"El cochero tiene su punto de vista. Quizá sea más unilateral que cualquier otro profesional. Desde el alto y oscilante asiento de su cabriolé, con el pescante en la zaga, considera a sus prójimos unas partículas nómadas que carecen de importancia, a menos que las posean deseos migratorios. Él es Jerry y el lector una mercancía de tránsito. Uno podrá ser un presidente o un vagabundo: para el cochero sólo es un Viaje. Lo carga, hace restallar su látigo, le sacude a uno las vértebras y lo vuelve a depositar en el suelo."
Este breve relato nos muestra una óptica distinta a un tradicional paseo en cabriolé por Nueva York. Poniendo un simbolismo moderado al hecho de pasearnos en una caja cerrada, a gusto y disposición del conductor y el caballo, O'Henry presenta una historia que no se devela en su significado sino hasta la última línea.
Con O'Henry está claro que nada está escrito por decoración, o simple adorno. Las palabras son elegidas e igualmente las situaciones en las que se busca inducir, para luego disuadir al voluntarioso lector.
O. Henry observaba la vida con benevolencia y humor, desde una posición discreta y privilegiada: «desde el pescante del cochero». Nadie repara en el cochero, pero el cochero recorre las calles por encima de los transeúntes: lo ve todo. Y para O. Henry, la vida es gente caminando por una calle concurrida. La mirada del cochero se detiene en algún transeúnte: no porque sea más alto, más guapa y feo o de aspecto más petulante o poderoso. De cualquier persona se puede sacar un cuento. Si la persona es verdaderamente excepcional, puede dar asunto para una novela, pero O. Henry no lo intentó. Su terreno, que dominaba a las mil maravillas, es la narración breve, la «short story», el relato de pocas páginas y acción condensada, que exige un cuidado extremo en la elección de palabras y de momentos significativos y al que añadió un elemento imprescindible: el final sorprendente. Los mejores cuentos de O. Henry conducen a finales desolados, ingeniosos, humorísticos o poéticos, como el emocionante «El regalo de los Reyes Magos». En «La última hoja» el final es trágico; alguien muere, pero la vida sigue y se ha dado una vida por otra al tiempo que la vida que se pierde se gana, -porque se consuma realizando una portentosa obra de arte: consiguiendo, ni más ni menos, que el arte parezca naturaleza, que la hoja pintada resulte real-. Como humorista era desenfadado y genial: no hay un solo cuento en todas las literaturas que explique tan bien el «tiro por la culata» como «El rescate del Jefe Rojo». Sus cuentos fueron inagotablemente adaptados al cine en películas de «sketches» de la Fox, interpretadas por las grandes estrellas de los años cuarenta y cincuenta más Charles Laughton, dirigidas por Henry King, Henry Koster y Henry Hathaway (no sé si por casualidad o por homenaje a O. Henry; y entre las estrellas, naturalmente, figuraban Henry Fonda y Henry Hull).
El cochero tiene su punto de vista. Quizá sea más unilateral que cualquier otro profesional. Desde el alto y oscilante asiento de su cabriolé, con el pescante en la zaga, considera a sus prójimos unas partículas nómadas que carecen de importancia, a menos que las posean deseos migratorios. Él es Jerry y el lector una mercancía de tránsito. Uno podrá ser un presidente o un vagabundo: para el cochero sólo es un Viaje. Lo carga, hace restallar su látigo, le sacude a uno las vértebras y lo vuelve a depositar en el suelo.
Cuando llega la hora de pagar, si uno revela familiaridad con los aranceles descubre qué es el desprecio: si nota que se ha olvidado la cartera, verá lo suave que es la imaginación del Dante.
Si afirmamos que la unidad de propósitos del cochero y su unilateral punto de vista provienen de la peculiar construcción del cabriolé con el pescante en la zaga, ello no implica sentar una teoría extravagante. El campeón del gallinero está instalado en lo alto como Júpiter, en un asiento incompartible, manteniendo nuestro destino entre dos correas de inconstante cuero. Imponente, ridículo, confinado, saltarín como un mandarín de juguete, el pasajero, todo un caballero ante quien los mayordomos se inclinan abyectamente, está acurrucado como una rata en una trampa y debe enviar un chillido por una ranura de su peripatético sarcófago si quiere que se sepan sus débiles deseos.
