sábado, 16 de febrero de 2019

Un Encuentro Inesperado


"Un Encuentro Inesperado"
Andrés González-Barba


Capítulo I


James Sinclair Gordon había llevado una buena vida. Su mujer, Vera, siempre estaba a su lado cuando él más la necesitaba. En todos los momentos de su existencia había encontrado a la persona adecuada para salir de las situaciones más complicadas. Ahora que tenía ochenta años contemplaba las cosas con más tranquilidad que antes y sin los agobios del pasado. Tal vez por ello había creado una filosofía de vida mucho más pausada. No era lo que se suele decir un nostálgico; sin embargo, no había un solo día en que no se acordase de John W. Sinclair, aquel hombre tan generoso que lo rescató del horror de la guerra y que le ofreció un futuro. Al mismo tiempo que a su memoria le llegaban los recuerdos del director teatral, siempre le entraban ganas de llorar. Tanto le debía que frecuentemente iba al cementerio para visitar a su mentor. 

Le gustaba estar horas y horas junto a su tumba comentándole todos los asuntos importantes que le iban ocurriendo. Junto al sepulcro se sentía muy seguro y entonces era capaz de acordarse de aquellos meses convulsos de finales de 1940 y principios de 1941, cuando Londres era una ciudad convertida en escombros por los ataques incesantes de los nazis. Se llegó a preguntar en mil ocasiones por qué se había cruzado en su camino con Sinclair. El caso es que ahora se acordaba más que nunca de aquellas representaciones teatrales; de esos años de la posguerra en los que la economía del país era ciertamente restringida. Fueron tiempos felices para ellos dos, a pesar de que el nivel de vida resultase mucho más modesto que el de ahora. James recordó también con emoción el día que le pidió la mano a Vera, la mujer más hermosa de todo Covent Garden. John W. Sinclair bendijo aquella unión, pero no la pudo disfrutar demasiado tiempo porque a los pocos meses murió de un cáncer de estómago. 

Al hacer memoria de todos estos episodios del pasado junto a la tumba de su padre putativo, los ojos se le inundaron de lágrimas. Si al menos Sinclair hubiese vivido algunos años más, le hubiera podido expresar todo el agradecimiento que sentía hacia él. Y es que, en no pocas ocasiones, James se llegó a cuestionar por qué había salido indemne de los bombardeos mientras que otras miles de personas fallecieron siendo igual de inocentes que él. Ese fue el inicio de una vida en la que siempre se sintió protegido por una serie de fuerzas invisibles. Tras su visita de rigor al cementerio, al viejo le gustaba pasear por las calles de Londres contemplando en silencio a las personas con las que se cruzaba. Era como si escribiese en una especie de cuaderno invisible todas las sensaciones que le causaban aquellos individuos. A veces, incluso, llegaba a dar unas largas caminatas en horas nocturnas, ya que ése era su momento preferido. Respecto a esto último, Vera le regañaba y le decía que su salud se iba a resentir como consecuencia de dichos paseos, sobre todo por los posibles efectos nocivos de la humedad, pero él hacía oídos sordos a estas reprimendas. A su edad se sentía con el derecho moral de hacer lo que le viniese en gana sin tener que rendirle cuentas a nadie. Pese a todo esto, su esposa era su tabla de salvación. Ella tenía también un carácter fuerte capaz de tomar sus propias decisiones con total libertad, sin que eso repercutiera en su convivencia diaria. Los dos habían llegado a un entendimiento tal que no necesitaban hablarse para saber lo que quería decir el otro. Eran dos piezas de un inmenso engranaje de relojería que siempre iba sincronizado a la perfección. Aquel año fue especialmente frío, algo que se intensificó durante el mes de diciembre, un momento en el que los termómetros bajaron espectacularmente. De hecho, James no recordaba unas temperaturas tan gélidas desde sabe Dios cuánto tiempo. El día 15 de dicho mes, James realizó su ruta habitual que hacía todas las tardes, la cual desembocaba siempre en la abadía de Westminster, un lugar que le parecía mágico.





Era como si viajase a uno de los pocos reductos del pasado glorioso de una ciudad que miraba más que nunca hacia el futuro y que se había volcado con la celebración de sus Juegos Olímpicos. Una vez dentro de aquel bosque pétreo de columnas y arcos apuntados, estuvo caminando un buen rato hasta que se perdió por las galerías de un claustro que estaba siendo iluminado por los últimos rayos de sol. Los tonos dorados se proyectaban sobre el techo de nervaduras, confiriéndole un aspecto añejo. James miró hacia arriba y no pudo más que disfrutar de uno de los espectáculos más hermosos que ofrecía la abadía. En esos momentos no había ningún otro visitante por los alrededores, por lo que el anciano llegó a pensar que había retrocedido hasta la Edad Media. Las luces se estaban apagando paulatinamente y James se asomó por una de las cristaleras que daban al claustro. Fueron unos segundos apenas imperceptibles, pero a lo lejos distinguió la figura de un extraño ser. Aparentaba tener el aspecto de un hombre de mediana edad, con un traje de chaqueta algo pasado de moda y de color negro. Dicho individuo se quedó allí, observándolo durante unos segundos, y daba la impresión de que estuviese retándolo. Su mirada era gélida y escrutadora y parecía reprocharle algo a James. Éste, por su parte, se acercó más a la cristalera, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Un escalofrío recorrió toda su espalda. La frente de James estaba llena de sudor pero, a pesar del terror que sentía, no pudo dejar de contemplar a ese hombre que tanto le fascinaba. Los dos siguieron mirándose hasta que el ser de la indumentaria anticuada se desvaneció confundido con la niebla, que estaba comenzando a inundar todos los rincones de aquel patio. El viejo se quedó paralizado ante el suceso que había contemplado. No daba crédito a tal visión. Trató de serenarse ante la amenaza de que el pulso se le acelerase más de la cuenta. A continuación, entraron varias parejas de turistas que le devolvieron la normalidad a un escenario que iba envolviéndose cada vez más por las brumas de un atardecer prematuro. James se sentía obnubilado por todo lo que había ocurrido. Su cara había adoptado un tono blanquecino, cual si una pátina de tinte marmóreo hubiese barnizado su rostro con un pincel invisible. Sin darse cuenta, alguien se le acercó un tanto alarmado por el aspecto que presentaba y le preguntó:
—¿Se encuentra usted bien, señor?
—Sí, gracias. Es que estoy un poco cansado, pero no me ocurre nada —le contestó a aquel joven que se había interesado por él.
—Si necesita cualquier cosa, estoy aquí al lado con mi novia. No tiene más que llamarme.
—De acuerdo. No sabe cuánto se le agradezco —replicó Sinclair Gordon intentando recuperarse del susto que había pasado. ¿Quién sería la persona que acababa de ver tan solo unos minutos antes? Nunca en su vida le había ocurrido algo similar. Se hallaba ante un caso que era incapaz de resolver racionalmente.


