sábado, 5 de mayo de 2018

¿Qué Era Eso?

Un grupo más bien animoso y filosófico de inquilinos deciden pasar una temporada en la Calle Veintiséis, donde en la casa del número *** se extendió el rumor de que estaba encantada, ya que se han oído pisadas y ruidos. Los huéspedes esperan con entusiasmo las manifestaciones de algún elemento sobrenatural, con gran atractivo y sin miedo, a la vez que hacen la espera más amena leyendo algún volumen fantasmagórico durante las noches.

Después de una temporada cargada de excitación psicológica, con una total insatisfacción para el grupo, finalmente algo totalmente inesperado y para la ciencia inexplicable sucede. La diversión da paso a un terror y confusión indescriptible para los testigos del suceso. Fitz-James O’Brien, aborda magistralmente el tema de la presencia invisible infiltrada en nuestra realidad.

¿Qué fue eso? (¿What was It?) es un relato de terror del escritor irlandés Fritz-James O'Brien (1826-1862), publicado originalmente en la edición de marzo de 1859 de la revista Harper's Magazine, y luego reeditado en la antología de 1881: Poemas y relatos de Fitz James O'Brien (The Poems and Stories of Fitz-James O'Brien).

¿Qué fue eso?, sin dudas uno de los grandes relatos de Fitz James O'Brien, nos sitúa en una pensión un tanto decrépita, bohemia, donde el protagonista, tras experimentar con el opio y fuertemente influenciado por sus lecturas macabras, es atacado por una misteriosa criatura invisible.

Poco podemos decir acerca de esta entidad invisible, y menos aún sobre cuál es su procedencia. Algunos aventuran que se trataría de una variedad particularmente inquietante de Gente Sombra; otros, que en realidad se trata de un Tulpa, una Forma del Pensamiento, creada a partir de los demonios interiores del protagonista, los cuales logran cobrar una forma concreta, material, aunque invisible para el ojo. Muchos clasifican a ¿Qué fue eso? dentro del relato de vampiros, aunque sería más justo hablar de una historia sobrenatural que incluye al vampirismo como ingrediente secundario. Lo cierto es que se trata de uno de los primeros ejemplos de la invisibilidad en la literatura, y probablemente el mejor de aquellos años.







"¿Qué Era Eso?"
Fitz James O'Brien



Siento grandes escrúpulos, lo confieso, al abordar la extraña narración que estoy a punto de relatar. Los acontecimientos que me propongo detallar son de una índole tan singular que estoy completamente seguro de suscitar desacostumbradas dosis de incredulidad y desprecio. Las acepto de antemano. Confío en tener el suficiente valor literario para afrontar el escepticismo. Tras madura reflexión, he decidido narrar, de la manera más sencilla y sincera que me sea posible, ciertos hechos misteriosos que pude observar el pasado mes de julio, y que no tienen precedentes en los anales de la física.
Vivo en Nueva York, en el número… bueno, este dato no es relevante, de la calle Veintiséis. En cierto modo es una casa un tanto singular. Ha gozado en los dos últimos años de la fama de estar habitada por espíritus. Se trata de un enorme e impresionante edificio, rodeado de lo que antaño fuera un jardín, pero que ahora no es más que un espacio verde destinado a tender al sol la colada.
La seca taza de lo que fue una fuente, y unos pocos frutales descuidados y sin podar, denotan que el lugar fue en otros tiempos un agradable y sombreado refugio, lleno de flores y frutos y del suave murmullo de las aguas. La casa es muy amplia. Un vestíbulo de majestuosas proporciones conduce a una amplia escalera de caracol, y las demás habitaciones son, igualmente, de impresionantes dimensiones. Fue construida hace unos quince o veinte años por el Sr. A., conocido hombre de negocios de Nueva York, que cinco años atrás sembró el pánico en el mundo de las finanzas a causa de un formidable fraude bancario. Como todos saben, el Sr. A. escapó a Europa y poco después murió de un ataque al corazón. Tan pronto como la noticia de su fallecimiento llegó a este país y fue debidamente verificada, corrió el rumor por la calle Veintiséis de que la casa número… estaba encantada.
La viuda del anterior propietario fue legalmente desposeída de la propiedad, la cual desde entonces fue únicamente habitada por un guarda y su mujer, puestos allí por el agente inmobiliario a cuyas manos había pasado para su alquiler o venta. El matrimonio declaró sentirse perturbado por ruidos sobre naturales. Las puertas se habrían solas. El escaso mobiliario disperso aún en las diferentes habitaciones era apilado durante la noche por manos desconocidas. Pies invisibles subían y bajaban la escalera en pleno día, acompañados del crujir de vestidos de seda igualmente invisibles, y del deslizar de imperceptibles manos a lo largo de la imponente balaustrada. El guardia y su mujer afirmaron no querer vivir más tiempo en aquel lugar. El agente inmobiliario se rio, los despidió y puso a otros en su puesto. Los ruidos y las manifestaciones sobrenaturales continuaron. La historia se difundió por el vecindario, y la casa permaneció desocupada durante tres años. Varias personas trataron de alquilarla. Pero, de una forma u otra, antes de cerrar el trato se enteraban de los desagradables rumores y rehusaban concluir la operación.

