viernes, 8 de febrero de 2019

Soñaba con Tomar un Tren... Cualquier Tren

"Soñaba con Tomar un Tren… Cualquier Tren"
      David Sánchez-Valverde Montero

   
   Durmió poco aquella noche. El latido de su corazón parecía filtrarse a través de la almohada, y su martilleo cerró las puertas al sueño hasta bien entrada la madrugada. En esas noches, el pulso de vida le recordaba a cada instante, que su frágil existencia estaba atada al bombeo mecánico que empujaba su sangre, a ese recóndito estallido eléctrico. Su mente se mecía así entre la angustia de morir y el placer poético de un hallazgo tan simple como primigenio. De esta forma, no podía dormir y la noche se iba acortando. Al levantarse se dijo que con un puñado de horas de sueño bastaba para encarar el día, pero en su fondo sabía que cada pensamiento que recorriera su cabeza esa jornada le haría crujir un poco las sienes, como si algo de líquido se moviera en su cráneo hecho de cartón mojado.
   Tras lavarse la cara decidió acogerse a la seguridad de dormir la siguiente noche. Desde lejos le angustiaba la idea de no dormir, de no descansar lo suficiente y perder el control de sí mismo; cometer algún error irreparable por falta de atención, al volante, en el trabajo… donde fuera. Sabía que era solo la idea lo que le provocaba miedo, que podía aislarla, encapsularla, racionalizarla, ignorarla; pero en ocasiones ideas como esa amenazaban con adquirir proporciones monstruosas y anegarlo todo. Así, casi cualquier ansiolítico o inductor al sueño le regalaba una tregua. Una tregua de oscuridad total eso sí, un espacio negro, benzodiacepínico, vaciado de sueños, un impasse sin recuerdos. A la mañana siguiente se levantaría sin golpeteos en las sienes, esta vez únicamente con cierta pesadez mental, algo de lentitud para conectar ideas, el líquido y el cartón mojado serían entonces invisibles remaches metálicos bajo la piel.

   Desayunó frugalmente en su minúscula cocina, y se dispuso para salir a dar una vuelta en esa mañana de martes. Ya en el quicio de la puerta echó una mirada lánguida hacia las cajas de cartón, que todavía llenas aguardaban en el angosto pasillo. Aquella semana sus dos hijos la pasaban con la que había sido su mujer. La llave al cerrar la puerta vibró con un extraño placer metálico en su piel, y bajó a la calle sintiendo en la boca la menta de la pasta de dientes, que había velado completamente los posos del café matutino. Al pasar bajo los árboles de la plaza, de detuvo abruptamente frente a las gotas de lluvia que pendían frágiles de las hojas. El inminente arranque del verano apenas retenía ya, en los primeros compases de la mañana, un agradable frescor en el aire que pronto sería calor y el final para aquellas gotas sutiles. Imaginó que esos contornos líquidos tal vez encerraran otros mundos que ignoraban estar siendo observados, otras vidas heridas, otras posibilidades de sí mismo traspasadas por la misma melancolía. Continuó su camino, pensó en parar un rato en la biblioteca, pasó antes junto a la entrada de la estación. El eco de la megafonía llegaba hasta él: ¡ding, dang, dong!..., y una voz femenina que se perdía entre otros ecos. Un tren, cualquier tren, pensó; pero ya sus pasos enfilaban la calle que se abría a la biblioteca, y al llegar y abrir la puerta de cristal, le acogió como siempre el gozo del silencio, de aquella levedad en calma, sentirse guarnecido por los miles de libros, por su quietud, la eternidad en la palabra escrita.

   Se sentó tras tomar de un estante una antología poética; el lugar estaba casi vacío. Observó entonces frente a él cómo un anciano muy entrado en años, bajo de estatura, apenas sin cuello y con los ojos acuosos se dirigía a la bibliotecaria. Desde donde él estaba sentado vio toda la escena, además el viejo no bajó apenas el tono de su voz:
   ¿Dónde tienen diccionarios?, preguntó tras saludar.
   Ahí mismo, señaló la bibliotecaria con cortesía. Pero a los pocos segundos, y ante la pasividad del anciano, la mujer se levantó inclinándose un poco hacia él:
   ¿Qué estaba buscando?, inquirió sonriendo.
   Quería saber qué significa indeseable, contestó el hombre.
   La mujer le acompañó hasta el lugar indicado, y ella misma buscó el término y le leyó la definición a media voz.
   Muchas gracias, dijo el viejo; y salió lentamente.
   No aclaró el motivo de su consulta. Si se trataba de un agravio hacia él cuyo significado no había comprendido, o si quería aplicárselo a otro y hacerlo con propiedad. Aquella palabra, indeseable, permaneció por unos minutos en su consciencia, dando vueltas como esas aguas arremolinadas que no terminan de irse por los desagües viejos. No se consideraba a sí mismo como tal, desde luego, pero un cierto peso que le sabía a fracaso, que a veces era dolor, otras arrepentimiento y culpa, le acompañaban como una sombra desde que podía recordar, permitiéndole seguir adelante, sí, pero solo eso.
   Tras pasar media mañana dejándose mecer entre versos eternos de poetas ya muertos, se sintió henchido de belleza, y en un arrebato espontáneo de nostalgia decidió acercarse al colegio donde estudió sus primeros años. Aquella temporada recibía una prestación por desempleo que le permitía vivir sin demasiadas estrecheces, aunque era consciente de que cualquier charco en el camino podía enfangarlo hasta las rodillas. Disfrutaba así de un presente y de una cordura precarias, a las que se intentaba asir pero no con excesiva vehemencia, para que no salieran batiendo el aire como una mariposa asustada. Fluir con la vida, sin expectativas ni ganancias; qué difícil se le hacía.