Capítulo II


A la mañana siguiente de estos acontecimientos, James se levantó con una sensación muy extraña. La visión que había tenido en la abadía de Westminster resultó ser totalmente fantasmal; sin embargo, podría haber algún tipo de explicación lógica a todo eso. Una y otra vez, le venía a la mente la expresión desafiante de aquel ser del traje negro que había tenido delante de sus propias narices durante varios segundos. Sólo de pensarlo le recorría por su espalda un escalofrío estremecedor que le hacía sentirse mucho más asustado. Jamás en la vida le había ocurrido nada semejante. Incluso tuvo la ocasión de conocer a personas que sufrieron fenómenos paranormales en sus propias carnes, pero lo que él contempló el día anterior resultó una experiencia demasiado fuerte para un individuo cuyo estado de salud no le eximía de la posibilidad de sufrir un infarto en cualquier momento. Como cada mañana, el anciano se levantó a las ocho en punto con la intención de escuchar las últimas noticias que radiaban por la BBC. Ese día, no obstante, no encendió tan siquiera el transistor. Su mente estaba mucho más ocupada, pues no paraba de darle una y mil vueltas a lo sucedido el día anterior en Westminster.
—James, ¿qué es lo que te pasa? Ni que hubieses visto un fantasma —bromeó Vera mientras le acercaba el café con unas tostadas. Vera era la típica mujer londinense de clase media con exquisitos modales y un sentido delicioso de la ironía. Bajo sus ojos azulados era capaz de darse cuenta de cuándo le ocurría algo a su marido, y aquel parecía ser el caso.
—No te preocupes, cariño. Está todo bien. Lo que pasa es que me he levantado esta mañana con el pie equivocado, eso es todo.
—Ya nos conocemos, James, y creo que estás tramando algo. Tengo todo el día para que me cuentes la verdad.
—Anda. Ocúpate de tus tareas, que bastantes cosas tienes tú como para encima cargarte con lo mío. Ni que yo fuera un niño pequeño —protestó Sinclair Gordon.
—No refunfuñes más. Si no me quieres decir nada, peor para ti —le replicó su esposa, muy molesta con la reacción de su cónyuge.
James sopesó la idea de revelarle algo a Vera. Después de todo, entre ellos dos jamás había habido ningún secreto. Sin embargo, concluyó que era mejor no decirle nada, pues de lo contrario podría preocuparla y no quería que ella sufriera con un relato tan insólito y desconcertante como el que él había experimentado en sus propias carnes. El resto de la mañana el viejo se mostró más taciturno de lo habitual e intentó escabullirse de las preguntas que le realizaba su mujer. Si no quería levantar más sospechas, lo mejor que podría hacer sería buscarse cualquier excusa para salir a la calle, no fuera que al final ella le sonsacase la información como si se tratara de un sabueso o de una versión femenina del mismísimo Sherlock Holmes.

Era 16 de diciembre y ya empezaban a verse por las calles carteles navideños que anunciaban la inminencia de unas fiestas que a él no le terminaban de entusiasmar. Había algo en este tiempo que le llenaba de melancolía, más cuando recordaba a su querido mentor. Por eso no quería pensar demasiado en cosas que le pudiesen afectar a su mente. Ahora estaba totalmente concentrado en tratar de explicar los sucesos acaecidos en Westminster.

Caminando por entre la muchedumbre se fue fijando en los rostros de las personas que lo rodeaban. Como siempre, notó expresiones de preocupación entre aquellos que tenían que ir a trabajar esa fría mañana. Al mismo tiempo que deambulaba en medio de todos esos individuos anónimos, observó a lo lejos —en la acera de enfrente a la calle que transitaba— la silueta de un ser que ya le empezaba a ser por desgracia familiar. Se trataba, efectivamente, del mismo ente del claustro de la antigua abadía. Allí estaba ese hombre, contemplándolo a lo lejos mientras los faldones de su chaqueta se movían levemente por el efecto del viento. James volvió a notarse indispuesto, acelerándose su pulso a un extremo inusitado. A la vez que esto sucedía, el extraño lo miraba con una mueca irónica, como si estuviera mofándose del terror que sentía el pobre anciano. Éste, por su parte, se hallaba paralizado pensando que se estaba volviendo loco. A su alrededor todo el mundo seguía caminando sin percatarse de nada de lo que ocurría, pero él no paraba de contemplar al hombre del traje negro. De repente, un autobús de dos plantas se interpuso entre ellos y, cuando hubo pasado, aquella visión tan espectral desapareció por completo. Otra vez, el viejo se sentía desamparado y no paraba de temblar. El frío de la calle fue cada vez más cruel, por lo que James tuvo que refugiarse en un bar si no quería que sus miembros se quedaran entumecidos de por vida. Cuando le sirvieron una infusión bien caliente, se detuvo a reflexionar sobre su situación. En menos de veinticuatro horas se había topado con una persona de lo más extraña. Lo peor de todo es que ese hombre parecía percibir el miedo del anciano y se aprovechaba de esa circunstancia. Si no, ¿cómo se podía explicar ese rostro tan maléfico perfilado en una expresión tan espantosa? Tal vez debía confiar en Vera y contarle lo que le había sucedido. Quizás ella lo pudiese ayudar; después de todo así había sido durante los últimos cincuenta y cinco años. Sin embargo, después de sopesarlo mucho, decidió no mezclar a su esposa en esta historia. Tal vez, si intentaba hablar con aquel hombre tan extraño, podría averiguar el motivo de aquellas apariciones.