Así estaban las cosas cuando mi patrona, que en aquel tiempo dirigía una casa de huéspedes en Bleecker Street y deseaba trasladarse más al centro de la ciudad, concibió la audaz idea de alquilar el número… de la calle Veintiséis. Como quiera que sus huéspedes éramos personas más bien animosas y sensatas, nos expuso su plan, sin omitir lo que había oído acerca de las características fantasmagóricas del edificio a donde deseaba que nos trasladásemos. A excepción de dos personas timoratas —un capitán de barco y un diputado californiano, que nos notificaron de inmediato su marcha— los restantes huéspedes de la Sra. Moffat declaramos que la acompañaríamos en su caballeresca incursión en el reino de los espíritus.
La mudanza se llevó a cabo en el mes de mayo, y quedamos todos encantados con nuestra nueva residencia. La zona de la calle Veintiséis donde estaba situada nuestra casa, entre la Séptima y la Octava Avenida, es uno de los lugares más agradables de Nueva York. Los jardines traseros de las casas, que casi descienden hasta el Hudson, forman en verano una verdadera avenida cubierta de vegetación. El aire es puro y estimulante, dado que llega directamente de las colinas de Weehawken a través del río. Incluso en el descuidado jardín que rodea la casa, aunque en los días de colada muestre demasiados tendederos, ofrece no obstante un poco de césped que contemplar y un fresco refugio donde fumarse un cigarro en la oscuridad observando los destellos de las luciérnagas entre la crecida hierba.
Por supuesto, nada más instalarnos en el número… de la calle Veintiséis empezamos a esperar la aparición de los fantasmas. Aguardábamos su llegada con auténtica impaciencia. Nuestras conversaciones en la mesa versaban sobre lo sobrenatural. Uno de los huéspedes que había adquirido para su propio deleite El lado oscuro de la naturaleza de la Sra. Crowe, fue considerado enemigo público número uno del resto de la casa por no haber comprado veinte ejemplares más. El pobre llevó una vida tristísima mientras leía el libro. Estableciéndose una red de espionaje en torno suyo. Si tenía la imprudencia de dejar el libro por un instante y abandonar su habitación, nos apoderábamos inmediatamente de él y lo leíamos en voz alta en lugares secretos ante un auditorio selecto. No tardé en convertirme en un personaje importante cuando se descubrió que estaba bastante versado en el campo de lo sobrenatural, y que en una ocasión había escrito un cuento cuyo protagonista era un fantasma. Si por casualidad crujía una mesa o un panel del zócalo de madera cuando estábamos reunidos en el amplio salón, inmediatamente hacíase el silencio, y todos esperábamos oír un rechinar y ver una figura espectral.
Después de un mes de tensión psicológica, nos vimos obligados a admitir de mala gana que no había sucedido nada que pareciese ni remotamente fuera de lo normal. En cierta ocasión, el mayordomo negro aseveró que una noche su vela había sido apagada de un soplo por un ser invisible mientras se desnudaba. Pero como yo había descubierto más de una vez a este caballero de color en un estado en el que una vela debía parecerle doble, supuse que, habiéndose excedido aún más en sus libaciones, podía haberse invertido el fenómeno y ahora no veía ninguna donde tenía que haber percibido una.

