sábado, 5 de enero de 2019

El Invitado del Dia de Acción de Gracias

"¡Hablemos del mal! Odd Henderson es el ser humano más malvado que he conocido. Y estoy hablando de un muchacho de doce años, no de un adulto que ha tenido tiempo para madurar una innata inclinación hacia el mal."

Así comienza esta obra, ora nouvelle, ora cuento largo, dedicada a una tal “Lee” (de seguro, se refiere a Harper Lee, la autora de “Matar a un ruiseñor”, amiga íntima de Capote. La novela principal de éste, “A sangre fría”, también fue dedicada a ella). Pero no solamente del mal es de lo que se habla en esas hermosas líneas, sino también de la inocencia de un niño de siete años cuyo mundo interior, en ese momento, es el único mundo importante, o al menos el único que él puede valorar y reconocer como importante. Buddy, el tímido y abrumado narrador, vive en un pueblo rural de Alabama en los años inmediatamente posteriores a la Depresión, junto a su tío B y a sus tres tías solteronas. Una de ellas, Miss Sook, la sesentona más joven e inocente, casi como un niño, es su mejor amiga. Es quien conoce sus secretos y sus miedos, sobre todo el miedo a Odd que, como ya hemos dicho, es una especie de bully boy repetidor.

La acción propiamente dicha comienza cuando Miss Sook anuncia a Buddy que sería una buena idea invitar a Odd para el Día de Acción de Gracias, y así podrían reconciliarse o al menos evitar que Odd siga acosándolo. Buddy, al oír las palabras de su tía y mejor amiga, creyó que estaba abandonado en un mundo que no podía comprender la inmensa y casi infinita maldad que ocultaba ese larguirucho pelirrojo que era Odd. Y por eso, porque se encontraba solo ante el mal, debía hacer algo para desquitarse y por fin, vengarse.

Capote logra la redondez, mediante una prosa fluida y emotiva, de una historia bellísima cuya moraleja (si se admite esta concepción en la narrativa del siglo XX) sería que hacer el mal concienzudamente es mucho peor que hacerlo por ignorancia o por la incapacidad (que un determinado contexto obliga) de poder hacer el bien.

"Mientras yo comía, Miss Sook puso su brazo alrededor de mis hombros. -Solo te quiero decir esto, Buddy. Dos cosas malas no hacen nunca una buena. Fue una maldad por su parte coger el camafeo. Pero no sabemos por qué lo cogió. Puede que nunca pensara llevárselo. Cualquiera que fuese la razón, no puede haber sido algo calculado. Y por eso lo que tú hiciste es mucho peor: tú planeaste humillarle. Fue deliberado. Ahora escúchame, Buddy. Solo hay un pecado imperdonable: la crueldad deliberada. Todo lo demás puede perdonarse. Eso, jamás. ¿Me entiendes, Buddy?-"

No solamente del mal es de lo que se habla en este hermoso cuento, sino también de la inocencia de un niño de siete años cuyo mundo interior, en ese momento, es el único importante. Buddy, el tímido y abrumado narrador, vive en un pueblo rural de Alabama en los años inmediatamente posteriores a la Depresión, junto a su tío B y a sus tres tías solteronas. Una de ellas, Miss Sook, una sesentona joven e inocente, casi como un niño, es su mejor amiga. Es quien conoce sus secretos y sus miedos, sobre todo el miedo a Odd..

La acción propiamente dicha comienza cuando Miss Sook anuncia a Buddy que sería una buena idea invitar a Odd para el Día de Acción de Gracias, y así podrían reconciliarse o al menos evitar que Odd siga acosándolo. Buddy, al oír las palabras de su tía y mejor amiga, creyó que estaba abandonado en un mundo que no podía comprender la inmensa y casi infinita maldad que ocultaba ese larguirucho pelirrojo que era Odd. Y por eso, porque se encontraba solo ante el mal, debía hacer algo para desquitarse y por fin, vengarse.

‘El invitado del Día de Acción de Gracias’, escrito en 1967, forma parte, junto a ‘Un recuerdo navideño’ y ‘Una Navidad’ del volumen publicado con el título ‘Tres cuentos’; tres memorables incursiones en el territorio de la memoria, del pasado, de la infancia. Tres recuerdos de reuniones familiares propiciadas por celebraciones festivas y convertidos en literatura de la más alta calidad gracias a la mano maestra de Truman Capote.

Capote lo escribe un año después de publicar Una Navidad, pero lo que es más importante, un año después de la publicación en formato de libro de A sangre fría. La publicación de este último libro fue determinante en la vida del autor. Y lo fue tanto por el éxito inesperado y mayúsculo de su obra como por la situación personal de soledad e inautenticidad que le invadió. Es por ello que a partir de ese momento el autor busca su inocencia en el Sur, busca su yo perdido en el Sur y la recuperación a través de la literatura de su vida en el Sur. Así, entre 1966 y 1968 escribe todas sus obras —tres, en principio— sobre sus recuerdos en aquel ‘pueblecito de la Alabama rural’, Monroeville, un lugar que es también el escenario en el que transcurre la obra de una de sus compañeras de juego de entonces, Harper Lee, ‘Matar a un ruiseñor’.

«Capote logra la redondez, mediante una prosa fluida y emotiva, de una historia bellísima cuya moraleja (si se admite esta concepción en la narrativa del siglo XX) sería que hacer el mal deliberadamente es mucho peor que hacerlo por ignorancia o por la incapacidad (en un determinado contexto) de poder hacer el bien».

«En estos relatos sobre la inocencia, el amor y la maldad se condensa todo el talento narrativo de Truman Capote. Este libro es, en definitiva, una concisa y magistral lección de literatura, de cómo la experiencia vivida se transforma en obra de arte».

La historia fue adaptada para televisión el mismo año de su publicación, en 1967, dirigida por Frank Perry y con Geraldine Page en el papel de Miss Sook. Se filmó en Alabama, con Capote y muchos de sus familiares y amigos presentes como observadores. En 1969 Page ganó un Emmy a la ‘Mejor interpretación femenina’ por este papel.


Fuentes:
https://clubdecatadores.wordpress.com/2011/09/19/el-invitado-del-dia-de-accion-de-gracias-truman-capote/
http://www.audioclasicos.com/invitado-accion-de-gracias/




¡Hablemos del mal! Odd Henderson es el ser humano más malvado que he conocido.

Y estoy hablando de un muchacho de doce años, no de un adulto que ha tenido tiempo para madurar una innata inclinación hacia el mal. Porque Odd tenía doce años en 1932, cuando ambos éramos alumnos de segundo grado y asistíamos a la escuela de un pueblecito de la Alabama rural.

Era un muchacho alto para su edad, huesudo, de cabello rojo sucio y achinados ojos amarillos, que descollaba entre todos sus condiscípulos; y era lógico que así fuese, pues todos los demás teníamos sólo siete u ocho años. Odd había suspendido el primer grado dos veces y repetía por primera vez segundo. Este lamentable récord no se debía a torpeza —Odd era inteligente, quizás astuto sea una palabra más adecuada—, sino a que se parecía al resto de los Henderson. Toda la familia (diez, sin contar a Pa Henderson, que era contrabandista de alcohol y estaba casi siempre en la cárcel, hacinados en una casa de cuatro habitaciones, junto a una iglesia de negros) era una cuadrilla de holgazanes y camorristas, todos dispuestos a jugarte una mala pasada; Odd no era el peor del grupo, y, hermano, eso es decir algo.

Muchos niños de la escuela procedían de familias más pobres que la de los Henderson; Odd tenía un par de zapatos, mientras que otros niños, y niñas también, se veían forzados a andar descalzos en el tiempo más crudo, tal era la dureza con que la Depresión se había cebado en Alabama. Pero nadie, que yo sepa, resultaba tan desarrapado como Odd: un espantajo flaco, pecoso, con un sudado mono de desecho que hubiera sido una humillación para un presidiario. De no haber sido tan odioso, se hubiera sentido piedad por él. Todos los niños le temían, no sólo nosotros, los más pequeños, sino los muchachos de su misma edad e incluso mayores.

