lunes, 8 de abril de 2019

Un Dios Solitario

"Un Dios Solitario y Otros Relatos" (título original en inglés: While the Light Lasts and Other Stories) es un libro póstumo de la escritora británica Agatha Christie, publicado originalmente en Reino Unido por la editorial HarperCollins en 1997.​ El libro está compuesto por nueve relatos cortos.

Como muchos de sus contemporáneos, Agatha Christie escribió relatos para diversas revistas en los años veinte y treinta, y casi todos ellos acabaron incluidos más tarde en libros recopilatorios. Ahora, 21 años después de su muerte, una labor detectivesca digna de la propia Agatha Christie ha desenterrado siete relatos inéditos, así como las versiones originales de dos relatos de Poirot que la autora amplió después para publicarlos en forma de libro.

"Un dios solitario y otros relatos" muestra de manera excepcional el talento de la autora en géneros tan diversos como el policiaco, el romántico con una nota de intriga y el misterio sobrenatural. Estos relatos de sus comienzos -incluido el primero que escribió- muestran a la reina del crimen en su etapa de formación, y sus lectores podrán comprobar una vez más su gran dominio de la caracterización y su habilidad para los desenlaces imprevistos.





Se hallaba sobre una repisa del Museo Británico, solo y desamparado entre una congregación de deidades obviamente más importantes que él. Alineados a lo largo de las cuatro paredes, esos otros personajes mayores parecían manifestar todos una abrumadora sensación de superioridad. El pedestal de cada uno de ellos llevaba debidamente inscritas la procedencia y la raza que se había enorgullecido de poseerlo. No existía la menor duda respecto a su posición: eran divinidades de alto rango y se las reconocía como tales.
Sólo el pequeño dios del rincón quedaba excluido de su compañía. Toscamente labrado en piedra gris, sus rasgos borrados casi por completo a causa de la intemperie y los años, permanecía sentado en soledad, acodado en las rodillas, la cabeza entre las manos; un dios pequeño y solitario en tierra extraña.
Ninguna inscripción daba a conocer su lugar de origen. Estaba en verdad perdido, sin honor ni fama, una figurilla patética lejos de su mundo. Nadie se fijaba en él; nadie se detenía a contemplarlo. ¿Por qué iban a hacerlo? Era insignificante, un bloque de piedra gris en un rincón. Lo flanqueaban dos dioses mejicanos, su superficie alisada por el paso del tiempo, plácidos ídolos con las manos cruzadas y bocas crueles arqueadas en una sonrisa que revelaba sin tapujos su desprecio por la humanidad. Había también un pequeño dios orondo y en extremo prepotente, con un puño cerrado, que a todas luces tenía un exagerado concepto de su propia importancia, pero algún que otro visitante se paraba a echarle un vistazo, aunque sólo fuese para reírse del marcado contraste entre su absurda pomposidad y la sonriente indiferencia de sus compañeros mejicanos.
Y el pequeño dios perdido estaba allí sentado, como siempre año tras año, sin la menor esperanza, la cabeza entre las manos, hasta que un día sucedió lo imposible, y encontró… un adorador.
—¿Hay correspondencia para mí?
El conserje extrajo un fajo de cartas de un casillero, las hojeó y respondió con tono indolente:
—Nada para usted, caballero.