Así estaban las cosas cuando tuvo lugar un incidente tan espantoso e inexplicable que mi razón vacila con sólo recordarlo. Fue el diez de julio. Terminada la cena acudí al jardín con mi amigo el doctor Hammond para fumar mi acostumbrada pipa vespertina. Aparte de cierta afinidad intelectualmente el doctor y yo, nos unía el mismo vicio. Ambos fumábamos opio. Cada uno de nosotros conocía el secreto del otro y lo respetaba.
Compartíamos esa maravillosa expansión del pensamiento, esa prodigiosa agudización de las facultades perceptivas, esa ilimitada sensación de existir que nos da la impresión de estar en íntimo contacto con el universo entero. En resumen, esa inimaginable dicha espiritual, que no cambiaría por un trono, pero que deseo, amable lector, que nunca jamas experimentes.
Aquellas horas de éxtasis proporcionado por el opio, que el doctor y yo pasábamos juntos en secreto, estaban reguladas con precisión científica. No fumábamos irreflexivamente aquella droga paradisíaca, abandonando nuestros sueños al azar, sino que dirigíamos con cuidado nuestra conversación por los más luminosos y tranquilos cauces del pensamiento. Hablábamos de Oriente, procurando imaginar la magia de sus deslumbrantes paisajes. Comentábamos a los poetas más sensuales, aquellos que describían una vida saludable, rebosante de pasión, dichosa de poseer juventud, fuerza y belleza. Si hablábamos de La Tempestad de Shakespeare, nos concentrábamos en Ariel, enviado a Calibán. Al igual que los güebros, volvíamos nuestras miradas a Oriente, y sólo contemplábamos el aspecto risueño del universo.
El hábil colorido de nuestros pensamientos determinaba un tono adecuado a nuestras ulteriores visiones. Los esplendores de la mágica Arabia teñían nuestros sueños. Recorríamos esa angosta franja de verdor con paso majestuoso y porte real. El croar de la rana arbórea al aferrarse a la corteza del áspero ciruelo nos parecía música celestial. Casas, paredes y calles se desvanecían como nubes de verano, y paisajes de indescriptible belleza se extendían ante nosotros. Era aquella una camaradería desbordante. Disfrutábamos más intensamente de aquellas inmensas delicias porque, aún en los momentos de mayor éxtasis, éramos conscientes de nuestra mutua presencia. Nuestros placeres, aunque individuales, eran sin embargo gemelos; vibraban y crecían en exacta armonía.
Durante la velada en cuestión, el diez de julio, el doctor y yo nos dejamos llevar por insólitas especulaciones metafísicas. Encendimos nuestras largas pipas de espuma de mar, repletas de exquisito tabaco turco, en medio del cual ardía una diminuta bola negra de opio que, como la nuez del cuento de hadas, encerraba en sus estrechos límites maravillas fuera del alcance de los reyes. Mientras conversábamos, paseamos de un lado para otro. Una extraña perversidad dominaba el curso de nuestros pensamientos. Nos solían fluir estos por los luminosos cauces por los que tratábamos de encauzarlos. Por alguna inexplicable razón, se desviaban continuamente por oscuros y solitarios derroteros, donde las tinieblas habían sentado sus reales. En vano nos lanzábamos a las costas de Oriente, según la vieja costumbre, y evocábamos sus alegres bazares, el esplendor de la época de Harún, los harenes y los palacios dorados. Negros ifrits surgían incesantemente de las profundidades de nuestra plática, y crecían, como aquel que el pescador liberó de la vasija de cobre, hasta oscurecer cuanto brillaba ante nuestros ojos. Insensiblemente cedimos a la fuerza oculta que nos dominaba, dejándonos levar por sombrías especulaciones.