Nadie buscó jamás pelea con él, excepto cierta vez una muchacha llamada Ann «Jumbo» Finchburg, que resultó ser la otra matona del pueblo. Jumbo, una piruja, bajita pero recia, con una técnica de mil diablos para retorcer muñecas, agarró a Odd por detrás durante el recreo en una gris mañana, y a tres profesores, que debían desear que los combatientes se mataran, les llevó un buen rato separarles. El resultado fue una especie de empate: Jumbo perdió un diente y la mitad de su cabello y adquirió una nube gris en el ojo izquierdo (nunca pudo volver a ver bien); los infortunios de Odd incluían un pulgar roto, y cicatrices de arañazos que le acompañarían hasta la tumba. En los meses siguientes, Odd ensayó todo tipo de tretas para coger a Jumbo desprevenida y conseguir la revancha; pero Jumbo había preparado sus golpes y le llevaba considerable ventaja. Como yo hubiera hecho si él me hubiera dejado; pues, ay, yo era objeto de las constantes atenciones de Odd.

Considerando el lugar y la época, yo estaba bastante bien acomodado. Vivía en una antigua casa de campo de altos techos situada donde acababa el pueblo y empezaban los bosques y las fincas. La casa pertenecía a unos parientes lejanos, viejos primos —tres mujeres solteras y su hermano, también soltero—, que me habían tomado a su cargo debido a un desacuerdo surgido en mi familia más cercana, una lucha por mi custodia que, por diversas razones, me dejó perdido en aquella remota casona de Alabama. No es que yo fuera desdichado allí; en verdad, algunos momentos de aquellos pocos años resultaron ser los más felices de mi, por otro lado, dura infancia, principalmente porque la más joven de los primos, una mujer de unos sesenta y tantos años, se convirtió en mi mejor amiga. Dado que ella misma era como un niño (y muchos la consideraban todavía menos y murmuraban acerca de ella como si fuera gemela de la pobrecita Lester Tucker, que correteaba las calles en un dulce aturdimiento), entendía a los niños, y me entendía a mí perfectamente.

Quizás resultara extraño para un chiquillo como yo tener como mejor amiga a una solterona entrada en años, pero ninguno de los dos tenía una experiencia ni una perspectiva normales, y así fue inevitable, en nuestra separada soledad, que llegáramos a compartir una amistad aparte. Excepto las horas que yo pasaba en la escuela, los tres, yo y la vieja Queenie, nuestra vivaracha terrier ratonera, y Miss Sook, como todos llamaban a mi amiga, estábamos casi siempre juntos. Buscábamos hierbas en el bosque, íbamos de pesca a remotos riachuelos (con cañas de azúcar secas por cañas de pescar) y cogíamos extraños helechos y plantas que trasplantábamos y cuidábamos con esmero en botes y orinales. Pero nuestra vida transcurría principalmente en la cocina, una cocina de campo, presidida por un gran hogar negro de madera, que a menudo estaba oscura y soleada al mismo tiempo.

Miss Sook, sensible como un tímido helecho, una reclusa que jamás había traspasado los límites del condado, no se parecía en nada a su hermano y hermanas, que eran mujeres realistas, vagamente masculinas, que llevaban una tienda de lencería y varias otras empresas mercantiles. El hermano, el tío B., poseía una serie de granjas de algodón extendidas por la localidad; y como se negaba a conducir un coche o soportar contacto alguno con maquinaria móvil, andaba a caballo, trotando todo el día de una propiedad a otra. Era hombre afable, aunque callado: gruñía sí o no, y realmente no abría la boca más que para comer. Ante cualquier comida se le despertaba un apetito de oso gris de Alaska tras el período de hibernación, y era tarea de Miss Sook dejarle harto.

El desayuno era nuestra comida principal; la comida del mediodía, excepto los domingos, y la cena, eran menús accidentales, casi siempre consistentes en sobras de la mañana. Estos desayunos, servidos puntualmente a las 5.30 de la mañana, atiborraban el estómago. Todavía hoy conservo un hambre nostálgica de aquellas colaciones al alba a base de jamón y pollo frito, chuletas de cerdo fritas, pescado frito, ardilla frita (en temporada), huevos fritos, sémola de maíz con caldo, guisantes, coles con licor de col y pan de maíz para mojar en él, bizcochos, pastel, tortitas y melaza, miel, jamones y jaleas caseros, leche cruda, leche cuajada y un café con cierto gustillo a achicoria y caliente como los infiernos.

La cocinera, acompañada por sus asistentes, Queenie y yo, se levantaba cada mañana a las cuatro para encender el fuego, poner la mesa y prepararlo todo. Levantarse a esa hora no resultaba tan duro como puede parecer; estábamos acostumbrados, y de cualquier modo siempre nos acostábamos tan pronto como el sol se ocultaba y los pájaros se recogían en los árboles. Además, mi amiga no era tan frágil como parecía; aunque había estado delicada de pequeña y sus hombros estaban encorvados, poseía manos fuertes y piernas firmes. Podía moverse con briosa, decidida rapidez, los raídos zapatos de tenis que siempre calzaba rechinando sobre el encerado suelo de la cocina; y su distinguido rostro de rasgos delicadamente desmañados, con unos ojos bellos, juveniles, indicaba una fortaleza que parecía ser más el premio de un resplandor espiritual interior que la superficie visible de simple salud mortal.

No obstante, según la estación y el número de obreros empleados en las granjas del tío B., a veces se reunían hasta quince personas en aquellos ágapes de madrugada. Los obreros tenían derecho a una comida caliente al día, era parte de su salario. Teóricamente, venía una mujer negra para ayudar a lavar los platos, hacer las camas, limpiar la casa y lavar la ropa. Era vaga y de poco fiar, pero amiga de toda la vida de Miss Sook, lo cual significaba que mi amiga no pensaba en sustituirla y sencillamente hacía ella el trabajo. Partía leña, se cuidaba de un considerable número de pollos, pavos y cerdos, fregaba, sacudía el polvo, remendaba toda nuestra ropa; pero cuando yo regresaba de la escuela, siempre estaba allí dispuesta a hacerme compañía: jugar a un juego de cartas llamado Rock, o salir a buscar setas, o hacer una lucha de almohadas, o, cuando yo me sentaba en la cocina a la lánguida luz del atardecer, ayudarme en mis deberes.

Le entusiasmaba escudriñar mis libros de texto, mi atlas especialmente. («Oh, Buddy», diría ella, pues así me llamaba, «piénsalo bien, un lago llamado Titicaca. Y realmente existe en alguna parte del mundo.») Mi educación era también la suya. Debido a su enfermedad infantil, apenas había asistido a la escuela; su escritura era una serie de melladas erupciones, la pronunciación un artilugio fonético totalmente personal. Yo ya podía leer y escribir con seguridad más fluida que la de ella (aunque ella se las arreglaba para «estudiar» un capítulo de la Biblia cada día, y nunca se perdía las tiras cómicas de «Anne la huerfanita» o «Katzenjammer Kids» del periódico de Mobile). Estaba muy orgullosa de «nuestras» notas. («¡Dios mío, Buddy! Cinco aes. Hasta en aritmética. No me atrevía ni a pensar que sacaríamos una A en aritmética.») Para ella era un misterio que yo odiara la escuela, que algunas mañanas llorase y suplicase al tío B., el mando de la familia, que me dejara quedarme en casa.

Desde luego, no era que yo odiara la escuela, a quien yo odiaba era a Odd Henderson. ¡Qué tormentos ideaba! Solía, por ejemplo, esperarme a la sombra de una encina que cubría parte de los terrenos de la escuela. Llevaba en la mano una bolsa de papel atiborrada de espinosos cardillos recogidos en el camino a clase. No tenía sentido intentar escapar de él, pues era rápido como una culebra; como una serpiente, avanzaba, me derribaba, brillantes de gozo los ojos mezquinos, y me restregaba los cardos por la cabeza. Generalmente un círculo de niños nos rodeaba para reír o intentar reír; en realidad no consideraban que aquello tuviera gracia, pero Odd les excitaba y los predisponía al jolgorio. Luego, ocultándome en los lavabos de la clase de los chicos, yo desenredaba los cardos enredados en mi pelo; esto me llevaba tiempo y significaba perder siempre la primera campana.

