miércoles, 17 de enero de 2018

La Marca de la Bestia

"La Marca de la Bestia" (The Mark of the Beast) es un relato o novela corta de Rudyard Kipling. Fue una de las primeras apariciones de hombres lobos en la literatura moderna. El relato transcurre en la India, país donde nació el mismo Kipling y del cual tenía muchos conocimientos. Fue publicado por primera vez en The Pioneer el 12 y 14 de julio de 1890, en el Pioneer Mail el 16 de julio y en el New York Journal en julio del mismo año.

Tres amigos británicos en la India, Fleete, Strickland y el relator, vuelven de una noche de juerga antes del día de Año Nuevo. Fleete, el más ebrio, entra corriendo a un templo dedicado al dios Hanuman, agrede a varios monjes que estaban adorando y apaga un cigarrillo en la estatua de la deidad. Los monjes se enfurecen y un leproso, al cual el relator llama "el Hombre de Plata" por su palidez, ataca a Fleete mordiéndolo en el pecho.

Al día siguiente notan la herida que Fleete tiene en el pecho izquierdo, además de reparar en el extraño comportamiento de este, el cual desea insaciablemente comer carne casi cruda. A lo largo del día se dan cuenta de que Fleete adquiere un comportamiento cada vez más extraño y bestial, hasta que al final este empieza a comportarse como un lobo en su totalidad. Dumoise, un médico, lo atiende y le diagnostica hidrofobia. Mientras, se dan cuenta de que el Hombre de Plata fue a buscarlos y su presencia altera a Fleete.

Decididos a acabar con lo que están seguros es una maldición, Strickland y el relator capturan al Hombre de Plata y durante la noche lo fuerzan a retirar la maldición de Fleete. Cuando lo logran, liberan al leproso y Fleete cae dormido, para despertar unas horas después sin recordar nada de lo ocurrido el día anterior.

En el cuento, Kipling se pregunta quién es el civilizado, si el pulcro inglés venido de la metrópoli o el hindú de costumbres extravagantes. Para ello, construye a Fleete, el personaje que desencadena el oscuro suceso que refiere el relato. Fleete, con dinero y propiedades, es “alto, afable, pesado e inofensivo” y, por supuesto, tiene un limitado conocimiento de los costumbres nativas. Se considera superior moralmente a los hindúes, y se queja de su lenguaje incomprensible. Es el prototipo de inglés que no entiende nada, que considera un disparate integrarse y que se cree autorizado a tratar como ganado a quienes no tienen la fortuna de haber nacido en su maravilloso país ni en hablar su idioma. Durante una borrachera de órdago en Nochevieja, Fleete comete el imperdonable sacrificio de estampar la brasa de su cigarrillo en la frente de una imagen sagrada del dios-mono Hanuman. El hecho provoca una alteración mayúscula en el pequeño templo en el que Fleete, el tolerante jefe de policía Strickland y el narrador, han acabado recalando; los fieles reclaman venganza, y se la cobran mediante un leproso, “El Hombre de Plata”, que acaba maldiciendo al sacrílego con “la marca de la bestia”: “Él (Fleete) ha terminado con Hanuman” -profieren-, “pero Hanuman no ha terminado con él”.

El origen de La marca de la bestia está en un episodio del que el propio Kipling será testigo: en 1888 reconoció haber visto morir a un hombre de hidrofobia, o rabia. Louis Pasteur había encontrado tres años antes la vacuna contra la enfermedad, a base de inocular en el organismo anticuerpos, pero hasta 1885, la hidrofobia tenía connotaciones casi malditas. Transmitida por un animal, incubada durante cuarenta días, provocaba una atroz muerte en el sujeto que la experimentaba en el plazo de una a cuatro jornadas desde su manifestación. Kipling hará aparecer a un médico que diagnosticará ese mal en Fleete. Lo retratará casi como un charlatán. La medicina, en este relato, nada podrá hacer ante lo sobrenatural; es más, esta ciencia será prácticamente un arte arcana, reductiva, incapaz de dar respuesta a los misterios naturales. La lepra, la otra enfermedad terrible descrita por Kipling, no tenía cura en el momento de escribir La marca de la bestia, pero podía retrasarse con un tratamiento a base de buena comida, aire fresco y bálsamos. La principal medicina que se prescribía era el aceite de chalmugra, un tónico destilado a base del árbol del mismo nombre, y que tenía gran predicamente entre los médicos chinos e hindúes.