Llevábamos algún tiempo hablando de la tendencia al misticismo del espíritu humano y de la afición casi universal por lo atroz, cuando Hammond me dijo repentinamente:
—¿Qué es, a tu juicio, lo más terrorífico que existe? —La pregunta me desconcertó. Sabía que había muchas cosas espantosas. Tropezar con un cadáver en la oscuridad. O contemplar, como me sucedió a mí en cierta ocasión, a una mujer arrastrada por un abrupto y rápido río, agitando frenéticamente los brazos, con el rostro descompuesto, y lanzando chillidos que le partían a uno el corazón, en tanto que los espectadores permanecían paralizados por el terror, desde una venta a sesenta pies de altura, incapaces de hacer el más mínimo esfuerzo para salvarla, observando en silencio, no obstante, el último y supremo estertor de su agonía y su consiguiente desaparición bajo las aguas. Los restos de un naufragio, sin vida aparente a bordo, flotando indiferentemente en medio del océano, constituyen un espectáculo terrible, pues sugieren un terror descomunal de proporciones desconocidas. Por ello aquella noche por vez primera se me ocurrió pensar que tenía que haber una suprema y primordial encarnación del miedo, un terror soberano ante el cual todos los demás deben rendirse. ¿Cuál podía ser? ¿A qué cúmulo de circunstancias podía deber su existencia?
—Te confieso, Hammond —respondía a mi amigo—, que hasta ahora nunca había considerado esa cuestión. Presiento que de haber algo más terrible que todo lo demás. Sin embargo, me resulta imposible definirlo, siquiera vagamente.
—A mí me ocurre algo parecido, Harry —contestó—. Presiento que soy capaz de experimentar un terror mayor que todo lo que la mente humana puede concebir; algo que combine, en espantosa y sobrenatural amalgama, elementos tenidos hasta ahora como incompatibles. El clamor de voces en Wielan, novela de Brockden Brown, es algo terrible. Lo mismo que la descripción del Morador del Umbral en Zanoni, de Bulder. Pero —añadió, agitando la cabeza melancólicamente— hay algo más horrible que todo eso.
—Escucha, Hammond —expliqué yo—, abandonemos este tipo de conversación, ¡por el amor de Dios!
—No sé lo que me pasa esta noche —me respondió—, pero por mi mente pasan toda clase de pensamientos misteriosos y espantosos. Me parece que esta noche podría escribir un cuento como los de Hoffmann, si poseyera al menos un estilo literario.
—Bueno, si vamos a ponernos hoffmanescos en nuestra charla, me voy a la cama. El opio y las pesadillas no deben mezclarse nunca. ¡Qué sofoco! Buena noches Hammond.
—Buenas noches, Harry. Que tengas sueños agradables.
—Y tú, pájaro del mal agüero, que sueñes con ifrits, gules y brujos.

Nos separamos y cada uno buscó su cámara respectiva. Me desvestí con presteza y me metí en la cama, cogiendo, como de costumbre, un libro para leer un poco antes de dormirme. Abrí el volumen apenas hube apoyado la cabeza en la almohada, pero enseguida lo arrojé al otro extremo de la habitación. Era la Historia de los monstruos, de Goudon, una curiosa obra francesa que me habían enviado recientemente desde París, pero que, dado el estado de ánimo en que me encontraba, era la compañía menos indicada.
Debí dormirme sin más; de modo que, bajando el gas hasta dejar solamente un resplandor azulado en lo alto del muro, me dispuse a descansar. La habitación estaba completamente a oscuras. La débil llama que todavía permanecía encendida apenas alumbraba a una distancia de tres pulgadas en torno a la lámpara. Desesperadamente me tapé los ojos con un brazo, como para librarme incluso de la oscuridad, y traté de no pensar en nada. Todo fue inútil. Los malditos temas que Hammond había tratado en el jardín no cesaban de agitarse en mi cerebro. Luché contra ellos. Erigí murallas mentales, traté de poner en blanco mi mente a fin de mantenerlos alejados, pero seguían agolpándose sobre mi. Mientras yacía como un cadáver, con la esperanza de que una completa inactividad física aceleraría mi reposo mental, ocurrió un espantoso accidente. Algo pareció caer del techo sobre mi pecho y un instante después sentí que dos manos húmedas rodeaban mi garganta, intentando estrangularme.
No soy cobarde y además poseo una considerable fuerza física. Lo imprevisto del ataque, en lugar de aturdirme, templó al máximo mis nervios. Mi cuerpo reaccionó instintivamente antes de que mi cerebro tuviera tiempo de percatarse del horror de la situación. Inmediatamente rodeé con mis musculosos brazos a la criatura y la apreté contra mi pecho con toda la fuerza de la desesperación. En pocos segundos la huesudas manos que se aferraban a mi garganta aflojaron su presa y volví a respirar libremente. Comenzó entonces una lucha atroz. Inmerso en la más profunda oscuridad, ignorando por completo la naturaleza de aquello que me había atacado tan repentinamente, sentí que la presa se me escapaba de las manos, aprovechando, según me pareció, su completa desnudez. Unos dientes afilados me mordían en los hombros, el cuello y el pecho, teniendo que protegerme la garganta, a cada momento, de un par de vigorosas y ágiles manos, que no lograba apresar ni con los mayores esfuerzos. Ante tal cúmulo de circunstancias, tenía que emplear toda la fuerza, la destreza y el valor de que disponía.
Finalmente, después de una silenciosa, encarnizada y agotadora lucha, logré abatir a mi asaltante a costa de una serie de esfuerzos increíbles. Una vez que los tuve inmovilizado, con mi rodilla sobre lo que consideré debía ser su pecho, comprendí que había vencido. Descansé unos instantes para tomar aliento. Oía jadear en la oscuridad a la criatura que tenía debajo y sentía los violentos latidos de su corazón. Por lo visto estaba tan exhausta como yo; eso fue un alivio. En ese momento recordé que antes de acostarme solía guardar bajo la almohada un pañuelo grande de seda amarilla. Inmediatamente lo busqué a tientas: allí estaba. En pocos segundos até de cualquier forma los brazos de aquella criatura.