Nuestra profesora de segundo grado, la señorita Armstrong, se mostraba benévola, pues sospechaba lo que estaba ocurriendo; pero finalmente, exasperada por mis continuos retrasos, se encolerizó conmigo ante toda la clase:

—Vaya con el caballerete. ¡Qué cara tiene! Aterrizando aquí veinte minutos después de la campana. Media hora.

Ante lo cual perdí el control. Señalé a Odd Henderson y grité:

—Ríñale a él. La culpa es suya. ¡El muy hijo de perra!

Yo conocía muchas maldiciones, pero me sorprendí al oír mis propias palabras resonando en un espantoso silencio, y la señorita Armstrong caminó hacia mí empuñando una pesada regla y dijo:

—Extienda sus manos, caballero. Las palmas hacia arriba, caballero.

Y a continuación, mientras Odd observaba con una cítrica sonrisilla, llenó de ampollas las palmas de mis manos con su regla de bordes metálicos, hasta que la clase se me hizo borrosa.

Llevaría toda una página impresa en letra menuda enumerar los castigos que Odd me infligió. Pero por lo que yo más me resentí y sufrí fue por las lúgubres perspectivas que me hacía prever.

Una vez que me tenía acorralado contra una pared, le pregunté abiertamente qué había hecho yo para desagradarle de aquel modo; de pronto se relajó, me soltó y dijo: «Eres un marica. Yo sólo te estoy reformando.» Tenía razón. Yo era una especie de marica, y en el instante en que lo dijo comprendí que no había nada que yo pudiera hacer para que cambiara de opinión, si no era convencerme a mí mismo y aceptar y defender el hecho.

Tan pronto como recobraba la paz de la cálida cocina donde Queenie podía estar royendo un viejo hueso desenterrado y mi amiga entretenida con un pastel, el peso de Odd Henderson se deslizaba venturosamente de mis hombros. Con demasiada frecuencia, sin embargo, los achinados ojos leoninos aparecían por la noche en mis sueños, mientras su fuerte y áspera voz silbaba en mis oídos crueles amenazas.

El dormitorio de mi amiga estaba junto al mío. Los gritos provocados por mis pesadillas la despertaban algunas veces. Acudía entonces y me sacaba del coma Odd Henderson. «Mira», decía encendiendo la luz. «Incluso has asustado a Queenie. Está temblando.» Y: «¿Serán fiebres? Estás empapado de sudor. Quizás debiéramos llamar al doctor Stone.» Pero ella sabía que no eran fiebres, sabía que el motivo eran mis problemas en la escuela, pues yo le había dicho y redicho cómo me trataba Odd.

Pero tuve que dejar de hablar de ello, no volver a mencionarlo, pues mi amiga se negaba a reconocer que persona alguna pudiera ser tan malvada como yo pintaba a Odd Henderson. La inocencia, preservada por la falta de experiencia que había aislado siempre a Miss Sook, la incapacitaba para abarcar un mal tan completo.

«Oh», podía decir ella, frotando mis manos heladas para hacerlas entrar en calor, «lo que pasa es que te tiene envidia. No es listo ni guapo como tú.» O, menos en broma: «Has de pensar, Buddy, que es lógico que se porte mal; no sabe otra cosa. Todos esos niños Henderson las han pasado moradas. Y puedes echar la culpa a Pa Henderson. No me gusta decirlo, pero ese hombre fue siempre un pícaro y un necio. ¿Sabías que el tío B. le apaleó una vez? Lo cogió pegando a un perro y le dio sin duelo. Lo mejor que pudo suceder fue que lo encerraran en la cárcel. Pero yo recuerdo a Molly Henderson antes de casarse. No tenía más de quince o dieciséis años y acababa de llegar de algún lugar del otro lado del río. Trabajaba para Sade Danvers carretera abajo, como aprendiza de modista. Solía pasar por aquí y me veía cavando en el jardín, una muchacha tan educada, con un precioso pelo rojo, y tan considerada. A veces le daba un manojo de alverjillas o un membrillo, y siempre se mostraba muy agradecida. Luego empezó a pasearse del brazo de Pa Henderson, mucho mayor que ella y un perfecto bribón, borracho o sobrio. En fin, el Señor debe tener sus razones. Pero es una vergüenza; Molly no debe de tener más de treinta y cinco años, y ahí está, sin un solo diente en la boca ni un centavo a su nombre. Nada, excepto una caterva de hijos que alimentar. Has de tener todo eso en cuenta, Buddy, y ser paciente.»

¡Paciente! ¿Qué sentido tenía discutirlo? Pero finalmente mi amiga comprendió la gravedad de mi desesperación. La comprensión llegó de modo sencillo y no fue resultado de pesadillas o escenas de súplicas al tío B. Sucedió un lluvioso atardecer de noviembre, estábamos solos sentados en la cocina junto al mortecino fuego, la cena sobre el rescoldo, los platos amontonados y Queenie roncando acurrucada en una mecedora. Me llegaba la susurrante voz de mi amiga a través del ruido saltarín de la lluvia en el tejado. Mi mente estaba en mis pesares y no atendía, aunque era consciente de que el tema era la fiesta de Acción de Gracias, para la cual faltaba una semana.

Mis primos no se habían casado (el tío B. casi se había casado, pero su novia le devolvió el anillo de compromiso al darse cuenta de que compartir la casa con tres solteronas singularísimas formaba parte del contrato); no obstante, presumían de amplias conexiones familiares por todo el vecindario: primos en abundancia y una tía, Mrs. Mary Taylor Wheelwright, que contaba ciento tres años. Como nuestra casa era la más amplia y mejor situada, era tradicional que estos familiares nos visitaran anualmente el día de Acción de Gracias. Aunque rara vez había menos de treinta participantes, no resultaba oneroso, ya que nosotros sólo poníamos el asiento y un considerable número de pavos rellenos.

Los invitados suministraban los accesorios. Cada cual contribuía con una especialidad particular: un primo segundo, Harriet Parker de Flomaton, hacía una perfecta ambrosía, transparentes gajos de naranja con coco fresco triturado; la hermana de Harriet, Alice, llegaba habitualmente cargada con un plato de batatas batidas y pasas; la tribu Conklin, Mr. y Mrs. Bill Conklin y su cuarteto de encantadoras hijas, traían siempre una deliciosa variedad de verduras enlatadas durante el verano. Mi favorito era un pastel helado de banana, receta conservada por la anciana tía que, a pesar de su longevidad, era aún domésticamente activa; y para pesar nuestro se llevó consigo el secreto cuando murió en 1934, a la edad de ciento cinco años (y no fue la edad la que bajó el telón, fue atacada y pisoteada por un toro en un prado).

Miss Sook estaba reflexionando sobre todo esto mientras mi mente vagaba por un laberinto tan melancólico como el húmedo atardecer. De pronto la oí golpear la mesa de la cocina:

—¡Buddy!

—¿Qué?

—No has oído ni una sola palabra.

—Lo siento.

—Calculo que este año necesitaremos unos cinco pavos. Cuando hablé con el tío B. de esto, me dijo que quería que tú los mataras. Y que los aliñaras.

—Pero ¿por qué?

—Dice que un muchacho ha de saber hacer cosas como ésas.

La matanza era asunto del tío B. Para mí constituía una ordalía verle matar un cerdo o retorcer el pescuezo a un pollo. A mi amiga le pasaba lo mismo. Ninguno de los dos podía soportar una violencia más sangrienta que matar moscas. Me desconcertó por tanto su despreocupada comunicación de esta orden.

—Pues no lo haré.

Sonrió.

—Claro que no lo harás. Se lo diré a Bubber o algún otro chico de color. Por un níquel. Pero —siguió bajando la voz en tono de conspiración— dejaremos que el tío B. crea que tú lo hiciste. Así estará satisfecho y no volverá a decir que está tan mal.

—¿Qué es lo que está mal?

—Que estemos siempre juntos. Dice que debes tener otros amigos, muchachos de tu edad. Bueno, tiene razón.

—Yo no quiero ningún otro amigo.

—Calma, Buddy. Ahora calma. Tú has sido una bendición para mí. No sé qué habría hecho sin ti. Sólo convertirme en una vieja amargada. Pero yo quiero verte feliz, Buddy. Fuerte, capaz de andar por el mundo. Y no servirás para ello hasta que llegues a un acuerdo con individuos como Odd Henderson y consigas que sean amigos tuyos.

