miércoles, 23 de octubre de 2019

Lo Oculto

La prodigiosa delicadeza de los cuentos del autor indio Naiyer Masud (1936-2017) recogidos en su recopilación "Aroma de Alcanfor" hace percibir su escritura como una especie de arte, difícil de calificar dentro de los límites de un solo término (prosa poética, relato fantástico…), a través del que la realidad se reenvuelve en una belleza de vibración misteriosa, única.

Masud explica que gesta sus relatos con lentitud. Que su propósito es crear narraciones planas, en las que el punto final del relato no es el final de la historia; cultivando un lenguaje puro, librado de todo lo superfluo –considerando entre lo superfluo el describir a sus personajes, proporcionar referencias espaciales o temporales concretas, o recurrir a metáforas. Reescribe, descarta segmentos de la historia, y cree (y esto se constata en la experiencia de su lectura) que, sin embargo, lo imaginado, aunque suprimido tal vez tras ser escrito, jamás parece desaparece enteramente del cuento acabado: permanece, sin necesidad de desvelarse, invisible, inoculado en él.

Aroma de alcanfor lo integran una serie de relatos que, en su mayor parte, nos aventuraríamos a denominar (simplificando mucho y salvando las distancias culturales) “de formación”, narrados en primera persona por un protagonista que intuimos adolescente (el autor nunca nos informa sobre la edad de sus personajes), y que se articulan en torno al desciframiento progresivo del complejo mundo de los adultos: del amor, la muerte, el sufrimiento… En todos ellos brilla la maestría de Masud para desplegar su gran poder de sugestión y despertar, con los medios más sencillos, la imaginación del lector, que le seguirá embelesado hasta la última línea.

“Lo oculto” es uno de los relatos más enigmáticos de la colección. El despertar a la sexualidad de un adolescente y las continuas frustraciones a su consumación en el estrecho marco familiar (desarrolladas con una fina comicidad) despiertan en él un sexto sentido, que le permitirá posteriormente ahondar en la “personalidad” de las diferentes dependencias de las casas que frecuenta en su trabajo de inspector urbanístico: zonas de temor, de deseo; y sobre todo, zonas “ocultas” a las miradas (¿para hacer el amor?), por las que siente una verdadera obsesión. Cumplido finalmente su deseo más oculto con la amante desconocida, le sobreviene la locura. La “cuidadora” que lo atiende cierra el círculo de una historia solo en apariencia incongruente.




«Permanecimos mirándonos en silencio durante un rato. En nuestros rostros no había el menor indicio de curiosidad. Su mirada era fogosa e intensa, y durante todo ese tiempo no hubo ni un instante en que me pareciera indolente. Sin embargo, fui incapaz de descubrir si sus ojos estaban diciendo algo o estaban pensando. Sentí que entre nosotros se establecía una especie de comprensión tácita, y, por primera vez desde que llegué a aquella casa, me embargó una repentina sensación de desaliento. En ese momento, su cuidadora apoyó la mano en mi hombro, y salí fuera con ella.
Una vez en el exterior, mientras hablaba con su cuidadora, sentí una y otra vez que no podía expresarme con claridad, y que aquel paciente caminaba mucho más aventajado por un camino desconocido para mí».
He dejado de hablar, pero no de mirar. No es fácil dejar de mirar cuando se tienen ojos, sin embargo, es relativamente fácil dejar de hablar aunque se tenga lengua. Sin duda, a veces también siento el deseo de cerrar los ojos, pero por ahora permanecen abiertos. Especialmente por aquella que es mi cuidadora. Ella es el último recuerdo que conservo del tiempo pasado, ya para siempre perdido, que transcurrió en aquella casa en la que por primera vez abrí los ojos y aprendí a hablar. Cuando yo vivía allí, ella era una niña de año y medio, y me quería mucho. En cuanto llegaba a casa, la llamaba, y mientras yo estaba allí, ella siempre andaba a mi alrededor.
Ahora ya no recuerda aquellos tiempos. Lo único que le han dicho es que soy el último miembro de su familia. No sabe nada acerca de mi vida, pero, a pesar de ello, me quiere mucho. Está convencida de que me vio por primera vez aquí. Es evidente que no sabe que yo la solía llamar «mi novia». La comencé a llamar así porque ella misma, cada vez que alguien le preguntaba, se refería a mí como su novio. Esta era una de las diversiones de toda la familia. A veces, para hacerla rabiar, alguien le decía que yo era en realidad su novio, y se divertía viendo cómo la niña se enfadaba. Entre aquellos que la hacían rabiar también estaban mis familiares de más edad, tanto mujeres como hombres. En aquel tiempo todo su pequeño mundo era su rival, pero entre esos rivales no se hallaba aquella mujer a la que más quería después de mí y de su propia madre, quien, a su vez, también la quería mucho a ella, probablemente mucho más que yo.

Ella tenía unos dos años más que yo. Doce años antes de la época a la que me estoy refiriendo la vi por primera vez en la boda de mi hermano mayor. Era la hermana menor de la mujer de mi hermano, pero por una lejana relación de parentesco, también era tía mía, aunque no carnal. En la boda de mi hermano ella ya era una adolescente, y yo, un chico vergonzoso. Me trataba como si fuera mayor que yo, y a pesar de que hablábamos y bromeábamos con gran familiaridad, cuando se reía de lo que yo decía, seguía adoptando una actitud de persona mayor. En su comportamiento no había afectación, pues de lo contrario me habría molestado; además, no es que me tratara como si ella fuera mucho mayor que yo, sino como si yo fuera mucho más pequeño que ella, y eso a mí me agradaba. Había ocasiones en las que me llegaba a sentir realmente como su sobrino pequeño.
Especialmente, cuando al comparar su ciudad con la mía, comenzaba a ensalzar la suya, lo cual hacía que empezara a discutir con ella como un niño. Venía a visitarnos de vez en cuando y se quedaba un tiempo. En esta ocasión llevaba ya con nosotros unos tres o cuatro días.
Llegué a casa y, como hacía habitualmente, en cuanto entré en el jardín llamé a mi novia. La casa estaba en completo silencio, pero mi tía sí que estaba. Se acababa de bañar, y estaba sentada al sol secándose el pelo. Le pregunté por los demás y me contestó que se habían marchado todos a una boda. Como no sabía muy bien qué decir, le pregunté también por mi novia, aunque era evidente que ella también se había marchado con los demás. Me senté cerca de mi tía y empezamos a hablar de cosas sin importancia, principalmente de la niña, y nos reímos mucho.
Al cabo de un rato ya se le había secado el pelo. Se levantó y empezó a recogérselo en un moño. Al hacerlo, alzó los hombros y adelantó un poco sus caderas desnudas. Elevó el torso y lo inclinó hacia atrás y eso hizo que el pelo le cayera por la espalda. Todo esto sucedió en cuestión de segundos, pero en ese momento no me afectó lo más mínimo. Mientras se recogía el cabello continuamos hablando. Entonces se le abrió el cierre del pendiente y este se cayó al suelo cerca de sus pies. Enseguida me incliné para recogerlo. Mi mirada se detuvo en sus talones, y al verlos recordé que se acababa de bañar. Recogí el pendiente y continué hablando con ella mientras intentaba a la vez ponérselo. Sentí el aroma fresco de su cuerpo recién bañado. Ella siguió recogiéndose el pelo y yo seguí intentando sin éxito ponerle el pendiente, y al final se le puso la oreja roja. En ese instante, sin querer, le hice daño en el lóbulo con el cierre. Ella se quejó un poco y me regañó, y acto seguido, me quitó el pendiente de las manos riéndose y se lo puso inmediatamente. A continuación, subió a su habitación a descansar y yo me fui a la mía.