Me sentía entonces bastante seguro. No tenía más que avivar el gas y, una vez visto quién era mi asaltante nocturno, despertar a toda la casa. Confesaré que un cierto orgullo me movió a no dar la alarma antes; quería realizar la captura yo solo, sin ayuda de nadie. Sin soltar la presa ni un instante, me deslicé de la cama al suelo, arrastrando conmigo a mi cautivo. Sólo tenía que dar unos pasos para alcanzar la lámpara de gas. Los di con la mayor cautela, sujetando con fuerza a aquella criatura como en un torno de banco. Finalmente, el diminuto punto de luz azulada que me indicaba la posición de la lámpara de gas quedó al alcance de mi mano. Rápido como el rayo, solté una mano de la presa y abrí todo el gas. Seguidamente me volví para contemplar a mi prisionero.
No es posible siquiera intentar definir la sensación que experimenté después de haber abierto el gas. Supongo que debí gritar de terror, pues en menos de un minuto se congregaron en mi habitación todos los huéspedes de la casa. Aún me estremezco al pensar en aquel terrible momento. ¡No vi nada! Tenía, si, un brazo firmemente aferrado en torno a una forma corpórea que respiraba y jadeaba, y con la otra mano apretaba con todas mis fuerzas una garganta tan cálida y, en apariencia, tan carnal como la mía; y, a pesar de aquella sustancia viva apresada entre mis brazos, de aquel cuerpo apretado contra el mío ¡no percibí absolutamente nada al brillante resplandor del gas! Ni siquiera una silueta, ni una sombra.
Aún ahora no acierto a comprender la situación en la que me encontraba. No puedo recordar por completo el asombroso incidente. En vano trata la imaginación de explicarse aquella atroz paradoja. Aquello respiraba. Notaba su cálido aliento en mis mejillas. Se debatía con ferocidad. Tenía manos: me habían agarrado. Su piel era tersa como la mía. Aquel ser estaba ahí, apretado contra mí, firma como una piedra, y sin embargo ¡completamente invisible!
Me sorprende que no me desmayara o perdiera la razón en el acto. Algún milagroso instinto debió sostenerme, porque, en lugar de aflojar mi presión en torno a aquel terrible enigma, el horror que sentí en aquel momento pareció darme nuevas fuerzas, y estreche mi presa con tanto vigor que sentí estremecerse de angustia a aquel ser. En aquel preciso momento, Hammond entró en mi habitación al frente del resto de los huéspedes. Apenas vio mi rostro —que, supongo, debía presentar un aspecto espantoso— se precipitó hacia mí gritando:
—¡Cielo santo, Harry! ¿Qué ha pasado?
—¡Hammond, Hammond! —exclamé—. Ven aquí. ¡Ah, es terrible! He sido atacado en mi cama por algo que tengo sujeto pero no puedo ver. ¡No puedo verlo!
Sobrecogido sin duda por el horror no fingido que se leía en mi rostro, Hammond dio dos pasos hacia delante con expresión anhelante y confusa. El resto de los visitantes prorrumpió en una risa entre dientes, perfectamente audible. Aquella risa contenida me puso furioso. ¡Reírse de un ser humano en mi situación! Era la peor de las crueldades. Hoy puedo comprender que el espectáculo de un hombre luchando violentamente contra, al parecer, el vacío, y pidiendo ayuda para protegerse de una visión, pudiera parecer ridículo. Pero en aquel momento fue tanta mi rabia contra aquel infame grupo de burlones que, si hubiera podido, les habría golpeado a todos allí mismo.
—¡Hammond, Hammond! —grité de nuevo con desesperación—. ¡Por el amor de Dios, ven en seguida! No puedo sujetar… esta cosa por mucho más tiempo. Me está venciendo. ¡Socorro! ¡Ayúdame!
—Harry —susurró Hammond acercándose a mi—. Has fumado demasiado opio.
—Te juro, Hammond, que no se trata de una alucinación —respondí, también en voz baja—. ¿No ves cómo sacude todo mi cuerpo de tanto como se agita? Si no me crees, convéncete por ti mismo. ¡Tócala!