—¡Él! Es el último ser del mundo que quisiera tener por amigo.

—Por favor, Buddy, invita a ese muchacho a comer con nosotros el día de Acción de Gracias.

Aunque mi amiga y yo discutíamos ocasionalmente, nunca reñíamos. De momento no pude creer que su petición fuera algo más que una broma sin ninguna gracia; pero después, viendo su cara seria, comprobé aturdido que estábamos bordeando la ruptura.

—Creía que eras mi amiga.

—Lo soy, Buddy. No te quepa duda.

—Si lo fueras, ni se te ocurriría algo semejante. Odd Henderson me odia. Es mi enemigo.

—No puede odiarte. No te conoce.

—Bueno, yo le odio.

—Porque no le conoces. Eso es todo lo que yo pido. La oportunidad de que os conozcáis un poco. Creo que después no habrá problemas. Y quizás tengas razón tú, Buddy, quizás nunca seáis amigos. Pero dudo que él vuelva a molestarte.

—No lo entiendes. Tú nunca has odiado a nadie.

—No, nunca. Se nos asigna un tiempo determinado en la tierra, y no quisiera que el Señor me viera desperdiciando el mío de ese modo.

—No lo haré. Él pensaría que estoy loco. Y lo estaría.

La lluvia había cesado, dejando un silencio que se extendía angustiosamente. Los claros ojos de mi amiga me contemplaban como si yo fuera una carta del Rock que estaba pensando cómo jugar. Apartó de su frente una guedeja de cabello pimentón y suspiró.

—En tal caso lo haré yo —dijo—. Mañana me pondré mi sombrero y haré una visita a Molly Henderson.

Estas palabras certificaban su decisión, pues nunca había visto yo que Miss Sook proyectara visitar a nadie, no sólo porque carecía totalmente de talento social, sino también porque era demasiado modesta para esperar un buen recibimiento.

—No creo que haya muchos festejos en su casa. Probablemente Molly estará encantada de que Odd nos acompañe. Oh, sé que el tío B. nunca lo permitiría, pero lo más correcto sería invitarles a todos.

Mi risa despertó a Queenie. Y, tras un instante de sorpresa, también mi amiga rió. Sus mejillas se colorearon y una luz se encendió en sus ojos. Levantándose, me abrazó y dijo:

—Oh, Buddy, sé que me perdonarás y reconocerás que mi idea tenía sentido.

Estaba equivocada. Mi alegría tenía otra causa. Dos. Una era la imagen del tío B. trinchando pavo para todos los escandalosos Henderson. La segunda era que se me había ocurrido que no tenía motivo alguno de alarma. Miss Sook podía hacer la invitación a la madre de Odd y ella podía aceptarla en su nombre, pero Odd no se presentaría ni en un millón de años.

Era demasiado orgulloso. Por ejemplo, durante los años de la Depresión, en el colegio se daban bocadillos y leche gratis a todos los niños cuyas familias eran demasiado pobres para procurarles el almuerzo. Pero Odd, hambriento como estaba, se negó a tener nada que ver con estas limosnas. Él podía vagabundear y devorar un puñado de cacahuetes o roer un nabo crudo. Este tipo de orgullo era característico de la casta de los Henderson: podían robar, arrancarle los dientes de oro a un muerto, pero nunca aceptarían un regalo ofrecido abiertamente, pues cualquier rasgo de caridad les ofendía. Sin duda Odd consideraría la invitación de Miss Sook como un gesto de caridad; o lo vería —y no equivocadamente— como un artilugio de chantaje destinado a facilitar su reconciliación conmigo.

Aquella noche me fui tranquilo a la cama, pues estaba seguro de que mi fiesta no se echaría a perder con la presencia de un invitado tan poco adecuado.

A la mañana siguiente desperté con un fuerte resfriado, lo cual resultaba agradable. Significaba no ir al colegio. Significaba también que tendría fuego en mi habitación y sopa de crema de tomate y horas de soledad con Mr. Micawber y David Copperfield: la mayor dicha de las enfermedades. Lloviznaba de nuevo; pero, fiel a su promesa, mi amiga cogió su sombrero, una rueda de carro de paja adornada con rosas de terciopelo descoloridas por el tiempo, y se encaminó a casa de los Henderson.

—No estaré más que un minuto —me dijo.

Estuvo fuera dos horas largas. Yo no podía imaginarme a Miss Sook sosteniendo una conversación tan prolongada, excepto conmigo o consigo misma (hablaba a menudo consigo misma, un hábito propio de personas sanas de naturaleza solitaria). Y cuando regresó parecía agotada.

Todavía llevaba su sombrero y un viejo impermeable suelto. Deslizó el termómetro en mi boca, y se sentó a los pies de la cama.

—Me gusta —dijo convencida—. Siempre me ha gustado Molly Henderson. Hace todo lo que puede, y la casa estaba limpia como las uñas de Bob Spencer —(Bob Spencer era un sacerdote anabaptista famoso por su pulcro resplandor)—, pero terriblemente fría. Con el techo de hojalata y el viento colándose en la habitación y ni siquiera una pizca de fuego en el hogar. Me ofreció un refrigerio, y yo de buena gana habría aceptado una taza de café, pero dije que no. No creo que hubiese café en toda la casa. Ni azúcar. Me sentía avergonzada, Buddy. Ver a alguien batallando como Molly me torturó durante todo el camino de vuelta. Sin tener jamás un día de sol. No digo que la gente deba tener todo lo que desea. Aunque pensándolo bien, tampoco veo qué mal habría en ello. Tú podrías tener una bicicleta. ¿Y por qué no iba a tener Queenie un hueso de vaca todos los días? Sí, ahora veo, ahora comprendo: nosotros, realmente todos nosotros, debemos tener todo lo que deseamos. Te apostaré diez centavos a que eso es precisamente lo que el Señor quiere. Y cuando vemos a nuestro alrededor gente que no puede satisfacer sus necesidades más elementales, me siento avergonzada. Oh, no de mí misma, porque quién soy yo, una vieja insignificante que jamás tuvo un centavo. Si yo no hubiera tenido una familia que se ocupara de mí, habría muerto de hambre o habría acabado en un asilo. Siento vergüenza por todos los que tenemos cosas de sobra, mientras otros no tienen nada. Le dije a Molly que teníamos aquí más cobertores de los que nunca podríamos usar; hay un baúl lleno en el desván, los que yo hice de joven y no pudieron lucirse mucho. Pero ella me cortó, dijo que los Henderson se iban defendiendo bien, gracias, y que lo único que deseaban era que Pa Henderson saliera libre y volviera a casa con los suyos. «Miss Sook», me dijo, «Pa Henderson es un buen marido. No importa todo lo que pueda hacer». Mientras, ella tiene que velar por sus hijos. Y, Buddy, tienes que estar equivocado respecto a su hijo Odd. Al menos en parte. Molly dice que es una gran ayuda para ella. Y un gran descanso. Nunca se queja, y no le importa las muchas tareas que le encomienda. Dice que sabe cantar tan bien como en la radio, y que cuando los niños más pequeños empiezan a dar guerra, él los calma cantándoles. —Cogió el termómetro y siguió hablando—: Todo lo que podemos hacer por personas como Molly es respetarlas y recordarlas en nuestras oraciones.

El termómetro me había obligado a permanecer mudo. Libre de él, pregunté:

—Pero ¿qué hay de la invitación?

—A veces —dijo ella, frunciendo el ceño ante la línea roja del cristal—, creo que estos ojos están agotándose. A mi edad hay que cuidar mucho el cuerpo. Así recordarás el aspecto real de las telarañas. Pero, respondiendo a tu pregunta, Molly se sintió feliz al oír que estimabas a Odd lo bastante como para invitarle el día de Acción de Gracias. Y —continuó, ignorando mi queja— dijo que estaba segura de que le encantaría venir. Tu temperatura está justo por encima de cien. Sospecho que puedes hacerte a la idea de quedarte en casa mañana. ¡Eso debiera hacerte sonreír! ¡Veamos tu sonrisa, Buddy!