Un poco más tarde subí, probablemente buscando un libro. Cuando me disponía a volver a bajar, dirigí mi mirada a la habitación de mi tía y vi que estaba de pie delante de la persiana de bambú de la puerta. Tenía el pelo un poco despeinado y se le notaba en los ojos que se acababa de levantar. Entré en su habitación y comenzamos a hablar otra vez de cosas sin importancia. Una vez más empezó a recogerse el cabello y se volvió a repetir la misma escena que había presenciado antes abajo. En esta ocasión, al ver cómo sus caderas se adelantaban ligeramente, por unos instantes me sentí levemente turbado. Ahora hablábamos de aquella boda a la que todos se habían marchado. Yo le estaba contando que había mucha diferencia de altura entre el novio y la novia, y exageré tanto esa diferencia que llegué a decirle que ella sólo le llegaba a él por la cintura. Mi tía me dijo riéndose:
—Bueno, pues ya es más alta que tu novia.
Entonces empezamos a hablar otra vez de la niña. La verdad es que el silencio que reinaba en la casa se debía sobre todo a su ausencia. Justo cuando yo estaba a punto de decir alguna otra cosa, ella se levantó de la cama y me dijo:
—Vamos a ver cuánto me sacas tú de altura.
Nos pusimos de pie uno frente al otro riéndonos y ella se acercó a mí. Volví a sentir el aroma de su cuerpo recién bañado, pero en ese momento era un aroma cálido. Nos aproximamos un poco más, de modo que su frente me quedó a la altura de los labios.
—Tú eres mucho más baja que yo —le dije.
—De eso, nada —contestó ella, y levantó los talones riéndose mientras se ponía de puntillas.
—Y ahora, ¿qué?
Yo le puse las manos en la cintura y empujé hacia abajo.
—Estás haciendo trampa —le dije, y me agaché mientras empujaba nuevamente sus talones con fuerza hasta que tocaron el suelo. Después me levanté. Ya no se reía. Volví a sujetarle la cintura.
—Eres una tramposa —le dije, y le apreté la cintura con las manos. Extendió los brazos y me puso las manos en el cuello. Sentí cómo nos envolvía un profundo silencio, y le apreté más aún la cintura.
—La puerta —me dijo en un susurro.
Sin dejar de sujetarla, me acerqué a la puerta. La solté y corrí el pestillo lentamente. Después me volví hacia ella y recordé la actitud de persona mayor con la que me había tratado hasta ese momento, y, al hacerlo, por primera vez me sentí enfadado con ella, pero, inmediatamente, mi enfado se tornó en una atracción física irresistible, y me agaché y le sujeté las piernas. Mientras lo hacía, ella me cogió con las manos dos mechones de pelo y me atrajo hacia sí con gran fuerza, haciendo que mi cabeza quedara a la altura de su pecho. Sin dejar de cogerme el pelo se inclinó hacia la cama; yo le levanté los pies e hice que se sentara. Le rodeé la cintura con un brazo y empecé a empujar su torso hacia atrás, pero justo en ese momento ella me soltó y se levantó. Yo me quedé mirándola, y ella me dijo en voz baja:
—La puerta de la escalera está abierta.
—No hay nadie en casa.
—Pero a lo mejor viene alguien.

Salimos los dos juntos en silencio, pusimos la cadena en la puerta de la escalera, volvimos a la habitación y echamos el pestillo. Excepto por un leve estremecimiento que recoma nuestros cuerpos, estábamos tan normales como cuando hablábamos a diario. Ella se detuvo delante de la cama y volvió a recogerse el pelo. Se quitó los pendientes y los puso cerca de la almohada. Por un instante recordé aquellas historias tantas veces oídas en las que las aventuras amorosas comienzan de ese mismo modo, cuando los amantes se ponen a comparar su altura, y en ese mismo instante decidí que todas esas historias formaban parte de la ficción y del deseo, y que la auténtica realidad únicamente la estábamos experimentando esta mujer, que por un parentesco lejano era mi tía, si bien una tía cuya hermana mayor era la mujer de mi hermano, y yo. La cogí en brazos suavemente, y la recosté sobre la cama. Recordé, y quizá ella también lo hizo, el momento en el que yo había entrado en casa preguntando por mi novia. Los dos empezamos a temblar ligeramente. Me incliné hacia ella, pero, de repente, se incorporó y se sentó. El miedo se reflejaba en su mirada.
—Alguien nos está observando —dijo en voz muy baja señalando hacia la puerta.
Me giré y miré hacia la puerta cerrada, y yo también tuve la impresión de que fuera había alguien agachado cerca de la rendija, que justo en ese momento se apartó, para volver a acercarse al instante. Esto se repitió varias veces. Seguimos mirando hacia la puerta en silencio, hasta que finalmente me levanté y la abrí de par en par. La persiana de bambú que había fuera se estaba moviendo ligeramente por el viento. Pasé la mano por ella de arriba abajo, cerré la puerta y me volví hacia atrás. La persiana, al moverse, hacía que la secuencia estriada de luces y sombras que producían las varillas de bambú cambiara continuamente de lugar a través de la rendija. Me volví hacia mi tía. En su rostro se reflejó una tímida sonrisa, pero el corazón le latía con fuerza, y tenía las manos y los pies fríos. Me senté en una silla al lado de su cama y le empecé a hablar de ilusiones ópticas. Ella también me contó algo acerca de ellas y volvimos a hablar tal como hacíamos habitualmente, sin hacer mención alguna a lo que había sucedido. Al final, me dijo:
—Deben de estar a punto de llegar.
Entonces yo también recordé que la puerta de la escalera estaba cerrada por dentro. En ese momento se empezaron a oír abajo las voces de nuestros familiares, de modo que me levanté, abrí la puerta de la habitación de par en par y salí. Mi tía salió detrás de mí a cierta distancia. Tras soltar la cadena de la puerta de la escalera, volví a la habitación de arriba. Empezamos a hablar como antes de cosas sin importancia. Al cabo de un momento se oyeron unos pasos fuera de la habitación. Al mirar, vi que en la puerta estaba la niña vestida de los pies a la cabeza como una novia. En cuanto mi tía la vio, dio un grito de alegría, corrió hacia ella, la cogió en brazos y empezó a darle muchos besos mientras la niña, riéndose, intentaba soltarse. En la casa donde se había celebrado la boda unas chicas muy ingeniosas la habían disfrazado de novia y le habían puesto un montón de adornos de flores. Al cabo de un rato entraron en la habitación su madre y otros niños. En ese momento la niña estaba sentada en mi regazo, y yo le estaba preguntando qué había comido en el banquete. Ella sólo se sabía el nombre de dos o tres platos y no hacía más que repetirlos. Su madre intentó cogerla en brazos pero ella se negaba a separarse de mí.
—¡Vaya novia más sinvergüenza! —dijo mi tía, y bajaron todos al piso inferior, entre risas.