Hammond avanzó y puso su mano en el lugar que yo le indiqué. Un insensato grito de horror brotó de sus labios ¡Lo había palpado! Al momento descubrió en algún rincón de mi habitación un trozo largo de cuerda y en seguida lo enrolló y lo ató en torno al cuerpo del ser invisible que yo sujetaba entre mis brazos.
—Harry —dijo con voz ronca y temblorosa, pues, aunque conservaba su presencia de ánimo, estaba profundamente emocionado—. Harry, ahora ya está segura. Puedes soltarla si estas cansado, viejo amigo. Esta Cosa está inmovilizada.
Me encontraba completamente extenuado y abandoné gustoso mi presa. Hammond sostenía los cabos de la cuerda con que había atado al ser invisible y los enrolló alrededor de su mano. Ante él podía contemplar, como si se sostuviera por sí misma, una cuerda entrelazada y apretada alrededor de un espacio vacío. Nunca he visto un hombre tan completamente afectado por el miedo. Sin embargo, su rostro expresaba todo el valor y la determinación que yo sabía que poseía. Sus labios, aunque pálidos, estaban firmemente apretados, y a simple vista se podía percibir que, aunque presa del miedo, no estaba intimidado.
La confusión que se produjo entre los demás huéspedes de la casa se fueron testigos de aquella extraordinaria escena entre Hammond y yo, que contemplaron la pantomima de atar a esa Cosa que forcejeaba y vieron casi desplomarse de agotamiento físico una vez terminada la tarea del carcelero, así como el terror que se apoderó de ellos al ver todo eso, son imposibles de describir. Los más débiles huyeron de la habitación. Los pocos que se quedaron, se agruparon cerca de la puerta y no pudimos convencerles para que se aproximaran a Hammond y su Carga. Por encima de su terror afloraba la incredulidad. No tenían el valor de cerciorarse por si mismos y, sin embargo, dudaban. Fue inútil que rogase a algunos de aquellos que se acercaran y se convencieran por el tacto de la presencia en aquella habitación de un ser vivo e invisible. Eran escépticos pero no se atrevían a desengañarse. Se preguntaban cómo era posible que un cuerpo sólido, vivo y dotado de respiración fuera invisible. He aquí mi respuesta: hice una señal a Hammond y ambos, vencimos nuestra tremenda repugnancia a tocar aquella criatura invisible, la levantamos del suelo, atada como estaba, y la llevamos a mi cama. Pesaba poco más o menos como un chico de catorce años.
—Ahora, amigos míos —dije, mientras Hammond y yo sosteníamos a la criatura en alto sobre la cama—, puedo darles una prueba evidente de que se trata de un cuerpo sólido y pesado que, sin embargo, no pueden ustedes ver. Tengan la bondad de observar con atención la superficie de la cama.