Resulta que estuve sonriendo bastante durante los siguientes días, pues mi catarro se transformó en garrotillo y no fui a la escuela en todo ese tiempo. No tuve contacto con Odd Henderson y, por tanto, no pude comprobar personalmente su reacción ante la invitación. Pero imaginaba que él habría sonreído primero y escupido después. La idea de su aparición real no me preocupaba. Era una posibilidad tan remota como que Queenie me gruñera o Miss Sook traicionara mi confianza en ella.

Pero Odd continuaba presente, una silueta pelirroja en el umbral de mi alegría. Sin embargo, me sentía atormentado por la descripción que su madre había hecho de él. Me preguntaba si sería cierto que tenía otro aspecto; si en alguna parte bajo el mal existiría una mota de humanidad. ¡Pero era imposible! Si uno pensaba así, dejaría la casa abierta cuando los gitanos vinieran al pueblo. No había más que mirarle.

Miss Sook sabía que mi garrotillo no era tan grave como yo pretendía, y por la mañana, cuando los otros se marchaban —el tío B. a sus granjas y las hermanas a la tienda—, me permitía levantarme y ayudarla en la apresurada limpieza general que precedía a la reunión del día de Acción de Gracias. Había trabajo bastante para una docena de personas. Sacábamos brillo a los muebles del salón, al piano, a la vitrina negra (que únicamente contenía una piedra de Stone Mountain, que las hermanas habían traído de un viaje de negocios a Atlanta), a las clásicas mecedoras de nogal y las floridas piezas Biedermeier; las frotábamos con cera de olor a limón hasta que la superficie brillaba como piel de limón y olía como un bosquecillo de limoneros. Las cortinas se lavaban y se volvían a colgar, los cojines se esponjaban, se sacudían las alfombras. Dondequiera que uno mirara, motas de polvo y minúsculas plumas danzaban en la rutilante luz de noviembre y se desparramaban por las altas habitaciones. La pobre Queenie era relegada a la cocina, por miedo a que pudiera dejar un pelo descarriado, quizás una pulga, en las zonas más dignas de la casa.

La labor más delicada consistía en preparar las servilletas y los manteles que adornarían el comedor. El lino había pertenecido a la madre de mi amiga, que lo había recibido como regalo de boda.

Aunque sólo había sido usado una o dos veces al año, o sea unas doscientas veces en los últimos ochenta años, no dejaba de tener ochenta años, y los remiendos y manchas eran evidentes. Probablemente nunca había sido un material fino, pero Miss Sook lo trataba como si lo hubieran tejido áureas manos en telares celestiales.

—Mi madre decía: «Puede llegar el día en que todo lo que podamos ofrecer sea agua del pozo y borona, pero al menos podremos servirlo en una mesa cubierta con lino puro.»

Por la noche, tras el trajín del día, y cuando el resto de la casa quedaba a oscuras, una frágil lámpara seguía encendida, mientras mi amiga, apoyada en la cama con un montón de servilletas sobre el regazo, remendaba los rasgones y rotos con hilo y aguja, la frente arrugada, los ojos cruelmente contraídos, aunque iluminados por el fatigado éxtasis de un peregrino que se acerca al altar al final de la jornada.

Hora tras hora, cuando las ateridas campanadas del reloj de la audiencia repicaban dando las diez, y las once, y las doce, yo solía despertar y ver su lámpara aún encendida, e iba cabeceante de sueño hasta su habitación para reprenderla:

—¡Deberías estar durmiendo!

—Dentro de un minuto, Buddy. Ahora no puedo. Cuando pienso en todos los que han de venir, me asusto. La cabeza empieza a darme vueltas —decía, dejando de coser y frotándose los ojos—. A dar vueltas y a llenarse de estrellitas.

Crisantemos: algunos tan grandes como la cabeza de un bebé. Ramos de hojas rizadas de color penique con fluctuante espliego desvaído.

—Los crisantemos —comentaba mi amiga cuando íbamos al jardín a la busca de capullos— son como leones. Tienen carácter regio. Yo siempre espero que salten. Que se vuelvan contra mí rugiendo y gruñendo.

Era el tipo de observación que hacía a la gente maravillarse de Miss Sook, aunque yo sólo lo entendí después, pues entonces siempre sabía con exactitud lo que quería decir, y en este caso toda la idea: introducir rugidores leones en la casa y enjaularlos en gastados jarrones (nuestra última tarea decorativa la víspera de la fiesta) nos hacía sentir tan alegres, aturdidos y estúpidos que pronto quedábamos sin aliento.

—Mira a Queenie —decía mi amiga, tartamudeando de júbilo—. Mira sus orejas, Buddy. Tan derechas. Está pensando: «Bueno, ¿con qué clase de lunáticos estoy mezclada?» Ah, Queenie. Ven acá, cariño. Voy a darte una galleta mojada en café caliente.

Un día animado, el de Acción de Gracias. Animado con chaparrones intermitentes y abruptos claros en el cielo, acompañados por golpes bruscos de sol puro y súbitos y traidores vientos que arrastraban las hojas caídas del otoño.

También los ruidos de la casa eran animados: potes y cacerolas y la oxidada y extraña voz del tío B. cuando se paraba en el vestíbulo con su flamante traje de domingo, recibiendo a nuestros invitados a medida que iban llegando. Algunos venían a caballo o en coche de caballos, la mayoría en resplandecientes camiones y en traqueteantes y viejos automóviles. Mr. y Mrs. Conklin y sus cuatro bellas hijas aparecieron en un Chevrolet 1932 verde-menta (Mr. Conklin gozaba de una posición acomodada; poseía varias lanchas de pesca que operaban más allá de Mobile), que suscitó una calurosa curiosidad entre los hombres presentes; lo observaron y anduvieron hurgando en él y sólo les faltó desmontarlo.

Los primeros en llegar fueron Mrs. Mary Taylor Wheelwright, escoltada por sus custodios, un nieto y su esposa. Era una linda cosita, Mrs. Wheelwright; llevaba su edad tan ligeramente como el minúsculo tocado rojo que, como la cereza en un helado de vainilla, se aposentaba gallardamente en su cabello lechoso.

—Querido Bobby —dijo, abrazando al tío B.—, reconozco que llegamos un poquitín temprano, pero ya me conoces, siempre puntual hasta la exageración.

Era una disculpa obligada, pues aún no eran las nueve y no se esperaba a los invitados hasta poco antes del mediodía.

Sin embargo, todo el mundo llegó antes de lo que queríamos; excepto la familia Perk McCloud, que tuvo dos reventones en cincuenta kilómetros y se presentó de un humor tal, sobre todo Mr. McCloud, que llegamos a temer por la vajilla. La mayoría de estas personas vivían todo el año en lugares apartados de los que resultaba difícil salir: granjas aisladas, apeaderos de ferrocarril y cruces de caminos, vacías aldeas ribereñas o comunidades madereras ocultas en bosques de pinos. Lógica, pues, la impaciencia que les hacía llegar temprano, impulsados por el anhelo de aquella fiesta cordial y memorable.

Y así fue. Hace tiempo recibí carta de una de las hermanas Conklin, que en la actualidad vive en San Diego y está casada con un capitán de la Marina. Me escribía: «Pienso en ti a menudo en esta época del año, supongo que a causa de lo que ocurrió en una de nuestras fiestas de Acción de Gracias de Alabama. Fue pocos años antes de que muriera Miss Sook. ¿Sería 1933? ¡Dios mío! ¡Nunca olvidaré aquel día!»

Al mediodía no cabía en el salón ni un alma más, una rumorosa colmena con la charla de las mujeres y los aromas femeninos: Mrs. Wheelwright olía a agua de lilas y Annabel Conklin como los geranios después de la lluvia. El olor a tabaco se extendía hasta el porche, donde se habían apiñado la mayoría de los hombres, a pesar del tiempo irregular y de la alternancia de rociadas de lluvia y rachas de viento soleado. El tabaco era una sustancia extraña en la casa. En realidad, Miss Sook de vez en cuando fumaba en secreto, un gusto adquirido nadie sabe cómo y del cual se negaba a hablar. De haberlo sospechado, sus hermanas se hubieran sentido mortificadas y el tío B. también, pues tenía un punto de vista muy rígido respecto a todos los estimulantes, y los condenaba moral y médicamente.