Al cabo de un rato, toda la familia estaba abajo, en la veranda interior de la casa, alrededor de la niña. Mi tía le estaba enseñando a comportarse de forma modosa, y de vez en cuando se oían las carcajadas de los demás.
Antes del anochecer, intenté encontrarme con mi tía a solas varias veces, pero ella estuvo todo el tiempo sentada con un grupo de mujeres, escuchando los relatos de la boda. Por la noche, en tres ocasiones, traté de abrir la puerta de las escaleras con sigilo, pero estaba cerrada por dentro. Yo sabía que por la noche también dormían en su habitación una o dos mujeres holgazanas, pero a pesar de ello quería subir. Al día siguiente, entre la mañana y el mediodía, la vi varias veces sentada con otras mujeres, pero como yo no soy muy aficionado a sentarme en su compañía, le dije alguna cosa irrelevante y me marché.
Después de comer, cuando todo el mundo se había retirado a sus habitaciones, y la mayoría de las estancias superiores que daban al jardín estaban cerradas por dentro, subí y levanté la persiana de bambú de la habitación de mi tía. Ella se hallaba justo delante, durmiendo en la cama. Me quedé contemplándola un rato con la persiana levantada. Pensé que no estaba durmiendo sino que sólo había cerrado los ojos. Tenía la cabeza apoyada en la almohada y echada hacia atrás, y los puños cerrados. Sus pendientes estaban cerca de la cabecera. De repente, cobraron nitidez aquellas imágenes difusas de los preámbulos de nuestro encuentro del día anterior, al tiempo que se borraba todo aquello que sucedió después. Me parecía como si hubiera acabado de abrazarla y de recostarla en la cama. Entré en la habitación y me volví para cerrar la puerta. Justo al lado había una de aquellas mujeres holgazanas sentada sobre la alfombra haciendo un ovillo de lana. Me saludó efusivamente y luego me comunicó la obviedad de que mi tía estaba durmiendo. Me quedé un rato en la habitación buscando un libro imaginario, y después, al no encontrarlo, me marché fingiendo algo de contrariedad. Mientras buscaba el libro, contemplé varias veces el rostro de mi tía. Realmente estaba dormida.
Por la tarde, en la planta baja, me encontré a la misma mujer. Volví a subir y levanté la persiana de bambú de la habitación. Mi tía estaba sentada cerca de la puerta, frente al espejo, y se estaba peinando mientras otra mujer holgazana le contaba la historia de la primera vez que su marido la pegó. Yo ya la había escuchado varias veces, pues de hecho, constituía uno de los entretenimientos propios de mi casa. Mi tía se estaba riendo y en ese momento me vio en el espejo. Me dijo que me sentara, pero yo volví a preguntar otra vez por aquel libro imaginario y volví a bajar.
Desde por la tarde hasta por la noche tuve que permanecer fuera de casa para hacer un recado, pero después de echar a perder aquello para lo que me habían enviado, regresé. Todas las puertas de las habitaciones estaban cerradas por dentro, incluida la de la escalera. Yo también me fui a mi dormitorio, cerré la puerta y me acosté. Intenté imaginarme a mi tía pero no lo conseguí, aunque sí logré sentir por un instante el suave aroma de su cuerpo. Mientras me iba adormeciendo estaba seguro de que iba a soñar con ella, pero en mi primer sueño no hubo más que oscuridad. Más o menos hacia media noche soñé con las extrañas mujeres que, vestidas como novias, se hacían gestos obscenos las unas a las otras. Después, permanecí despierto, pero cuando empezó a amanecer me volví a dormir. Bien entrado el día, finalicé mi descanso sin sueños. Me sentía confuso, como si tuviera la cabeza llena de humo. Me fui directamente a bañarme. Mientras lo hacía me imaginaba que en ese mismo instante se estaba bañando allí mismo mi tía, pero sacudí la cabeza y de ese modo alejé de mi mente esa imagen, así como el humo que la invadía. Cuando terminé, salí y vi que mi tía se encontraba sentada al sol secándose el pelo. Uno de mis familiares mayores se acercó a ella y comenzó a relatarle desde el principio la larga historia de los antiguos lazos que unían a su familia con la nuestra. En la veranda, aquellas dos mujeres holgazanas del día anterior se estaban peleando por algo, aunque, debido a la presencia de aquel anciano, hablaban en voz baja. Con ellas había otras tres holgazanas que también estaban hablando en voz baja para intentar reconciliarlas, o quizá para echar más leña al fuego. Mi tía escuchaba a aquel anciano con gran respeto y con la cabeza cubierta. Yo la dejé ahí hablando con él y subí al piso de arriba, pero, una vez allí, me dirigí a su habitación, donde me detuve. Delante de la persiana de bambú que colgaba de la puerta estaba otra holgazana de pie. En cuanto me vio me preguntó si mi tía ya se había bañado. Le dije que yo qué sabía, y volví a bajar. Hasta ese momento no tenía la menor idea de que en mi casa hubiera tantas mujeres como aquellas, cuya única ocupación consistía en ayudarnos en las tareas de la casa, ya fueran fáciles o difíciles.

Abajo, aquel anciano continuaba con su relato mientras caminaba delante de mi tía; ya había concluido la historia pasada de la familia y ahora estaba en el presente.
Por la tarde me volvieron a enviar fuera. Tras intentar cumplir con la tarea que ayer había desbaratado, regresé a casa, ya muy tarde, después de embarullarla aún más. Por la noche me desperté varias veces y todas ellas pensé que, teniendo en cuenta el tiempo que se quedaba en casa mi tía normalmente cuando venía, se estaba aproximando el día de su partida. A la mañana siguiente tenía otra vez la cabeza llena de humo, pero esta vez no desapareció al bañarme. Ahora tenía la certeza de que si me encontraba a mi tía a solas, la mataría. No tenía muy claro cómo lo haría, pero decidí que ese día no me acercaría a ella.
Al cabo de unas horas, al salir de mi habitación, la vi en la veranda con otras mujeres. Me llamó haciendo una señal con la mano. Al contrario de lo que era habitual, la veranda estaba relativamente silenciosa. La niña dormía en los brazos de su madre. Era evidente que estaba enferma. La recosté en mi regazo y le pregunté a su madre cómo estaba. En ese momento aquel anciano entró en el porche y el ambiente se hizo más tenso. Preguntó por la salud de la niña, intentando moderar su vozarrón, pero, a pesar de ello, esta se despertó en mi regazo. Tenía aspecto de estar ya prácticamente recuperada. El hombre empezó a bromear con ella preguntándole por su novio, y al oír sus respuestas comprendimos que ella no se había dado cuenta de que estaba en mi regazo. Él le empezó a preguntar que dónde estaba yo. Todas sus respuestas nos hacían reír. Al final le hice cosquillas, y al darse cuenta de que estaba allí mismo, se empezó a reír con todo el mundo aunque un poco avergonzada. El hombre la cogió y se la llevó a la zona de la casa donde tenía sus habitaciones. Ella también le quería mucho. La pasada noche se había despertado varias veces y lo había estado llamando.
En cuanto aquel hombre se fue el ambiente se fue distendiendo y, poco a poco, con la conversación, fue aumentando el volumen de las risas. Entre otras cosas, hablamos de la fecha en que estábamos, pero mi tía y yo no nos poníamos de acuerdo en qué día era y todos los demás empezaron a escuchar con atención nuestra discusión. No había forma de convencerla. En una pared de una habitación que había al lado de la veranda asomaba un calendario que hizo uno de mis antiguos familiares. Con él se podía averiguar la fecha de cualquier año, aunque era algo que requería mucho tiempo y complejas operaciones matemáticas. Nos levantamos para corroborar nuestras respectivas opiniones con la ayuda de aquel calendario. Entramos en la habitación, y en cuanto estuvimos detrás de la puerta nos abrazamos y caímos al suelo en una convulsión, pero en seguida nos levantamos y volvimos a salir. La madre de la niña nos preguntó a qué conclusión habíamos llegado en nuestra discusión, pero justo entonces alguien se rio a carcajadas por algo, y luego se volvió a reír una vez más. Mí tía tenía la cara pálida y, si en ese momento algún recién llegado nos hubiera observado con atención, habría pensado que acabábamos de salir después de estar un buen rato juntos a solas.