Me asombraba mi propio valor al tratar aquel extraño suceso con tanta serenidad, pero me había sobrepuesto al terror inicial y experimentaba una especie de orgullo científico que conminaba cualquier otro sentimiento. Los ojos de los presentes se posaron inmediatamente en la cama. A una señal dada, Hammond y yo dejamos caer a la criatura. Se oyó el ruido sordo de un cuerpo pesado al caer sobre una masa blanda. Los maderos de la cama crujieron. Una profunda depresión quedo claramente marcada sobre la almohada y el colchón. Los testigos de aquella escena lanzaron un débil grito y huyeron rápidamente de la habitación. Hammond y yo nos quedamos solos con nuestro Misterio.
Durante algún tiempo permanecimos en silencio, escuchando la débil e irregular respiración de la criatura tendida en la cama, y observando cómo removía la ropa de la cama mientras luchaba vanamente por liberarse de las ataduras. Luego Hammond tomó la palabra.
—Harry, esto es espantoso.
—Si, espantoso.
—Pero no inexplicable.
—¿Que no es inexplicable? ¿Qué quieres decir? No ha ocurrido nada parecido desde el origen del mundo. No sé qué pensar, Hammond. ¡Dios quiera que no haya enloquecido y que no sea esto una fantasía insensata!
—Razonemos un poco, Harry. Tenemos aquí un cuerpo sólido que podemos tocar pero no ver. El hecho es tan insólito que nos llena de terror. Sin embargo, ¿acaso no existen fenómenos similares? Tomemos un pedazo de cristal puro. Es tangible y transparente. Una cierta impureza en su composición química es lo único que impide que sea enteramente transparente, hasta el punto de tornarse del todo invisible. En realidad no es teóricamente imposible fabricar un cristal que no refleje ni siquiera un rayo de luz, un cristal tan puro y tan homogéneo en sus átomos que los rayos solares lo atraviesen como pasan a través del aire, es decir, refractados pero no reflejados. No vemos el aire y, sin embargo, lo sentimos.
—Todo eso está muy bien, Hammond, pero se trata de sustancia inanimadas. El cristal no respira y el aire tampoco. Esta cosa tiene un corazón que late, la voluntad que la mueve, pulmones que funcionan, que aspiran y respiran.
—Te olvidas de los fenómenos de que tanto hemos oído hablar últimamente —respondió el doctor gravemente—. En las reuniones llamadas «espiritistas», manos invisibles han sido tendidas a las personas sentadas en torno a la mesa; manos cálidas, carnales, en las que parecía palpitar la vida.
—¿Cómo? ¿Crees tú, entonces, que esta cosa es…?
—Ignoro lo que pueda ser —fue la solemne respuesta—. Pero, el cielo lo permita, con tu ayuda la investigaré a fondo.
Velamos juntos toda la noche, fumando sin parar, a la cabecera de aquel ser sobrenatural que no cesó de agitarse y jadear hasta quedar, al parecer, extenuado. Luego, según pudimos deducir por su débil y regular respiración, se quedó dormido. A la mañana siguiente toda la casa estaba en movimiento. Los huéspedes se congregaron en el umbral de mi habitación; Hammond y yo nos habíamos convertido en celebridades. Tuvimos que contestar a miles de preguntas acerca del estado de nuestro extraordinario prisionero, pero nadie salvo nosotros consintió en poner los pies en el cuarto.