De modo que, en un cabriolé, uno no es siquiera un ocupante: es el contenido. Sólo es un cargamento en alta mar y el “querubín sentado en lo alto” se conoce de memoria el domicilio del demonio de los mares.
Una noche, había estrépito de francachela en la gran casa de huéspedes de ladrillo casi continua al Café Familiar de MacGary. Los ruidos parecían provenir de los aposentos de la familia Walsh. La vereda estaba obstruida por un grupo de vecinos curiosos, que le abrían paso de vez en cuando a un presuroso emisario que traía del café de McGary mercancías vinculadas a los festejos y diversiones. El contingente de la vereda se consagraba a comentar y discutir, y no olvidaba por cierto la noticia de que se casaba Norah Walsh.
En plena parranda hubo una erupción de juerguistas a la vereda. Los no invitados los rodearon y se confundieron con ellos, y en el aire nocturno se elevaron gozosos gritos, congratulaciones, risas y rumores no clasificados, nacidos de las ofrendas de McGary a la escena del himeneo.
Cerca del cordón de la vereda, estaba estacionado el cabriolé de Jerry O’Donovan. A Jerry lo llamaban pájaro nocturno: pero nunca un cabriolé más reluciente ni limpio que el suyo cerró sus puertas sobre el encaje y las violetas de noviembre. ¡Y el caballo de Jerry! No exagero si digo que estaba tan repleto de avena que cualquiera de esas viejas señoras que dejan sus platos sin lavar y andan por ahí haciendo arrestar a los mensajeros del expreso, habría sonreído -sí, sonreído- de haberlo visto.
Entre la movediza y alborotadora multitud podía vislumbrarse por momentos el sombrero de copa de Jerry, estropeado por los vientos y las lluvias de muchos años, su nariz semejante a una zanahoria, golpeada por la traviesa y atlética prole de los millonarios y por los viajeros rebeldes, su levita verde con botones de latón, admirada en la vecindad de McGary. Era evidente que Jerry había usurpado las funciones de su cabriolé y que llevaba una “carga”. En realidad la metáfora puede ampliarse, comparando a Jerry con un carro cargado de pan, si aceptamos el testimonio de un joven espectador a quien se le oyó observar que “Jerry tenía un panecillo”.
De la multitud agolpada en la vereda o del escaso fluir de los peatones, surgió de prisa una muchacha y se detuvo junto al cabriolé. La vista de águila profesional de Jerry advirtió el movimiento. Se abalanzó hacia su coche, derribando a tres o cuatro de los mirones y a él mismo por poco… pero no, se asió de una boca de agua y logro mantener el equilibrio. Como un marinero que lustra los flechastes durante una tormenta, Jerry trepó a su asiento profesional. Cuando llegó allí, los líquidos de McGary quedaron dominados. Jerry hizo un movimiento de vaivén en el palo de mesana de su nave, tan a salvo como un deshollinador amarrado en lo alto de un rascacielos.
-Suba, señora -dijo, recogiendo las riendas.
La joven subió al cabriolé, la portezuela se cerró con estrépito, el látigo de Jerry restalló en el aire, la multitud de la vereda se dispersó y el hermoso coche se lanzó a través de la ciudad.
Cuando el bien nutrido caballo hubo morigerado un poco el primer impulso de su velocidad, Jerry abrió el techo de su cabriolé y gritó por la abertura con la voz de un megáfono rajado, tratando de mostrarse amable:
-¿Adónde desea ir?
-Adónde usted quiera -fue la respuesta que subió hasta él, musical y satisfecha.
“Está viajando por placer”, pensó Jerry.
Y sugirió, como la cosa más natural del mundo:
-Dé una vuelta alrededor del parque, señora. Será un paseo elegante, fresco y hermoso.
-Como usted guste -respondió la pasajera, complaciente.
El cabriolé empezó a rodar por la Quinta Avenida y cobró velocidad por esa calle perfecta. Jerry saltaba y oscilaba en su asiento. Los poderosos fluidos de McGary se habían revuelto y proyectaban nuevas vaharadas hacia su cabeza. Jerry cantaba una antigua canción de Killisnook y esgrimía su látigo como una batuta.