Aquel día logré terminar perfectamente el trabajo que había estropeado los dos días anteriores, y volví aún más tarde que la noche anterior. Todo el mundo estaba ya durmiendo y yo también me fui a mi habitación y me acosté.
Durante el tiempo que transcurrió desde que mi tía se levantó de la cama en la habitación de arriba y se acercó a mí, hasta el momento en que nos encontramos en la habitación del calendario, no me planteé siquiera qué era lo que ella sentía al respecto; ni siquiera pensé que quizá le diera igual. A pesar de ello, pensé en matarla. Durante toda la noche mis sentimientos fluctuaron constantemente entre el remordimiento, la atracción física, y el deseo imperioso de encontrarme a solas con ella. Al final, me levanté por la mañana sin haber conseguido dormir. En ese momento me invadía el remordimiento; por eso cuando la primera holgazana que se levantaba por las mañanas me dijo que por la noche había venido el hermano de mi tía a decirle algo y que ella se había marchado con él, en el estado de somnolencia en el que me encontraba, no me sentí afectado, simplemente lamenté no haber podido pedirle perdón.
Cuando les dije a mis familiares de más edad que quería vivir por mi cuenta, les costó entender que me hubiera cansado de mi acomodada vida. A pesar de que no pude dar ninguna respuesta convincente a las numerosas preguntas que me hicieron, al final conseguí que lo aceptaran ya que todos ellos me querían mucho. Al ver los preparativos que hicieron para mi partida me di cuenta de lo cómodo que me encontraba en aquella casa con ellos, y me sentí un poco molesto conmigo mismo. Unos días antes de mi partida, me regalaron una piedra en la que había grabados nombres sagrados, para que la llevara colgada al cuello. Era una herencia familiar que llevaba con nosotros muchas generaciones. Eso hizo que me sintiera aún más molesto, así que me la quité a escondidas y la guardé en el baúl de ropa vieja en el que siempre había estado.
Mis familiares de más edad se despidieron de mí de una forma muy contenida, y cuando salí de casa, aquellas voces que me acompañaron hasta más lejos fueron las de las extrañas mujeres rogando que volviera sano y salvo.
Me resultó difícil vivir por mi cuenta, pero al final, pude recurrir al nombre de mis mayores, y de ese modo ellos, sin hacer nada, ni darse cuenta siquiera, lograron que pudiera valerme por mí mismo. Conseguí un trabajo relacionado con la inspección de casas. Al principio estaba convencido de que no me iba a ir bien ya que en aquella época toda casa que no fuera la mía no me parecía más que un montón de materia inerte o de plantas marchitas. A veces sentía animosidad hacia ellas, otras me parecían juguetes feos, y otras me quedaba contemplándolas durante un rato como si fueran niños tontos que quisieran ocultarme algo. Quizá esa fuera la razón, aunque no sabría decir cuándo ni cómo comenzó, de que las casas empezaran a cobrar vida ante mí.
Al principio, no sentía el más mínimo interés hacia las personas que las habitaban. Sin embargo, en cuanto veía una casa, era capaz de determinar el tiempo que había transcurrido desde su construcción, qué reformas había sufrido, cuándo se habían realizado estas, y cómo transcurría el tiempo en su interior. Estaba convencido de que el tiempo no discurría de igual manera en el exterior de una casa que en su interior. Asimismo estaba convencido de que podía transcurrir de forma diversa en las diferentes partes de una misma casa. Por eso la decadencia de una casa y la estimación que yo hacía del tiempo de vida que le quedaba normalmente no guardaba relación alguna con su aspecto visible. No obstante, no se pudo comprobar la veracidad o falsedad de ninguna de mis estimaciones ya que la valoración aproximada de la vida restante de una casa, era mucho mayor que la del tiempo que me quedaba de vida.

En cierta ocasión, me hallaba delante de una casa y me pareció que la puerta estaba cerrada como si se estuviera tapando el rostro con las manos por miedo o para protegerse, o porque se avergonzaba de algo. No pude adivinar nada acerca de ella; por ello, cuando entré me quedé mucho tiempo observando con atención todos y cada uno de los rincones, las paredes, las puertas, el suelo y el techo. Tras pasar prácticamente todo el día allí, regresé sin llegar a ninguna conclusión y estuve toda la noche pensando en ella. Repasé mentalmente la inspección que había hecho, y recordé todo aquello que había visto. Finalmente, llegué a la conclusión de que en esa casa había una zona en la que se sentía miedo, y otra en la que sentía que algún deseo desconocido estaba a punto de realizarse.
Al día siguiente me hallaba delante de otra casa. La puerta también estaba cerrada, pero esta vez me pareció que me miraba fijamente a los ojos de forma descarada. Al cabo de un rato entré en ella y la recorrí. En una de las estancias sentí que el miedo se apoderaba de mí. Entonces me quedé esperando a que surgiera la otra sensación, y cuando estuve en otro punto de la casa noté que se iba a cumplir algún deseo intenso pero desconocido.
Me sorprendió que no hubiera reparado en ello hasta entonces. Volví a algunas de las casas que ya había inspeccionado varias veces, y en todas ellas encontré una zona de temor y otra de deseo. No había ninguna que careciera de estos lugares, ya fuera nueva o antigua, o fuera una entre cientos iguales. Descubrir esas zonas de temor y de deseo se convirtió en mi pasatiempo, un pasatiempo que empezó a afectar a mi trabajo, pues estaba convencido, sin justificación alguna, de que no era posible hacer una estimación de la vida de aquellas casas que poseían estos lugares. Finalmente, tras verme muy afectado y pensar que me había vuelto idiota o loco, decidí abandonar aquel pasatiempo, pero dado que mi trabajo consistía en inspeccionar casas, aunque no intentara descubrir estas zonas terminaba sabiendo dónde se hallaban. No obstante, traté de interesarme menos por ellas, pero justo entonces vi una en la que la zona de temor y la de deseo se hallaban en el mismo sitio.
Permanecí de pie en ese lugar durante mucho rato, intentando reconocer si aquello que sentía era temor o deseo, pero fui incapaz de lograrlo. En esa zona, el deseo era temor, y el temor, deseo. Permanecí tanto tiempo allí de pie, que la dueña creyó que me pasaba algo. Era una mujer joven, y en ese momento, aparte de nosotros dos, no había nadie más en la casa. Se acercó para mirarme atentamente y me di cuenta de que esa zona de miedo y deseo también le estaba afectando a ella. Me cogió de las manos y con una especie de extraño atrevimiento recatado me aconsejó que descansara en la habitación de enfrente. Yo le dije que me encontraba bien, y después de hablar con ella de diversos asuntos relacionados con los negocios, me marché. Sin embargo, quizá fuera a partir de ese día cuando nació mi interés por las personas que habitaban las casas, y al cabo de un tiempo, no podía pensar en una cosa sin la otra. Es más, a veces, me parecía que las dos cosas eran una sola, ya que sentía el mismo interés por ambas.

