Mariano José de Larra fundó muy joven, un mes antes de cumplir los diecinueve, una empresa unipersonal que le fue muy bien hasta que él mismo, a la edad de veintisiete años, le puso fin a golpe de pistola (por dolor de España, por mal de amores, por el mal del siglo o quizá por todos esos males juntos). Al comienzo, la empresa era autónoma y autosuficiente, produciendo su único trabajador cinco entregas, todas bajo el título de El Duende Satírico del Día. Satírico y polémico, ese primer duende adolescente ya tenía sin embargo claras sus metas empresariales, universalmente comercializadas casi dos siglos después bajo el nombre de auto-ficción.
Larra es el primer fabricante del yo al por mayor en la literatura española. Tenía precedentes, desde luego, pero todos de importación: Montaigne, el primer hombre que se sabe moderno y lo explica, Addison, Leopardi. Al contrario que ellos, Larra introduce en su empresa unos avances inéditos, y en especial la creación de personas literarias desdobladas de su creador que hoy conocemos gracias a Pessoa y a ciertos dons ingleses que se cambian de nombre para practicar el thriller. Al Duende le sucedió El Pobrecito Hablador, y a éste Fígaro y Andrés Niporesas, ya los dos últimos al servicio de grandes conglomerados periodísticos, que le pagaron contratos astronómicos. Pero conviene señalar que lo de Larra no eran seudónimos (al modo de los utilizados por tantos periodistas de la época, y más tarde por Azorín, el mayor larrista que ha habido) sino heterónimos avant la lettre: a cada una de sus encarnaciones les daba distinta voz y función, haciéndolas alguna vez pelear entre sí.
A Larra se le ha admirado siempre por la rabia fustigadora de sus artículos, suavizada en algunos casos por el fondo de un costumbrismo decimonónico. Su lejano descendiente Jesús Miranda de Larra, que ha publicado en Aguilar con motivo del centenario una biografía documental de Mariano José, cita una carta de 1835 en la que el futuro suicida les reconoce a sus padres haber "pasado rabiando una tercera parte lo menos de la vida". Cernuda, que le homenajeó en 1937 al cumplirse cien años del pistoletazo fatal, arranca el poema diciendo que "Aún se queja su alma vagamente".
No tan vagamente. Larra inventó el periodismo del yo, y las desdichas y veleidades de la subjetividad se cuelan en todo lo que escribe, incluyendo sus estupendas críticas teatrales. En uno de sus artículos en tanto que Pobrecito Hablador, el titulado El hombre pone y Dios dispone, el escritor dictamina "lo que ha de ser el periodista", dando la siguiente definición: "Ha de estar en continua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo al que salva la vida". Ese modo de definir la noble e ingrata función del periodismo, entre lo obsceno y lo penitencial, lo lleva Larra al paroxismo en una de sus piezas célebres, La nochebuena de 1836, recogida ahora en la muy útil compilación de Artículos preparada por Pablo Jauralde para El Libro de Bolsillo de Alianza. Hastiado de la navidad, Fígaro dialoga en su cuarto con un criado imaginario que representa, locuaz por el alcohol, a la Verdad. "Hay un acusador dentro de ti", le reprocha el impertinente. El artículo, escrito siete semanas antes de matarse, acaba con una de las confrontaciones esquizofrénicas que hacen -también- de Larra una figura contemporánea; el sirviente está ebrio de vino, su señor, de deseos y de impotencias. "Tú me mandas, pero no te mandas a ti mismo".
