En la mitología griega, Ícaro (en griego antiguo Ἴκαρος Ikaros) es hijo del arquitecto Dédalo, constructor del laberinto de Creta, y de una esclava llamada Náucrate.
Ícaro estaba retenido junto a su padre, Dédalo, en la isla de Creta por el rey de la isla, llamado Minos.
Dédalo decidió escapar de la isla, pero dado que Minos controlaba la tierra y el mar, Dédalo se puso a trabajar para fabricar alas para él y su joven hijo, Ícaro. Enlazó plumas entre sí uniendo con hilo las plumas centrales y con cera las laterales, y le dio al conjunto la suave curvatura de las alas de un pájaro. Ícaro a veces corría a recoger del suelo las plumas que el viento se había llevado o ablandaba la cera.
Cuando al fin terminó el trabajo, Dédalo batió sus alas y se halló subiendo y suspendido en el aire. Equipó entonces a su hijo de la misma manera, y le enseñó cómo volar. Cuando ambos estuvieron preparados para volar, Dédalo advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no podría volar. Pasaron las islas de Samos, Delos, Paros, Lebintos y Calimna, y entonces el muchacho comenzó a ascender. El ardiente sol ablandó la cera que mantenía unidas las plumas y éstas se despegaron. Ícaro agitó sus brazos, pero no quedaban suficientes plumas para sostenerlo en el aire y cayó al mar. Su padre lloró y lamentando amargamente sus artes, y, en su memoria, llamó Icaria a la tierra cercana al lugar del mar en el que Ícaro había caído.
Dédalo llegó sano y salvo a Sicilia, donde quedó bajo la protección del rey Cócalo. Allí construyó un templo a Apolo en el que colgó sus alas como ofrenda al dios.
Pausanias cuenta una versión más prosaica en la que ambos huían de Creta en pequeñas barcas, para lo cual Dédalo inventa el principio de la vela, desconocido hasta entonces para los hombres. Ícaro, navegante torpe, naufragó frente a la costa de Samos, en cuyas orillas se encontró su cuerpo. Heracles le dio sepultura en esa tierra, que desde entonces se llama Icaria, y el mar que está junto a ella recibió el nombre de mar Icario.
"Icaro"
Mitología Griega
¿Recordáis a Dédalo, el arquitecto, el ideador del laberinto en el que el rey Minos había encerrado al Minotauro? Pues bien la historia que os voy a contar tiene a Dédalo por protagonista y comienza hablándonos de una situación bastante injusta, pues a veces el premio de uno deja en desgraciada a otros sin merecerlo.
Os pongo en antecedentes. Minos, rey de Creta, había mandado construir un laberinto en el que quería encerrar a su monstruoso hijo, el Minotauro. La premisa que dio al arquitecto fue clarísima: debía construir una fortaleza de la que jamás nadie que entrase pudiese salir. Y así fue durante muchísimo tiempo, hasta que apareció por allí uno de los héroes por excelencia de la mitología griega: Teseo, quien no solo logró matar al Minotauro sino que además consiguió la no pequeña hazaña de escapar del laberinto y fugarse de Creta. Eso sí, conviene recordar que en la salida del laberinto tuvo un papel crucial la bella Ariadna, una de las dos hijas del rey Minos, que se había enamorado perdidamente de Teseo y le dio un hilo para que pudiera recordar el camino por el que había entrado.
Pues bien, cuando Minos se dio cuenta de que Teseo había logrado salir del laberinto, se enfureció terriblemente y fue a buscar a Dédalo:
-¡Qué los dioses te castiguen!
¿No te había ordenado que construyeses un laberinto del que
jamás nadie pudiese salir?
¡Me has fallado y quien a mí me falla lo paga caro!
Y caro lo pago, pues el castigo que el rey Minos puso a Dédalo fue terrible. Lo encerró en el laberinto, pero no contento con ello, decidió multiplicar su sufrimiento encerrando con él a su hijo. Además, como Minos era consciente de que Dédalo, como constructor del espacio, bien sabría salir de él, puso en la puerta dos guardianes con una orden muy clara.
¡Si en algún momento intentan escapar, cortadles la cabeza!
El hijo de Dédalo se llamaba Ícaro y era un joven de catorce años intrépido y atrevido con un carácter alegre que hacía que todo el mundo lo adorase. Así que no era extraño que el pueblo entero de Cnosos llorase el futuro de un joven al que sabían que no volverían a ver. Pero el dolor más grande lo sentía su padre, Dédalo que durante días no fue capaz de pronunciar palabra.