La varonil fragancia de los cigarros, las acres volutas del humo de pipa, la magnificencia de caparazón de tortuga que evocaban, me atraía sin cesar hacia fuera del salón, hacia el porche, aunque prefería estar en el salón, debido a la presencia en el de las hermanas Conklin, que tocaban por turno nuestro piano desafinado con una graciosa y jovial sencillez. Indian Love Call figuraba en su repertorio, y también una balada de guerra de 1918, el lamento de un niño suplicando a un ladrón: «No robes las medallas de papá, las ganó por su valor.» Annabel la tocaba y la cantaba; ella era la mayor de las hermanas y la más adorable, aunque resultaba difícil elegir entre ellas, pues eran como gemelas de distinta estatura. Uno imaginaba unas manzanas, compactas y sabrosas, dulces pero con acidez de sidra. Su cabello, vagamente rizado, tenía el lustre azulado de un caballo de carreras bien cuidado; y ciertos rasgos —ojos marrones, narices, labios cuando sonreían— se armonizaban en un original estilo que añadía gracia a sus encantos. Lo más delicado es que eran un poco gorditas. «Agradablemente gorditas», para ser exactos. Mientras escuchaba a Annabel al piano y me prendaba de ella, sentí a Odd Henderson. Digo sentí porque me di cuenta de que él estaba allí antes de verle: el sentido de peligro que avisa, según dicen, a un leñador experto del inminente encuentro con una serpiente o con un lince, me alertó a mí.

Me volví, y allí estaba el tipo, de pie, a la entrada del salón, medio dentro, medio fuera. A los demás debía de parecerles un larguirucho desarrapado de doce años que había intentado ponerse a la altura de las circunstancias peinando y alisando su difícil cabello, las marcas del peine aún húmedas e intactas, pero a mí me resultaba tan inesperado y siniestro como un genio surgido de una botella. ¡Qué imbécil había sido al pensar que no aparecería! Sólo un zopenco no habría adivinado que vendría por una razón: la alegría de fastidiarme en un día tan señalado.

Sin embargo, Odd aún no me había visto: Annabel, sus dedos firmes, acrobáticos, saltando sobre las combadas teclas del piano, le había distraído, pues estaba mirándola, los labios separados, los ojos hundidos, como si la hubiera sorprendido desnuda bañándose en el río. Era como si estuviera contemplando una anhelada visión; sus orejas ya rojas se habían puesto pimiento. La escena de la entrada le aturdió tanto que yo pude escabullirme y correr por el vestíbulo hacia la cocina.

—¡Está aquí!

Mi amiga había concluido su trabajo horas antes; además tenía dos mujeres de color ayudándola. Sin embargo, había estado escondida en la cocina desde que empezó la fiesta con la excusa de hacer compañía a la exiliada Queenie. La verdad es que temía mezclarse con cualquier grupo, aunque fuese de parientes, y por eso, a pesar de su confianza en la Biblia y su Héroe, rara vez iba a la iglesia. Si bien amaba a los niños y estaba a gusto con ellos, no se la aceptaba como un niño, aunque ella no podía aceptarse a sí misma como miembro del grupo de los mayores, y en una reunión de éstos se comportaba como una torpe damita, callada y bastante asustada. Pero la idea de las fiestas la entusiasmaba. Qué lástima que no pudiese tomar parte invisiblemente, qué alegre se hubiese sentido entonces.

Me di cuenta de que las manos de mi amiga estaban temblando; también lo estaban las mías. Su vestimenta habitual consistía en vestidos de calicó, zapatillas de tenis y suéters desechados por el tío B.; no tenía ropa apropiada para las grandes ocasiones. Aquella mañana estaba perdida en el interior de algo prestado por una de sus fornidas hermanas, un raído traje azul marino que su poseedora había llevado a todos los funerales del condado desde remotos tiempos inmemoriales.

—Está aquí, él está aquí —la informé por tercera vez—. Odd Henderson.

—Entonces, ¿por qué no estás con él? —dijo acusadora—. Eso no es correcto, Buddy. Es tu invitado. Debes estar allí procurando presentarlo a todo el mundo y que lo pase bien.

—No puedo. No puedo hablar con él.

Queenie estaba enroscada en su regazo y restregaba contra ella su cabeza. Mi amiga se puso en pie, dejando a Queenie y poniendo al descubierto un sector de tela azul marino lleno de pelos de perro.

—Buddy. ¿Quieres decir que no has hablado con ese muchacho?

Mi grosería borró su timidez. Cogiéndome de una mano, me condujo hasta el salón.

No tenía por qué preocuparse del bienestar de Odd. Los encantos de Annabel Conklin le habían arrastrado hasta el piano. Realmente, estaba pegado a ella en el asiento del piano, sentado allí estudiando su perfil encantador, sus ojos opacos como los globos de la ballena disecada que yo había visto aquel verano cuando un circo ambulante pasó por el pueblo. (La anunciaban como La auténtica Moby Dick, costaba cinco centavos ver los restos, ¡qué hatajo de bribones!) En cuanto a Annabel, coquetearía con cualquier cosa que caminase o se arrastrase; no, esto es injusto, pues en realidad era pura jovialidad, una forma de generosidad. Me dolió verla haciendo cucamonas con aquel bruto.

Arrastrándome hacia allí, mi amiga se presentó a él:

—Buddy y yo estamos muy contentos de que hayas podido venir.

Odd tenía los modales de un macho cabrío: no se levantó ni ofreció su mano, apenas la miró y a mí me ignoró totalmente. Intimidada pero resuelta, mi amiga dijo:

—Puede que Odd quiera cantarnos algo. Yo sé que sabe. Su madre me lo dijo. Annabel, cariño, toca algo que Odd pueda cantar.

Releyendo, veo que no he descrito las orejas de Odd Henderson. Una omisión imperdonable, pues atrapaban realmente las miradas, como las de Alfalfa en los dibujos de Our Gang. En aquellos instantes, debido a la halagada receptividad de Annabel a las demandas de mi amiga, las orejas de Odd adquirieron tal brillo de remolacha que hacían daño a la vista. Refunfuñó, sacudió su cabeza patibularia; pero Annabel dijo:

—¿Sabes He visto la luz?

No la conocía, pero la siguiente sugerencia fue saludada con un gesto de reconocimiento; hasta el mayor necio podía ver que su modestia era fingida.

Sonriendo, Annabel tocó un vibrante acorde, y Odd, con una voz precozmente viril, cantó: «Cuando el rojo, rojo petirrojo viene, salta, salta, salta que te saltarás.» La nuez ascendió de golpe en su cuello tenso; el entusiasmo de Annabel se aceleró; el guirigay de las mujeres se apagó cuando se dieron cuenta de que Odd estaba cantando. Odd era bueno, podía cantar con seguridad, y los celos me acometían con suficiente voltaje como para electrocutar a un asesino. Un asesinato era lo que yo tenía en la cabeza; podía haberle matado con la misma facilidad con que se aplasta a un mosquito. Con más aún.

Una vez más, sin que se diera cuenta mi amiga, que estaba absorbida por la música, escapé del salón y me fui a La Isla. Éste era el nombre que había dado a un lugar de la casa al que acudía cuando me sentía triste o inexplicablemente entusiasmado, o cuando quería pensar en mis cosas. Era un gigantesco retrete comunicado con nuestro único cuarto de baño. El mismo cuarto de baño, prescindiendo de sus instalaciones sanitarias, parecía una cómoda sala de estar de invierno, con un encantador asiento de pelo de caballo, alfombras desperdigadas, un buró, una chimenea, reproducciones enmarcadas de La visita del doctor, Mañana de septiembre, El lago del cisne y calendarios en abundancia.

Había dos pequeñas ventanas con vidrios de color en el retrete. Figuras romboidales de luz rosada, ámbar y verde se filtraban a través de las ventanas e inundaban todo el baño.

Había zonas en que el cristal estaba descolorido o desconchado. Aplicando el ojo a uno de estos claros, era posible identificar a los visitantes del cuarto. Tras estar allí recluido un rato, cavilando sobre el éxito de mi enemigo, unas pisadas irrumpieron: Mrs. Mary Taylor Wheelwright, que se paró ante un espejo, y se roció la cara con una borla de polvos, coloreó sus antiguas mejillas y después, comprobando el efecto, exclamó: «Muy guapa, Mary. Aunque sea la propia Mary la que lo diga.»