A la vez que cavilaba sobre todas estas cuestiones, se dio cuenta de que en aquel bar había un joven que le llamó poderosamente la atención. Se trataba de un muchacho de unos dieciocho o diecinueve años como máximo que tenía su mesa llena de libros. Había allí tantos volúmenes apilados que casi no disponía de espacio para la taza de té que se estaba tomando. James estuvo observándolo durante unos minutos y le sorprendió que en todo ese tiempo aquel hombre no llegase a levantar su rostro de los abundantes papeles que leía. Como le pareció que se estaba comportando de una manera impertinente, miró hacia otra dirección y respetó la privacidad de ese joven, que continuaba embebido entre los numerosos libros que se acumulaban a su alrededor. La imagen del individuo del traje oscuro volvió a reproducírsele de manera insistente; tanto fue así que Sinclair Gordon creyó que estaba viviendo la peor pesadilla de su vida. Se sentía angustiado y necesitaba contarle a alguien todo lo que le estaba sucediendo; sin embargo, no encontraba al confidente adecuado. Su rostro fue adquiriendo un tono cada vez más pálido y comenzó a temblar impulsado por espantosas convulsiones. El estudiante, que estaba muy atareado con tantos libros, cesó un instante en su actividad. De alguna forma se dio cuenta de que algo le pasaba a alguien, de manera que miró en dirección a James y vio que éste mostraba un aspecto espantoso. Rápidamente se levantó de su asiento y se dirigió hacia donde se hallaba.

—Señor, disculpe que me haya acercado hasta usted, pero veo que no tiene un buen aspecto. ¿Quiere que llame a algún médico?
—No, no se preocupe. Estoy bien —respondió Sinclair
muy alterado.
—De acuerdo, pero no me iré de aquí hasta que se haya recuperado. Me llamo Miles London —afirmó aquel joven mientras le acercaba una mano blanca y grácil con dedos alargados y unas uñas muy cuidadas. Aquel muchacho tenía el aspecto de un dandi, con una larga cabellera rubia y un pequeño y finísimo bigote que le daba cierto toque a lo Errol Flynn.
—Encantado de conocerlo, Miles. Mi nombre es James Sinclair Gordon. Últimamente no he dormido bien, por eso me encuentro un poco indispuesto. Todo lo que tengo lo puede curar una buena bebida caliente.
—¿En serio? Yo diría que le pasa algo.
—Es usted muy amable, Miles, pero no debería tomarse tantas molestias. Soy un pobre viejo que lleva una vida muy anodina y no creo que tenga que perder más tiempo en mí, sobre todo si tiene tanto que estudiar.
—Al diablo con los estudios, señor Sinclair —protestó el joven muy enérgicamente a la vez que se levantaba de un impulso y apilaba todos sus libros. Cuando hubo realizado tal operación, se dirigió de nuevo hacia la mesa de James y continuaron con la conversación. El viejo permanecía en silencio al mismo tiempo que Miles le contaba que estaba estudiando la carrera de Historia en la Universidad de Oxford. En esa semana había ido a visitar a su familia para pasar en Londres las vacaciones navideñas con ellos, pero era tan responsable que aprovechaba algunos ratos libres para preparar mejor sus exámenes. El muchacho tenía una conversación amigable y James se lo agradeció, pues así por lo menos sería capaz de distraer un poco su mente.
—Cuando acabe la carrera, ¿qué es lo que le gustaría hacer? —le preguntó muy interesado James.
—No lo sé. Quizás empezaría haciendo una especie de Grand Tour por todo el mundo. Creo que cuando uno viaja es capaz de conocer el mundo más a fondo. Luego me gustaría regresar a Inglaterra, hacer un doctorado y, posteriormente, dar clases. Es un camino muy largo el que me he planteado, aunque no me faltan ilusiones. Se lo puedo asegurar. Mientras mantenía esta conversación con el muchacho, el propio James se acordó de aquellos años de juventud junto a John W. Sinclair. Éste no paraba de hablarle de teatro, de su amor por la literatura y de sus grandes aspiraciones en la vida. En no pocas ocasiones ayudó a su padre putativo a montar algunas obras de clásicos como Shakespeare, Marlowe o Jonson, además de destacados autores contemporáneos como Beckett o Ionesco, entre otros muchos. En cierto modo, su mentor le supo imbuir un espíritu de trabajo y de sacrificio, algo que después le vino muy bien en los años posteriores.
—¿Y a qué países le gustaría viajar?
—Verá, señor Sinclair…
—Por favor —le interrumpió su interlocutor—, quisiera que a partir de ahora me llames James y que nos tuteáramos, si no te importa.
—De acuerdo, James. No hay un país que más quiera conocer en este mundo que Italia. Y si me dices una ciudad, esa sería Roma, sin lugar a dudas. Todos los grandes pintores y poetas a los que admiro estuvieron allí alguna vez en su vida. Yo no me puedo comparar con ellos, por supuesto, pero me encantaría seguir los pasos que ellos dieron y perderme por lugares como la Plaza de España, el Foro o El Vaticano.