Dentro del cabriolé, la pasajera estaba muy enhiesta sobre los almohadones, mirando a derecha e izquierda las luces y las casas. Hasta en la sombra, sus ojos brillaban como estrellas a la hora del crepúsculo.
Cuando llegaron a la calle Cincuenta y Nueve, la cabeza de Jerry oscilaba y sus riendas estaban flojas. Pero su caballo franqueó la verja del parque y comenzó la vieja recorrida nocturna familiar. Y entonces la pasajera se echó atrás, en éxtasis, y aspiró profundamente los limpios y saludables olores del césped y el follaje y las flores. Y la sabia bestia uncida al cabriolé, conociendo el terreno que pisaba, trotaba a gusto de Jerry y se mantenía a la derecha del camino.
El hábito había luchado también victoriosamente con el creciente sopor de Jerry. Éste alzó la escotilla de su navío sacudido por la tempestad y preguntó lo que preguntan habitualmente los cocheros.
-¿Quiere parar en el casino, señora? Podrá tomar algo y escuchar la música. Todos paran ahí.
-Creo que eso sería agradable -dijo la pasajera. Se detuvieron impetuosamente ante las puertas del casino. La portezuela del cabriolé se abrió y la pasajera bajó a la vereda. De inmediato la apresó una maraña de embrujadora música y la aturdió un panorama de luces y colores. Alguien le deslizó en la mano una tarjetita sobre la cual estaba impreso un número: el 34. La muchacha miró a su alrededor y vio su cabriolé a veinte metros de allí, ocupando ya su lugar en la fila de coches, cabriolés y automóviles que esperaban. Y entonces, un hombre que parecía ser todo pechera de camisa retrocedió bailando ante ella: y cuando quiso acordarse, estaba sentada ante una mesita, junto a una balaustrada sobre la cual trepaba una enredadera de jazmín.
Allí parecía existir una silenciosa invitación a comprar: la muchacha consultó una colección de moneditas que llevaba en un magro bolso y las moneditas la autorizaron a pedir un vaso de cerveza.
Y allí se quedó sentada, aspirando y asimilando todo aquello: la vida de nuevos colores y formas en el palacio de cuento de hadas de un bosque encantado.
Junto a cincuenta mesas, había príncipes y reinas ataviados con todas las sedas y joyas imaginables. Y de vez en cuando, uno de ellos miraba con curiosidad a la pasajera de Jerry. Veían una figura rústica, con un traje de seda rosado del tipo que se atenúa con la palabra “fular”, y un rostro igualmente rústico que revelaba un amor a la vida que envidiaron las reinas.
Las largas manecillas de los relojes dieron dos vueltas completas.
Las realezas mermaron, retirándose de sus tronos al fresco, y volvieron ruidosamente a sus carrozas. La música se refugió en estuches de madera y maletas de cuero y bayeta. Los camareros retiraron intencionadamente los mangles cerca de la rústica figura sentada casi a solas.
La pasajera de Jerry se puso de pie y tendiendo su tarjeta numerada, preguntó con sencillez:
-¿Me traerán algo con esta tarjeta?
Un camarero le dijo que aquélla era su contraseña del cabriolé y que debía dársela al conserje. Éste la tomó de sus manos y voceó su número. Solo tres cabriolés estaban en la fila. Uno de los cocheros fue a despertar a gritos a Jerry, dormido en su cabriolé. Jerry masculló una blasfemia, trepó al puente del capitán y guió su nave hasta el muelle. Su pasajera subió al cabriolé y el coche se internó en el umbrío frescor del parque, siguiendo los atajos más breves que llevaban de regreso.
En la verja, un centelleo de razón, bajo la forma de una repentina sospecha, invadió el oscurecido cerebro de Jerry. Se le ocurrieron un par de cosas. Detuvo a su caballo, alzó el techo del cabriolé y dejó caer por la abertura su fonográfica voz, como una plomada: Quiero ver cuatro dólares antes de proseguir este viaje. ¿Los tiene?
-¡Cuatro dólares! -exclamó riendo la pasajera, con dulzura-. No, por cierto. Sólo tengo unos peniques y un par de monedas de diez centavos.