"El Hombre Pone y Dios Dispone"
Mariano José de Larra
Gran cosa dijo el primero que anunció este proverbio, hoy tan trillado. Si hay proverbios que envejecen y caducan, éste toma por el contrario más fuerza cada día. Yo, por mi parte, confieso que, a haber tenido la desgracia de nacer pagano, sería ese proverbio una de las cosas que más me retraerían de adoptar la existencia de muchos dioses; porque soy de mío tan indómito e independiente, que me asustaría la idea de proponer yo, y de que dispusiesen de mis propósitos millares de dioses, ya que desdichadamente ha de ser hombre un periodista, y lo que es peor, hombre débil y quebradizo. Ello no se puede negar que un periodista es un ser bien criado, si se atiende a que no tiene voluntad propia; pues sobre ser bien criado, debe participar también de calidades de los más de los seres existentes: ha menester, si se ha de ser bueno y de dura, la pasta del asno y su seguridad en el pisar, para caminar sin caer en un sendero estrecho, y como de esas veces fofo y mal seguro, y agachar como él las orejas cuando zumba en derredor de ellas el garrote. Necesita saberse pasar sin alimento semanas enteras como el camello, y caminar la frente erguida por medio del desierto. Ha de tener la velocidad del gamo en el huir para un apuro, para un día en que Dios disponga lo que él no haya puesto. Ha de tener del perro el olfato, para oler con tiempo dónde está la fiera, y el ladrar a los pobres; y ha de saber dónde hace presa, y dónde quiere Dios que hinque el diente.
Le es indispensable la vista perspicaz del lince, para conocer en la cara del que ha de disponer, lo que él debe poner; el oído del jabalí para barruntar el runrún de la asonada; se ha de hacer, como el topo, el mortecino, mientras pasa la tormenta; ha de saber andar cuando va delante con el paso de la tortuga, tan menudo y lento que nadie se lo note, que no hay cosa que más espante que el ver andar al periodista; ha de saber, como el cangrejo, desandar lo andado, cuando lo ha andado demás, y como esas veces ha de irse sesgando por entre las matas a guisa de serpiente; ha de mudar de camisa en tiempo y lugar como la culebra; ha de tener cabeza fuerte como el buey, y cierta amable inconsecuencia con la mujer; ha de estar en contínua atalaya como el ciervo, y dispuesto como la sanguijuela a recibir el tijeretazo del mismo a quien salva la vida; ha de ser, como el músico, inteligente en las fugas, y no ha de cantar de contralto más que escriba con trabajo; y a todo, en fin, ha de poner cara de risa como la mona. Esto, con respecto al reino animal.
Con respecto al vegetal, parécese el periodista a las plantas en acabar con ellas un huracán sin servirles de mérito el fruto que hayan dado anteriormente: como la caña ha de doblar la cerviz al viento, pero sin murmurar como ella; ha de medrar como el junco y la espadaña en el pantano; ha de dejarse podar como y cuando Dios disponga, y tomar la dirección que le dé el jardinero; ha de pinchar como el espino y la zarza los pies de los caminantes desvalidos, dejándose hollar de la rueda del poderoso; en días obscuros ha de cerrar el cáliz y no dejar coger sus pistilos como la flor del azafrán; ha de tomar color según le den los rayos del sol; ha de hacer sombra, en ocasiones dañina, como el nogal; ha de volver la cara al astro que más calienta como el girasol, y es planta muerta si no; seméjase a las palmas en que mueren las compañeras empezando a morir una; así ha de servir para comer como para quemar, a guisa de piña; ha de oler a rosa para los altos, y a espliego para los bajos; ha de matar halagando como la hiedra.
Por lo que hace al mineral, parécese el periodista a la piedra en que no hay picapedrero que no le quite una esquirla y que no le dé un porrazo; ha de tener tantos colores como el jaspe, si ha de parecer bien a todos; ha de ser frío como el mármol debajo del pie del magnate; ha de ser dúctil como el oro: de plata no ha de tener ni aun el hablar en ella; ha de tener los pies de plomo; ha de servir como el bronce para inmortalizar hasta los dislates de los próceres; lo ha de soldar todo como el estaño; ha de tener más vetas que una mina, y más virtudes que un agua termal. Y después de tanto trabajo y de tantas calidades, ha de saltar, por fin, como el acero en dando en cosa dura.
En una palabra, ha de ser el periodista un imposible: no ha de contar sobre todo jamás con el día de mañana: ¡Dichoso el que puede contar con el de ayer! No debe, por consiguiente, decir nunca como El Universal: «Este periódico sale todos los días excepto los lunes»; sino decir: «De este periódico sólo se sabe de cierto que no sale los lunes». Porque el hombre pone y Dios dispone.
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