Es bien sabido que las mujeres sobreviven a los hombres. ¿Será quizás sólo su mayor vanidad lo que las mantiene en pie? De cualquier modo, Mrs. Wheelwright endulzó mi malhumor, de modo que, después de su partida, un cordial tañido de la campanilla del comedor resonó por la casa, y yo decidí abandonar mi refugio y disfrutar de la fiesta, a pesar de Odd Henderson.

Pero en aquel momento se oyeron de nuevo unas pisadas. Apareció él, con un gesto menos hosco del que siempre le había visto. Fanfarrón. Silbando. Desabrochándose los pantalones y descargando un vigoroso chorro, mientras continuaba silbando, airoso como un arrendajo en un campo de girasoles. Cuando ya se iba, una caja abierta sobre el buró atrajo su atención. Era una caja de puros en la que mi amiga guardaba recetas recortadas de los periódicos y otras tonterías, así como un broche de camafeo que su padre le había regalado hacía mucho tiempo. Aparte de su valor sentimental, su imaginación había conferido a aquel objeto un raro precio. Siempre que teníamos algún motivo serio de queja contra sus hermanas o contra el tío B., ella solía decir: «No te preocupes, Buddy. Venderemos mi camafeo y nos iremos. Cogeremos el autobús de Nueva Orleáns.» Aunque jamás hablábamos de lo que haríamos una vez hubiésemos llegado a Nueva Orleáns, o de qué viviríamos cuando se acabase el dinero del camafeo, a ambos nos agradaba esa fantasía. Quizás los dos nos dábamos cuenta en el fondo de que el broche era sólo bisutería. De todos modos, nos parecía un verdadero, aunque nunca probado, talismán mágico, un encantamiento que nos prometía la libertad si realmente nos decidíamos a seguir nuestra suerte en fabuladas esferas. Y mi amiga nunca lo llevaba, pues era un tesoro demasiado precioso para arriesgarse a perderlo o estropearlo.

Vi entonces los sacrílegos dedos de Odd avanzando hacia él, vi cómo lo hacía saltar en la palma de la mano, lo dejaba de nuevo en la caja, y se daba la vuelta para marchar. Pero después volvió. Esta vez cogió rápidamente el camafeo y se lo metió en el bolsillo. Mi primer impulso fue salir a todo correr del retrete y desafiarle. Creo que en aquel momento podría haberle derribado. Pero... Bien, ¿recordáis cómo, en épocas menos complicadas, los dibujantes de tebeos ilustraban el nacimiento de una idea colocando una bombilla iluminada sobre la frente de Mutt o Jeff o quien fuese? Eso fue lo que me sucedió a mí: una chirriante bombilla iluminó de pronto mi cerebro. Su impacto y su resplandor me hicieron arder y estremecerme, y reír también. Odd me había proporcionado un instrumento ideal de venganza, que me recompensaría por todos los cardos.

En el comedor, se habían juntado grandes mesas formando una T. El tío B. estaba en el centro superior, Mrs. Mary Taylor Wheelwright a su derecha y Mrs. Conklin a su izquierda. Odd estaba sentado entre dos de las hermanas Conklin, una de ellas Annabel, cuyos cumplidos le colocaban en situación preeminente. Mi amiga se había colocado al pie de la mesa, entre los niños más pequeños. Según ella, escogía aquel lugar porque le proporcionaba un acceso más rápido a la cocina, pero por supuesto era porque deseaba estar en aquel lugar y no en otro. Queenie se había desatado y estaba bajo la mesa, temblando y meneándose con éxtasis mientras se deslizaba entre las hileras de piernas. Pero nadie parecía hacer objeciones, probablemente porque estaban hipnotizados por los pavos sin trinchar, deliciosamente glaseados, y los excelentes aromas que brotaban de los platos de bolondrón y maíz, de cebolla frita y de empanadillas.

Mi propia boca se hubiese hecho agua si no hubiese estado reseca por la emocionante perspectiva de una venganza total. Por un segundo, contemplando el rostro difuso de Odd Henderson, experimenté un ligero remordimiento, pero realmente no sentí escrúpulo alguno.

El tío B. bendijo la mesa. Con la cabeza inclinada, los ojos cerrados, las manos callosas en actitud de oración, entonó: «Bendito tú, oh, Señor, por el don de esta mesa, los variados frutos por los que tenemos que estarte agradecidos en este día de Acción de Gracias de un año difícil.» Su voz, que con tan poca frecuencia se oía, graznaba con el hueco rechinar de un viejo órgano en una iglesia abandonada. «Amén.»

Después, una vez acercadas las sillas y colocadas las servilletas, llegó la pausa necesaria por la que yo había estado esperando. «Aquí hay alguien que es un ladrón.» Lo dije con claridad y repetí la acusación en tonos aún más mesurados. «Odd Henderson es un ladrón. Robó el camafeo de Miss Sook.»

Las servilletas se agitaron en las manos inmovilizadas. Los hombres tosieron, las hermanas Conklin jadearon al unísono, y el pequeño Perk McCloud hijo comenzó a hipar, como los niños muy pequeños cuando se asustan. Mi amiga, con una voz que vacilaba entre el reproche y la angustia, dijo:

—Buddy no quiere decir eso, sólo está bromeando.

—Digo lo que quiero decir. Si no me crees, ve a mirar en tu caja. El camafeo no está allí. Odd Henderson lo tiene en el bolsillo.

—Buddy ha estado enfermo —murmuró ella—. No le culpes, Odd. No sabe lo que está diciendo.

Yo dije:

—Ve a mirar en tu caja. Vi cómo lo cogía.

El tío B., mirándome fijamente con una alarmante frialdad, se hizo cargo de la situación.

—Quizás sea mejor que vayas allí y acabemos con este asunto —dijo dirigiéndose a Miss Sook.

Raras veces desobedecía mi amiga a su hermano; no lo hizo en este caso. Pero su palidez, el ángulo torturado de sus hombros, revelaban con qué disgusto aceptaba aquella orden. Estuvo fuera sólo un minuto, pero su ausencia pareció un eón. Se veía brotar y surgir la hostilidad alrededor de la mesa como una enredadera espinosa que crecía con extraña rapidez; y la víctima atrapada en sus zarcillos no era el acusado, sino su acusador. Sentí un nudo en el estómago. Odd, por su parte, parecía tranquilo como un cadáver.

Miss Sook volvió, sonriendo.

—Debería darte vergüenza, Buddy —me reprendió, agitando un dedo—. No se gastan esa clase de bromas. Mi camafeo está exactamente donde lo dejé.

El tío B. dijo:

—Buddy, quiero ver cómo te disculpas ante nuestro invitado.

—No, no tiene por qué hacerlo —dijo Odd Henderson levantándose—. Ha dicho la verdad.

Se metió la mano en el bolsillo y puso el camafeo sobre la mesa.

—Me gustaría poder dar alguna excusa. Pero no tengo ninguna.

Miró hacia la puerta y dijo:

—Debe de ser usted una dama muy especial, Miss Sook, para mentir así por mí.

Y después, maldito sea, salió de allí.

También yo salí. Pero corriendo. Eché hacia atrás la silla, derribándola. El estruendo hizo saltar a Queenie; salió de debajo de la mesa y ladró enseñando los dientes. Y Miss Sook, cuando pasaba junto a ella, intentó detenerme: «¡Buddy!» Pero yo no quería saber nada de ella ni de Queenie. Aquel perro me había gruñido, y mi amiga se había puesto de parte de Odd Henderson. Había mentido para salvarle el pellejo, había traicionado nuestra amistad, mi amor: lo que yo había soñado no podría suceder jamás.

El prado de Simpson quedaba bajo la casa, deslumbrante con el oro de finales de noviembre y con la hierba rojiza. En el linde había un establo oscuro, un corral de cerdos, un gallinero con alambrada y un ahumadero. Fue en el ahumadero donde me metí. Una habitación oscura y fría incluso en los meses más cálidos del verano, con el suelo de tierra y un hoyo ahumado que olía a cenizas de nogal y a creosota. Hileras de jamones colgaban de los varales. Era un lugar que nunca me había inspirado confianza, pero ahora su oscuridad me parecía protectora. Me tendí en el suelo, mis costillas jadeantes como las agallas de un pez fuera del agua. No me preocupaba estar destrozando mi único traje bonito, el único de pantalones largos, revoleándome en el suelo entre una confusa mezcla de tierra, cenizas y grasa de cerdo.