Frank Oliver suspiró y volvió a salir del club. No tenía ningún motivo en particular para esperar correspondencia. Poca gente le escribía. Desde su regreso de Birmania la primavera pasada había ido tomando conciencia de su creciente soledad.
Frank Oliver acababa de cumplir los cuarenta, y había pasado los últimos dieciocho años en distintas partes del planeta, con breves períodos de permiso en Inglaterra. Ahora que se había retirado y vuelto a casa para quedarse, se daba cuenta por primera vez de lo solo que estaba en el mundo.
Tenía a su hermana Greta, sí, casada con un clérigo de Yorkshire y muy ocupada con las responsabilidades parroquiales y el cuidado de sus hijos. Como era natural, Greta sentía un gran cariño por su único hermano, pero en sus circunstancias era también natural que dispusiese de poco tiempo para él. Por otra parte, contaba con su viejo amigo Tom Hurley. Tom había contraído matrimonio con una muchacha bonita, alegre e inteligente, una muchacha muy enérgica y práctica a quien Frank temía en secreto. Jovialmente le decía que no debía convertirse en un solterón avinagrado y con frecuencia le presentaba «chicas simpáticas»; ellas persistían en la relación por un tiempo y luego lo dejaban por imposible.
Y sin embargo, Frank no era una persona insociable. Anhelaba compañía y comprensión, y desde su regreso a Inglaterra había ido tomando conciencia de su creciente desánimo. Había estado lejos demasiados años, y no sintonizaba con los nuevos tiempos. Pasaba días enteros deambulando sin rumbo, preguntándose qué hacer con su vida.
Uno de esos días entró en el Museo Británico. Le interesaban las curiosidades asiáticas, y así fue como descubrió por azar al dios solitario. Su encanto lo cautivó al instante. Allí había algo vagamente afín a él, alguien extraviado también en una tierra extraña. Comenzó a frecuentar el museo con el único propósito de contemplar aquella figurilla gris de piedra, expuesta sobre la alta repisa en su oscuro rincón.
Aciaga suerte la suya, pensaba. Probablemente en otro tiempo era el centro de atención, abrumado siempre con ofrendas, reverencias y demás.
Había empezado a creerse con tales derechos sobre su menguado amigo (equivalentes casi a un verdadero sentido de propiedad) que en un primer momento le molestó ver que el pequeño dios había logrado una segunda conquista. Aquel dios solitario lo había descubierto él; nadie, consideraba, tenía derecho a entrometerse.

Pero una vez mitigada la indignación inicial, no pudo menos que sonreír. Pues aquella segunda adoradora era una criatura menuda, ridícula y lastimosa en extremo, vestida con un raído abrigo negro y una falda que había conocido tiempos mejores. Era joven —tendría poco más de veinte años, calculó—, de cabello rubio y ojos azules, y un melancólico mohín se dibujaba en sus labios.
El sombrero que llevaba le llegó al corazón de manera especial. Saltaba a la vista que lo había adornado ella misma, y era tal su valeroso intento de parecer elegante que su fracaso resultaba patético. Era sin duda una dama, pero una dama ida a menos, y Frank concluyó de inmediato que trabajaba de institutriz y estaba sola en el mundo.
Pronto averiguó que visitaba al dios los martes y viernes, siempre a las diez de la mañana, en cuanto abría el museo. Al principio le disgustó su intrusión, pero poco a poco se convirtió en uno de los principales intereses de su monótona vida. A decir verdad, su compañera de veneración empezaba a desbancar al objeto venerado en su preeminente posición. Los días que no veía a la «Pequeña Dama Solitaria», como él la llamaba en sus pensamientos, se le antojaban vacíos.
Quizá también ella experimentaba igual interés en él, pero se esforzaba en disimularlo bajo una calculada actitud de indiferencia. Con todo, un sentimiento de compañerismo se forjó gradualmente entre ellos, pese a que aún no habían cruzado palabra. El verdadero problema era en realidad la timidez de Frank. En sus adentros aducía que probablemente ella ni siquiera se había fijado en él (eso no obstante lo descartaba en el acto cierto sentido común interno), que lo consideraría una impertinencia intolerable, y por último que a él no se le ocurría ni remotamente qué decir.
Pero el destino, o el pequeño dios, tuvo la gentileza de proporcionarle una genial idea, o eso le parecía a él. Sobremanera satisfecho de su astucia, compró un pañuelo de mujer, una delicada prenda de batista y encaje que apenas se atrevía a tocar. Así pertrechado, siguió a la muchacha cuando se marchó y la detuvo en la Sala Egipcia.
—Disculpe —dijo, procurando hablar con flemática despreocupación y fracasando estrepitosamente en el intento—. ¿Es esto suyo?
La Dama Solitaria cogió el pañuelo y fingió examinarlo con detenida atención.
—No, no es mío. —Se lo devolvió y, dirigiéndole una mirada en la que Frank, con sentimiento culpable, creyó adivinar recelo, añadió—: Es muy nuevo. Aún lleva el precio.
Sin embargo, Frank se resistió a admitir que había sido descubierto y emprendió una farragosa explicación en exceso verosímil.
—Verá, lo he encontrado bajo aquella vitrina grande, junto a la pata del fondo. —Halló un gran alivio en esa detallada descripción—. Así que, como usted se había parado allí, he pensado que debía de ser suyo y he venido a traérselo.
—No, no es mío —repitió ella. Como de mala gana, agregó—: Gracias.