Si ya era duro pensar que él moriría allí dentro, encerrado en su propia obra, la idea de que su joven y amado hijo muriese con él, sin vivir y disfrutar de la vida, se le hacía insoportable. Así que pasados los primeros días de encierro, comenzó a pesar, a idear la manera en la que pudiesen salir de ese lugar. Si la puerta estaba custodiada por guardianes, tal vez las ventanas fuese su única escapatoria.
-¡Ya lo tengo! ¡Nos convertiremos en pájaros!-
gritó Dédalo una mañana al despertarse.
A lo que Ícaro respondió:
-Pero, ¿qué dices, papá?-
-Lo que digo es que la única manera que tenemos
de escapar de aquí es volando como pájaros–
El pobre Ícaro, incrédulo ante las ocurrencias de su
padre seguía advirtiéndole en tono pausado:
-Papá eso es imposible:
¿desde cuando los hombres vuelan?
A lo que Dédalo, sonriente, contestó:
-¿Es que no crees en tu padre? ¡Venga, alegra esa cara y ayúdame!
¡A partir de ahora tenemos muuuuucho trabajo!
La apariencia del laberinto, durante los nueve años que llevaba construido, había cambiado. Sus pasillos se habían llenado de hierbas, la lluvia había formado estanques imprevistos, las abejas habían construido panales en las vigas y por muchos rincones se habían ido acumulando restos de animales y plantas. Todo ello fue aprovechado por Dédalo para el nuevo invento que rondaba su cabeza. Trabajó durante durante días sin descanso, hasta que una mañana le mostró orgulloso a su hijo los dos pares de alas que había construido con los palitos y las plumas que había encontrado.
Cuando las vio, Ícaro exclamó entusiasmado:
¡Seremos los pájaros más extraños del mundo…!
Con unas cuerdas que encontraron, se ataron las alas al cuerpo y comenzaron a aprender a manejar el nuevo artilugio. Cuando consiguieron moverlas con gran soltura llegó la hora de partir pero antes Dédalo dio las últimas instrucciones a su hijo:
Escúchame Ícaro:
por favor, cuando vueles debes controlar la altura en la que lo haces.
Es muy importante que no vueles demasiado bajo
pues cuando lleguemos a mar abierto
el agua podría empapar tus alas y éstas se
volverían tan pesadas que te harían caer al mar.
Ícaro no prestaba demasiada atención a las palabras de su padre. Estaba demasiado entusiasmado con lo que se le avecinaba y en lo único que pensaba era en comenzar el vuelo. Así que para que su padre se callase le sonrió y le dijo sin pensarlo demasiado:
–No te preocupes, papá: volaré tan alto como pueda-
La respuesta le hizo recordar a Dédalo la cera de las abejas con la que estaban unidas las plumas y entonces su preocupación fue mayor:
No Ícaro, volar demasiado alto haría que el sol derritiese la cera…
Debes volar junto a mí y todo irá bien.
Por supuesto papá- respondió Ícaro sin mucho convencimiento.
Entonces, emprendamos el vuelo.
Ícaro empezó a batir las alas con rapidez, de arriba abajo tal y como había practicado junto a su padre. Pronto su cuerpo se fue elevando, primero lentamente para poco a poco ir cogiendo velocidad. Cuando, a los pocos segundos, volvió la cabeza en busca del laberinto, éste se veía a lo lejos diminuto, como si de una maqueta se tratase. Cuando Dédalo vio que su hijo lo había conseguido salió volando tras él, en la búsqueda de un lugar alejado en el que iniciar una nueva vida.
Todo marchaba a la perfección, aunque ambos no disfrutaban de igual manera del viaje. A Dédalo le costó acostumbrarse, se sentía incómodo con las alas por lo durante un tiempo voló despacio, concentrado en adaptarse a las nuevas condiciones. Por el contrario Ícaro, desde el primer momento, disfrutó de la nueva experiencia que le aportaba la ingravidez. Se sentía feliz, parecía que hubiese nacido para volar, así que cada vez movía sus alas con más fuerza volando más y más arriba…
Cuando por fin Dédalo se adaptó a sus alas y consiguió volar con cierta soltura comenzó a girar la cabeza en busca de su hijo. Pronto el terror invadió su cuerpo. ¡Ícaro no estaba por ninguna parte! Dédalo buscó a la derecha, a la izquierda, arriba… pero no conseguía encontrarlo.
Ícaro inconsciente y temerario, como muchos jóvenes, no había escuchado las palabras de su padre y había confiado demasiado en su propia habilidad. Había querido volar más alto que los pájaros, había querido llegar al sol y éste había castigado su soberbia derritiendo sus alas.
Cuando Dédalo miró hacia bajo vio a Ícaro tendido en el mar…
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