Un refrán afirma que la India es más grande que el mundo. Rudyard Kipling, que nació en la populosa ciudad de Bombay en 1865, recibió desde su primera infancia las vívidas impresiones de este mundo inagotable, tan alejado del de sus antepasados. Los intensos olores de los bazares, la muchedumbre que deambula por el laberinto de las calles abrasadas por el calor sofocante, las historias y canciones que escuchaba en boca de sus sirvientes indígenas, formaron la tupida trama que el escritor intentó descifrar a lo largo de su obra. Su trabajo como periodista le obligó a viajar por todos los rincones de la India y le abrió las puertas de los más diversos ambientes, en los que conoció desde altos funcionarios del Imperio y despóticos reyezuelos de estados de pacotilla, hasta tahúres, pícaros y menesterosos de toda casta. Gracias a ello, Kipling supo retratar con igual profundidad tanto la vida de la sociedad británica como la variopinta mezcla de gentes y costumbres de la India.









"La Marca de la Bestia"
Rudyard Kipling



Tus dioses o mis dioses. ¿Quiénes son más fuertes? ¿Lo sabes tú? ¿Lo sé yo?
Proberbio indígena



 Algunos sostienen que el control directo de la Providencia cesa al este
de Suez; allí se confía el hombre al poder de los dioses y demonios de
Asia, y la Providencia de la Iglesia de Inglaterra se limita a ejercer una
supervisión ocasional, y adaptada a las circunstancias, sólo en el caso de
los ciudadanos ingleses.
 Esta teoría explica algunos horrores innecesarios de la vida en India;
y puede ser ampliada, en sus implicaciones, hasta que se justifique la
historia que voy a contar.
 Mi amigo Strickland, de la Policía, que sabe tanto de los indígenas de
India como se puede saber sin riesgo, pudo ser testigo de los hechos de
este caso. Dumoise, nuestro médico, fue la tercera persona que vio lo
que Strickland y yo vimos. Las conclusiones que sacó de las pruebas
eran completamente equivocadas. Ahora está muerto; murió de una
forma bastante extraña, que ha sido descrita en otro lugar.
 Cuando Fleete llegó a India tenía una cantidad de dinero y algunas
tierras al pie del Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharmsala.
Ambas pertenencias las había heredado de un tío y vino in loco para
ocuparse mejor de sus negocios. Obviamente, su conocimiento de los
indígenas era limitado, y se quejaba de las dificultades de la lengua.
Fleete bajó de las montañas, donde encontraba la localidad en que vivía,
y vino a caballo hasta la Guarnición para pasar la noche de fin de año y
se hospedó en casa de Strickland. En la velada de fin de año hubo un
gran banquete en el club y el alcohol corrió abundantemente como era
previsible. Cuando se reúnen hombres procedentes de los confines más
lejanos del Imperio tienen derecho a divertirse. La Frontera había
enviado un contingente de soldados de un cuerpo especial que no
habían visto más de veinte rostros blancos en un año, y que estaban
acostumbrados a cabalgar quince millas para cenar en el fuerte más
próximo, con el riesgo de encontrarse con una bala kyberee en vez de
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hallar sus bebidas. Se aprovecharon de su condición, inédita, de
seguridad en la que se hallaban e intentaron jugar al polo con un erizo
que encontraron en el jardín, y uno de ellos llevó entre los dientes el
marcador por toda la habitación. Media docena de colonos habían
venido del sur y se burlaban del Mayor Mentiroso de Asia, que
intentaba contraatacar, simultáneamente, todas las historias que le
contaban. Todos estaban presentes, y se produjo un cierre general de
filas, y una consideración sobre nuestras bajas, muertos o incapacitados,
producidas durante el año pasado. Fue una noche muy remojada, y
cantamos Auld Lang Syne [Hace tanto tiempo] con los pies en la Copa del
Campeonato de Polo y la cabeza entre las estrellas, y juramos que
seríamos todos queridísimos amigos. Luego, unos nos fuimos a
anexionar Birmania, y otros a abrir el camino de Sudán, y sin embargo
les abrieron la barriga los "pelo rizado", en la estepa a las puertas de
Suakim, y otros consiguieron estrellas al mérito y medallas; unos se
casaron, un hecho en sí objetable, y otros hicieron cosas peores, y el resto
permaneció atado a nuestras cadenas y luchó por hacer dinero con poca
experiencia.