James se quedó en silencio meditando lo que le decía el estudiante. La conversación del muchacho era de lo más enriquecedora, sobre todo por el tono tan vitalista que irradiaba el joven; pese a todo, su mente no paraba de machacarle con la figura fantasmagórica del hombre del traje negro. En cierta manera, la visión de dicho sujeto le resultaba un mal presagio, de eso no cabía la menor duda. Se planteó contarle algo del tema a Miles, pero eso hubiera resultado una locura, sobre todo teniendo en cuenta que no conocía de nada a aquel chico y que éstepodría tomarlo por un loco.
Así, estuvieron hablando más de media hora hasta que James sintió la necesidad de escapar de aquel lugar lo antes posible.
—¿Podemos quedar otro día para vernos, James? Me ha resultado muy agradable conocerte y sería una pena que no pudiera seguir conversando contigo.
El viejo no sabía lo que responderle. Después de unos segundos dubitativos le replicó:
—No te lo puedo asegurar. Pásate uno de estos días por este mismo bar. A lo mejor volvemos a encontrarnos.
—Está bien. Por si no nos viéramos antes del día 25, quisiera desearte una feliz Navidad. En todo caso, te voy a entregar esta tarjeta en la que aparece mi número de móvil por si deseas llamarme algún día.
Al terminar de hablar con aquel joven sintió una sensación de bienestar indescriptible, como si de él emanara un campo de energía que tuviese muchísima fuerza. En todo caso no podía comprender el gran interés que el muchacho se estaba tomando por él, teniendo en cuenta que apenas se habían conocido unos minutos antes. Cuando se despidió de Miles, James se dirigió a su casa. Ahora tendría que disimular si no quería que Vera sospechara que le había ocurrido algo muy desagradable. La clave era conservar la calma. Después de todo no podía permitir que un espectro le amargase su existencia.


Capítulo III


James llevaba varios días sintiéndose muy nervioso. Siempre que caminaba por la calle le daba la sensación de que iba a volver a ver por cualquier esquina al hombre de negro con tan arrogante actitud mientras lo vigilaba con una mirada escrutadora. Estaba llegando a los límites de su cordura. De todas formas, el encuentro fortuito con ese ser demoníaco parecía una prueba más que evidente para confirmar que lo había visto ya en un par de ocasiones. Cuando llegó la mañana del día 22 de diciembre, el anciano notó cómo su cuerpo le pesaba más que nunca. Tenía la presión arterial más baja de lo habitual, por lo que se encontraba mucho más cansado. Tomó la línea de metro que siempre solía coger, e intentó hacer un itinerario diferente; tal vez así podría evitar encontrarse con una sorpresa desagradable. Aquella mañana le apeteció pasear por algunas calles sin un rumbo fijo aparente. Se detuvo en una pequeña librería que estaba por detrás de Picadilly Circus. No paraban de pasear turistas de un lado a otro, ávidos por pasar una Nochebuena distinta en Londres. No obstante, James estaba ajeno a dichas celebraciones. No deseaba que nadie lo molestara, pues bastante tenía con sus propios problemas. Por eso estuvo ojeando varios libros que cayeron entre sus manos con tal de escabullirse de los pensamientos que le bombardeaban el cerebro. Tenía los nervios a flor de piel y hasta el aleteo de una mosca le hubiese sacado de sus cabales. De repente, alzó la vista unas cuantas pulgadas y al fondo de la sala se encontró con ese hombre tan horrendo. Éste lo miraba con una mueca terrorífica pero, a la vez, mucho más expresiva que en los días anteriores. Parecía que estuviera intentando hablar con el anciano. Al verlo, James no supo de qué modo reaccionar. Estaba tan lívido que se sintió indispuesto y con ganas de caerse al suelo en redondo. Pero, como no podía aguantar más esa situación, se armó del valor necesario para enfrentarse a tan indeseable individuo. Sin aguardar más tiempo, James se acercó hasta donde estaba aquella sombra y la interpeló:
—¿Pero qué es lo que quiere de mí? ¿Por qué me está torturando desde hace unos días?
El hombre enlutado esperó unos segundos para hablar y, sacando una voz cavernosa, le respondió:
—Acompáñeme afuera. Ahí estaremos más tranquilos, porque nadie más que usted me puede ver y podrían pensar que se está volviendo loco. Ambos salieron a la calle y James notó un frío muy pronunciado con respecto al interior de la librería, ya que las temperaturas habían bajado considerablemente. Cuando se hallaron los dos frente a frente se miraron un tiempo en silencio. Era como una especie de duelo de titanes entre dos personas que no tenían nada en común.
—Voy a dejarme de rodeos, señor Sinclair Gordon. Soy la Muerte y he venido para llevármelo conmigo. Le quedan pocos días de vida, así que debe aprovechar al máximo cada minuto de su existencia. A medianoche del día de Nochebuena, todo se habrá acabado para usted, pues entrará en el reino de sombras y ya nadie podrá salvarlo de ahí. James se quedó abatido ante tales palabras. Delante de él tenía ni más ni menos que a la Muerte, con su rostro lívido clavado en lo más profundo de su alma mientras le escrutaba cada rincón de sus entrañas.
—Pero si para Nochebuena faltan sólo dos días —gimoteó el anciano—. ¿Es que no voy a tener alguna oportunidad de librarme de tan pesada condena?

