sábado, 3 de febrero de 2018

Polvo y Ceniza

Dublineses (en inglés, Dubliners) es una colección de quince relatos cortos del escritor irlandés James Joyce. Tras diversas vicisitudes, se publicó en 1914. Los quince relatos, que en principio habían sido solo doce,​ constituyen una representación realista, y aun naturalista, en ocasiones sutilmente burlona, de las clases media y baja irlandesas, en el Dublín de los primeros años del siglo XX. En estos relatos el escritor trata de reflejar la "parálisis" cultural, mental y social que aquejaba a la ciudad, sometida secularmente a los dictados del Imperio Británico y de la Iglesia Católica.

María, de pequeña de estatura, nariz larga y barbilla prominente, es mujer que contenta a todos, todo el mundo la encuentra encantadora. Un día sale del trabajo, pensando en su tarde libre y en la visita que hará a Joe, a quién había criado junto a su hermano Alphy. Compra pasteles y una tarta de cereza, pero al llegar a casa de Joe se da cuenta de que se la ha olvidado en el tranvía. Joe está enemistado con Alphy, pero María no consigue que se reconcilien. Joe grita enfurecido, "que le fulmine Dios si vuelve a dirigirle la palabra a su hermano". María, sin embargo, acaba la velada cantando una canción al piano.

La protagonista de "Polvo y ceniza" celebra la víspera de Todos los Santos con la familia de un hombre al que ha cuidado y que considera su hijo. La protagonista va a comprar unos pasteles para llevar a la fiesta y un hombre que se encuentra en el tranvía se lo roba. Una vez ya en la casa, en la celebración, le hacen un juego mediante el cual se puede adivinar el futuro.

En los quince cuentos de "Dublineses" se refleja la sociedad del Dublín y la Irlanda de su autor, James Joyce. Narran historias que se encuadran en un marco temporal y espacial muy similar y detalles sutiles  remiten de unos a otros. Joyce presenta escenas varias, calles y lugares cerrados (bares, casas y hoteles), que en conjunto dan a la ciudad de Dublín tanta presencia y tanta fuerza que podrían ser consideradas el personaje principal.

Escasean las descripciones psicológicas explícitas de los personajes, pero se captan del texto. Abundan las descripciones físicas, en los más de los casos para referirse a rasgos feos o desagradables. Sin ser  personajes arquetípicos, que no fue la intención de Joyce,  representan a personas en situaciones y problemas muy presentes en aquella época. Tienen la finalidad de generalizar, de hacer ver que eran muy habituales para los habitantes de Dublín. Todos y cada uno de los protagonistas de los cuentos viven una epifanía, una situación de revelación, que en prácticamente en todos los casos está teñida de desencanto, frustración, desesperanza.

Joyce, con sus 23 años, quiere transmitir cómo era la sociedad dublinesa: el estilo es objetivo, cuenta lo que pasa, como una cámara. Sus cuentos, sin remate, por sus  finales abiertos, ambiguos, parecen tener cierres un poco abruptos. Sin embargo, nadie podría imaginar un final mejor para The dead, uno de los mejores cuentos de la literatura inglesa y mundial. Son instantes de la vida dublinesa y sus protagonistas experimentan un punto de inflexión en sus vidas. De fondo, casi en toda la obra, está la religión católica, a la que se alude continuamente.

Pinta su ciudad y pinta el mundo de temas comunes en nuestras vidas: la religión católica, el sexo, el amor, el alcohol, el dinero (por codicia y por carencia), el exilio (desde donde Joyce escribió casi todo) y la muerte, entre muchos más. Joyce veía en Dublín “el centro de la parálisis” de su país. Sin embargo, en la esencia de los cuentos, surge que tales historias podían vivirse en muchas otras ciudades o pueblos del mundo.

En estos cuentos, que los Lectores leerán con gusto, sumergidos en las mil y una sutilezas del autor, se pueden percibir dos hilos conductores. Por un lado, un esquema de búsqueda y aventura. Por otro, una línea de infancia-adolescencia-vida pública.

Los primeros relatos están protagonizados por niños, luego por jóvenes, más tarde por adultos con presencia de ancianos y, finalmente, la muerte en al cuento que cierra el libro, Los muertos, que habla de la muerte y resalta la influencia de los muertos en los vivos.