Fleete empezó la noche con jerez y cervezas, de distintas marcas,
bebió champán sin interrupción hasta el postre, y después vino seco y
áspero de Capri tan fuerte como el whisky, corrigió el café con
Benedictine, cuatro o cinco whiskys con soda para mejorar sus golpes en
el billar, y siguió con cerveza y dados a las dos y media, coronándolo
todo con coñac añejo. En consecuencia, cuando a las tres y media de la
madrugada salió con una helada de diez grados bajo cero, se enfadó
mucho porque su perro tosía e intentó saltar sobre la silla. El caballo se
escapó y se fue a su establo; así que Strickland y yo formamos una
Guardia de Deshonor para llevar a Fleete a casa.
 Nuestro camino atravesaba el bazar, junto a un templo pequeño de
Hanuman, el dios-mono, que es una divinidad importante, digna de
todo respeto. Todos los dioses tienen sus cosas a su favor, como las
tienen todos los sacerdotes. Personalmente, le concedo mucha
importancia a Hanuman y soy amable con su gente: los grandes monos
grises de las montañas. Uno nunca sabe cuándo va a necesitar a un
amigo.
 Había una luz en el templo, y, mientras pasábamos, pudimos oír
voces de hombres cantando unos himnos. En los templos indígenas los
sacerdotes se levantan a todas las horas de la noche para rendir honor a
su dios. Antes de que pudiéramos hacer nada para impedirlo, Fleete
subió corriendo la escalinata, les dio unas palmadas en la espalda a dos
sacerdotes y con toda gravedad pulverizó la colilla en la frente de la
imagen de piedra roja del dios Hanuman. Strickland trató de llevárselo a
rastras de allí, pero él se sentó y dijo con toda solemnidad:
 -¿Veis eso? La marca de la b... bessstia. Yo la he hecho. ¿No esss
bonita?
 Medio minuto después el templo estaba lleno de vida y de ruidos, y
Strickland, que conocía las consecuencias de profanar las imágenes de
los dioses, dijo que podría suceder algo. Él, en virtud de su posición
oficial, su larga residencia en el país y su debilidad de mezclarse con los
indígenas, era conocido por los sacerdotes, y la situación no le gustaba
nada. Fleete seguía sentado en el suelo y se negaba a moverse. Decía que
el buen y viejo Hanuman era una almohada muy suave.

Entonces, sin previo aviso, un Hombre de Plata salió de un hueco de
detrás de la imagen del dios. Estaba absolutamente desnudo con aquel
frío punzante que mordía la carne, y su cuerpo brillaba como plata
cubierta de escarcha, porque era lo que la Biblia llama "un leproso,
blanco como la nieve". Además no tenía rostro, porque hacía años que
era leproso, y la enfermedad había devorado sus carnes. Nosotros dos
nos inclinamos para levantar a Fleete, y el templo seguía llenándose de
gente que parecía surgir de la tierra, y el Hombre de Plata se metió bajo
nuestros brazos, haciendo un ruido igual al chillido de una nutria,
agarró el cuerpo de Fleete y puso la cabeza de éste en su pecho, antes de
que tuviéramos tiempo para sacarle de allí. Luego el hombre se retiró a
un rincón, donde se sentó chillando, mientras la multitud bloqueaba
todas las salidas.
 Los sacerdotes parecían muy furiosos, hasta que el Hombre de Plata
tocó a Fleete. Aquella especie de friega animal en la nariz pareció
devolverles la calma. Después de unos minutos de silencio, uno de los
sacerdotes se acercó a Strickland y le dijo en perfecto inglés:
 -Llévate de aquí a tu amigo. Él ya ha terminado con Hanuman, pero
éste no ha terminado aún con él. La multitud nos abrió paso y llevamos
a Fleete fuera, hasta la carretera.
 Strickland estaba muy enfadado. Decía que podían habernos
acuchillado a los tres, y que Fleete debería dar gracias a su buena estrella
por haber escapado sin daños.
 Fleete no dio las gracias a nadie. Dijo que se quería ir a la cama.
Estaba maravillosamente borracho. Seguimos andando. Strickland, aún
furioso, iba en silencio, hasta que a Fleete le entraron unos espasmos
violentos de temblores y de sudor. Decía que los olores del bazar eran
insoportables, y se preguntaba cómo permitían que hubiera mataderos
tan cerca de las residencias de los ingleses.
 -¿No sentís el olor de la sangre? -dijo Fleete. Por fin lo metimos en la
cama, justo cuando despuntaban las primeras luces del alba, y
Strickland me invitó a tomar otro whisky con soda. Mientras bebíamos
habló del incidente del templo y admitió que le dejaba completamente
desconcertado. Strickland odia que le engañen los indígenas, porque su
dedicación a esta vida consiste en superarles usando sus propias armas.
Todavía no lo ha logrado, pero dentro de quince o veinte años habrá
hecho algunos pequeños progresos.
 -Deberían habernos hecho pedazos -dijo-, en lugar de ponerse a
chillar. Quisiera saber cuál es su intención. No me gusta nada.