Sólo sabía una cosa: tenía que dejar aquella casa, aquel pueblo, aquella noche. Cogeré la carretera. Cogeré mi hatillo y derecho a California. Y me ganaré la vida limpiando zapatos en Hollywood. Los zapatos de Fred Astaire. Los de Clark Gable. O... quizás yo mismo pueda convertirme en una estrella de cine. Mira Jackie Cooper. Oh, cómo lo lamentarían entonces.

Cuando yo fuese rico y famoso y me negase a contestar sus cartas y hasta sus telegramas.

De pronto pensé algo que les haría lamentarlo aún más. La puerta del cobertizo estaba entreabierta. Un cuchillo de sol iluminaba un estante que sostenía varias botellas. Botellas polvorientas con etiquetas en las que aparecía una calavera con dos tibias cruzadas. Si yo bebía de una de ellas, todos los que estaban allí en el comedor, toda aquella pandilla de borrachos y tragaldabas, lo lamentarían de veras. Merecía la pena, aunque sólo fuera para ser testigo del remordimiento del tío B., cuando me encontraran frío y tieso sobre el suelo del ahumadero. Merecía la pena para oír los gemidos humanos y los aullidos de Queenie, cuando mi ataúd fuese sepultado en las profundidades del cementerio.

El único obstáculo era que yo no podría realmente ver ni oír nada de esto: ¿cómo iba a oírlo estando muerto? Y a menos que uno pueda observar el remordimiento y el dolor de los que te lloran, sin duda no hay ninguna satisfacción especial en el hecho de estar muerto.

El tío B. debió prohibir a Miss Sook que saliera a buscarme hasta que el último invitado hubiese dejado la mesa. Era ya el final de la tarde cuando oí su voz flotando por el prado; pronunciaba mi nombre suavemente, con tristeza, como una paloma lastimera. Me quedé donde estaba, sin responder.

Fue Queenie quien me encontró. Se puso a olfatear alrededor del ahumadero y ladró cuando captó mi olor, y después entró y se arrastró hacia mí, y me lamió la mano, la oreja y la mejilla; sabía que me había tratado mal.

Luego la puerta giró hasta abrirse y la luz se ensanchó. Mi amiga dijo:

—Ven aquí, Buddy.

Y yo quería ir hasta ella. Cuando me vio, se rió:

—Cielos, muchacho. Parece que te has zambullido en alquitrán y que estás listo para emplumarte.

Pero no hubo recriminaciones ni referencias a mi traje destrozado.

Queenie salió trotando a incordiar a las vacas. Y siguiéndola por el prado, nos sentamos en el tronco de un árbol.

—Te he guardado un muslo —dijo ella, dándome un paquete envuelto en papel encerado—. Y tu bocado favorito de pavo.

El hambre, que más espantosas sensaciones habían oscurecido, me golpeaba ahora sin piedad. Roí el muslo hasta dejarlo limpio, después mondé la parte más deliciosa del pavo alrededor del hueso de la suerte.

Mientras yo comía, Miss Sook puso su brazo alrededor de mis hombros.

—Sólo te quiero decir esto, Buddy. Dos cosas malas no hacen nunca una buena. Fue una maldad por su parte coger el camafeo. Pero no sabemos por qué lo cogió. Puede que nunca pensara llevárselo. Cualquiera que fuese la razón, no puede haber sido algo calculado. Y por eso lo que tú hiciste es mucho peor: tú planeaste humillarle. Fue deliberado. Ahora escúchame, Buddy. Sólo hay un pecado imperdonable: la crueldad deliberada. Todo lo demás puede perdonarse. Eso, jamás. ¿Me entiendes, Buddy?

Yo lo entendí, confusamente, y el tiempo me enseñó que ella tenía razón. Pero en aquel momento lo que básicamente comprendí fue que, puesto que mi venganza había fracasado, mi método debía de ser malo. Odd Henderson se había alzado —¿cómo?, ¿por qué?— como alguien superior a mí, hasta más honrado.

—¿Has entendido, Buddy?

—Un poco. Tira —dije, ofreciéndole un extremo del hueso de la suerte.

Lo partimos; mi mitad era la mayor, lo que me autorizaba a un deseo. Ella quiso saber lo que yo deseaba.

—Que sigas siendo mi amiga.

—Cabeza de chorlito —dijo, y me abrazó.

—¿Para siempre?

—Yo no estaré aquí siempre, Buddy. Ni tú. —Su voz se hundió como el sol en el horizonte del prado, se mantuvo hundida un segundo, y brotó después con la fuerza de un nuevo sol—: Pero sí, para siempre. Si el Señor lo quiere, tú estarás aquí mucho tiempo después de que yo me haya ido, y, en la medida en que me recuerdes, siempre estaremos juntos...

A partir de entonces, Odd Henderson me dejó en paz. Comenzó a pelearse con un muchacho de su misma edad, Squirrel McMillan. Y al año siguiente, debido a las malas notas de Odd y a su mala conducta, el director de nuestra escuela no le permitió seguir asistiendo a clase, así que pasó el invierno trabajando como peón en una granja. La última vez que lo vi fue poco antes de que se fuera a Mobile, para incorporarse a la Marina Mercante y desaparecer. Debió de ser un año antes de que me metieran para mi mala suerte en una academia militar, y dos años antes de que mi amiga muriera. Sería el otoño de 1934.

Miss Sook me había llamado al jardín. Había trasplantado unos crisantemos floridos a una tina de hojalata, y necesitaba ayuda para transportarla escaleras arriba hasta el porche principal, donde resultaría un bonito adorno. Era más pesada que el demonio, y mientras estábamos forcejeando sin ningún resultado, Odd Henderson pasó por la carretera. Se paró a la puerta del jardín y después la abrió diciendo:

—Déjeme que la ayude, señora.

El trabajo en la granja le había sentado bien; había engordado, sus brazos eran nervudos y su pelo rojo se había transformado en un castaño rojizo. Con ligereza, alzó la gran tina y la colocó en el porche.

—Muy agradecida, caballero —dijo mi amiga—. Fue muy amable por su parte.

—De nada —dijo él, ignorándome aún.

Miss Sook cortó los tallos de las flores más vistosas.

—Toma esto para tu madre —le dijo, ofreciéndole el ramo—. Y dale recuerdos.

—Gracias, señora, así lo haré.

—Eh, Odd —dijo ella, cuando él había alcanzado ya la carretera—. ¡Ten cuidado! Hay leones, ¿sabes?

Pero Odd no podía oírla, nos quedamos mirando hasta que desapareció por la curva, inocente de la amenaza que portaba, los crisantemos que abrasan, que rugen y braman contra una fresca y tenebrosa oscuridad.

3 comentarios:

  1. He escuchado este relato desconociendo quién era el autor. Mientras lo escuchaba y disfrutaba de é he pensado en "Matar a un Ruiseñor" y he pensado en Truman Capote, y he pensado en "A sangre fría".
    A sido una sorpresa agradable cuando he visto el nombre del autor y he leído a quién está dedicado.
    Muy bueno. Tiene una claridad impresionante. Creo que acabo de colocar a Truman Capote en el segundo escritor preferido. El primero es Antonio Muñoz Molina.

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    1. Truman Capote fue un escritor de una talla enorme, la exquisited de sus cuentos y relatos han inspirado a muchos nuevos autores y es un honor para mi poder hacer una versión de uno de sus cuentos. Otro que también te recomiendo que escuches es "La Botella de Plata" del mismo autor y que también está publicado en este podcast.
      Gracias por tu comentario, recibe un cordial saludo.

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    2. Lo recuerdo. También me gustó mucho. Gracias por tu trabajo. En iVoox comenté un día que gracias a tu labor estoy descubriendo autores. También me reitera en mi teoría de que los clásicos lo son por algo, y que es el tiempo el que cataloga.

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