La criatura estaba despierta. Era evidente por la manera convulsiva con que agitaba las ropas de la cama en su esfuerzo por liberarse. Era evidentemente horrendo contemplar las muestras indirectas de aquellas terribles contorsiones y aquellos angustiosos forcejeos invisibles. Hammond y yo habíamos estrujado nuestros cerebros durante esta larga noche a fin de encontrar algún medio que nos permitiese averiguar la forma y el aspecto general de aquel Enigma. Por lo que pudimos deducir pasando nuestras manos a lo largo de la criatura, sus contornos y sus rasgos eran humanos. Tenía boca, una cabeza lisa y redonda sin pelo, una nariz que, empero, sobresalía apenas de las mejillas, y manos y pies como los de un muchacho. Al principio pensamos colocar aquel ser sobre una superficie lisa y trazar su contorno con tiza, del mismo modo que los zapateros trazan el contorno de un pie. Pero desechamos este plan por insuficiente.
Un dibujo de esa clase no nos proporcionaría ni la más ligera idea de su conformación. Me asaltó una idea feliz. Sacaríamos un molde en escayola. Con ello obtendríamos su figura exacta, u satisfaríamos todos nuestros deseos. Pero ¿cómo hacerlo? Los movimientos de la criatura impedían en modelado de la envoltura plástica y destruirían el molde. Tuve otra idea. ¿Por qué no cloroformizarla? Tenía órganos respiratorios, era evidente por sus resoplidos. Una vez insensibilizada, podríamos hacer con ella lo que quisiéramos.
Mandamos llamar al doctor X, y cuando aquel respetable médico su hubo repuesto de su primer estupor, él mismo procedió a administrar el cloroformo. Tres minutos después pudimos quitar las ligaduras del cuerpo de aquella criatura, y un modelista se dedicó afanosamente a cubrir su invisible figura con arcilla húmeda. Cinco minutos más tarde teníamos un molde, y antes de la noche, una tosca reproducción del Misterio. Tenía forma humana; deforme, grotesca y horrible, pero al fin y al cabo humana. Era pequeño: no sobrepasaba los cuatro pies y algunas pulgadas, y sus miembros revelaban un desarrollo muscular sin parangón. Su rostro superaba en fealdad a todo cuanto yo había visto hasta entonces. Ni Gustave Doré, ni Callot, ni Tony Johannor concibieron nunca algo tan horrible. En una de las ilustraciones de este último para Un voyage où il vous plaira, hay un rostro que puede dar una idea aproximada del semblante de esta criatura, aun sin igualarlo. Era la fisonomía que yo hubiera imaginado para un gul. Parecía capaz de alimentarse de carne humana.
Una vez satisfecha nuestra curiosidad, y después de haber exigido a los demás huéspedes que guardaran el secreto, se planteó la cuestión de qué haríamos con nuestro Enigma. Era imposible conservar en casa algo tan horroroso, pero no se podía siquiera pensar en dejar suelto por el mundo un ser tan espantoso. Confieso que hubiera votado gustosamente por la destrucción de esa criatura. Pero ¿quién asumirá la responsabilidad? ¿Quién se encargaría de la ejecución de ese horrible remedo de ser humano? Día tras día discutimos seriamente de la cuestión. Todos los huéspedes abandonaron la casa. La señora Moffat estaba desesperada y nos amenazó a Hammond y a mi con denunciarnos si no hacíamos desaparecer aquella Abominación. Nuestra respuesta fue:
—Nos iremos si este es su deseo, pero nos negamos a llevarnos con nosotros esta criatura. Hágala desaparecer usted, si lo desea. Apareció en su casa. Queda bajo su responsabilidad.
Naturalmente no hubo respuesta. La señora Moffat no logró encontrar a nadie que, por compasión o interés, osara a acercarse al Misterio. Lo más extraño de todo este asunto era que ignorábamos por completo cómo se alimentaba habitualmente aquella criatura. Pusimos ante ella todos los alimentos que se nos ocurrió, pero nunca los tocó. Resultaba espantoso estar junto a ella, día tras día, viendo agitarse las sábanas, oyendo su difícil respiración y sabiendo que se estaba muriendo de hambre.

Pasaron diez, doce, quince días y todavía continuaba viviendo. Sin embargo, los latidos de su corazón se debilitaban día a día y casi se habían detenido. Era evidente que la criatura se estaba muriendo por falta de alimento. Mientras duró aquella terrible lucha agónica me sentí fatal. No podía dormir. Por muy horrible que fuera aquella criatura, era penoso pensar en los tormentos que estaba sufriendo.
Finalmente murió. Una mañana Hammond y yo la encontramos fría y rígida sobre la cama. Su corazón había dejado de latir, y sus pulmones de respirar. Nos apresuramos a enterrarla en el jardín. Fue un extraño entierro arrojar aquel cadáver invisible a la húmeda fosa. Doné el molde de su cuerpo al doctor X, que lo conserva todavía en su museo de la calle Décima.

He escrito este relato del suceso más insólito del que he tenido conocimiento, porque estoy a punto de emprender un largo viaje del que nunca regresaré.

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