Jerry cerró el techo y fustigó a su bien nutrido caballo. El repiqueteo de los cascos estranguló su blasfemia, pero no pudo ahogarla. Profirió sofocadas y casi inarticuladas maldiciones, castigó malignamente con el látigo a los vehículos que pasaban y esparció salvajes y variables improperios por las calles, a tal punto que un conductor de camión demorado, que se arrastraba camino de su casa, lo oyó y se sintió avergonzado. Pero Jerry sabía adónde debía ir y se dirigió allí al galope.
Detuvo su caballo ante la casa de las luces verdes, junto a la escalinata. Abrió de par en par la portezuela del cabriolé y bajó pesadamente al suelo.
-Venga -dijo, con rudeza.
Su pasajera se apeó con la soñadora sonrisa del casino diluida afín sobre su semblante. Jerry la tomó del brazo y la condujo a la comisaría. Un sargento de gris bigote los miró con penetrantes ojos desde el otro lado del escritorio. Él y el auriga se conocían.
-Sargento -empezó Jerry, con su tono quejumbroso, ronco y atormentado de otras ocasiones-. Tengo aquí a una pasajera que… Jerry hizo una pausa. Se pasó por la frente una mano nudosa y roja. La niebla provocada por McGary comenzaba a disiparse.
-Una pasajera, sargento, que quiero presentarle -continuó, con una sonrisa-. Es mi esposa. Me casé con ella esta noche en casa del viejo Walh. Y por cierto que nos divertimos. Dale la mano al sargento, Norah, y nos iremos a casa.
Antes de subir al cabriolé, Norah suspiró profundamente.
-Me he divertido tanto, Jerry… -dijo.
"Desde el Pescante del Cochero"
O. Henry
El cochero tiene su punto de vista. Quizá sea más unilateral que cualquier otro profesional. Desde el alto y oscilante asiento de su cabriolé, con el pescante en la zaga, considera a sus prójimos unas partículas nómadas que carecen de importancia, a menos que las posean deseos migratorios. Él es Jerry y el lector una mercancía de tránsito. Uno podrá ser un presidente o un vagabundo: para el cochero sólo es un Viaje. Lo carga, hace restallar su látigo, le sacude a uno las vértebras y lo vuelve a depositar en el suelo.
Cuando llega la hora de pagar, si uno revela familiaridad con los aranceles descubre qué es el desprecio: si nota que se ha olvidado la cartera, verá lo suave que es la imaginación del Dante.
Si afirmamos que la unidad de propósitos del cochero y su unilateral punto de vista provienen de la peculiar construcción del cabriolé con el pescante en la zaga, ello no implica sentar una teoría extravagante. El campeón del gallinero está instalado en lo alto como Júpiter, en un asiento incompartible, manteniendo nuestro destino entre dos correas de inconstante cuero. Imponente, ridículo, confinado, saltarín como un mandarín de juguete, el pasajero, todo un caballero ante quien los mayordomos se inclinan abyectamente, está acurrucado como una rata en una trampa y debe enviar un chillido por una ranura de su peripatético sarcófago si quiere que se sepan sus débiles deseos.
De modo que, en un cabriolé, uno no es siquiera un ocupante: es el contenido. Sólo es un cargamento en alta mar y el “querubín sentado en lo alto” se conoce de memoria el domicilio del demonio de los mares.
Una noche, había estrépito de francachela en la gran casa de huéspedes de ladrillo casi continua al Café Familiar de MacGary. Los ruidos parecían provenir de los aposentos de la familia Walsh. La vereda estaba obstruida por un grupo de vecinos curiosos, que le abrían paso de vez en cuando a un presuroso emisario que traía del café de McGary mercancías vinculadas a los festejos y diversiones. El contingente de la vereda se consagraba a comentar y discutir, y no olvidaba por cierto la noticia de que se casaba Norah Walsh.
En plena parranda hubo una erupción de juerguistas a la vereda. Los no invitados los rodearon y se confundieron con ellos, y en el aire nocturno se elevaron gozosos gritos, congratulaciones, risas y rumores no clasificados, nacidos de las ofrendas de McGary a la escena del himeneo.
Cerca del cordón de la vereda, estaba estacionado el cabriolé de Jerry O’Donovan. A Jerry lo llamaban pájaro nocturno: pero nunca un cabriolé más reluciente ni limpio que el suyo cerró sus puertas sobre el encaje y las violetas de noviembre. ¡Y el caballo de Jerry! No exagero si digo que estaba tan repleto de avena que cualquiera de esas viejas señoras que dejan sus platos sin lavar y andan por ahí haciendo arrestar a los mensajeros del expreso, habría sonreído -sí, sonreído- de haberlo visto.