Yo dije que el Comité del templo pondría sin duda una querella
criminal contra nosotros por insultar su religión. Había una sección del
código penal de India que prevé exactamente la ofensa de Fleete.
Strickland se limitó a decir que esperaba y rezaba para que no hicieran
nada más. Antes de marcharme eché una mirada a la habitación de
Fleete y lo vi tendido sobre su lado derecho, rascándose la parte
izquierda del pecho. Luego, me fui a la cama, frío, deprimido y
sintiéndome desgraciado, a las siete de la mañana.
 Me levanté a la una y fui hasta la casa de Strickland para interesarme
de cómo la cabeza de Fleete aguantaba la solemne borrachera del día
anterior. Me imaginaba que no estuviese en perfectas condiciones. Fleete
estaba desayunando y no se encontraba bien. Tenía un humor de perros,
pues no hacía más que insultar al cocinero, ya que no le había servido
una chuleta poco hecha. Un hombre que puede comer carne cruda
después de una noche de alcohol es un caso raro. Se lo dije a Fleete y se
rió.
 -Hay unos mosquitos muy raros en estas tierras -dijo-. Me han
acribillado, pero sólo en un lugar.
 -Déjame ver las picaduras -dijo Strickland-. Quizá han mejorado
desde esta noche.
 Mientras le preparaban las chuletas, Fleete se desabrochó la camisa y
nos mostró, justo debajo de su tetilla izquierda, una marca que era
reproducción exacta de las manchas -cinco o seis puntos dispuestos en
círculo- de la piel del leopardo.
 Strickland la miró y dijo:
 -Por la mañana estaba rosa, ahora se ha vuelto negra.
 Fleete corrió en busca de un espejo.
 -¡Por Júpiter! -dijo- . ¡Es feo! ¿Qué quiere decir esto?
 No pudimos responderle. En ese momento llegaron las chuletas, rojas
y jugosas, y Fleete se tragó tres de la forma más repugnante. Comía sólo
sirviéndose de las muelas de la derecha e inclinaba la cabeza sobre su
hombro derecho mientras masticaba la carne. Cuando terminó, se
imaginó que se había comportado de forma extraña, porque dijo a modo
de excusa:
 -No creo que nunca me haya sentido tan hambriento. He engullido
como un avestruz.
 Después del desayuno, Strickland me dijo:
 -No te vayas. Quédate aquí, quédate a pasar la noche.

La petición era absurda, puesto que mi casa no estaba ni a tres millas
de la de Strickland. Pero Strickland insistió, e iba a decir algo cuando
Fleete interrumpió declarando con vergüenza que volvía a tener
hambre. Strickland mandó a un hombre a mi casa para que trajese,
además de un caballo, todo lo que se necesita para pasar una noche. Y
los tres fuimos a las caballerizas de Strickland a pasar el rato hasta que
fuese hora de ir a dar un paseo a caballo. El hombre que tiene debilidad
por los caballos nunca se cansa de inspeccionarlos, y cuando dos
hombres matan el tiempo de esta manera aprenden cosas nuevas y se
cuentan mentiras uno al otro.
 Había cinco caballos en las caballerizas, y nunca olvidaré la escena
cuando tratamos de examinarlos. Parecían haberse vuelto locos. Se
encabritaron, relincharon y casi destrozan los soportes donde estaban
atados; sudaban, tenían escalofríos, echaban espuma por la boca y
estaban locos de miedo. Los caballos de Strickland le conocían tan bien
como sus perros, lo que hacía esto aún más curioso. Abandonamos las
caballerizas, temiendo que los animales nos derribaran en su ataque de
pánico. Strickland se volvió y me llamó. Los caballos seguían asustados,
sin embargo nos dejaron acercar y acariciarlos, y mimarlos con muchos
mohínes, y apoyaron sus cabezas en nuestro pecho.
 -No tienen miedo de nosotros dijo Strickland-. ¿Sabes una cosa? Daría
tres meses de paga por que Outrage tuviera el don de la palabra.
 Pero Outrage no podía hablar y lo único que podía hacer era
apretarse contra su amo y resoplar, según la costumbre de los caballos
cuando desean explicar cosas y no pueden. Fleete se acercó cuando
estábamos en los establos, y tan pronto como los caballos le vieron les
volvió a dar un ataque de pánico. A duras penas pudimos escapar del
lugar sin que nos cocearan. Strickland dijo:
 -Parece que no te quieren, Fleete.
 -Tonterías -dijo Fleete-: mi yegua me seguirá como un perro.
Se acercó a ella. Estaba suelta en una caballeriza, pero, en cuanto
corrió la tranca, la yegua corcoveó, le tiró al suelo y se escapó al jardín.
Yo me reí, pero a Strickland no le divertía nada. Se llevó ambas manos al
bigote y tiró de él casi hasta arrancárselo. Fleete, en lugar de ir a
perseguir a su yegua, bostezó diciendo que tenía ganas de dormir. Fue a
la casa a acostarse, que es una forma muy tonta de pasar el primer día
del año.
 Strickland se sentó conmigo en las caballerizas y me preguntó si había
notado algo extraño en el comportamiento de Fleete. Le dije que comía
como una bestia, pero que esto podía ser la consecuencia de vivir solo en
las montañas, fuera del ámbito de una sociedad tan refinada y elevada
como la nuestra, por ejemplo. A Strickland tampoco le hizo gracia. No
creo que me estuviera escuchando, porque su frase siguiente se refirió a
la marca en el pecho de Fleete, y yo le dije que podía haber sido causada
por las picaduras de los mosquitos, o que posiblemente se tratara de una
mancha de nacimiento recién aparecida, que era ahora visible por
primera vez, y Strickland encontró propicia la ocasión para decirme que
yo era un bobo.
 -Ahora no te puedo explicar lo que pienso - dijo-, porque dirías que
estoy loco, pero tienes que quedarte conmigo los próximos días, si
puedes. Quiero que observes a Fleete, pero no me digas lo que piensas
hasta que yo haya tomado una decisión.
 -Pero esta noche estoy invitado a cenar fuera - dije.
 -Yo también -dijo Strickland-, y también Fleete. Por lo menos si no
cambia de idea.