   Se acercó así hasta la valla metálica de su antiguo centro escolar. Habían pasado más de tres décadas desde que sus pasos corrieran por el campo de fútbol donde apenas le pasaban el balón, las canastas de baloncesto, allí estaban también las gradas donde se sentaban brevemente en almuerzos fugaces, siempre con prisas por seguir jugando, viviendo, entre el griterío del patio, las carreras y las risas, alguna pelea de vez en cuando arremolinando curiosos, todo el furor de la infancia primero y después de la adolescencia en ciernes, en una mezcla de edades y juegos dispares siempre disuelta al fin por la sirena de reentrada.
   Cruzó el patio lentamente, acosado por la miríada de imágenes retenidas y en constante fluir que parecían seguir habitando ese espacio. La primavera languidecía, pero el sol apenas penetraba a cortos intervalos un manto de nubes casi cerrado que cubría la ciudad. Se detuvo un momento frente a la puerta de entrada, como si temiera violar un espacio prohibido; el interior ya se adivinaba a través de los cristales, pero los muchos reflejos hacían la imagen borrosa, casi caleidoscópica, y todo se derrumbaba encima de lo demás, se fundía por momentos, se fijaba un instante y volvía a desvanecerse.
   La puerta cedió a su brazo, mas hubo de apoyar un poco el cuerpo para poder pasar. Apenas había cambiado a como lo recordaba. Sí, se veía más nuevo, más moderno en algunos detalles del mobiliario, pero ahí se adivinaba el pasillo que conducía al gimnasio, a la derecha el espacio del conserje, la luz que colgaba a través de las cristaleras del techo, grandes plantas ornamentales junto a la entrada, y la escalera; la gran escalera, que ahora no parecía tan espaciosa, frente a él. Vio de nuevo a los escolares descender en tropel por ella. Se sorprendió a sí mismo paralizado frente a aquella chica en el primer piso. El eco de las voces, de algún grito, unas risas que vienen de más arriba, una puerta que se cierra… Después el silencio.

   Buenos días. ¿Quería algo?
  Un hombre joven, al que él rebasaría por más de una década y al que no conocía, le miraba por encima de la barra de conserjería. Había deslizado un cristal corredero y se asomaba un poco.
   No; estudié aquí. Hace mucho tiempo. Solo quería volver a ver el lugar, dijo él.
   El hombre joven sonrió sin prisa.
   Hace unos días que acabaron las clases, añadió. Estamos ordenando, de limpieza… Las aulas están cerradas, dijo en un gesto de comprensión.
   Entiendo… Gracias.
   Echó una última mirada al lugar y se dio media vuelta. Esta vez la puerta cedió ligera, y agradeció esa empatía velada del conserje, que lo acompañó aplacando la tristeza al menos hasta la calle.
   De regreso a casa volvió a pasar frente a la estación. Llegó hasta él un quejido metálico y un vago ronroneo seguido de un bufido que parecían alejarse. Pensó que siempre que pasaba por allí estaba ya partiendo un tren o avisaban de su inminente salida. Siempre tarde. Nunca llegaba a tiempo para embarcar; en un tren… cualquier tren. Y es que, ¿cómo sería empezar en otro lugar?, cualquier lugar, ¿cómo se sentiría uno?, comenzar sin peso, sin culpa, sin recuerdos, sin pasado, sin nombre. Miró un momento hacia arriba: el sol había logrado abrirse paso por un instante que le quemó un poco los ojos, y después se ocultó de nuevo tras las nubes.

   No se puede vivir sin lastre, meditó. Porque eso ya no sería un hombre. Si acaso un humano puede tratar de recomenzar cada día, con ese ciego ímpetu que no espera ganancia alguna, que le basta con seguir siendo; perseverar en alumbrar las áreas oscuras, los cruces de caminos, arrojar luz sobre sus angostos pasadizos. Y así, reconfortado por estas intuiciones siguió caminando; pero tuvo que admitir también la irrupción de un pensamiento que asomaba furtivo por un borde de su consciencia: el deseo, la esperanza de que algún día al pasar junto a la estación, un tren llevara su nombre.
   Cualquier tren.



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