domingo, 28 de abril de 2019

Vacuidad

  "Vacuidad"
David Sánchez-Valverde Montero


   Desperté poco antes de las once de la mañana. No importaba demasiado: en mi pequeño apartamento no había mucho por hacer aquel domingo de agosto. Olvidé bajar la persiana al acostarme y la luz hacía tiempo que lo ocupaba todo. Seguidamente salí de la cama y me observé unos segundos en el espejo del cuarto de baño. Todo el cansancio de la semana se amontonaba en los bordes de mis ojos: seguir adelante, la continua huida, el desgaste que me causaba el mundo, la gente, su crispación, su engaño (y también los míos). El no decir, el no hacer para no ofender, para intentar encajar, el decir, el hacer y arrepentirse. La culpa. Noté cómo apretaba las mandíbulas e inspiré aquel aire que me faltaba. Regresé al dormitorio y oteé el exterior a través de la ventana. Percibí entonces el silencio, nada, ningún sonido llegaba hasta mí. La calle a la que daba mi vivienda no era muy transitada y menos aún a mitad de verano. La ciudad parecía levitar en el calor estival que comenzaba a filtrar el asfalto.


   Mi cocina era poco más que un mínimo pasillo estrecho y una pequeña mesa daba a la pared. Para mitigar un poco la extrañeza que provoca encararse contra un muro en soledad, encendía siempre una radio a mi lado mientras desayunaba. No funcionó, ni siquiera un artefacto o una interferencia. Comprobé el cable y no encontré nada fuera de lugar. Acerqué mi teléfono móvil para echar un vistazo a las noticias: no había conexión de red ni cobertura. Me dirigí entonces al interruptor más cercano y la luz no respondió. Todos los aparatos eléctricos eran mobiliario inútil en el silencio. Una alegre intriga, un sutil temor, me acompañaron mientras me arreglaba para ir a desayunar en una cafetería cercana. Comprobé una vez más sin resultado el interruptor que había junto a la puerta de entrada. Salí al descansillo, únicamente iluminado por los estrechos tragaluces de la fachada. El ascensor dormía inservible en algún otro piso, y aquella oscuridad horadada, esa quietud absoluta, me envolvieron a través de las escaleras hasta que alcancé el portal.


   Salí a la calle. El sol estaba en el cenit y las cosas habían perdido sus sombras. Todo era luz en un cielo límpido, luz y quietud, una calma excesiva que comenzó a instilar una sospecha dentro de mí que al poco se tornó en miedo, pues efectivamente, no parecía haber nadie ahí afuera. Caminé calle arriba hacia un parque cercano, que incluso en aquellas fechas se llenaba de voces infantiles y parejas en la hierba celebrando su eterno amor. Al doblar la esquina el miedo ya fue terror. Ni un sonido, nadie, solo el vacío de un parque inútil sin personas, sin perros, sin carreras y risas. Caí entonces en la cuenta de que ni siquiera se escuchaba el piar de los pájaros. Nada surcaba un cielo saturado de azul, vaciado de nubes; tampoco se adivinaba la estela blanca de ningún avión. Ese azul tan luminoso y radiante comenzó a parecerme opresivo, revelaba con demasiada claridad mi soledad absoluta. Todo lo que me rodeaba era para mí translúcido por momentos. Inspiré hondo decidido a no dejarme superar por el pánico. Debía moverme, mantenerme activo. 

   Deambulé hasta media tarde por las calles; creo que llegué a recorrer buena parte de la ciudad. No encontré a nadie. No vi movimiento en ningún sitio ni escuché ruido de vehículos, ni tan siquiera algún rumor, vibración o zumbido en la lejanía. Recorrí largas aceras, carreteras desiertas, plazas y bulevares, entré en los pocos locales que estaban abiertos, pequeñas tiendas de comestibles y cafeterías en los que todo se hallaba ordenado y quieto. Comprobé si había electricidad en un pequeño Café: nada funcionaba, no había señal en el teléfono. De repente, sentí hambre. Llevaba tantas horas caminando que casi me había olvidado de mí mismo. Así que me serví un croissant y un batido de chocolate y me senté en una mesa junto a la cristalera. Observé absorto los árboles en la acera; ni una brizna de viento los mecía. Salí de nuevo al exterior. Había conseguido templar los nervios, y hacía rato que el miedo era velado por una curiosidad ansiosa. Caminé hasta que la luz comenzó a declinar. Atravesé otra zona de la ciudad, sin prestar atención, sin rumbo, por donde mis pies caprichosamente decidían pisar, mientras el crepúsculo iba cubriendo la urbe y aplastándome de nuevo. Percibí que mis manos eran puños, pensamientos abismales comenzaban a atormentarme y las crecientes sombras me traían de vuelta el miedo. ¿Qué era todo esto? ¿Una pesadilla? ¿Una alucinación?¿Era yo una triste criatura inmersa en un juego? ¿Acaso yo era un dios y parte de mi creación se había disipado? ¿O se había olvidado de mí una deidad furiosa? Detuve mis pasos y levanté la mirada. Había terminado en un callejón sellado por un muro y un par de coches mal aparcados. 