Ese interés acentuó más aún mi atención hacia las casas. Ahora, con sólo mirar someramente una casa, sabía cuáles eran las zonas de paso más comunes y las que menos, las usadas o las abandonadas. Sabía hasta qué parte de la casa llegaría el sonido de una voz que se emitiera desde cualquier otra parte de ella, y con qué intensidad lo haría. Después contemplaba con atención cada estancia. Las recorría todas y adivinaba qué partes se veían y qué partes quedaban ocultas desde cualquier rendija de las ventanas y de las puertas y desde cualquier tragaluz. En todas las habitaciones encontraba siempre alguna parte que no se podía ver desde ningún tragaluz ni ninguna rendija. Para determinar qué parte era esta, me ponía de pie en medio de la habitación y pintaba mentalmente toda la habitación de negro; a continuación, pintaba de blanco con mi mirada todas aquellas partes visibles desde alguna rendija o algún tragaluz. De ese modo, aquella parte donde al final quedaba color negro era la verdadera parte oculta de esa habitación. Excepto en los dormitorios de los niños, no encontré ninguna habitación en cuya parte oculta no hubiera espacio para un hombre y una mujer. Luego me empecé a concentrar en la imagen de esas áreas ocultas de color negro. Creaban formas muy diversas, cuyo parecido con algunos objetos era sorprendente, pero no encontré ninguna que pareciera algo completo. Todas parecían incompletas o rotas. Conseguí ver innumerables siluetas de partes ocultas. Muchas de ellas tenían formas conocidas, como por ejemplo leones, cangrejos, balanzas, y cosas así, pero todas ellas eran incompletas. Otras formaban imágenes de cosas desconocidas, pero estas formas, a pesar de ser desconocidas, también parecían incompletas y al verlas, provocaban un efecto extraño en la mente.
Un día me encontraba en la habitación exterior de un edificio recién construido, contemplando la silueta de su parte oculta. La imagen resultante me resultaba desconocida. Al concentrarme en esa forma, de repente, recordé que hacía mucho tiempo había visto una casa en ruinas cuya zona de deseo tenía esa misma forma.
Hasta entonces sólo me había fijado en los contornos de las zonas de temor y de deseo de las casas. Nunca me había fijado en qué figura formaba el espacio que quedaba entre esos dos contornos, pero ahora empecé a recordar muchas, o quizá, todas aquellas figuras, y nuevamente pensé que me estaba volviendo idiota o loco. A pesar de ello, tuve la certeza de que nadie podía contemplar las casas del mismo modo en que yo lo hacía, y como resultado se apoderó de mí la idea de que yo era el único que tenía derecho sobre sus habitantes.
No tenía una residencia fija. Recorrí muchas ciudades y cambié de casa en numerosas ocasiones. Sentía como si en cada ciudad centellearan las casas, y en cada casa, las mujeres, y como si todas aquellas mujeres estuvieran a mi alcance. Me insinué a muchas de ellas y muchas de ellas se me insinuaron a mí. También hubo ocasiones en las que me llevé alguna sorpresa. Por ejemplo, hubo mujeres que creí que carecían del más mínimo deseo sexual, o que eran demasiado inocentes, o que sentían aversión al sexo, y luego resultaron ser presas de esos deseos y estar dispuestas a lo que fuera para saciarlos, hasta el punto de que, en ocasiones, me sentí intimidado por sus insinuaciones. Hubo otras mujeres de las que pensé que vivían por y para esos deseos y que sólo estaban esperando que yo les hiciera la más mínima señal, pero cuando intenté insinuarme, algunas de ellas resultaron ser tan inocentes al respecto que no fueron capaces de entender mis avances. A algunas les invadió la depresión y a otras, el miedo. Una de ellas se quedó tan aterrorizada que abandonó su vida tranquila y segura, y se marchó. Era una mujer que no hacía más que recogerse su larga melena negra, y yo creí que lo hacía para atraerme hacia ella. Yo no pretendía que ella saliera huyendo, y por ello salí a buscarla. Lo único que quería decirle es que fueron sus cabellos negros los que me desorientaron, pero ella siguió escapando de mí. Quizá pensó que la perseguía como una bestia lasciva. Fui incapaz de encontrarla y sospecho que fue precisamente el miedo que sentía hacia mí lo que la mató, aunque siempre me consuelo pensando que se cayó al río accidentalmente, y que, seguramente, habría salido a flote en algún otro lugar y alguien la habría salvado.

Después de aquello dejé de insinuarme, y esperaba a que se me insinuaran a mí. Estos intervalos de espera a veces eran muy largos. Durante uno de ellos, llegué a una nueva ciudad en la que no conocía a nadie. Un día estaba paseando por el mercado principal y una mujer que estaba a cierta distancia, de pie delante de las tiendas, al verme, me hizo una señal para que me acercara a ella. Pensando que era una mujer de la calle, seguí adelante, pero entonces, me llamó por mi nombre. Me detuve, me giré hacia donde estaba y ella se acercó a mí.
—¿No me reconoces? —me preguntó sonriendo, y entonces me acordé de ella. Unos años antes habíamos sido amigos. Salvo el hecho de que era un poco mayor, no había cambiado nada.
Me sorprendió que no la hubiera reconocido, y me alegré de conocer a alguien en aquella ciudad desconocida.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté.
—Ahora vivo aquí —me dijo, y al cabo de un rato estábamos hablando con gran familiaridad. Yo no hacía más que pensar que era una mujer de la calle. No sólo no tenía ninguna experiencia con mujeres de la calle sino que tampoco sabía reconocerlas bien, así que no sé por qué ella me daba esa impresión. Seguí hablando y observándola con atención, y mis sospechas se hicieron más acuciantes. Al darse cuenta de que la observaba, su rostro se llenó de serenidad, lo cual confirmó mis sospechas. Estuvo mucho tiempo insinuándose, para lo cual se sirvió de la palabra, de la mirada y de los gestos. Anteriormente, era yo quien se insinuaba a ella. Unos años antes ya era una mujer madura; sin embargo, ahora se comportaba como si fuera una muchachita inocente, al mismo tiempo que coqueteaba. Me sentí un poco triste. Volví a observarla con atención. Seguía siendo muy atractiva, pero había cambiado mucho. Mientras hablaba con ella, me parecía que el tiempo allí, en el mercado, transcurría muy deprisa, y le pregunté:
—¿Dónde vives?
Me indicó con la mano hacia la parte posterior del mercado y me dijo:
—Si no tienes nada que hacer ahora, puedes venir y te enseño mi casa.
En aquel momento yo no tenía nada que hacer. La vez anterior nuestra relación comenzó de la misma forma, cuando ella me enseñó su casa, en la que por entonces vivía sola. Al cabo de un rato fuimos atravesando diferentes zonas del mercado. Se paró en una tienda y compró un candado grande y guardó una de sus llaves junto con este en su bolso, sujetando la otra entre el pulgar y el índice mientras hablaba con el vendedor sobre un tipo especial de candado. Después, con gran naturalidad, me puso esa llave en la mano y seguimos andando.
«Quiere que todo ocurra de la misma forma», pensé, y de nuevo tuve la impresión de que el tiempo transcurría muy deprisa.
—¿Está muy lejos? —le pregunté.
—No, ya hemos llegado —me contestó. Y giró al llegar a una calle ancha. En ese momento nos encontrábamos frente a la puerta principal, que era de madera vieja, pero recién pintada. Abrió el candado de la puerta y lo metió en su bolso, y luego abrió la puerta y entró en la casa. Yo me quedé en el umbral, y un poco después, abrió la puerta lateral contigua a la principal y volvió a salir. Tenía en la mano el candado nuevo.
—No te habrás olvidado, ¿no? —me preguntó, y se rio con ganas.
—No, me acuerdo —le dije, y cogí el candado que tenía en la mano. Ella volvió a entrar por la puerta principal. Yo corrí el cerrojo de la puerta principal, le puse el candado y lo cerré con la llave que tenía. A continuación, entré por la puerta lateral y la cerré por dentro con el cerrojo. Me encontraba en una habitación amplia en la que había algunos vasos y pequeñas hornacinas, pero en la que no había ningún mueble en el que sentarse. Salí de allí y me encontré en un jardín bastante amplio. Desde allí se veía el muro del jardín de enfrente, en el que había una ventana de una altura un poco menor a la de una persona. Mientras me acercaba a ella oí una voz que provenía del interior de la casa.
—Por allí, no; por aquí.