La Muerte se rio unos segundos con unas carcajadas atronadoras después de escuchar esa petición tan desesperada. Se veía muy superior al pobre viejo, sobre todo teniendo en cuenta que éste tenía la sentencia de defunción grabada en su frente.
—Nadie puede escapar a su destino si eso es lo que le interesa saber. Todos los seres que han poblado este mundo han tenido un final escrito y usted no va a ser una excepción. James pensó en esos momentos en Vera. Si ella supiese todo lo que estaba sufriendo su marido, se le rompería
probablemente el corazón. Por eso, en vez de tener una actitud derrotista y de compadecerse de sí mismo, decidió encarar su propio porvenir y rebelarse contra la adversidad.
—Me niego a aceptar todo lo que me ha dicho —protestó el anciano, rojo de ira.
Al escuchar su respuesta, ese ser despiadado volvió a reírse a carcajadas ante el cambio de actitud de su rival.
—Usted es más testarudo de lo que yo pensaba —replicó el hombre del traje negro—. De hecho, nunca me había encontrado con ningún caso como el suyo.
—¿De verdad que no tengo ninguna oportunidad? Debo intentar luchar por la vida hasta que se me agoten mis últimas fuerzas.
Su oponente se quedó pensativo intentando encontrar alguna alternativa. Apenas fueron unos segundos de silencio que a James le parecieron eternos. A pesar del frío que hacía en la calle, al anciano le sudaban las manos en espera del veredicto.
—Hay una pequeña posibilidad de que se pueda salvar, pero es mínima.
—¿Cuál es? —le inquirió James al mismo tiempo que pensaba en todas las cosas que aún le quedaban por hacer tanto con Vera como con sus hijos y sus nietos.
—Está bien, señor Sinclair. Si encuentra antes de dos días mi casa, le daré la oportunidad de vivir algunos años más hasta que alguna enfermedad grave acabe con usted para siempre.
—¿Qué quiere decir con que tengo que encontrar su casa?
—Lo que ha oído, mi terco amigo. En estos días me he alojado en un lugar muy especial. Es un sitio que dudo que encuentre, sobre todo teniendo en cuenta que su ciudad es inmensa. Como verá, se trata de un juego algo complicado para usted, pero es la única oportunidad que le queda para aferrarse a la vida. La verdad es que no entiendo por qué los mortales tenéis que actuar de ese modo —criticó la Muerte en un tono de desprecio.
—Si usted sintiera el amor que yo le tengo a mi esposa se agarraría a la vida como a un clavo ardiendo. Por eso no me queda más remedio que aceptar su desafío.
—Bueno, no me interesan sus comentarios románticos. No lo olvide, todo se tendrá que hacer antes de que suene la última campanada del día 24. Si no es capaz de encontrarme, despídase para siempre de sus seres más queridos.
La Muerte volvió a mostrar una de esas expresiones suyas tan desagradables y, después de hacer una reverencia que trataba de ser algo cortés, se escabulló como un pensamiento endiablado por entre las cientos de personas que a esa hora poblaban las calles londinenses. Por supuesto, todos estos individuos habían permanecido ajenos a la presencia de tan extraño ser.


Capítulo IV

Era 23 de diciembre por la mañana. Sinclair Gordon se hallaba sentado a la mesa con la misma tristeza de los últimos días. Vera, por su parte, estaba desolada ya que nunca había visto así de preocupado a su marido. Intentó de nuevo sonsacarle algún tipo de información, pero él se mantenía ensimismado mientras contemplaba un inmenso mapa de Londres entre sus manos. Debía buscar el lugar de alojamiento de la Muerte.
—Dime, cariño, ¿qué es lo que estás haciendo con ese mapa? Desde luego, que no se diga que no te conoces Londres al dedillo —intentó bromear la mujer para tratar de quitarle hierro al asunto.
—Por favor, Vera, no me molestes porque estoy muy ocupado. Tengo que encontrar una cosa de aquí a mañana.
—Pero ¿de qué estás hablando? No entiendo nada.
—Perdona que te conteste así, pero es que tú no lo entenderías. Cuando resuelva lo que tengo entre manos ya te diré más cosas.
Habiendo dicho esto, el anciano volvió de nuevo a su actitud silenciosa y cabizbaja y dirigió una vez más su mirada hacia el trozo de papel que se hallaba sobre la mesa. De hecho, apenas probó nada de su desayuno. A medida que Vera lo contemplaba con un mayor detenimiento, se dio cuenta de que su esposo estaba mucho más demacrado que de costumbre. Las manos las tenía cada vez más huesudas y el color de su piel poseía un cierto tono ceniciento que no presagiaba nada bueno.
—Aunque tú seas tan cabezota, lo mejor será que llamemos al doctor Roberts. Creo que te estás poniendo malo y la verdad es que me preocupa muchísimo tu aspecto.
—Ni se te ocurra, Vera. Tengo que salir inmediatamente a la calle y no puedo entretenerme ahora con un matasanos. No te preocupes por mi salud, estoy mejor de lo que te crees. Después de esta breve conversación con su esposa, James se puso su abrigo y se dirigió a la puerta que daba a la calle como un rayo. Acto seguido salió sin decirle nada a ella, que no tuvo tiempo ni siquiera para darle un beso como acostumbraba todas las mañanas. Una vez se hubo marchado su marido, Vera cayó en un estado desesperación ante la actitud de James, pues lo encontraba desconocido y el carácter de éste era cada vez más huraño. Sin pensárselo más, realizó un par de llamadas telefónicas. Tenía que jugar todas las bazas posibles si no quería que le pudiera ocurrir algo terrible a su esposo. Unos minutos después, el viejo estaba montado en el metro. No sabía qué dirección tomar, y lo peor de todo es que en el fondo era consciente de que dar con la Muerte en Londres era más difícil que hallar una aguja en un pajar. A su lado había un muchacho ensimismado con sus auriculares. También vio a una madre que le estaba leyendo a su hijo una adaptación infantil de A Christmas Carol, de Charles Dickens.
A lo largo de más de dos horas, estuvo peinando toda la zona de South Kensington. Pasó al lado del Museo de Historia Natural y del Victoria and Albert. Se sentía cada vez más cansado y sus piernas le pesaban como dos cilindros de plomo. Los escaparates de las tiendas estaban decorados con todo tipo de adornos navideños y la alegría imperaba por la ciudad pese a que él estaba viviendo un auténtico drama. Se hallaba tan cansado que se dirigió hacia los jardines de Kensington. Necesitaba sentarse en algún banco y reflexionar sobre su futuro inmediato. Su cabeza le retumbaba tanto que parecía que le iba a estallar en mil pedazos. En esos momentos sentía tanta presión que no sabía qué hacer. Durante unos minutos estuvo contemplando a las personas que pasaban a su alrededor, siempre en alerta ante la idea de que apareciese en cualquier momento el misterioso hombre del traje negro, pero todo resultó en vano porque no vio el mínimo rastro suyo. A la vez, las agujas del reloj caían impertérritas como losas que fueran marcando su destino inexorablemente. El tiempo se le estaba marchando a cada segundo que pasaba. Junto al anciano pasó una pareja de jóvenes que estaban haciendo footing. Era increíble el vitalismo que desprendían mientras que a él la vida se le iba escapando cual si se tratara de un reloj de arena. Si fracasaba en su intento no iba a tener la posibilidad de disfrutar de nada más.