Paseamos por el jardín fumando, sin decir palabra -porque éramos
amigos y la conversación estropea el gusto de un buen tabaco-. Después,
cuando se nos apagaron las pipas, fuimos a despertar a Fleete. Lo
encontramos completamente despierto y no paraba de moverse por su
cuarto.
 -Tengo ganas de comer más chuletas –dijo-. ¿Me las pueden servir?
 Nos reímos y le dijimos:
 -Ve a cambiarte. Los ponis estarán listos dentro de un minuto.
 -Está bien -dijo Fleete-, iré cuando me haya comido las chuletas, casi
crudas; recuerda.
 Parecía hablar muy en serio. Eran las cuatro de la tarde y habíamos
desayunado a la una; y sin embargo, durante un buen rato, siguió
pidiendo las chuletas casi crudas. Luego se puso la ropa de montar y
salió a la galería. Su poni -aún no habían cogido a la yegua- no le dejaba
acercarse. Los tres caballos eran incontrolables, locos de miedo, y
finalmente Fleete dijo que se quedaría en casa para comer algo.
Strickland y yo nos fuimos a dar una vuelta a caballo, pensativos. Al
pasar por el templo de Hanuman, el Hombre de Plata salió chillando
hacia nosotros.
 -No es uno de los sacerdotes habituales del templo -dijo Strickland-.
Creo que me gustaría mucho ponerle la mano encima.
 Aquella tarde galopamos sin ningún entusiasmo por el hipódromo.
Los caballos parecían decaídos y se movían como si estuvieran agotados.
 -El pánico que tenían, después del desayuno, ha sido demasiado para
ellos -dijo Strickland.
 Fue la única observación que hizo durante nuestro paseo. Creo que
una o dos veces soltó un juramento en voz baja, pero eso no valía como
discurso.
 Volvimos hacia las siete, cuando ya estaba oscuro, y vimos que no
había luz en el bungalow.
 -¡Qué rufianes descuidados están hechos mis sirvientes! -dijo
Strickland.
 Mi caballo se encabritó ante algo que había en el camino de coches, y
Fleete se puso en pie bajo su belfo.
 -¿Qué estás haciendo? ¿Rastrillas el jardín? -dijo Strickland.
 Pero los dos caballos se encabritaron y casi nos tiran al suelo.
Desmontamos cerca de las caballerizas y volvimos junto a Fleete, que
andaba a cuatro patas bajo los macizos de naranjos.
 -¿Qué demonios te pasa? -dijo Strickland.
 -Nada, nada -dijo Fleete, hablando muy deprisa y con voz poco clara-.
He salido a trabajar al jardín, ¡ya sabes!, a herborizar. El olor de la tierra
es delicioso. Creo que voy a dar un paseo..., un largo paseo..., que dure
toda la noche.
 Y entonces vi que en todo aquello había algo que no encajaba, y le dije
a Strickland:
 -Esta noche ceno en casa.
 -¡Que Dios te bendiga! -dijo Strickland-. ¡Vamos, Fleete, levántate!
¡Vas a coger fiebre ahí! Ven a cenar y encendamos las lámparas.
Cenaremos, todos en casa.
 Fleete se puso en pie a regañadientes y dijo:
 -Sin lámparas, sin lámparas. Se está mucho mejor aquí. Cenemos
fuera y tomemos más chuletas..., muchas y además casi crudas..., llenas
de sangre y con un buen hueso.

En el norte de India una noche de diciembre es tremendamente fría, y
la sugerencia de Fleete era la de un loco.

