martes, 3 de julio de 2018

El Barril de Amontillado

"El barril de amontillado" (título original en inglés: "The Cask of Amontillado"), también conocido como "El tonel de amontillado", es un cuento del escritor estadounidense Edgar Allan Poe publicado por primera vez en 1846.

En plenos carnavales de alguna ciudad italiana del siglo XIX, Montresor busca a Fortunato con ánimo de vengarse de una pasada humillación. Al hallarlo ebrio, le resulta fácil convencerlo de que lo acompañe a su palazzo con el pretexto de darle a probar un nuevo vino. Lo conduce a las catacumbas de la casa, y allí consuma su venganza.

"El barril de amontillado" es uno de los relatos de la etapa final en la vida de Poe (1846), escrito sólo poco tiempo antes del inicio de su declive definitivo, marcado por la muerte de su mujer, Virginia Clemm, en enero de 1847. Una primera lectura de "El barril de amontillado" ya nos revela dos aspectos fundamentales. El primero, su perfección narrativa: el autor en ese momento era dueño de todas las herramientas y resortes de su oficio; el segundo, que había culminado en él un largo proceso de desencanto vital y degradación moral, si bien esto último, evidentemente, no iba en menoscabo de la excelencia artística, sino más bien al contrario.

Es la historia de una horrible venganza, si es que alguna no lo es. ¿Qué pudo mover al autor a su composición? Nos encontramos, desde luego, a años luz del muchacho genial que había escrito vaporosos poemas románticos en los que retrataba un mundo ideal de palacios encantados y bellísimas heroínas ultraterrenas. La maligna inteligencia, el humor negro, la punzante ironía, y hasta el sadismo gratuito en la conducta del vengador Montresor, revelarían en su autor, probable aunque no necesariamente (pero hemos de tener en cuenta, decimos, el momento y las circunstancias en que el relato fue escrito), grandes dosis de dolor y frustración mal asimilados, una aguda conciencia de fracaso, así como, acaso, la voluntad de dejar al porvenir algún terrorífico mensaje subliminal, y todo bajo un tratamiento acusadamente alegórico.

Por el tema de la venganza, por el personaje del bufón y alguna otra coincidencia, existe otro relato del final de su carrera que es hermano de éste. Se trata de "Hop-Frog", uno de los últimos que escribió, y en el que un Poe ya definitivamente cansado y desairado por la vida y sus penurias, y no poco por sus críticos —aquellos que le criticaban y a los que él mismo había vilipendiado de lo lindo—, se aparta voluntariamente de sus grandes hazañas artísticas e intelectuales —de la invención del relato policial y el de ciencia-ficción, de "El coloquio de Monos y Una" y "El poder de las palabras", con su apabullante metafísica sensible, del admirable muestrario del horror por el horror que representan "El gato negro", "La verdad sobre el caso del señor Valdemar", "El pozo y el péndulo" o "El corazón delator"—, para entregarse nuevamente, como en "El barril de amontillado", a un lamentable, aunque en modo alguno torpe, simulacro de revancha contra el mundo, la única finalmente en su mano.

Se conocen muchas y variadas interpretaciones, incluso psicoanalíticas (son sumamente habilidosas las debidas a la tratadista freudiana Marie Bonaparte), tendentes a interpretar la venganza del malvado Montresor. De lo menos que ha sido calificado el personaje en sí mismo, así como el autor por inventarlo, es de loco, sociópata o degenerado. Pero todas esas interpretaciones dejan fuera lo más importante, por tratarse de una obra literaria: las indudables virtudes artísticas, tanto de estilo como de estructura narrativa (una expresión que seguramente a Poe le hubiese agradado), que atesora el relato.

"El barril de amontillado" es un cuento maestro del género de suspense. No se puede ser más moderno en 1846. Tampoco puede generarse tanto dramatismo con tan pocos recursos, con elementos tan ligeros, con una concisión tan acusada. En cuanto a la musicalidad, una faceta de los relatos de Poe que no se ha estudiado suficientemente, debe destacarse la gran habilidad con que delineaba el escritor las curvas de interés dramático, la atenuación, el tempo llano, el crescendo, hasta la culminación y el clímax; en el caso que nos ocupa, más bien una vía muerta.