Impulsado por un resorte, sacó fuerzas de donde no las tenía y continuó buscando por las calles londinenses. En esos momentos volvió a acordarse de John W. Sinclair. Si al menos él hubiese estado ahí, seguro que le podría haber dado algún consejo. Siempre se había sentido muy seguro junto a él, y ahora lo añoraba más que nunca. A medida que avanzaba la tarde, el sol fue muriéndose rápidamente y, en pocos segundos, Londres se quedó cubierto por un manto oscuro. No obstante, aquella oscuridad fue contrarrestada por el brillo que desprendían las luces navideñas, que iluminaban todos los rincones de la ciudad. A la vez que esto sucedía, las personas pululaban de un lugar a otro realizando compras. Todo tenía que estar a punto para celebrar la Nochebuena al día siguiente. Así de bien se sentían la mayor parte de los individuos que poblaban las aceras; casi todos a excepción de James. No paraba de preguntarse una y mil veces dónde podría encontrarse la Muerte. Sólo de pensar en el rostro de aquel hombre del traje enlutado al anciano se le estremecían las entrañas, pues era consciente de que se hallaba cada vez más lejos de conseguir su objetivo. Al cabo de unas cuantas horas más de búsqueda incesante e infructuosa, James decidió volver a su casa. Había llegado a la extenuación y sus ojos se le salían de las órbitas. Al verlo con ese aspecto, Vera se asustó y comprendió que su marido se encontraba realmente enfermo. Éste, sin cruzar ni una sola palabra con su esposa, se dirigió a su dormitorio y se tumbó en la cama después de haber cerrado la puerta convenientemente. Allí James se sentía peor que nunca. Además, era tal su dolor de cabeza que no podía apenas abrir los ojos. Había llegado a unos extremos insostenibles. Al otro lado de la habitación, Vera no paraba de dar vueltas de un lugar a otro. Se sentía muy impotente porque no sabía cómo ayudar a su marido. Éste, por su parte, daba la impresión de que desconfiara de ella más que nunca.
Así fueron pasando unos minutos más antes de que Vera preparase la cena. Después de eso se acercó con mucho sigilo al dormitorio. Abrió la puerta silenciosamente y comprobó que James se hallaba dormido. Su cara estaba apoyada en la almohada con un gesto de derrota en sus facciones. Ver así a su marido la llenó de una gran angustia.



Capítulo V


James durmió con un sueño muy pesado durante toda la noche hasta que se despertó a las diez de la mañana. Era Nochebuena y en la calle lucía un sol espléndido. El anciano se levantó sobresaltado y le dijo a su mujer:
—¿Por qué me has dejado dormir tantas horas? Tengo muchas cosas que hacer hoy
—James, necesitabas descansar. Esta tarde vendrán nuestros hijos y nietos y acabaremos muy tarde las celebraciones. El anciano se vio allí, tumbado sobre la cama y sin saber muy bien qué hacer. ¿Debería rendirse y claudicar ante lo que le había marcado su destino o por el contrario
era necesario que se armara de valor para afrontar tan difícil situación?
—Estoy muy preocupada por ti —insistió su mujer—. Llevas varios días que no te reconozco. No sé en qué andarás metido, pero no te puedes imaginar el mal aspecto que tienes.
—Ni hablar. Ahora mismo me voy a vestir y voy a salir a la calle. Tengo que resolver un asunto que es de vida o muerte y no puedo perder ni un minuto más —protestó Sinclair.
—Dime qué es lo que te pasa. En los últimos días te has comportado de una manera muy extraña y me estás esquivando constantemente. Por un momento, las miradas de James y Vera se cruzaron de forma dramática. Él estuvo a punto de confesarle toda la verdad, relatándole los hechos desde que viera a aquel terrible espectro en el claustro de la abadía de Westminster.
No en vano, ella siempre había sido su máximo apoyo. Sin embargo, ahora todo era distinto.
—No tengo mucho tiempo para explicaciones porque necesito salir cuanto antes. Te prometo que luego hablaremos con más tranquilidad.
—Pero no te puedes ir en ese estado. Pareces muy enfermo.
—Esta enfermedad es mucho mejor que lo que puede aún llegar, créeme —le reveló su marido de una forma muy enigmática sin que ella pudiera imaginarse por supuesto que el destino de James pendía en esos momentos de un hilo. El viejo le dio un beso desesperado a su mujer con la fundada incertidumbre de que pudiera darle muchos más a partir de la medianoche, momento en que sería arrastrado hacia el abismo por la Muerte. Ante aquellas palabras, Vera se hundió definitivamente. Se estaba dando cuenta, por primera vez en muchos años, de que no podía hacer nada para ayudar a su esposo. De hecho, cuando éste salió por la puerta de su casa, llamó a sus hijos y les contó todo lo que estaba sucediendo. Después se sentó en un sillón y comenzó a llorar amargamente. Su alma estaba oprimida por el dolor y no podía casi ni respirar debido a la sensación de vacío que tenía. Cuando estuvo en la calle, James fue azotado por un viento frío que le congeló hasta lo más profundo de sus entrañas en pocos segundos. Aquel aire gélido se había adueñado también de sus ideas y apenas si era capaz de moverse como un autómata sin personalidad ninguna. Así, iba deambulando de un lado a otro dándose cuenta de que cada vez era más improbable que pudiera encontrar la casa de la Muerte antes de que llegara la medianoche. En ocasiones, el anciano se iba fijando en los cientos de rostros que se le cruzaban, siempre con la esperanza de encontrar el pálido gesto del hombre del traje negro. Sin embargo, todas sus expectativas se fueron diluyendo lentamente en un océano de desengaños. Durante la mañana se movió por varias zonas de la ciudad, desde Charing Cross hasta el Covent Garden pasando por Oxford Street, pero a medida que iba avanzando el tiempo se encontraba más cansado y las piernas ya casi ni le respondían a las órdenes de su cabeza. Iba jadeando ante el esfuerzo realizado, tanto que su respiración se fue volviendo mucho más entrecortada.

