenía dinero, por lo que alquiló una habitación en el centro del pueblo. Una habitación en el mismo edificio donde vivían los recién casados.
No los vio durante todo un mes. Se pasaba el día a oscuras, con su violín. Tocaba en la oscuridad de su cuarto, no precisaba de partituras. Y sólo tocaba dos composiciones. Una y otra vez. Una era muy dulce y suave, de apasionada ternura y muy bella. Cuando Niccolò tocaba esa pieza parecía en éxtasis.
El otro tema semejaba brotar de la propia oscuridad. Apretaba la cara contra el violín, al interpretarlo, y danzaba frenéticamente mientras tocaba con los ojos cerrados.
Un mes entero tocando sin pausa aquellos dos temas, solo en su pequeña habitación. O no del todo a solas, pues su mente tampoco descansaba un momento guiando algo más que sus dedos. Tras aquel mes febril, Niccolò se sintió preparado para afrontar el reto.
Le llevó una semana mantener una relación cordial con sus vecinos. Otra semana después ya conocía de memoria sus hábitos. Sabía cuándo trabajaba Carlo en el negocio de vinos de su padre y Elissa se quedaba sola.
Así, una tarde, Niccolò fue a visitar a Elissa. Estaba bellísima, espléndida y cordial; tras un rato de charla, Niccolò pidió a la joven que le permitiera tocar algo para ella. Tomó su violín sin quitarle los ojos de encima.
No dejó de mirarla mientras estuvo tocando, largo rato. Sus ojos se regocijaban en su contemplación, como ella lo hacía con la majestuosidad de su música, que le alegraba el alma.
El cántico de aquel violín se hizo más rápido y reiterativo; era una sucesión de variantes sobre una rapsodia, y Elissa se levantó en un momento dado, cuando más alegre sentía su corazón, para dirigirse a él, mirándole como si contemplara esa propia música arrebatadora.
Entonces Niccolò dejó a un lado el violín y la estrechó en sus brazos.
Volvió a visitarla al día siguiente, y al otro. Siempre con su violín. Y no paró de tocar y tocar, y no cesó ella de arrebatarse con su música.
Fueron varios los meses en que Niccolò se sintió feliz. Tocaba todos los días y al fin eran apacibles sus noches. Carlo no sospechaba nada.
Niccolò, un día, decidió llevar su plan hasta el final. En breve tendría que ir a Milán para ejecutar su concierto. Después de hacerlo sería famoso y saldría de gira. Había escrito, bajo la inspiración del amor por Elissa, suficientes temas como para asegurarse el éxito. Después de aquello nada le impediría llevar consigo a Elissa para escalar juntos las cumbres más altas.
Pero entonces recordó.
No podía partir sin más hacia Milán. Antes tenía que acudir a una cita en la Cueva de los Locos.
Niccolò no quería morir. Tampoco quería entregar su alma. ¡Aquel maldito pacto!
Pero no había manera de eludir la cita.
Cuanto más veía a Elissa, más amaba la vida, más fervorosamente disfrutaba de su propia alegría, por lo que iba a su encuentro todas las veces que le era posible. Contaba las horas, los minutos para verla.
Tres días antes de la fecha señalada para acudir a la Cueva, ya de noche, sabiendo que Carlo regresaría muy tarde, Niccolò decidió actuar. Muchas veces había deseado Niccolò cautivar a Elissa sin que mediara la música para ello. Pero sus esperanzas eran vanas. Sabía que ella amaba a Carlo, que únicamente la música podía hacer que le contemplase con aquella admiración. No había más remedio que seguir tocando el violín. Y aquella noche lo hizo como nunca antes. Pero por encima de la música se dejaron sentir unos pasos en la escalera.
Poco después hacía su entrada Carlo.
Niccolò dejó de tocar.
Los ojos de Elissa se abrieron de golpe, como si despertara de un sueño muy profundo.
Carlo se enfrentaba a los dos, parecía pedirles explicaciones. Carlo era fuerte, tenía unas manos grandes que ahora abría y cerraba compulsivamente. Comenzó a pasear su corpulencia por la habitación y de pronto se abalanzó contra Niccolò con las manos abiertas, para agarrarlo por el cuello.
No lo pudo alcanzar.
Niccolò volvió a hacer sonar el violín con sus delicadas manos.
No tocó aquella música bella y dulce, sino la otra, la enérgica, esa tonada que parecía un himno a la locura.
Carlo se detuvo en seco ante lo que semejaba un coro de ratas. Niccolò observaba qué efecto hacía en él aquella sucesión de chillidos frenéticos que extraía ahora de su violín. Carlo abría desmesuradamente los ojos y parecía no ver nada, y Niccolò comenzó a suavizar la música, a hacerla más reconocible, más tranquila. Pero Carlo volvió a dirigirse a él con las manos por delante, y Niccolò tocó lo de antes, con mayor brutalidad aún. Carlo retrocedió unos pasos y se dejó caer de rodillas, vencido. Niccolò siguió tocando. El violín gritaba, Niccolò manejaba el arco como si fuese un atizador al rojo vivo que golpeara la carne de un humano. Niccolò no cedió hasta ver que Carlo se desvanecía y rodaba por el suelo mientras, entre estertores, le salía espuma por la boca. Niccolò siguió tocando hasta que las piezas de cristal que había allí vibraron, hasta que las llamas de las velas se agitaron como sopladas, agónicas, a punto de agostarse. Y de golpe dejó de tocar.
Carlo yacía en el suelo; intentó ponerse de rodillas para suplicar a Niccolò, y miró hacia donde estaba Elissa.
Niccolò miró también allí.
Elissa… Se había olvidado de ella mientras tocaba esa música demencial, olvidándose de que también se hallaba en la habitación.
Elissa yacía en el suelo, estaba lívida… Tenía, en realidad, el inequívoco color de la muerte. Carlo comenzó a gritar, enloquecido.
Niccolò empezó a llorar, bañado su rostro por las lágrimas.
El esposo y el amador lloraban y gritaban al tiempo.
Todo había acabado. Elissa estaba muerta, Carlo había enloquecido… Y dos noches más tarde Niccolò tendría que acudir a la cita en la Cueva de los Locos.
¡Aquél había sido el regalo de Satán! Aquel momento terrible y doloroso era cuanto le había dado.
Enloquecido también él, Niccolò se arrodilló junto al cuerpo sin vida de su amada. Luego intentó salir de allí, pero se le cayó el violín. Raudo, Carlo se levantó y tomó el violín para partirlo contra su muslo. Luego lo tiró por la ventana.
Sus ojos eran los de un loco.
Pero entonces a Niccolò se le hizo la luz.
—Carlo —susurró—… Carlo…
El esposo enloquecido ahora se reía.
—Carlo, tu esposa ha muerto. Pero yo no la maté, te lo aseguro. Fue el Demonio, Carlo. El Demonio que vive en la Cueva de los Locos… Estoy seguro de que deseas vengar la muerte de tu esposa, ¿verdad? Pues entonces ve a la Cueva de los Locos dentro de dos noches, a partir de ésta. Recuerda, Carlo… dentro de dos noches a partir de ésta. Estaré a tu lado, te diré qué hacer.
Carlo, enloquecido, fuera de sí, se echó a reír.
Niccolò volvió a repetirle aquello, con voz muy suave, sugestionándole. Estuvo diciéndoselo igual de lenta y suavemente toda la noche, mientras el pobre Carlo dormía junto al cuerpo de su amantísima esposa muerta. Finalmente, cuando Niccolò salió para tomar el carruaje que lo llevaría de regreso a Milán, lo hizo convencido de que había sugestionado a Carlo suficientemente, y de que éste seguiría sus órdenes. No había podido evitar el joven violinista una sonrisa cuando salía de la habitación en la que estaba Carlo junto a la joven muerta.