Me volví y vi que al lado del extremo del muro, detrás de dos o tres árboles pequeños había una veranda, en la que estaba ella. Fui hacia allí y me senté en un takht. A mis espaldas había una puerta. Ella la abrió y entramos en una habitación donde había una cama y otros objetos domésticos colocados ordenadamente. Se sentó en la cama con aspecto de estar cansada y yo me senté en una silla.
—Entonces, ¿vives sola aquí? —le pregunté.
—¿Sola?… Bueno, como si lo estuviera. En realidad, aquí también vive una señora mayor a la que conozco.
—Y ahora, ¿dónde está?
—No lo sé. Hace unos cuatro o cinco días, de repente, comenzó a llorar. Estuvo toda la noche llorando a escondidas. Al día siguiente, conseguí que me dijera que no hacía más que acordarse de una casa. Después, de repente, se empezó a acordar de la casa de su niñez. Hizo el equipaje a toda prisa, y ese mismo día se marchó. Cuando vuelva te la presentaré.
—¿Y para qué quiero yo conocer a una vieja llorica?
—No, pero si también es muy divertida. Habla tan bien de su marido que…, y cuando te cuenta la historia de cómo la pegaba su marido, te mueres de la risa.
—Pues yo no quiero morirme de risa por culpa de una vieja —le dije, y salí de la habitación. Ella también salió.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Me gustaría ver la casa —le respondí. Y salí al jardín.
—Pero, si no hay nada que ver —dijo—. No hay nada más que esta veranda, el dormitorio, y la otra habitación de fuera; el resto se derrumbó.
Nos encontrábamos a cierta distancia de la ventana del muro del jardín. Recorrí el muro con la mirada. Se veía claramente que era una casa grande que habían dividido en dos con esa pared.
—¿Quién vive allí? —le pregunté.
—No sé —me contestó—, a lo mejor no vive nadie.
En ese momento nos hallábamos de pie cerca de la ventana. Estaba hecha de modo bastante tosco con unos cuantos tablones de madera colocados verticalmente. Sobre ambas hojas, había clavada una tabla en diagonal, que hacía que la ventana quedara firmemente cerrada. Me puse a golpear la tabla suavemente con los dedos y de repente, sentí como si la tierra temblara bajo mis pies. Abracé por la cintura a aquella mujer y la atraje hacia mí. Ella se quedó un poco asombrada. Yo mismo me quedé asombrado. Sin dejar de sujetarla, retrocedí unos pasos, y luego la solté.
«De modo que en esta casa la zona del deseo está aquí», pensé, y acto seguido, me aproximé bastante a la ventana y me giré hacia aquella mujer. Ella me miró y sonrió.
—¡Te has vuelto un Don Prisas, tú! —me dijo.
La tierra volvió a temblar dos veces más, y sentí un leve escalofrío.
«Y la zona del temor, también», pensé con una melancolía infundada. Aquella mujer se encontraba frente a mí sonriendo, y había conseguido fingir excitación con la mirada. Yo permanecí un rato al lado de la ventana. Aquella zona ocupaba una franja de terreno junto a la ventana de no más de tres palmos. El resto quedaba al otro lado.
—¿Quién vive ahí?
—¡Si ya te lo he dicho antes! ¡Nadie, Don Prisas!
—Vámonos —le dije, acercándome a ella. Nos dirigimos a la veranda. Ahora sí que estaba un poco excitada. Apoyó suavemente las manos en mis hombros.
—Allí es un poco sofocante —me susurró, de modo que nos quedamos en ese mismo lugar. En ese momento evoqué nuestros antiguos encuentros, en los que su deseo sexual se trocaba en torbellino y se apoderaba de ella, y quizá hoy, en aquella casa, también estuviera fingiendo eso mismo, o estuviera demostrando que en ese momento la embargaba aquel mismo torbellino. En esa casa, o al menos en aquella parte de la casa, el tiempo transcurría incluso más deprisa que en el mercado. Empecé a sentir una especie de amor por aquella mujer que era la única persona a la que conocía en aquella ciudad desconocida.
—No has cambiado nada —me dijo en voz baja.
—Sí, con el tiempo… —le dije, y alcé la vista hacia la ventana. En la rendija que había entre el marco y las tablas noté el brillo de una mirada. En ese momento aquella mujer se empezó a deslizar entre mis brazos. Como en los viejos tiempos, había cerrado los ojos. La sujeté y volví a mirar hacia la ventana. Detrás de la rendija superior había dos profundos ojos negros que nos observaban. Me incliné hacia la mujer con la que estaba y al inclinarme vi desde otras rendijas el reflejo de un vestido rojo. Volví a mirar de reojo hacia la rendija superior. Aquellos ojos negros nos estaban mirando fijamente, pero no a la cara, sino a nuestros cuerpos. La idea de que una desconocida nos estuviera observando y pensara que yo no me estaba dando cuenta, me excitó un poco, así que aparté la vista.