La conversación llegó a un embarazoso punto muerto. La muchacha permaneció inmóvil, sonrojada e incómoda, buscando obviamente la manera de retirarse con dignidad.
Frank, en un desesperado esfuerzo, decidió sacar provecho de la ocasión.
—No… no sabía que hubiese en Londres otra persona interesada en nuestro pequeño dios solitario hasta que la he visto a usted.
—¿Usted también lo llama así? —preguntó la muchacha con vivo interés, dejando a un lado sus reservas.
Por lo visto, el pronombre elegido por él, «nuestro», si lo había advertido, no le molestó. De manera espontánea se había sentido impulsada a admitir su afinidad.
Así pues, Frank consideró lo más normal del mundo contestar:
—¡Naturalmente!
De nuevo se produjo un silencio, pero esta vez nacido de la mutua comprensión.
Fue la Dama Solitaria quien lo rompió, recordando de pronto los convencionalismos.
Se irguió y, adoptando una actitud de dignidad casi ridícula en una persona de tan corta estatura, dijo con tono glacial:
—Debo irme. Buenos días.
Y tras una ligera y envarada inclinación de cabeza, se alejó, con la espalda muy recta.
Cualquier otro se hubiera sentido rechazado, pero Frank Oliver, en un lamentable indicio de sus rápidos progresos en conducta licenciosa, se limitó a murmurar:
—¡Qué encanto de mujer!
Pronto se arrepentiría de su temeridad, no obstante. En los diez días siguientes su pequeña dama no se acercó al museo. Frank se desesperó. ¡La había ahuyentado! ¡Nunca regresaría! ¡Era un bruto, un villano! ¡Nunca volvería a verla!
En su ansiedad, merodeó sin cesar por el Museo Británico. Quizá simplemente visitaba el museo a otras horas. Pronto Frank conoció de memoria las salas adyacentes y desarrolló una perdurable aversión a las momias. Casi enloqueció de aburrimiento a fuerza de contemplar innumerables jarrones de todas las épocas, y el vigilante lo observaba con recelo cuando se pasaba tres horas absorto en los jeroglíficos asirios.
Pero un día su paciencia se vio recompensada. La muchacha apareció de nuevo, con el color más subido que de costumbre e intentando a toda costa mostrarse serena.
Frank la saludó con efusiva cordialidad.
—Buenos días. Hacía una eternidad que no venía por aquí.
—Buenos días —contestó ella, pronunciando las palabras con gélido desapego y pasando por alto impasiblemente su segunda frase.
Pero Frank estaba desesperado.
—Escúcheme. —Se plantó frente a ella con una mirada suplicante que recordaba la de un perro fiel—. Seamos amigos. Yo estoy solo en Londres… totalmente solo en el mundo, y creo que a usted le ocurre lo mismo. Deberíamos ser amigos. Además, nos ha presentado nuestro pequeño dios.