“El barril de amontillado” trata de la venganza de Montresor a Fortunato. Montresor, cansado de injurias de Fortunato, explota cuando éste, deducimos, insulta al apellido de su familia. Decide tomar revancha en plena locura de carnaval y elabora un plan para, finalmente, cometer su tan ansiado propósito y limpiar su honra. Mientras tanto, Montresor utiliza como máscara la sonrisa fingida (elemento carnavalesco) para no levantar sospechas en Fortunato, de lo que pretendía hacer. Montresor sabía que el punto débil de Fortunato era su sinceridad en cuanto se trataba de vino. Al momento del encuentro, en la descripción de la vestimenta se aprecian las disparidades carnavalescas, ya que la ropa que estaban utilizando no era la habitual de todos los días. Fortunato estaba vestido de payaso y en su traje se podían apreciar cintas de colores. Además, en el relato se detalla que él estaba coronado con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles (Coronación burlesca). Una característica del carnaval es el “mundo al revés” y en el texto puede manifestarse cuando, en el momento en el que efectivamente Fortunato y Montresor se encuentran, este último le dice: “Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy!”. Por otro lado, también debemos mencionar que en esta parte del relato se manifiesta el cronotopo del encuentro y el camino. Luego Montresor comienza a tentar a Fortunato diciéndole que había recibido un barril de amontillado. Cuando Montresor se deja llevar a su palazzo por Fortunato, se coloca un antifaz de seda negra, aquí tenemos el enmascaramiento nuevamente, pero esta vez, explícito. Pudimos notar un contraste entre la vestimenta colorida de Fortunato y el antifaz negro de Montresor, reflejando, quizás las verdaderas intenciones oscuras y sombrías de este. Al llegar al palazzo, los criados no se encontraban allí (igualdad de jerarquía). Montresor y Fortunato se dirigen hacia la bodega, que anteriormente era un cementerio subterráneo (profanación). Para llegar a esta última, debían descender por un abovedado pasaje (catábasis). Es entonces, cuando se hace presente el cronotopo del “umbral” en el que se desarrolla el resto del cuento y, por ende, es el cronotopo predominante. Durante el trayecto, en la búsqueda del amontillado, Fortunato comienza a toser y Montresor, mediante elogios, le ofrece la oportunidad de volver en varias ocasiones. No obstante, Fortunato se niega a todas ellas y quiere seguir el camino a pesar de su malestar, “No me matará. No me moriré de tos”, dice el personaje a modo de premonición. Montresor se encarga de que Fortunato esté lo menos ebrio posible. A modo de burla implícita, Montresor brinda por la larga vida de Fortunato. Posteriormente, Montresor habla del escudo de armas de su apellido, el que lleva la inscripción “nemo me impune lacessit” (nadie me hiere impunemente), haciendo otra de las tantas advertencias. Este recurso llamado “puesta en abismo” se refiere a un elemento que nos anticipa el contenido de todo el relato, en este caso es la divisa del apellido Montresor mencionada anteriormente. En las catacumbas, hasta llegar a la última cripta, se puede apreciar una constante catábasis: “Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta”. En una oportunidad, Montresor le muestra a Fortunato una paleta de albañil, signo de su “pertenencia” a la masonería y, por otro lado, Fortunato levanta su antorcha “casi consumida”. Ambas situaciones pueden entenderse como una advertencia y un anticipo del fatal desenlace que le espera. El destronamiento se da, en el gemido apagado que Fortunato produce luego de ser encadenado, demostrando un cambio de estadío emocional que lo evidencia. Este último emitía carcajadas e insistía en que todo se trataba de una broma (risa carnavalesca). En un momento Fortunato dejó de reírse, ya no contestaba ante los llamados de Montresor y este introdujo una antorcha que dejó caer en el interior de donde había dejado encerrado a Fortunato. Suponemos que se trata del fuego carnavalesco, que aniquila y renueva el mundo, ya que al terminar Montresor con su trabajo de albañilería, todo sigue como estaba antes: “Durante medio siglo, nadie los ha tocado.”







"El Barril de Amontillado"
Edgar Allan Poe



Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Ustedes, que conocen tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegarán a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando ésta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida.

Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

-Querido Fortunato -le dije en tono jovial-, éste es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.

-¿Cómo? -dijo él-. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!

-Por eso mismo le digo que tengo mis dudas -contesté-, e iba a cometer la tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.

-¡Amontillado!

-Tengo mis dudas.

-¡Amontillado!

-Y he de pagarlo.

-¡Amontillado!

-Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. Él es un buen entendido. Él me dirá…

-Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.

-Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.

-Vamos, vamos allá.

-¿Adónde?

-A sus bodegas.

-No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi…

-No tengo ningún compromiso. Vamos.

-No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.

-A pesar de todo, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas.

Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors.

El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

-¿Y el barril? -preguntó.

-Está más allá -le contesté-. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.

Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.

-¿Salitre? -me preguntó, por fin.

-Salitre -le contesté-. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?

-¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!…!

A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.

-No es nada -dijo por último.

-Venga -le dije enérgicamente-. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos. Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi…

-Basta -me dijo-. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.

-Verdad, verdad -le contesté-. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.

Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.

-Beba -le dije, ofreciéndole el vino.

Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludó con familiaridad. Los cascabeles sonaron.

-Bebo -dijo- a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.

-Y yo, por la larga vida de usted.

De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.

-Esas cuevas -me dijo- son muy vastas.

-Los Montresors -le contesté- era una grande y numerosa familia.

-He olvidado cuáles eran sus armas.

-Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.

-¡Muy bien! -dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

-El salitre -le dije-. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos…

-No es nada -dijo-. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender.

Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

-¿No comprende usted? -preguntó.

-No -le contesté.

-Entonces, ¿no es usted de la hermandad?

-¿Cómo?

-¿No pertenece usted a la masonería?

-Sí, sí -dije-; sí, sí.

-¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?

-Un masón -repliqué.

-A ver, un signo -dijo.

-Éste -le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.

-Usted bromea -dijo, retrocediéndo unos pasos-. Pero, en fin, vamos por el amontillado.

-Bien -dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.

Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado. Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París.

Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

-Adelántese -le dije-. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi…

-Es un ignorante -interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

-Pase usted la mano por la pared -le dije-, y no podrá menos que sentir el salitre. Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.

-¡El amontillado! -exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.

-Cierto -repliqué-, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tardé en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás.

Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je!, a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!

-El amontillado -dije.

-¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.

-Sí -dije-; vámonos ya.

-¡Por el amor de Dios, Montresor!

-Sí -dije-; por el amor de Dios.

En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:

-¡Fortunato!

No hubo respuesta, y volví a llamar.

-¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo. Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. In pace requiescat!

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