Estábamos muy cerca de esa ventana. Poco a poco, me fui agachando hasta colocar la cabeza en esa franja del suelo. Tenía la vaga sensación de que estaba con una mujer y de que la tenía entre mis brazos. Mi mirada se concentró en el espacio que quedaba debajo de la ventana, desde el cual se veía un pie. Si no fuera porque su dedo gordo no hacía más que moverse, habría pensado que era una estatua de cera blanca. Detrás del pie, a una distancia que no pude determinar, se veía un arco de madera oscura y un pedestal. Sobre el pie se reflejaba el rojo del vestido.
Sentí el aroma nuevo de un cuerpo femenino mezclado ligeramente con un olor antiguo.
Volvió a levantar el dedo del pie y vi que en él llevaba atado un cordel largo de color negro, cuyo extremo no sabía dónde estaba. Si hubiera querido podría haber alargado la mano y tocarlo, y puede que hiciera un pequeño amago, pero la mujer que estaba conmigo me cogió las dos manos, entreabrió un poco los ojos, y luego los volvió a cerrar. Quizá sentía que no le estaba prestando demasiada atención, por lo que me concentré más en ella. Después de un rato, mientras se arreglaba los cabellos me dijo:
—No has cambiado nada.
Yo miré hacia la ventana. Al otro lado, ya no había nadie. Empecé a pensar que quizá ella hubiera planeado toda esa escena para una amiga suya. Me quedé traspuesto un rato. De repente, me volví y la miré fijamente, pero sus ojos sólo reflejaban una necia satisfacción.
—Tú tampoco has cambiado —le dije, y me separé de ella y fui a la veranda.
Me encontraba con ella prácticamente todos los días en aquella casa.
«Hasta que la señora no regrese, esta casa es tuya», me dijo el primer día, de modo que yo empecé a considerarla así, e iba allí siempre que quería. Si la puerta principal estaba cerrada por dentro, llamaba, y ella venía y me abría. Charlábamos durante un rato, y después me levantaba y me iba. Si la puerta principal estaba cerrada con candado, lo abría con mi llave, entraba y luego salía por la puerta lateral. Cerraba con candado la puerta principal, volvía a entrar por la puerta lateral y cerraba el pestillo por dentro. A veces nos encontrábamos en la veranda y otras en la habitación, y ese día terminaba volviendo tarde a casa. Al cabo de un tiempo, me empecé a encontrar la puerta principal cerrada por dentro y tenía que llamar a la puerta. Ella me abría y pasábamos el tiempo contándonos historias interesantes, y luego yo regresaba.
Un día estuve llamando a la puerta principal durante un rato hasta que me di cuenta de que estaba el candado puesto. «Me he acostumbrado a llamar a la puerta», pensé, y abrí el candado y entré. Salí por el lateral, puse el candado en la puerta principal, y después cerré tras de mí, dirigiéndome a la veranda. Ella no estaba allí, y el pestillo de la puerta de su habitación estaba cerrado por fuera. Ya me había ocurrido alguna vez al principio que ella llegaba un poco después que yo. Abrí la puerta de su habitación y me acosté en su cama. Permanecí allí durante un rato, adormilado. Finalmente, salí de la habitación y fui al jardín. El sol se estaba ocultando y estaba a punto de anochecer. Me sorprendió que la hubiera esperado durante tanto tiempo. A pesar de ello, seguí esperándola un poco más y luego salí por la puerta lateral. Abrí el candado de la puerta principal y volví a entrar. Cerré la lateral por dentro y cuando me estaba dirigiendo a la principal me detuve y fui hacia la veranda. Al llegar, abrí la puerta de la habitación y, una vez dentro, cambié la posición de la cama.

«Tiene que saberlo», pensé, y después cerré la puerta de la habitación y salí al jardín. Cuando me estaba dirigiendo a la entrada principal, sentí algo y me detuve. Giré la cabeza muy despacio y miré hacia la ventana. Vi como esos ojos negros me miraban a los ojos a través de la rendija superior. Volví la cabeza hacia la puerta principal.
«Tenía que haberlo sabido», pensé nuevamente con una melancolía infundada, y me di la vuelta dirigiéndome lentamente a la veranda. Entré en la habitación y volví a colocar la cama en la posición anterior. Salí al jardín y fui al extremo del muro contiguo a la veranda. A continuación, me fui aproximando a la ventana caminando pegado al muro. Al llegar a ella me agaché hasta que casi toqué el suelo con la cabeza. Por el espacio inferior podía ver aquel pie como de cera blanca. Ese día también tenía el cordel negro atado en el dedo. A pesar de que estaba completamente inmóvil me pareció que se movía hacia atrás. De repente, saqué la mano por la abertura inferior y cogí el cordel negro y me lo enrosqué en dos dedos de la mano dándole varias vueltas. Ella intentó echar el pie hacia atrás pero yo tiré del cordel con todas mis fuerzas hacía mí. Ahora tenía la mano entre su pie y mis ojos, y podía observar el cordel que tenía enroscado en los dedos. Era de seda muy fuerte, y sentía como si estuviera a punto de cortarme los dedos y se me fueran a caer. Le di dos o tres vueltas más hasta que mi mano quedó junto a su dedo gordo.
El cordel me hacía tanto daño que no me dejaba pensar. Cuando me aproximé desde la veranda hacia la ventana, decidí insinuarme, pero ahora no sabía qué era lo que tenía que hacer, y aquel cordel me estaba cortando los dedos. La oscuridad de la noche descendió ante mis ojos como un velo negro. A pesar de que el cordel me estaba haciendo mucho daño logré pensar algo, y lo primero que pensé fue que yo no era el único que sufría. En comparación con mi mano masculina, aquel pie delicado y femenino parecía aún más suave, y ese mismo cordel que me estaba cortando los dedos también anudaba el suyo. Se lo acaricié despacio y con los otros dos dedos que tenía libres recorrí su pie. Era mucho más suave de lo que había imaginado y en ese momento estaba frío como el hielo, sin embargo, sentí cómo bajo su piel delicada fluía la sangre.
Ya había anochecido completamente y a duras penas distinguía la silueta borrosa de los pequeños árboles situados frente a la veranda. «Le estoy haciendo daño», pensé, y de repente me di cuenta de que, excepto la primera vez, no había vuelto a tirar del cordel hacia mí. A pesar de ello, no hacía más que pensar que le estaba haciendo daño. Desenrosqué dos o tres vueltas del cordel, levanté la otra mano y toqué la ventana a tientas. Intenté incorporarme apoyándome con fuerza en la tabla que estaba clavada en diagonal, pero se desclavó y me quedé con ella en la mano, y en ese momento se me soltó el cordel de los dedos. Apoyé las manos en la ventana e intenté recuperar el equilibrio, pero como ya no había nada que fijara las tablas, se abrieron los dos batientes y me encontré al otro lado de la ventana. En medio de aquella oscuridad pude entrever el contorno del arco de madera y una sombra que se aproximaba lentamente hacia él
Seguí a esa sombra hasta que en la profunda oscuridad del arco dejé de verme a mí mismo.