Durante toda la noche de viaje a Niccolò no se le borró la sonrisa de los labios, si bien era una sonrisa amarga. ¡Pero tenía que hacer aquello que se había propuesto, en cualquier caso! Tenía que engañar a Satán entregándole a Carlo. Era una cuestión de supervivencia. Después, podría seguir tocando, acumulando riqueza y fama. La pobre Elissa estaba muerta sin remisión; pero habría otras mujeres a las que encantar con su música. Eso estaría muy bien.
Y estuvo muy bien la recepción que le hicieron en Milán. Quienes habían sido sus maestros le hablaron con auténtico respeto, sus amigos le rodeaban sin tregua para hablarle de las celebridades que acudirían aquella noche a su concierto.
Niccolò estaba tan cansado por todo lo sucedido, de una parte, y tan ocupado con quienes le rodeaban, de otra, que no había caído en la cuenta de algo de veras importante… Ya se vestía para la gran gala cuando lo recordó de pronto.
¡Carlo había roto su violín!
Era una verdadera tragedia. Confuso, tembloroso, pensó en que sin su violín todos los planes que había hecho quedarían en nada… Pero, curiosamente, no le duró mucho aquella angustia. Comenzó a reflexionar Niccolò. En realidad no era del instrumento en sí de donde brotaba la fuente maravillosa de su inspiración… Podría hacer su música, pues, con cualquier otro violín. Bastaría con eso, no tenía razón para preocuparse.
Se dirigía a cumplimentar al director del Conservatorio cuando entró Carlo inopinadamente.
Parecía aún más enloquecido. Tenía los ojos brillantes y desmesuradamente abiertos, sus dientes parecían los de una fiera, pero así y todo lograba articular palabra. Era capaz, en cualquier caso, de mostrar un cierto grado de autocontrol, de no llamar la atención de los demás a causa de su estado. O eso parecía.
Niccolò lo llevó rápidamente a un aparte. Se le hizo un nudo en la garganta. Estaba aterrorizado.
—¿Qué haces aquí, Carlo? ¿Es que no recuerdas… que tienes una cita en la Cueva de los Locos?
Carlo sonrió sarcástico.
—Estuve ayer por la noche… He venido para verte tocar, Niccolò… Lo harás pronto, ¿verdad?
Niccolò lo miraba con ojos de incredulidad y pánico.
—Pero… ¿Y qué pasó en la Cueva, qué hiciste? Alguien te estaría esperando, ¿no fue así? Alguien te pediría algo, ¿no?
Carlo sonrió más ampliamente.
—No te preocupes —dijo—. Le di lo que quería de mí… Y lo aceptó. Sí, todo quedó arreglado anoche, no había por qué esperar más.
—¿Eso quiere decir que… le entregaste tu alma? —preguntó Niccolò.
—Sí, eso mismo… Hicimos un pacto —sonrió burlón Carlo.
—Bien, ¿y qué haces aquí entonces?
—Vengo a traerte esto… Rompí tu violín y esta noche habrás de actuar —Carlo entregó a Niccolò aquello que llevaba y prorrumpió—: ¡Maestro! Ya va a comenzar el concierto. Te reclaman. ¡Cuánta gente ha venido a verte, una multitud! Nadie había recibido antes un tributo como el que te brindan quienes te admiran… Todos recuerdan tu actuación de hace un año y vienen a agradecértela… Fue inolvidable… ¡Es maravilloso, Niccolò! ¡Vamos, sal ya a encontrarte con tu público, vamos!