 -Entra -dijo Strickland con voz severa-. Entra inmediatamente.
Fleete obedeció y, cuando trajeron las lámparas, vimos que estaba
literalmente cubierto de tierra y de porquería de la cabeza a los pies.
Debía de haberse revolcado por el jardín. Se apartó de la luz y se fue a su
cuarto. Era horrible mirarle a los ojos. Tenían por detrás, no por dentro
-no se si me entienden los lectores-, una luz verde, y le colgaba el labio
inferior.
 Strickland dijo:
 -Esta noche vamos a tener problemas..., grandes problemas.... No te
quites la ropa de montar. Esperamos y esperamos hasta que volviera
Fleete nuevo, y mientras tanto pedimos la cena. Le oíamos moverse en
su habitación, pero no había luz en ella. Entonces surgió de la habitación
el aullido prolongado de un lobo.
 La gente habla y escribe con ligereza de la sangre que se le hiela en las
venas, y que se le ponen los pelos de punta y cosas por el estilo. Ambas
sensaciones son demasiado horribles para tomarlas a la ligera. Se me
paró el corazón, como si me lo hubieran atravesado con un cuchillo, y
Strickland se puso tan blanco como el mantel.
 El aullido se repitió y le contestó otro aullido desde los campos
lejanos.
 El horror llegó a su máxima expresión. Strickland corrió al cuarto de
Fleete. Yo le seguí y le vimos salir por la ventana. Emitía, desde el fondo
de su garganta, unos ruidos bestiales. No pudo respondernos cuando le
gritamos. Escupió.
 No recuerdo con precisión todo lo que siguió, pero creo que
Strickland tuvo que dejarle inconsciente de un golpe con un largo
calzador, porque si no nunca hubiera sido yo capaz de sentarme sobre
su pecho. Fleete no podía hablar, sólo podía gruñir, y los gruñidos se
parecían más a los de un lobo que a los de un hombre. Su naturaleza
humana parecía haber cedido terreno durante todo el día y había muerto
con el crepúsculo. Estábamos tratando con una bestia que un día había
sido Fleete.
 El asunto estaba más allá de cualquier experiencia humana y racional.
Yo traté de decir "hidrofobia", pero la palabra no quería venir a mis
labios, porque sabía que era mentira.

Atamos a aquella bestia con las correas de cuero del punkab (abanico), y
le amarramos de manos y pies y le amordazamos con un calzador de
hueso, que es una mordaza muy eficaz si sabes utilizarla. Luego lo
llevamos al comedor y enviamos a un hombre a buscar a Dumoise, el
médico, y que viniera urgentemente. Después de marchar el mensajero y

de recuperar el aliento, Strickland dijo:
 -No servirá para nada. En estos casos no hay que llamar al médico.
 Yo también creí que estaba diciendo la verdad. La bestia tenía la
cabeza libre, y la movía con rabia de un lado a otro sin parar. Cualquiera
que hubiera entrado en la habitación habría creído que estábamos
curtiendo la piel de un lobo. Strickland estaba sentado con la barbilla
apoyada donde la mano se une a la muñeca y observaba, sin hacer
comentarios, a la bestia que se retorcía en el suelo. La camisa se le había
roto en el forcejeo y en la tetilla izquierda se le veía la marca negra en
forma de roseta. Sobresalía como una ampolla, como una verruga.
 En el silencio de la espera oímos algo, en el exterior, que chillaba
como una nutria hembra. Ambos nos pusimos de pie, y -hablo por mí,
no por Strickland me invadió una náusea física. Nos dijimos, como los
hombres de Pinafore *, que había sido el gato.
 Dumoise llegó, y nunca he visto a un hombre tan poco
profesionalmente preocupado, descompuesto. Dijo que era un caso
penoso de hidrofobia y que no había nada que hacer. Los remedios que
se aplicasen no harían más que prolongar la agonía. La bestia echaba
espuma por la boca. A Fleete, le dijimos a Dumoise, le habían mordido
los perros en una o dos ocasiones. Cualquier hombre que tenga media
docena de terriers debe esperar que le muerdan alguna vez. Dumoise no
podía prestar la más mínima ayuda. Sólo podía certificar que Fleete se
estaba muriendo de hidrofobia. En aquel momento la bestia aullaba,
porque había conseguido escupir el calzador. Dumoise dijo que estaba
dispuesto a certificar la causa de la muerte y que el fin era seguro. Era
un hombre de buenos sentimientos y se ofreció a quedarse con nosotros,
pero Strickland rehusó su amable ofrecimiento. No quería estropearle el
primer día del año con un susto tan desagradable. Tan sólo le rogaba
que no hiciera pública la verdadera causa de la muerte de Fleete.