Entre la movediza y alborotadora multitud podía vislumbrarse por momentos el sombrero de copa de Jerry, estropeado por los vientos y las lluvias de muchos años, su nariz semejante a una zanahoria, golpeada por la traviesa y atlética prole de los millonarios y por los viajeros rebeldes, su levita verde con botones de latón, admirada en la vecindad de McGary. Era evidente que Jerry había usurpado las funciones de su cabriolé y que llevaba una “carga”. En realidad la metáfora puede ampliarse, comparando a Jerry con un carro cargado de pan, si aceptamos el testimonio de un joven espectador a quien se le oyó observar que “Jerry tenía un panecillo”.
De la multitud agolpada en la vereda o del escaso fluir de los peatones, surgió de prisa una muchacha y se detuvo junto al cabriolé. La vista de águila profesional de Jerry advirtió el movimiento. Se abalanzó hacia su coche, derribando a tres o cuatro de los mirones y a él mismo por poco… pero no, se asió de una boca de agua y logro mantener el equilibrio. Como un marinero que lustra los flechastes durante una tormenta, Jerry trepó a su asiento profesional. Cuando llegó allí, los líquidos de McGary quedaron dominados. Jerry hizo un movimiento de vaivén en el palo de mesana de su nave, tan a salvo como un deshollinador amarrado en lo alto de un rascacielos.
-Suba, señora -dijo, recogiendo las riendas.
La joven subió al cabriolé, la portezuela se cerró con estrépito, el látigo de Jerry restalló en el aire, la multitud de la vereda se dispersó y el hermoso coche se lanzó a través de la ciudad.
Cuando el bien nutrido caballo hubo morigerado un poco el primer impulso de su velocidad, Jerry abrió el techo de su cabriolé y gritó por la abertura con la voz de un megáfono rajado, tratando de mostrarse amable:
-¿Adónde desea ir?
-Adónde usted quiera -fue la respuesta que subió hasta él, musical y satisfecha.
“Está viajando por placer”, pensó Jerry.
Y sugirió, como la cosa más natural del mundo:
-Dé una vuelta alrededor del parque, señora. Será un paseo elegante, fresco y hermoso.
-Como usted guste -respondió la pasajera, complaciente.
El cabriolé empezó a rodar por la Quinta Avenida y cobró velocidad por esa calle perfecta. Jerry saltaba y oscilaba en su asiento. Los poderosos fluidos de McGary se habían revuelto y proyectaban nuevas vaharadas hacia su cabeza. Jerry cantaba una antigua canción de Killisnook y esgrimía su látigo como una batuta.
Dentro del cabriolé, la pasajera estaba muy enhiesta sobre los almohadones, mirando a derecha e izquierda las luces y las casas. Hasta en la sombra, sus ojos brillaban como estrellas a la hora del crepúsculo.
Cuando llegaron a la calle Cincuenta y Nueve, la cabeza de Jerry oscilaba y sus riendas estaban flojas. Pero su caballo franqueó la verja del parque y comenzó la vieja recorrida nocturna familiar. Y entonces la pasajera se echó atrás, en éxtasis, y aspiró profundamente los limpios y saludables olores del césped y el follaje y las flores. Y la sabia bestia uncida al cabriolé, conociendo el terreno que pisaba, trotaba a gusto de Jerry y se mantenía a la derecha del camino.
El hábito había luchado también victoriosamente con el creciente sopor de Jerry. Éste alzó la escotilla de su navío sacudido por la tempestad y preguntó lo que preguntan habitualmente los cocheros.
-¿Quiere parar en el casino, señora? Podrá tomar algo y escuchar la música. Todos paran ahí.
-Creo que eso sería agradable -dijo la pasajera. Se detuvieron impetuosamente ante las puertas del casino. La portezuela del cabriolé se abrió y la pasajera bajó a la vereda. De inmediato la apresó una maraña de embrujadora música y la aturdió un panorama de luces y colores. Alguien le deslizó en la mano una tarjetita sobre la cual estaba impreso un número: el 34. La muchacha miró a su alrededor y vio su cabriolé a veinte metros de allí, ocupando ya su lugar en la fila de coches, cabriolés y automóviles que esperaban. Y entonces, un hombre que parecía ser todo pechera de camisa retrocedió bailando ante ella: y cuando quiso acordarse, estaba sentada ante una mesita, junto a una balaustrada sobre la cual trepaba una enredadera de jazmín.