Al mediodía se dirigió hacia una taberna para tomar algo ya que estaba muy agotado. Por la radio estaba sonando el clásico villancico God Rest Ye Merry Gentlemen y las personas que estaban allí se encontraban ya celebrando la inminente Nochebuena. Todo eran risas y alborozo, salvo para James, que estaba cada vez más atormentado por la situación que vivía. Entonces unas lágrimas se le escaparon por sus mejillas; eran las primeras que derramaba en muchos años. Tenía una sensación de abandono y de derrota al mismo tiempo, sobre todo al pensar que estaba a merced de un ser abominable que le había amargado estas últimas horas de su existencia. El reloj marcó las tres de la tarde y ya sólo disponía de nueve horas si no quería padecer el terrible destino que le esperaba. Había en aquel lugar un grupo de jóvenes ejecutivos, de esos a los que se les ve en verano comiendo en los parques de las calles de forma apresurada antes de reincorporarse a su trabajo. En sus rostros se reflejaba una especial relajación, algo inhabitual en unas personas que vivían bajo la dictadura de los móviles y los ordenadores. De repente, James se palpó el bolsillo de su camisa y notó que allí había algo. La prenda había sido lavada la semana anterior, pero el agua de la lavadora no pudo destrozar un pequeño cartón rectangular. Era la tarjeta que le había dejado Miles London, aquel joven que conociera unos días atrás. La sacó con unos dedos temblorosos y comprobó que en ella se podía apreciar aún el número del móvil del muchacho. Sin saber por qué motivo, lo marcó y sonó la voz del chico.
—¿Dígame?
—Buenas tardes. Soy James Sinclair Gordon. No sé si te acuerdas de mí.
—James, qué alegría me da hablar contigo de nuevo. Estaba esperando tu llamada desde hacía mucho tiempo, pero no podía hacer nada hasta que tú te interesases por mí.
El anciano se quedó intrigado por la reacción algo misteriosa de London. Daba la sensación de que aquel joven hubiese estado pendiente de él en todo este tiempo, a pesar de que sólo tuvieron un breve encuentro que había durado apenas una hora.
—Miles, necesito hablar con alguien. Estoy desesperado.
—¿Dónde te encuentras, James?
—En Marble Arch.
—De acuerdo. En menos de media hora estaré allí. 
La espera se le hizo eterna a James. Tal vez Miles pudiera ser su única tabla de salvación. Estaba dispuesto a contarle lo que le había pasado en las últimas semanas. Tenía una sensación de ansiedad que no podía controlar. Intentó tomarse una infusión pero apenas pudo coger la taza, porque era tanto el temblor de sus manos que se le derramó toda la bebida. A pesar de que en aquella taberna la climatización era muy buena, notaba un frío que le tenía aterido todo su cuerpo. Al cabo de unos minutos llegó Miles London. El joven tenía un aspecto algo cambiado con respecto al primer día que se vieron, quizás algo más jovial porque él sí que estaba poseído por el espíritu navideño. El caso es que había llegado hasta aquel lugar antes de lo previsto. Al ver al anciano, el muchacho se preocupó por el mal estado
físico que tenía.
—James, ¿me puedes decir qué es lo que te ha ocurrido en los últimos días?
—Si te contara la historia que he vivido no me creerías. Pero no tengo otra alternativa. No sé por qué, pero tenía la necesidad de hablar contigo.
—Está bien. Cuéntame lo que quieras, que soy todo oídos —contestó Miles mientras se acomodaba en un asiento.

Durante los siguientes minutos, el octogenario le hizo el relato de lo que le había ocurrido desde que
tuviera el primer encuentro con el hombre del traje negro en el claustro de la abadía de Westminster. Habían pasado apenas dos semanas; las suficientes para que su vida se hubiera transformado por completo. Al mismo tiempo que James le narraba los distintos avatares por los que había atravesado, Miles tuvo distintas reacciones, desde la sorpresa hasta la preocupación más absoluta, y trató de no perder detalle alguno de todo lo que le estaba revelando su interlocutor. Cuando Sinclair Gordon terminó de contarle su historia, London se quedó pensativo e intentó recapitular toda la información que había recibido. No quería cometer ningún error ante la narración tan extraordinaria que había escuchado.
—Por lo que veo, James, tu situación es muy delicada, más si tenemos en cuenta que queda poco tiempo antes de que nos den las doce de la noche.
—Me tienes que ayudar, Miles. No sé cómo voy a encontrar la casa de la Muerte en una ciudad tan inmensa como Londres. ¿No crees que todo esto sea una locura?
—Es una locura, lo admito. A pesar de eso no debes tirar la toalla, ya que aún te puede quedar una oportunidad —aseveró Miles con un brillo de esperanza en sus ojos.
—¿Y qué es lo que sugieres que hagamos? No se me ocurre nada para salir de este enredo.
El estudiante volvió a meditar durante unos segundos. Sabía que James estaba viviendo un momento muy angustioso y tenía que hacer algo por él, dada la confianza que Sinclair había depositado en su persona.
—Si queremos encontrar la casa de la Muerte en Londres habría que buscarla en el sitio más insospechado. Hoy es Nochebuena y millones de londinenses se van a reunir con sus familias. Pero ese ser no tiene familia, es obvio. Es un carroñero que anda siempre pendiente de las personas para llevárselas al inframundo.
—Pero en la ciudad hay miles de sitios en los que podría estar. En cualquier hotel, en un hospital o en un cementerio, qué se yo —se lamentó el anciano con una voz entrecortada porque cada vez le costaba más trabajo respirar.
—Es cierto lo que dices, James, pero debe haber algo que se nos está escapando. Si pudiéramos dar con el sitio en cuestión, todo estaría resuelto —dijo quedándose unos segundos en silencio—. Espera, has dicho un cementerio, ¿no? —le preguntó Miles de repente—. ¡Claro que sí!, no sé cómo no se me había ocurrido antes.
El viejo no sabía qué contestarle. El pulso le latía con gran fuerza y los temblores seguían siendo igual de fuertes.
—No entiendo nada, Miles. ¿Puedes decirme qué es lo que has pensado?
—La Muerte se cree muy lista, pero hay un acontecimiento que está muy relacionada con ella. Se trata de la Gran Peste de Londres de 1665-1666, en la que se cree que pudieron morir hasta unas 100.000 personas, una quinta parte de la población de la ciudad por aquel entonces.
—Bien, Miles, pero ¿dónde podemos buscar?
—Se me ocurre una iglesia del Covent Garden. No tenemos mucho tiempo que perder, así que será mejor que nos apresuremos.
Los dos tomaron un taxi y se dirigieron hacia St. Paul’s. Era una pequeña iglesia que fue construida en torno a 1633. Allí hay un cementerio en el que fueron enterrados algunos de los muchos afectados por la Peste Negra.