Y Dumoise se marchó, profundamente agitado; y, apenas se alejó el
ruido de las ruedas del carro, Strickland me susurró cuanto él
sospechaba. Sus conjeturas eran tan absurdamente improbables que no
se atrevía a decirlas en voz alta; y yo, que participaba de todas las
opiniones de Strickland, estaba tan avergonzado de ellas que fingí
incredulidad.
 -Incluso, aunque el Hombre de Plata haya embrujado a Fleete por
profanar la imagen de Hanuman, el efecto del castigo no se habría
podido producir tan pronto.
 Mientras yo murmuraba estas palabras, el grito volvió a oírse fuera y
 la bestia entró en tal agitación para liberarse, que tuvimos miedo de que

las ligaduras que lo sujetaban cediesen.
 -¡Observa! -dijo Strickland-. A la sexta vez que esto se repita, asumiré
los poderes que me concede la ley. Te ordeno que me ayudes.
 Se fue a su cuarto y volvió al cabo de algunos minutos con los
cañones de una vieja escopeta, un trozo de sedal, una cuerda bastante
gruesa y el bastidor de madera de su cama. Le conté que las
convulsiones se habían producido dos segundos después de cada grito,
y de que la bestia parecía sensiblemente más débil.
 Strickland murmuró:
 -¡Pero no puede quitarle la vida! ¡No puede quitarle la vida!
 Yo dije, sabiendo que hablaba conmigo mismo:
 -Puede que sea un gato. Tiene que ser un gato. Si el Hombre de Plata
es el responsable, ¿cómo es que se atreve a venir por aquí?
 Strickland colocó el bastidor de madera encima de la chimenea, puso
los cañones de la escopeta entre las ascuas, extendió el bramante sobre la
mesa y rompió un bastón en dos. Había una yarda de sedal, tripa
cubierta de alambre de la que se usa para pescar el mabseer[barbo], y ató
los dos extremos, formando un lazo. Y entonces dijo:
 -¿Cómo podemos capturarlo? Debemos cogerlo vivo y sin hacerle
ningún daño.
 Yo dije que debíamos confiar en la Providencia y salir
silenciosamente con los mazos de polo a apostarnos entre los arbustos,
delante de la casa. Era evidente que el hombre, animal o lo que
produjera aquellos gritos se movía alrededor de la casa con la
regularidad de un centinela nocturno. Podíamos esperar en los
matorrales hasta que pasara y golpearlo.
 Strickland aceptó esta sugerencia y nos deslizamos furtivamente al
exterior por la ventana de un cuarto de baño hasta la galería delantera, y
de allí atravesamos el camino hasta los matorrales.

A la luz de la luna vimos al leproso, que se acercaba desde la esquina
de la casa. Estaba totalmente desnudo, y de vez en cuando maullaba y se
paraba a bailar con su sombra. El espectáculo era muy poco atractivo, y
al pensar en el pobre Fleete, llevado a tal degradación por una criatura
tan espantosa, dejé de lado mis vacilaciones y decidí ayudar a
Strickland, desde los cañones calentados de las escopetas hasta el lazo de
bramante..., desde las entrañas a la cabeza y vuelta a empezar..., con
todas las torturas que fueran necesarias.
 El leproso se detuvo un momento en el pórtico delantero y saltamos
sobre él con los mazos. Su fuerza era extraordinaria, y temimos que
pudiera escapar o que acabara con una herida fatal antes de que lo
apresáramos. Creíamos que los leprosos eran criaturas frágiles, pero esta
suposición resultó equivocada. Strickland le dio un golpe en las piernas
para hacerlo caer y yo le puse el pie en el cuello. Maullaba
espantosamente, e incluso a través de mis botas de montar sentí que su
carne no era la carne de un hombre puro y sano.
 Nos golpeó con los muñones de sus manos y sus pies. Le hicimos el
lazo del perro, se lo pasamos por debajo de las axilas y lo arrastramos así
al salón y de allí al comedor, donde yacía la bestia. Allí lo atamos con las
correas de un baúl. No intentó escaparse, pero no dejó de maullar.
 Cuando le pusimos frente a la bestia, la escena fue indescriptible. La
bestia se curvó de espaldas en un arco perfecto, como si la hubieran
envenenado con estricnina, y gemía de la forma más despiadada.
Sucedieron también varias cosas más, pero aquí no puedo contarlas.
 -Creo que yo tenía razón -dijo Strickland-. Ahora le rogaremos al
leproso que lo cure.
 Pero el leproso se limitaba a maullar. Strickland se envolvió la mano
con una toalla y sacó los cañones del fuego. Yo puse la mitad del bastón
roto en el lazo del sedal y até al leproso con seguridad al bastidor de la
cama de Strickland. Ahora entiendo cómo hombres, mujeres y niños
pequeños pueden soportar ver quemar viva a una bruja; porque la bestia
gemía en el suelo y, aunque el Hombre de Plata no tenía rostro, se veían
los sentimientos horribles que pasaban por la superficie lisa, como si
fuera una lápida, que hacía las veces de su cara, con la misma exactitud
con que olas de calor recorren un hierro candente, el de los cañones de
escopeta, por ejemplo.