Allí parecía existir una silenciosa invitación a comprar: la muchacha consultó una colección de moneditas que llevaba en un magro bolso y las moneditas la autorizaron a pedir un vaso de cerveza.
Y allí se quedó sentada, aspirando y asimilando todo aquello: la vida de nuevos colores y formas en el palacio de cuento de hadas de un bosque encantado.
Junto a cincuenta mesas, había príncipes y reinas ataviados con todas las sedas y joyas imaginables. Y de vez en cuando, uno de ellos miraba con curiosidad a la pasajera de Jerry. Veían una figura rústica, con un traje de seda rosado del tipo que se atenúa con la palabra “fular”, y un rostro igualmente rústico que revelaba un amor a la vida que envidiaron las reinas.
Las largas manecillas de los relojes dieron dos vueltas completas.
Las realezas mermaron, retirándose de sus tronos al fresco, y volvieron ruidosamente a sus carrozas. La música se refugió en estuches de madera y maletas de cuero y bayeta. Los camareros retiraron intencionadamente los mangles cerca de la rústica figura sentada casi a solas.
La pasajera de Jerry se puso de pie y tendiendo su tarjeta numerada, preguntó con sencillez:
-¿Me traerán algo con esta tarjeta?
Un camarero le dijo que aquélla era su contraseña del cabriolé y que debía dársela al conserje. Éste la tomó de sus manos y voceó su número. Solo tres cabriolés estaban en la fila. Uno de los cocheros fue a despertar a gritos a Jerry, dormido en su cabriolé. Jerry masculló una blasfemia, trepó al puente del capitán y guió su nave hasta el muelle. Su pasajera subió al cabriolé y el coche se internó en el umbrío frescor del parque, siguiendo los atajos más breves que llevaban de regreso.
En la verja, un centelleo de razón, bajo la forma de una repentina sospecha, invadió el oscurecido cerebro de Jerry. Se le ocurrieron un par de cosas. Detuvo a su caballo, alzó el techo del cabriolé y dejó caer por la abertura su fonográfica voz, como una plomada: Quiero ver cuatro dólares antes de proseguir este viaje. ¿Los tiene?
-¡Cuatro dólares! -exclamó riendo la pasajera, con dulzura-. No, por cierto. Sólo tengo unos peniques y un par de monedas de diez centavos.
Jerry cerró el techo y fustigó a su bien nutrido caballo. El repiqueteo de los cascos estranguló su blasfemia, pero no pudo ahogarla. Profirió sofocadas y casi inarticuladas maldiciones, castigó malignamente con el látigo a los vehículos que pasaban y esparció salvajes y variables improperios por las calles, a tal punto que un conductor de camión demorado, que se arrastraba camino de su casa, lo oyó y se sintió avergonzado. Pero Jerry sabía adónde debía ir y se dirigió allí al galope.
Detuvo su caballo ante la casa de las luces verdes, junto a la escalinata. Abrió de par en par la portezuela del cabriolé y bajó pesadamente al suelo.
-Venga -dijo, con rudeza.
Su pasajera se apeó con la soñadora sonrisa del casino diluida afín sobre su semblante. Jerry la tomó del brazo y la condujo a la comisaría. Un sargento de gris bigote los miró con penetrantes ojos desde el otro lado del escritorio. Él y el auriga se conocían.
-Sargento -empezó Jerry, con su tono quejumbroso, ronco y atormentado de otras ocasiones-. Tengo aquí a una pasajera que… Jerry hizo una pausa. Se pasó por la frente una mano nudosa y roja. La niebla provocada por McGary comenzaba a disiparse.
-Una pasajera, sargento, que quiero presentarle -continuó, con una sonrisa-. Es mi esposa. Me casé con ella esta noche en casa del viejo Walh. Y por cierto que nos divertimos. Dale la mano al sargento, Norah, y nos iremos a casa.
Antes de subir al cabriolé, Norah suspiró profundamente.
-Me he divertido tanto, Jerry… -dijo.
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