Ella alzó la vista con cierta reserva, pero una trémula sonrisa se insinuó en las comisuras de sus labios.
—¿Nos ha presentado?
—¡Naturalmente!
Por segunda vez empleaba esa expresión de certidumbre en extremo categórica, y también en esta ocasión surtió efecto, ya que al cabo de unos segundos la muchacha, con aquella actitud ligeramente regia tan característica de ella, respondió:
—Muy bien.
—¡Espléndido! —exclamó Frank con rudeza, pero la muchacha, percibiendo un quiebro en su voz, le lanzó una mirada fugaz, movida por un súbito sentimiento de compasión.
Y así nació aquella peculiar amistad. Dos veces por semana se reunían en el santuario de un pequeño ídolo pagano. Al principio restringían a él su conversación. Por así decirlo, el dios servía a la vez como paliativo y excusa para su amistad. Hablaron largo y tendido acerca de su posible procedencia. Él insistía en atribuirle un carácter en extremo sanguinario. Lo describía como el terror de su lugar de origen, con un insaciable deseo de sacrificios humanos, reverenciado por sus asustados y temblorosos adoradores. En el contraste entre su pasada grandeza y su presente insignificancia residía, según él, el patetismo de su situación.
La Dama Solitaria rechazaba de pleno esta teoría. Era en esencia un dios benévolo, sostenía. Dudaba mucho que alguna vez hubiese sido poderoso. De haberlo sido, aducía, no habría acabado en aquella sala, solo y perdido. En todo caso le parecía un pequeño dios encantador y sentía por él un gran cariño; no resistía la idea de que estuviese allí día tras día con aquellas otras horrendas y altivas deidades que se mofaban de él, ¡porque era evidente que eso hacían! Después de estos vehementes arrebatos la pequeña dama se quedaba sin aliento.
Agotado el tema, inevitablemente empezaron a hablar de sí mismos. Frank descubrió que su suposición era correcta. Ella trabajaba de institutriz para una familia de Hampstead. Él de inmediato sintió antipatía por los niños que ella tenía a su cargo: Ted, que contaba cinco años y no era malo sino sólo travieso; los gemelos, que realmente la desquiciaban; y Molly, que nunca obedecía, pero era tan adorable que no había forma de enfadarse con ella.
—Esos niños abusan de su paciencia —afirmó Frank con tono adusto y acusador.
—Ni mucho menos —replicó ella con firmeza—. Soy muy severa con ellos.
—¡Ya, ya! —dijo él, y se echó a reír.
Pero ella lo obligó a disculparse mansamente por su incredulidad.
Era huérfana, explicó la muchacha, y no tenía a nadie en el mundo.
Gradualmente Frank le habló también de su vida; de su vida oficial, que había sido muy sacrificada y moderadamente satisfactoria; y de su pasatiempo extraoficial, que era embadurnar un lienzo tras otro.
—A decir verdad, no sé nada de pintura —aclaró—. Pero siempre he presentido que algún día seré capaz de pintar algo. Dibujo bastante bien, pero me gustaría realizar una auténtica pintura. Un conocido me dijo una vez que no tenía mala técnica.

La muchacha mostró interés e insistió en conocer más detalles.
—Estoy segura de que pinta muy bien.
Frank negó con la cabeza.
—No. Últimamente he empezado varios cuadros y los he tirado todos desesperado. Siempre había creído que, cuando pudiese dedicarle tiempo, sería un juego de niños. Viví con esa idea durante años, pero lo he dejado para muy tarde, supongo, como tantas otras cosas.
—Nunca es demasiado tarde, nunca —dijo la pequeña dama con el fervor propio de los jóvenes.
Frank sonrió.
—¿Eso cree? Para algunas cosas yo sí he llegado demasiado tarde.
La pequeña dama se rió de él y lo llamó en broma Matusalén.
Empezaron a sentirse curiosamente a gusto en el Museo Británico. El fornido y cordial vigilante que rondaba las galerías era un hombre con tacto, y por lo general en cuanto la pareja aparecía, consideraba que sus arduas labores de vigilancia se requerían con urgencia en la contigua Sala Asiría.
Un día Frank tomó una audaz decisión: ¡La invitó a tomar un té!
Ella puso reparos en un primer momento.
—No tengo tiempo. No dispongo de libertad. Puedo venir algunas mañanas porque los niños reciben clases de francés.
—Tonterías —dijo Frank—. Puede permitírselo al menos un día. Pretexte que se le ha muerto una tía o un pariente lejano; lo que quiera, pero venga. Iremos a un pequeño salón de té que hay aquí cerca y tomaremos bollos. Adivino que le encantan los bollos.
—¡Sí, esos pequeños con pasas!
—Y recubiertos con azúcar glasé…
—¡Son tan redondos y apetitosos…!
—Los bollos tienen algo que los hace infinitamente reconfortantes —afirmó Frank Oliver con solemnidad.
Así quedaron, pues, y para la ocasión la menuda institutriz se adornó la cintura con una cara rosa de invernadero.
Últimamente Frank percibía en ella cierta tensión, cierta inquietud, y aquella tarde esa impresión se acrecentó mientras la contemplaba servir el té en la pequeña mesa de mármol.
—¿Han estado atormentándola los niños? —preguntó, solícito.
Ella movió la cabeza en un gesto de negación. Curiosamente, desde hacía un tiempo se mostraba reacia a hablar de los niños.
—Son buenos chicos. No me dan ningún problema.
—¿De verdad?
Su tono comprensivo pareció afligirla de manera inexplicable.
—Sí, de verdad. No es eso. Pero… pero sí estaba sola. Muy sola —admitió con voz casi suplicante.
—Sí, sí, lo sé —se apresuró a decir él, conmovido. Guardó silencio por un momento y luego añadió jovialmente—: ¿Se ha dado cuenta de que ni siquiera conoce aún mi nombre?
Ella alzó la mano en un gesto de protesta.
—No, por favor. Prefiero no saberlo. Y no me pregunte el mío. Seamos simplemente dos personas solitarias que se han encontrado y se han hecho amigas. Así es mucho más maravilloso y… y distinto.
—De acuerdo —respondió Frank lenta y pensativamente—. En un mundo por lo demás solitario, seremos dos personas que se tienen la una a la otra.