Desconcertado, Niccolò se dirigió al escenario. El sonriente Carlo lo seguía, quedándose entre bambalinas mientras el violinista hacía su aparición ante la audiencia. En su confusión, no había desenvuelto aquello que le entregó Carlo, así que lo hizo aprisa, en el mismo escenario, encontrándose con un violín y un arco en las manos mientras los asistentes le aplaudían.
Los ojos de Niccolò brillaban. ¡Aquello era el triunfo!
Se encendió su corazón tanto como sus ojos, tanto como él mismo lo estaba. Tenía la fama en sus manos gracias al pacto que el pobre Carlo había hecho con el gran maestro de las tinieblas. Un pacto, además, que lo dejaba a él al margen de cualquier obligación. Era libre, definitivamente libre, y estaba a punto de disfrutar de la gran noche de su vida, a la que seguirían otras aún más grandes. Tenía que tocar como nunca antes lo había hecho.
Con un gesto automático y enérgico se echó el violín a la cara. Le pareció pesado, un violín vulgar. Pero no precisaba de otro más fino… El pobre Carlo estaba loco… Era un infeliz… Mira que entregar un violín para que se luciera quien había matado a su joven y bella esposa…
Adelante, toca el violín…
Sí, toca ese regalo del Diablo, toca la tonada de amor que tanto adoraba Elissa. Haz que se eleven las almas de la audiencia esta noche… ¿Qué pasa con este violín? ¿Por qué se ríe tanto Carlo ahí al lado? ¡Vamos, toca!
Niccolò atacó la pieza. Pero el arco no obtuvo de las cuerdas más que una especie de zumbido de abejas.
¿Qué ocurría? ¿Qué había hecho mal?
Niccolò lo intentó de nuevo, tratando de corregir el ataque a las cuerdas con el arco. Sus dedos se movían automáticamente, deslizándose como siempre. Pero el sonido seguía siendo el mismo. Quiso detenerse para comenzar de nuevo la pieza, pero sus dedos no le obedecían, sus muñecas seguían haciendo los movimientos de la ejecución, sus brazos se aplicaban al esfuerzo como si obtuviese la más deliciosa melodía. Y no podía parar. Era incapaz de dominar sus movimientos. Y el zumbido de las abejas crecía, lo dominaba ya todo.
Era un verdadero himno a la locura.
Los dedos de Niccolò volaban, sus brazos eran incontrolables. Trataba en vano de dominar aquellos automatismos diabólicos, el zumbido de las abejas era ya insoportable. A ese sonido se unió el de las ratas chillando. Y el del ladrido de los perros del infierno. En su cerebro se clavaba el rebuzno burlón de los demonios.
Sí, en su cerebro.
La audiencia, a la que apenas podía ver pues todo se le hacía ya oscuro, silbaba y pataleaba ante aquella interpretación. El público no se había vuelto loco, no. Era él, el violinista, quien lo estaba.
Cerró Niccolò los ojos y separó la cara del violín en un intento de silenciarlo. Pero seguía tocando, sus dedos no paraban de moverse. Aquella sinfonía infernal se le clavaba en los huesos, taladraba su calavera. Tuvo entonces la visión del rostro satánico de Paganini, del cuerpo sin vida de la bella Elissa, de los ojos inyectados en sangre del loco Carlo… Tuvo también la visión de la Cueva de los Locos, a la que tenía que haber acudido aquella misma noche, tras el concierto. Todo aquello provocaba un horror paralizante en su cerebro. Pero sus dedos no dejaban de moverse. Y de golpe cesó aquella sinfonía infernal. Se hizo el silencio y fue evidente que Niccolò había enloquecido.
Sus ojos contemplaban atónitos el violín que tenía en las manos; un violín vulgar, sin más, acaso con cuerdas no muy convenientes y con incrustaciones de perlas en el mástil como único detalle sobresaliente.
En su locura, sin embargo, acertó a colegir una serie de pensamientos y de ideas que le decían la verdad. Carlo había acudido a la Cueva de los Locos una noche antes de lo previsto y había hecho un pacto, desde luego. Ya se lo había dicho, lo del pacto que hiciera, pero Niccolò supuso que era el que esperaba, el que lo liberaría de sus obligaciones diabólicas. ¿En qué consistiría, pues, el pacto hecho por Carlo?
Carlo había vendido su alma al Diablo para vengarse. De él. Pero ¿en qué consistiría su venganza?
Precisamente en hacerle entrega de aquel violín.
Niccolò se quedó mirando el instrumento. Creyó haber visto antes, en algún lugar, la madera con que estaba hecho. ¿Por qué le recordaba a Elissa?
La madera del violín estaba teñida de rojo. Un rojo fantasmagórico. ¿Por qué aquel color le recordaba a Elissa?
En su cabeza seguía retumbando el eco de aquella música infernal.
El mástil del violín tenía incrustaciones de perlas… ¿Por qué aquello también le recordaba a Elissa?