"Polvo y Ceniza"
James Joyce



La supervisora le dio permiso para salir en cuanto acabara el té de las muchachas y María esperaba, expectante. La cocina relucía: la cocinera dijo que se podía uno ver la cara en los peroles de cobre. El fuego del hogar calentaba que era un contento y en una de las mesitas había cuatro grandes broas. Las broas parecían enteras; pero al acercarse uno, se podía ver que habían sido cortadas en largas porciones iguales, listas para repartir con el té. María las cortó.
María era una persona minúscula, de veras muy minúscula, pero tenía una nariz y una barbilla muy largas. Hablaba con un dejo nasal, de acentos suaves: «Sí, mi niña», y «No, mi niña». La mandaban a buscar siempre que las muchachas se peleaban por los lavaderos y ella siempre conseguía apaciguarlas. Un día la supervisora le dijo:
—¡María, es usted una verdadera pacificadora!
Y hasta la auxiliar y dos damas del comité se enteraron del elogio. Y Ginger Mooney dijo que de no estar presente María habría acabado a golpes con la muda encargada de las planchas. Todo el mundo quería tanto a María.
Las muchachas tomaban el té a las seis y así ella podría salir antes de las siete. De Ballsbridge a la Columna, veinte minutos; de la Columna a Drumcondra, otros veinte; y veinte minutos más para hacer las compras. Llegaría allá antes de las ocho. Sacó el bolso de cierre de plata y leyó otra vez el letrero: «Un Regalo de Belfast». Le gustaba mucho ese bolso porque Joe se lo trajo hace cinco años, cuando él y Alphy se fueron a Belfast por Pentecostés. En el bolso tenía dos mediacoronas y unos cobres. Le quedarían cinco chelines justos después de pagar el pasaje en tranvía. ¡Qué velada más agradable iban a pasar, con los niños cantando! Lo único que deseaba era que Joe no regresara borracho. Cambiaba tanto cuando tomaba.

A menudo él le pedía a ella que fuera a vivir con ellos; pero se habría sentido de más allá (aunque la esposa de Joe era siempre muy simpática) y se había acostumbrado a la vida en la lavandería. Joe era un buen hombre. Ella lo había criado a él y a Alphy; y Joe solía decir a menudo:
—Mamá es mamá, pero María es mi verdadera madre.
Después de la separación, los muchachos le consiguieron ese puesto en la lavandería «Dublín Iluminado» y a ella le gustó. Tenía una mala opinión de los protestantes, pero ahora pensaba que eran gente muy amable, un poco serios y callados, pero con todo muy buenos para convivir. Ella tenía sus plantas en el invernadero y le gustaba cuidarlas. Tenía unos lindos helechos y begonias y cuando alguien venía a hacerle la visita le daba al visitante una o dos posturas del invernadero. Una cosa no le gustaba: los avisos en la pared; pero la Supervisora era fácil de lidiar con ella, agradable, gentil.
Cuando la cocinera le dijo que ya estaba, ella entró a la habitación de las mujeres y empezó a tocar la campana. En unos minutos las mujeres empezaron a venir de dos en dos, secándose las manos humeantes en las polleras y estirando las mangas de sus blusas por sobre los brazos rojos por el vapor. Se sentaron delante de los grandes jarros que la cocinera y la mudita llenaban de té caliente, mezclado previamente con leche y azúcar en enormes latones. María supervisaba la distribución de las broas y cuidaba de que cada mujer tocara cuatro porciones. Hubo bromas y risas durante la comida. Lizzie Fleming dijo que estaba segura de que a María le iba a tocar la broa premiada, con anillo y todo, y, aunque ella decía lo mismo cada víspera de Todos los Santos, María tuvo que reírse y decir que ella no deseaba ni anillo ni novio; y cuando se rió sus ojos verdegris chispearon de timidez chasqueada y la punta de la nariz casi topó con la barbilla. Entonces, Ginger Mooney levantó su jarro de té y brindó por la salud de María, y, cuando las otras mujeres golpearon la mesa con sus jarros, dijo que lamentaba no tener una pinta de cerveza negra que beber. Y María se rió de nuevo hasta que la punta de la nariz casi le tocó la barbilla y casi desternilló su cuerpo menudo con su risa, porque ella sabía que Ginger Mooney tenía buenas intenciones, a pesar de que, claro, era una mujer de modales ordinarios.