Aquello no se correspondía exactamente con lo que ella había expresado, y pareció resultarle difícil seguir con la conversación. Poco a poco fue agachando la cabeza hasta ofrecer a la vista sólo la copa de su sombrero.
—Es muy bonito, ese sombrero —observó a fin de levantarle el ánimo.
—Lo adorné yo misma —informó ella con orgullo.
—Esa impresión me dio en cuanto lo vi —contestó Frank, inconsciente de lo poco afortunado que era el comentario.
—Me temo que no es tan elegante como pretendía.
—A mí me parece precioso —aseguró él en un gesto de lealtad.
Cayeron de nuevo en el mutismo. Por fin Frank Oliver rompió el silencio con arrojo.
—Señorita, no pensaba decírselo aún, pero no puedo contenerme. La amo. La quiero. La amo desde el instante en que la vi por primera vez allí parada con su vestido negro. Querida mía, si dos personas solitarias estuviesen juntas… en fin, terminaría la soledad. Y yo trabajaría. Trabajaría con ahínco. La pintaría a usted. Podría; sé que podría. ¡Oh, niña mía, no puedo vivir sin usted! No puedo…
Su pequeña dama no apartaba de él la mirada. Pero sus palabras fueron lo último que esperaba oír. Con voz clara y serena, dijo:
—Aquel pañuelo lo compró usted.
Frank quedó atónito ante tal demostración de perspicacia femenina, y más atónito aún por el hecho de que esgrimiese aquello contra él en ese preciso momento. Después del tiempo transcurrido, sin duda podría habérselo perdonado.
—Sí, lo compré yo —admitió con humildad—. Buscaba una excusa para dirigirme a usted. ¿Está muy enfadada? —Aguardó dócilmente sus palabras de condena.
—Creo que fue un detalle encantador de su parte —dijo la pequeña dama con vehemencia—. ¡Un detalle encantador!
—Dígame, niña mía, ¿es imposible? —prosiguió Frank con su habitual rudeza—. Tengo ya cierta edad y sé que soy feo y tosco…
—¡No, no lo es! —lo interrumpió la Dama Solitaria—. Yo no cambiaría nada en usted, nada. Lo amo tal como es, ¿entiende? No porque me inspire lástima ni porque yo esté sola en el mundo y necesite alguien que me quiera y cuide de mí, sino porque usted es como es. ¿Lo entiende ahora?
—¿Lo dice sinceramente? —preguntó él en un susurro.
—Sí, con total sinceridad —contestó ella sin vacilar.
Enmudecieron, abrumados por la emoción y el asombro. Por fin Frank dijo ensoñadoramente:
—¡Entonces hemos encontrado el paraíso, querida mía!
—En un salón de té —respondió ella con la voz empañada por el llanto y la risa.
Pero los paraísos terrenales duran poco. La pequeña dama dejó escapar una exclamación.
—¡No sabía que era tan tarde! Debo marcharme ahora mismo.
—La acompaño a casa.
—¡No, no, no!
Frank no pudo vencer su resistencia y sólo la acompañó hasta la estación de metro.
—Adiós, amor mío —se despidió ella, estrechándole la mano con una intensidad que más tarde Frank recordaría.
—Adiós sólo hasta mañana —contestó él con alegría—. A las diez como de costumbre, y nos diremos nuestros nombres y contaremos nuestras historias, siendo prácticos y prosaicos.
—Adiós también… al paraíso —musitó ella.
—¡Siempre estará con nosotros, vida mía!