Aquellas perlas hacían un brillo terrible, cegador, doloroso… Como la mirada de Elissa cuando comenzó a interpretar aquella música frenética en el cuarto ante la llegada de Carlo. Sus dedos comenzaron a moverse de nuevo, otra vez aquel pandemónium… Niccolò miró las doradas cuerdas del violín que emitían esos ruidos que eran su perdición. Y se estremeció de espanto al creer reconocerlas.
¿Por qué aquellas cuerdas del violín le recordaban a Elissa?
Entonces lo comprendió todo.
En realidad, lo que había sonado era la música que enloqueció mortalmente a la bella joven. Resultaba lógico, pues, que aquel violín expresara la angustia del alma de Elissa.
No tenía entre las manos un violín, tenía entre las manos el alma de Elissa, la mayor expresión de la terrible locura que llevó a la muerte a tan bella damita, un grito que ahora lo había enloquecido a él.
Bajó los ojos, cuando el sonido le resultaba más abominable, y vio.
No tenía entre las manos un violín, sino el cadáver de Elissa. Tocaba en Elissa, en su cuerpo sin vida; deslizaba el arco de un violín, sí, pero sobre un ente fantasmagórico. Las doradas cuerdas del violín eran la cabellera rubia de Elissa, y no pudo evitar un grito de espanto cuando tuvo esa certeza.
De repente se echó a reír, y su risa sonó tan aterradora como el sonido que había extraído a su violín. Entonces sintió una especie de latigazo que lo estremeció, y cayó de bruces al suelo con la muerte pintada en el rostro.
Cayó el telón. Uno de los responsables del Conservatorio corrió empavorecido hacia el cadáver del violinista.
Carlo salió entonces de donde se hallaba, se acercó también hasta el cadáver del músico, tomó el violín en sus manos, lo apretó contra su pecho y desapareció entre siniestras carcajadas.
Con los dedos acariciaba amorosamente Carlo la madera del violín y aquellas incrustaciones como perlas que no eran sino los dientes blancos y brillantes de su amada. Él mismo había hecho el violín con la madera del ataúd de Elissa, tiñéndolo después con su sangre. Se iba lentamente Carlo mientras acariciaba ahora las cuerdas del instrumento, que en realidad eran el cabello largo y deliciosamente dorado de Elissa.

2 comentarios:

  1. Es un buen cuento, digno de leerlo y releerlo!!!!!

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    1. Una obra maestra del relato de terror y fantástico. Un placer haberlo narrado.

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