Pero María no se sintió realmente contenta hasta que las mujeres terminaron el té y la cocinera y la mudita empezaron a llevarse las cosas. Entró al cuartico en que dormía y, al recordar que por la mañana temprano habría misa, movió las manecillas del despertador de las siete a las seis. Luego, se quitó la falda de trabajo y las botas caseras y puso su mejor falda sobre el edredón y sus boticas de vestir a los pies de la cama. Se cambió también de blusa y al pararse delante del espejo recordó cuando de niña se vestía para misa de domingo; y miró con raro afecto el cuerpo diminuto que había adornado tanto otrora. Halló que, para sus años, era un cuerpecito bien hechecito.
Cuando salió las calles brillaban húmedas de lluvia y se alegró de haber traído su gabardina parda. El tranvía iba lleno y tuvo que sentarse en la banqueta al fondo del carro, mirando para los pasajeros, los pies tocando el piso apenas. Dispuso mentalmente todo lo que iba a hacer y pensó que era mucho mejor ser independiente y tener en el bolsillo dinero propio. Esperaba pasar un buen rato. Estaba segura de que así sería, pero no podía evitar pensar que era una lástima que Joe y Alphy no se hablaran. Ahora estaban siempre de pique, pero de niños eran los mejores amigos: así es la vida.
Se bajó del tranvía en la Columna y se abrió paso rápida por entre la gente. Entró en la pastelería de Downes's, pero había tanta gente que se demoraron mucho en atenderla. Compró una docena de queques de a penique surtidos y finalmente salió de la tienda cargada con un gran cartucho. Pensó entonces qué más tenía que comprar: quería comprar algo agradable. De seguro que tendrían manzanas y nueces de sobra. Era difícil saber qué comprar y no pudo pensar más que en un pastel. Se decidió por un pastel de pasas, pero los de Downes's no tenían muy buena cubierta nevada de almendras, así que se llegó a una tienda de Henry Street. Se demoró mucho aquí escogiendo lo que le parecía mejor, y la dependienta a la última moda detrás del mostrador, que era evidente que estaba molesta con ella, le preguntó si lo que quería era comprar un cake de bodas. Lo que hizo sonrojarse a María y sonreírle a la joven; pero la muchacha puso cara seria y finalmente le cortó un buen pedazo de pastel de pasas, se lo envolvió y dijo:
—Dos con cuatro, por favor.

Pensó que tendría que ir de pie en el tranvía de Drumcondra porque ninguno de los viajeros jóvenes se daba por enterado, pero un señor ya mayor le hizo un hueco. Era un señor corpulento que usaba un bombín pardo; tenía la cara cuadrada y roja y el bigote cano. María se dijo que parecía un coronel y pensó que era mucho más gentil que esos jóvenes que sólo miraban de frente. El señor empezó a conversar con ella sobre la Víspera y sobre el tiempo, de lluvia. Adivinó que el cartucho estaba lleno de buenas cosas para los pequeños y dijo que nada había más justo que la gente menuda la pasara bien mientras fueran jóvenes. María estaba de acuerdo con él y lo demostraba con su asentimiento respetuoso y sus ejemes. Fue muy gentil con ella y cuando ella se bajó en el puente del Canal le dio las gracias con una inclinación y él se inclinó también y levantó el sombrero y sonrió con agrado; y cuando subía la explanada, su cabecita gacha por la lluvia, se dijo que era fácil reconocer a un caballero aunque estuviera bebido.
Todo el mundo dijo: «¡Ah, aquí está María!» cuando llegó a la casa de Joe. Joe ya estaba allí de regreso del trabajo y los niños tenían todos sus vestidos domingueros. Había dos niñas de la casa de al lado y todos jugaban. María le dio el paquete de queques al mayorcito, Alphy, para que lo repartiera y Mrs. Donnelly dijo qué buena era trayendo un paquete de queques tan grande, y obligó a los niños a decirle:
—Gracias, María.
Pero María dijo que había traído algo muy especial para papá y mamá, algo que estaba segura les iba a gustar y empezó a buscar el pastel de pasas. Lo buscó en el cartucho de Downes's y luego en los bolsillos de su impermeable y después por el pasillo, pero no pudo encontrarlo. Entonces les preguntó a los niños si alguno de ellos se lo había comido —por error, claro—, pero los niños dijeron que no todos y pusieron cara de no gustarles los queques si los acusaban de haber robado algo. Cada cual tenía una solución al misterio y Mrs. Donnelly dijo que era claro que María lo dejó en el tranvía. María, al recordar lo confusa que la puso el señor del bigote canoso, se ruborizó de vergüenza y de pena y de chasco. Solo de pensar en el fracaso de su sorpresa y de los dos chelines con cuatro tirados a la basura, casi llora allí mismo.

