Narración escrita por el autor sin utilizar la letra “a”.
Siempre que el chófer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en todos los sitios: destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos, hizo cisco trescientos coches del servicio público, pulverizó los esqueletos de miles de individuos, suprimiéndoles del mundo de los vivos, en oposición con sus evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso enfrente; hendió, rompió, deshizo, destruyó; encogió mi espíritu, superexcitó mis nervios… pero me divirtió de un modo indecible, porque no fue un chófer, no; fue un simún rugiente.
¿Por qué este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué si dominó el coche como no lo hizo ningún chófer de los que tuve después? Hice lo posible por conocer el misterio:
—Es preciso que expliques lo que te ocurre. Muchos infelices muertos por nuestro coche piden un desquite… ¡Que yo mire en lo profundo de tus ojos! ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el correr del coche. Luego hizo un gesto triste.
—No soy cruel ni feroz, señor —susurró dulcemente—. Destrozo y destruyo y rompo y siembro el terror… de un modo instintivo.
—¡De un modo instintivo! ¿Eres entonces un enfermo?
—No. Pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chófer de bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene; el sonido estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con cinturón, es suficiente y el chófer de bomberos corre, corre, corre… ¡Qué vértigo divino!
Concluyó diciendo:
—Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de los bomberos. Y como esto no es cierto, y como hoy no soy, señor, el dueño del sitio por donde me meto, pues, ¡pulverizo todo lo que pesco!…
Y prorrumpió en sollozos.
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