Ella sonrió, pero con aquella melancólica expresión de súplica que lo inquietaba y no conseguía comprender. Finalmente el implacable ascensor la apartó de su vista.
Aquellas últimas palabras le causaron un inexplicable desasosiego, pero las alejó de su mente con determinación y las sustituyó por una radiante ilusión ante lo que el día siguiente le depararía.
A las diez se hallaba ya en el museo, donde siempre. Por primera vez reparó en las malévolas miradas que le dirigían los otros ídolos. Casi daba la impresión de que conociesen algún funesto secreto que le afectaba y se regodeasen en ello. Percibía con intranquilidad la aversión que le manifestaban.
La pequeña dama se retrasaba. ¿Por qué no llegaba? El ambiente de aquel lugar empezaba a ponerlo nervioso. Nunca antes su pequeño amigo, el dios de ambos, le había parecido tan impotente como aquel día. Un pedazo de piedra inútil, aferrado a su desesperación.
Interrumpió sus pensamientos un niño de semblante astuto que se había acercado a él y lo examinaba de arriba abajo con atención. Satisfecho al parecer con el resultado de sus observaciones, le entregó una carta.
—¿Para mí?
El sobre no llevaba escrito el nombre del destinatario. Lo cogió, y el niño se escabulló con extraordinaria rapidez.
Frank Oliver leyó lentamente la carta, sin dar crédito a sus ojos. Era breve.
Amor mío:
Nunca podré casarme con usted. Olvide por favor que he entrado en su vida y procure perdonarme si algún daño le he causado. No intente dar conmigo, porque no lo conseguirá. Es un adiós definitivo.
LA DAMA SOLITARIA.
Al final había una posdata, añadida obviamente en el último momento:
Lo amo. Lo amo de verdad.

Y esa lacónica e impulsiva posdata fue su único consuelo en las semanas siguientes. De más está decir que la buscó pese a su expresa prohibición, pero todo fue en vano. Había desaparecido, y Frank no tenía el menor indicio para localizarla. En su desesperación, puso anuncios en los diarios, implorándole veladamente que, cuando menos, le aclarase el misterio, pero sus esfuerzos no obtuvieron más respuesta que el silencio. Se había ido para no volver.
Y ocurrió entonces que por primera vez en su vida fue capaz de pintar realmente. Su técnica siempre había sido buena. De pronto la aptitud y la inspiración iban de la mano.
El lienzo con el que se consagró y saltó a la fama fue expuesto en la Academia de Bellas Artes y distinguido con el galardón de mejor cuadro del año, tanto por su exquisito tratamiento del tema como por la técnica y magistral realización. Cierto grado de misterio aumentaba su interés para el gran público.
Había encontrado su fuente de inspiración por azar. Un cuento de hadas publicado en una revista había encendido su imaginación.
Narraba la historia de una afortunada princesa a quien nunca había faltado nada. Si expresaba un deseo, se cumplía de inmediato. Si formulaba una petición, le era concedida. Tenía unos padres que la querían, grandes riquezas, preciosos vestidos y joyas, esclavos siempre a punto para satisfacer sus más insignificantes antojos, alegres criadas que le hacían compañía, todo cuanto una princesa pudiese desear. Los príncipes más apuestos y ricos la cortejaban y en balde pedían su mano, dispuestos a matar cuantos dragones fuese necesario para demostrar su ferviente amor. Y sin embargo la soledad de la princesa era mayor que la del mendigo más mísero del reino.
Frank no leyó más. El destino final de la princesa no le interesaba. Se había forjado ya una imagen de la princesa colmada de placeres con un alma triste y solitaria, asqueada del bienestar, asfixiada por el lujo, anhelante en el Palacio de la Abundancia.
Comenzó a pintar con febril energía. El intenso júbilo de la creación se adueñó de él.
Representó a la princesa en su corte, reclinada en un diván. Una vistosa ambientación oriental dominaba el lienzo. La princesa lucía un magnífico vestido con bordados de extraños colores; el cabello dorado le caía en torno al rostro, y un aro profusamente enjoyado ornaba su cabeza. Estaba rodeada de doncellas, y ante ella se postraban los príncipes con exquisitos regalos. En conjunto, la escena era un derroche de lujo y opulencia.
Sin embargo, la princesa tenía vuelto el rostro, ajena a las risas y el alborozo. Mantenía la vista fija en un lóbrego rincón donde había un objeto que parecía fuera de lugar en aquel ambiente: un pequeño ídolo de piedra gris con la cabeza entre las manos en una rara actitud de desesperación.