   Me senté contra una pared. El día casi era noche y la bóveda celeste seguía transparente pero vacía también de estrellas. Después de lo que llevaba vivido ese día, este dato ya no consiguió apenas conmoverme. En ese instante, una risa incontenible ascendió desde muy adentro y mis carcajadas amargas rebotaron en el callejón. Después lloré un rato casi en silencio; solo un levísimo eco devolvía mi respiración entrecortada. Tras unos minutos de postración en los que logré liberar en parte la angustia acumulada, un sentimiento de aceptación, una extraña serenidad, comenzó a desplazar a la ansiedad y al miedo. Estaba solo, todo lo que un ser puede estar, pero al menos seguía aquí: vivo. Entonces, por mi izquierda, desde el lado abierto a la calle, apareció un aura luminosa: la luz eléctrica y el aliento de la ciudad se habían derramado por el sombrío callejón. Un pequeño perro asomó también por la esquina, sacudió un par de veces su desaliñado pelaje y se acercó hasta mí olisqueándome amistosamente. Lo acaricié. El tacto de nuevo con algo vivo abrió en mi pecho una flor de alegría. Acto seguido me incorporé pesadamente. Me dolían las rodillas y la espalda, pero el calor resucitado de la urbe secó un poco la humedad de mis huesos. La gente, el tráfico, el ruido, las luces, todo había regresado como si nada. El perrillo me acompañaba mientras mi cuerpo entumecido atravesaba las calles de vuelta a casa. Me crucé agradecido con las pocas personas que transitaban a esas horas, creo que hasta me sentía feliz bajo las luces de los coches, escaparates y farolas. Por fin, nos acercábamos al portal del edificio donde vivía, cuando vi la figura de un hombre corpulento al lado de la entrada. Me daba casi la espalda, parecía esperar tranquilamente. Se giró justo cuando estaba casi a su altura. Trastabillé hacia atrás y quedé sentado en el suelo. El susto inicial ahora era miedo ante lo que no podía ser.

 Él sonreía con suavidad, y bajé lentamente el brazo que había levantado instintivamente delante de mí. Recuerdo que después sonreí también, pues me alegraba en el alma de volver a verlo. Era mi tío, fallecido hacía meses.
   ¿Estás vivo?
   No. Solo de visita, contestó lacónico. Tenía el mismo aspecto de antes de la enfermedad. La mirada salvaje, una barba correosa y parcialmente canosa de varios días. Toda la fortaleza de sus cincuenta años, bajo un atuendo deportivo y levemente sucio y gastado.
   ¿Crees que me va a valer con eso?, pregunté casi riéndome antes de incorporarme y abrazarlo. Estaba ahí de verdad, podía tocarlo.
   ¿Has sido tú el que ha hecho todo esto?, insistí. 
   Me miraba a través de una alegría extraña para mí, poderosa, indescifrable, con sus ojos pequeños bajo el cráneo rapado. 
   No, yo no he sido. Podemos hacer algunas cosas… pero no hacer desaparecer a la gente. Chaval, todo ha estado ahí todo el tiempo pero tú no lo veías. Por eso he venido.
   No lo entiendo, dije desconcertado. 
   ¿No te basta con vivir? A tu amigo sí que le vale, señaló hacia el perro. 

   Me di media vuelta. Había olvidado al perrillo. Seguía ahí, mirándome como expectante y moviendo el rabo. Me giré hacia mi tío pero ya no estaba; lo busqué vanamente con la mirada. Quise correr pero no supe hacia dónde, volver a encontrarlo de alguna manera; pero entonces sentí un enorme cansancio y deseé dormir, empezar de nuevo a la mañana siguiente. Decidí dejar entrar al perro. Miré antes hacia el cielo de la noche. 

      Habían regresado las estrellas.

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