Strickland se tapó los ojos con la mano por un momento y
empezamos a trabajar. Esta parte no puede ser contada.
 Comenzaba a apuntar el alba cuando el leproso habló. Sus maullidos
no habían sido satisfactorios hasta ese momento. La bestia se había
desmayado de agotamiento y la casa estaba muy silenciosa e inmóvil. Liberamos
al leproso y le dijimos que alejara al espíritu maligno. Reptó
hasta la bestia y le puso la mano en la tetilla izquierda. Eso fue todo.
Luego cayó de bruces y gimoteó, conteniendo la respiración mientras lo
hacía.
 Nosotros escrutábamos el rostro de la bestia y vimos el alma de Fleete
volviendo nuevamente a sus ojos. Entonces brotó el sudor en su frente, y
los ojos -eran ojos humanos- se cerraron. Esperamos una hora y Fleete
seguía durmiendo. Le llevamos a su habitación, pedimos al leproso que
se fuera, y le regalamos el bastidor de la cama y la sábana para que
cubriera su desnudez, los guantes y las toallas con las que le habíamos
tocado y el cuero que había rodeado su cuerpo. Se echó la sábana por
encima y salió muy de mañana sin hablar ni maullar.
 Strickland se secó la cara y se sentó. Un gong nocturno, de ésos que
dan las horas nocturnas lejos, en la ciudad, dio las siete.
 -¡Veinticuatro horas justas! -dijo Strickland-. Y lo que he hecho
bastaría para echarme del servicio, además de encerrarme toda la vida
en un manicomio. ¿Crees que estamos despiertos?
 El cañón candente de la escopeta se había caído al suelo y estaba
chamuscando la alfombra. El olor era totalmente real.
 Aquella mañana, a las once, fuimos juntos a despertar a Fleete.
Miramos, y vimos que la negra roseta de leopardo le había desaparecido
del pecho. Estaba muy soñoliento y cansado, pero en cuanto nos vio
dijo:
 -¡Oh, maldita sea, amigos! ¡Feliz Año Nuevo! No mezcléis nunca las
bebidas. Estoy medio muerto. -Gracias por tus buenos deseos, pero
llegas tarde -dijo Strickland-. Hoy es dos de enero. Has dormido
veinticuatro horas seguidas.
 La puerta se abrió y el pequeño Dumoise asomó la cabeza. Había
venido a pie y se figuraba que estaban amortajando a Fleete.
 -He traído a una enfermera conmigo -dijo Dumoise-. Supongo que
puede entrar para... lo que sea necesario.
 -No faltaba más -dijo Fleete alegremente, incorporándose en la cama-.
Haga entrar a su enfermera.
 Dumoise se quedó sin hablar. Strickland le acompañó fuera de la
habitación y le explicó que debía de haber alguna equivocación en el
diagnóstico. Dumoise continuó sin abrir la boca y abandonó de prisa la
casa. Consideraba que habían atentado contra su reputación profesional
y se inclinaba a considerar su restablecimiento como una cuestión
personal. Strickland también salió. Cuando volvió, dijo que había ido al
templo de Hanuman con una oferta para reparar la profanación del dios,
y le habían asegurado solemnemente que ningún hombre blanco había
tocado el ídolo, y que él era la encarnación de todas las virtudes, bajo el
encanto de una ilusión.
 -¿Qué piensas? -dijo Strickland.
 Y yo dije:
 -"Hay más cosas..." Famosa frase de Hamlet a Horacio (Hamlet, acto 1, escena V).
 Pero Strickland odia esa cita. Dice que la he utilizado tanto que la he
dejado sin sentido. Ocurrió otra cosa curiosa que me asustó tanto como
todos los sucesos de la noche anterior. Cuando Fleete se vistió, entró en
el comedor y husmeó el aire. Tenía el extraño tic de mover la nariz
cuando olfateaba.
 -Aquí hay un tremendo olor a perro -dijo-: deberías tener más
cuidado con esos terriers. Prueba con azufre, Strick.

Pero Strickland no contestó. Cogió el respaldo de una silla y, sin
previo aviso, le entró un ataque de histeria. Es terrible ver a un hombre
fuerte presa de la histeria. Y entonces se me ocurrió pensar que
habíamos luchado con el Hombre de Plata por el alma de Fleete, en
aquella habitación, y que habíamos perdido para siempre nuestra
dignidad de ingleses, y me reí y jadeé y gruñí tan desvergonzadamente
como Strickland, y Fleete pensó que los dos nos habíamos vuelto locos.
Nunca le dijimos lo que habíamos hecho.
Algunos años después, cuando Strickland ya se había casado y, por
amor de su mujer, se convirtió en un respetable miembro de la
comunidad, además de asiduo visitante de la iglesia, pasamos revista al
incidente desapasionadamente, y Strickland sugirió que lo hiciera
público.
 No comprendo muy bien cómo podría aclarar el misterio esta
medida, porque, en primer lugar, nadie se va a creer una historia
desagradable, y, en segundo lugar, es bien sabido que los dioses de los
paganos son de bronce y piedra, y que cualquier intento de
considerarlos de otro modo está justamente condenado.

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