Cuando llegaron hasta aquel lugar vieron que se trataba de un pequeño edificio cuya fachada tenía el aspecto de un templo romano, con columnas dóricas y un gran reloj en la parte central de su frontón. Estaba a punto de cerrar, pero tuvieron el tiempo necesario para entrar. Allí no había nadie, de modo que se dirigieron rápidamente hacia las lápidas. En aquel lugar encontraron a un hombre vestido con un traje negro que estaba observando con un rostro impasible las viejas tumbas del pequeño cementerio.
—Aquí estoy. He venido antes de la medianoche para cumplir mi promesa —gritó James. La Muerte giró lentamente la cabeza y se dio cuenta de que allí estaba el anciano acompañado por el joven estudiante. Con una voz más cavernosa que nunca le espetó a Miles:
—Ya me imaginaba que tú te habías entrometido. Espero que algún día te ocupes de tus propios asuntos y me dejes actuar tranquilamente.
El viejo no entendía el motivo por el cual el chico podía ver a la Muerte, pero no tuvo tiempo para pedirle explicaciones porque ésta continuó con su discurso:
—Está bien, señor Sinclair Gordon. Debo admitir que me ha ganado en esta ocasión. Si no hubiese sido por la ayuda de su amigo, ahora habría caído en mis redes — dijo a la vez que el sol se iba hundiendo por el horizonte y entraban los últimos rayos del día—. Espero que disfrute de esta Navidad. Nos veremos las caras en otra ocasión.
—No me importan sus amenazas —replicó James—. Ahora mismo estoy más preocupado por el amor que puedo recibir y darle aún a mis seres más queridos. Eso ha sido lo que me ha impulsado a seguir con fuerzas en todo este tiempo. La próxima vez que nos veamos estaré preparado para la marcha, pero aún me quedan muchas cosas por hacer en este mundo.
La Muerte lo volvió a mirar con aquella expresión irónica que tantas veces había empleado con él. En el fondo no podía comprender que un mortal fuera capaz de desafiarla por puro amor. Al cabo de unos segundos se fue desvaneciendo lentamente mientras que el manto de la noche terminó por cubrir todo el horizonte londinense. James se giró entonces hacia su amigo y vio que éste estaba muy cambiado en su aspecto, pues de su cuerpo se desprendía un esplendoroso fulgor. No obstante, no le dijo nada.
—Miles, ¿cómo has podido ver a la Muerte si nadie más que yo la había visto en todo este tiempo?
—Soy un ángel de la guarda que intercede por las personas que están más necesitadas. Ahora debes disfrutar de Vera y de toda tu familia. Yo tengo que marcharme para continuar mi labor.
—¿Te volveré a ver alguna otra vez?
—No lo sé, James. Pero debes saber que eres un ejemplo de persona perseverante. Ahora vete tranquilo y aprovecha bien el tiempo, aún te queda mucho por vivir.
—Muchas gracias por todo lo que has hecho por mí, Miles. Eres, junto a mi querido padre, que en paz descanse, el ser más maravilloso que he visto jamás. Después de darse un abrazo, James salió de aquel lugar y tomó un black cab que lo llevó rápidamente hacia su casa. Cuando llegó allí vio a Vera y a sus hijos y nietos.

Todos estaban muy disgustados porque el anciano había tenido el teléfono móvil apagado y se llegaron a temer lo peor, pero por fin pudieron verlo y además el hombre había recuperado su mejor aspecto. Vera lo rodeó con sus brazos y comenzó a llorar. Nadie pudo contener las lágrimas al ver esa escena.
—No os preocupéis por mí. He tenido que resolver un asunto algo extraño, pero ahora estoy dispuesto a pasar con vosotros la mejor Nochebuena de mi vida.
Después de tantas emociones, todos pasaron al salón y celebraron una fiesta tan extraordinaria que se emocionaron otras muchas veces. Aquella noche, James no pudo dejar de pensar en Miles London, ese ser celestial que había conseguido guardarle la vida. Tanto éste como John W. Sinclair habían sido unos ángeles custodios que lo rescataron del peligro en dos momentos especialmente delicados. Rezó mucho por ellos y se dispuso a vivir los mejores años de su existencia junto a Vera hasta que por fin le llegara su hora definitiva. Pero sólo cuando quisiera Dios.

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