Pero Joe dijo que no tenía importancia y la hizo sentarse junto al fuego. Era muy amable con ella. Le contó todo lo que pasaba en la oficina, repitiéndole el cuento de la respuesta aguda que le dio al gerente. María no entendía por qué Joe se reía tanto con la respuesta que le dio al gerente, pero dijo que ese gerente debía de ser una persona difícil de aguantar. Joe dijo que no era tan malo cuando se sabía manejarlo, que era un tipo decente mientras no le llevaran la contraria. Mrs. Donnelly tocó el piano para que los niños bailaran y cantaran. Luego, las vecinitas repartieron las nueces. Nadie encontraba el cascanueces y Joe estaba a punto de perder la paciencia y les dijo que si ellos esperaban que María abriera las nueces sin cascanueces. Pero María dijo que no le gustaban las nueces y que no tenían por qué molestarse. Luego, Joe le dijo que por qué no se tomaba una botella de stout y Mrs. Donnelly dijo que tenían en casa oporto también si lo prefería. María dijo que mejor no insistieran: pero Joe insistió.
Así que María lo dejó salirse con la suya y se sentaron junto al fuego hablando del tiempo de antaño y María creyó que debía decir algo en favor de Alphy. Pero Joe gritó que Dios lo fulminara si le hablaba otra vez a su hermano ni media palabra y María dijo que lamentaba haber mencionado el asunto. Mrs. Donnelly le dijo a su esposo que era una vergüenza que hablara así de los de su misma sangre, pero Joe dijo que Alphy no era hermano suyo y casi hubo una pelea entre marido y mujer a causa del asunto. Pero Joe dijo que no iba a perder la paciencia porque era la noche que era y le pidió a su esposa que le abriera unas botellas. Las vecinitas habían preparado juegos de Vísperas de Todos los Santos y pronto reinó la alegría de nuevo. María estaba encantada de ver a los niños tan contentos y a Joe y a su esposa de tan buen carácter. Las niñas de al lado colocaron unos platillos en la mesa y llevaron a los niños, vendados, hasta ella. Uno cogió el misal y el otro el agua; y cuando una de las niñas de al lado cogió el anillo, Mrs. Donnelly levantó un dedo hacia la niña, abochornada como diciéndole: «¡Oh, yo sé bien lo que es eso!». 

Insistieron todos en vendarle los ojos a María y llevarla a la mesa para ver qué cogía; y, mientras la vendaban, María se reía hasta que la punta de la nariz le tocaba la barbilla.
La llevaron a la mesa entre risas y chistes y ella extendió una mano mientras le decían qué tenía que hacer. Movió la mano de aquí para allá en el aire hasta que la bajó sobre un platillo. Tocó una sustancia húmeda y suave con los dedos y se sorprendió de que nadie habló ni le quitó la venda. Hubo una pausa momentánea; y luego muchos susurros y mucho ajetreo. Alguien mencionó el jardín y, finalmente, Mrs. Donnelly le dijo algo muy grueso a una de las vecinas y le dijo que quitara todo eso enseguida: así no se jugaba. María comprendió que esa vez salió mal y que había que empezar el juego de nuevo: y esta vez le tocó el misal.
Después de eso Mrs. Donnelly les tocó a los niños una danza escocesa y Joe y María bebieron un vaso de vino. Pronto reinó la alegría de nuevo y Mrs. Donnelly dijo que María entraría en un convento antes de que terminara el año por haber sacado el misal en el juego. María nunca había visto a Joe ser tan gentil con ella como esa noche, tan llena de conversaciones agradables y de reminiscencias. Dijo que todos habían sido muy buenos con ella.

Finalmente, los niños estaban cansados, soñolientos, y Joe le pidió a María si no quería cantarle una cancioncita antes de irse, una de sus viejas canciones. Mrs. Donnelly dijo «¡Por favor, sí, María!», de manera que María tuvo que levantarse y pararse junto al piano. Mrs. Donnelly mandó a los niños que se callaran y oyeran la canción que María iba a cantar. Luego, tocó el preludio, diciendo ¡Ahora, María!, y María, sonrojándose mucho, empezó a cantar con su vocecita temblona. Cantó Soñé que habitaba y, en la segunda estrofa, entonó:

Soñé que habitaba salones de mármol
con vasallos mil y siervos por gusto,
y de todos los allí congregados,
era yo la esperanza, el orgullo.
Mis riquezas eran incontables, mi nombre
ancestral y digno de sentirme vana,
pero también soñé, y mi alegría fue enorme
que tú todavía me decías: «¡Mi amada!»

Pero nadie intentó señalarle que cometió un error; y cuando terminó la canción, Joe estaba muy conmovido. Dijo que no había tiempos como los de antaño y ninguna música como la del pobre Balfe el Viejo, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se le llenaron de lágrimas tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando y al final tuvo que pedirle a su esposa que le dijera dónde estaba metido el sacacorchos.

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