¿Estaba fuera de lugar? La princesa lo observaba con una expresión extrañamente compasiva, como si una creciente conciencia de su propio aislamiento arrastrase hacia allí su mirada de manera irresistible. Existía afinidad entre ellos. Aunque tenía el mundo a sus pies, estaba sola: una princesa solitaria mirando a un pequeño dios solitario.
Todo Londres habló del cuadro. Greta le escribió unas apresuradas palabras de felicitación desde Yorkshire, y la esposa de Tom Hurley en una carta le rogó: «Ven a pasar el fin de semana y conocer a una chica encantadora, gran admiradora de tu obra». Frank Oliver soltó una sarcástica risotada y echó la carta al fuego. Le había llegado el éxito, pero ¿de qué servía? Su único anhelo era la pequeña y solitaria dama que había salido de su vida para siempre.
Aquel día se celebraba el gran premio hípico de Ascot, y el vigilante de servicio en cierta sección del Museo Británico se frotó los ojos, pensando que soñaba, pues no era normal encontrarse allí una visión propia de Ascot, con su vestido de encaje y su extraordinario sombrero, una auténtica ninfa tal como la habría concebido un genio parisino. El vigilante la contempló arrobado.
Probablemente el dios solitario no estaba tan sorprendido. Quizás a su manera había sido un dios poderoso; en todo caso, una de sus adoradoras había vuelto al redil.
La Dama Solitaria lo miraba con atención y movía los labios en un rápido susurro.
—¡Oh, pequeño y querido dios! ¡Ayúdame, querido dios! ¡Ayúdame, por favor!
Quizás el pequeño dios se sintió halagado. Quizá, caso de que en otro tiempo hubiese sido la deidad feroz e implacable que Frank Oliver imaginaba, los largos años de tedio y la influencia de la civilización habían ablandado su frío corazón de piedra. Quizá la Dama Solitaria tenía razón y en realidad era un dios benévolo. Quizá fue sólo una coincidencia. Fuera como fuese, en aquel preciso instante Frank Oliver, cabizbajo, entró lentamente desde la Sala Asiría.
Alzó la cabeza y vio a la ninfa parisina.
Un momento después la rodeaba con el brazo y escuchaba su explicación rápida y entrecortada.
—Estaba tan sola… Pero usted ya lo sabe; debió de leer el cuento que escribí. No habría podido pintar aquel cuadro si no lo hubiese leído… y comprendido. La princesa era yo. Lo tenía todo, y sin embargo me hallaba en una soledad indescriptible. Un día decidí visitar a una adivina y le pedí ropa prestada a mi doncella. De camino entré aquí y lo vi contemplar el pequeño dios. Así empezó todo. Aparenté ser quien no era… ¡Fue un comportamiento imperdonable! Y peor aún, seguí fingiendo, y después no me atreví a confesarle que le había mentido. Pensé que se indignaría al conocer mi engaño. No resistía la idea, así que desaparecí. Más tarde escribí el cuento, y ayer vi su cuadro. Usted pintó ese cuadro, ¿verdad?

Sólo los dioses conocen realmente el significado de la palabra «ingratitud». Cabe suponer que el pequeño dios solitario conocía la profunda ingratitud de la naturaleza humana. Como divinidad, se encontraba en una posición privilegiada para observarla, pero a la hora de la difícil prueba él, que había recibido en ofrenda innumerables sacrificios, se sacrificó a su vez. Renunció a sus dos únicos adoradores en aquella tierra extraña, y demostró así ser a su manera un gran dios, ya que renunció a todo lo que tenía.
A través de las rendijas de sus dedos los vio marcharse, cogidos de la mano, sin volver la vista atrás, dos personas felices que habían encontrado el paraíso y ya no lo necesitaban.
Pues ¿qué era él al fin y al cabo sino un pequeño dios solitario en tierra extraña?

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