Aquella fue mi primera experiencia en la oscuridad total. Tras atravesar el arco, seguí caminando un poco, pero al cabo de un instante mis pasos se empezaron a detener por sí solos. Intenté caminar en una y otra dirección, pero como estaba muy oscuro, me detenía, y al final perdí totalmente el sentido de la orientación y no sabía siquiera dónde estaba situado el arco. Lo único que sabía era que me encontraba en una casa desconocida con una mujer desconocida, y tenía la certeza de que estábamos solos. El hecho de haber estado tantas veces antes en muchas casas con distintas mujeres había provocado que se me desarrollaran los sentidos como los de los animales, y en ese momento, de pie en medio de aquella oscuridad, me sentía exactamente como un animal que estuviera aguzando sus cinco sentidos para orientarse. Respiré profundamente. Estaba seguro de que aquí también sentiría ese olor especial de las casas viejas que distinguía desde fuera, pero no fue así. Aunque sabía que iba a ser inútil, forcé la vista de tal manera que mi rostro debía tener un aspecto terrible, pero seguí siendo incapaz de orientarme en aquella oscuridad. Desde el momento en que me enrollé el hilo en los dedos dejé de percibir sonido alguno. A pesar de ello, hice algún intento infructuoso por escuchar algo. Me di cuenta de que ya llevaba un buen rato aguzando mis sentidos cuando, de repente, sentí que en ese mismo instante estaba pasando por debajo del arco. Justo en ese momento dos manos suaves rozaron las mías y yo las agarré con fuerza y tiré de ellas hacia mí.
Al cabo de un rato dejé de sujetarlas con tanta fuerza, y mis manos recorrieron sus caderas, sus codos y sus brazos hasta llegar a sus hombros, y de allí ascendieron hasta su cara. Estaba intentando adivinar cómo era, pero lo único que pude descubrir fue que tenía unas pestañas largas y densas. Fui recorriendo su cuerpo con las manos, descendiendo desde su cuello hasta llegar a sus pies y acariciar sus talones y sus dedos. Cuando finalmente toqué el suelo con la cabeza, di un ligero tirón al cordel que tenía atado en el dedo del pie y me levanté. De nuevo tenía sus manos suaves entre las mías. La presión de sus palmas aumentó, y por primera vez en aquella oscuridad mis manos fueron capaces de percibir colores. Dos palmas blancas cubiertas de intrincados diseños rojos fueron ascendiendo desde mis manos hasta mis muñecas, de mis muñecas a mis codos y de mis codos a mis hombros, hasta que cubrieron mi rostro. Sus pulgares, cuyos extremos estaban completamente pintados de rojo, se deslizaron por mis mejillas y al llegar a mi garganta se detuvieron. Sus dedos acariciaron ligeramente mi cuello tres veces y luego sus palmas se volvieron a detener en mis hombros y permanecieron allí un rato. A continuación, fueron palpando toda mi ropa lentamente hasta llegar a mis pies, y después, desaparecieron durante unos instantes en aquella oscuridad, para volver a apoyarse nuevamente sobre mis hombros. Recordé aquel antiguo aroma que sentí el primer día mezclado con el aroma a cuerpo femenino. Era uno de aquellos aromas tan antiguos como el mundo, que existía ya antes de que existieran las flores y que provocaba, al inhalarlo, que se empezara a recordar aquello que se había olvidado. Sin embargo, esta vez no recordé nada que hubiera olvidado sino que olvidé aquello que recordaba.

La presión de aquellas manos sobre mis hombros aumentó, luego disminuyó, y después volvió a aumentar, para posteriormente, desaparecer. Entonces, sentí a un mismo tiempo el contacto de todo su cuerpo femenino. Me di cuenta de que me encontraba en la oscuridad con una mujer que al menos una vez me había visto a plena luz del día con otra mujer. También me di cuenta de que estaba forzando mucho la vista inútilmente, de modo que cerré los ojos. Sabía que no habría ninguna diferencia, y efectivamente, no la hubo hasta mucho más tarde. Sin embargo, en ese momento en que me olvidé de la existencia de mis ojos, vi cómo me hundía lentamente en un lago de agua transparente y en el fondo de aquel lago vislumbré las ruinas de un templo. Abrí los ojos, y al ver que todo estaba completamente oscuro, me tranquilicé. Volví a recordar que junto a mí, en medio de aquella oscuridad, había una mujer. Mi respiración sintió la fogosidad de su cuerpo. «Está envuelta en un torbellino», pensé, y volví a cerrar los ojos, tanto que a pesar de intentarlo, no pude abrirlos. Volví a ver otra vez aquel lago de agua transparente. Las ruinas del templo se estaban elevando y se acercaban a mí, tanto que las rozaba con el pie, pero, a pesar de ello, no las sentí. Mientras estaba sumido en su contemplación, las aguas transparentes se oscurecieron y las ruinas desaparecieron.
No sé cuánto tiempo tardé en abrir los ojos. En el lugar en que yo me encontraba seguía reinando una profunda oscuridad, aunque a un lado pude vislumbrar el contorno borroso del arco, más allá del cual comenzaba a despuntar el alba. En esa oscuridad percibí, palpándolo de los pies a la cabeza, ese cuerpo que yacía allí, completamente inmóvil. Durante un rato mantuve mis palmas sobre las suyas, esperando sentir su transpiración, pero estas permanecieron secas y frías. Sin embargo, mis manos volvieron a sentir el tacto del intrincado dibujo rojo de una de las suyas. El dibujo tenía la forma de algo desconocido. Me concentré intensamente en esa forma, y tuve la certeza de que era la zona de temor de alguna casa, y también la zona de deseo de alguna casa, y también la zona oculta de alguna habitación. Intenté recordar dónde y cuándo había visto antes aquella forma, pero después pensé que, aun siendo desconocida, parecía totalmente completa, por lo que me tuve que convencer a mí mismo de que no la había visto anteriormente. Intenté sin éxito arrebatar aquel dibujo de su palma, y después, lo toqué con la frente y salí del arco. La ventana parecía una mancha negra. La atravesé y llegué al otro lado.

Cuando estaba atravesando el jardín en dirección a la puerta principal, en los pequeños árboles que había frente a la veranda empezaron a piar los pájaros de la mañana y en la veranda tosía una mujer mayor.
No dejé de hablar repentinamente. Al principio, ni siquiera me di cuenta de que estaba dejando de hablar, ya que anteriormente tampoco hablaba mucho. En realidad, empecé a pensar mucho. Después de volver de aquella casa estuve durmiendo durante dos días seguidos, y soñé que pensaba. Cuando me desperté seguí pensando. Lo primero que pensé fue que había pasado aquella noche únicamente con la ayuda del tacto. No sólo todo aquello que experimenté fue gracias a él, sino que quizá todo ello no fuera más que otro aspecto del mismo. Sin embargo, no eché nada en falta y, excepto los primeros instantes, el resto de la noche pensé que mis cinco sentidos estaban satisfechos.
No sentía la más mínima curiosidad por aquella mujer, y eso me asombraba. Intenté forzarme a pensar en ella, pero mi mente rechazó cualquier pensamiento sobre ella. Estuve unos días luchando contra mi mente y finalmente tuve que darme por vencido. Lo único que saqué en claro de aquel encuentro fue que aunque la viera de cerca, no la reconocería. Sin embargo, ella sería capaz de reconocerme inmediatamente en cualquier otro lugar. No obstante, esta idea ni me inquietó ni me tranquilizó, así que acepté que era una realidad destruida e inerte y dejé de pensar en ella. Entonces me di cuenta de que también había dejado prácticamente de hablar.
No he hecho ningún voto de silencio, pero no veo la necesidad de hablar gracias a estas personas tan amables de esta casa que me vieron en alguna parte, me reconocieron y me dijeron que nuestras familias estaban unidas por antiguos lazos. Ellas me trajeron aquí y me dieron la opción de elegir en esta casa tan grande el lugar que quisiera para quedarme. La recorrí varias veces, y se alegraron mucho de que me gustara la parte que se hallaba prácticamente vacía.

Mi cama está justamente encima de la zona de temor. En esta casa no he encontrado la zona del deseo, pero como eso es imposible, creo que aquí el temor y el deseo están en una misma zona, que es justo la que yo ocupo.
Un día a media noche empecé a recorrer mi habitación y mi mirada se detuvo sobre aquella zona. Me di cuenta de que creaba una figura negra. Esa figura tenía una forma desconocida pero completa. Me quedé contemplándola durante mucho tiempo. Después observé la habitación desde todas las rendijas, tragaluces, puertas y ventanas. La pinté de blanco con la mirada y esa figura quedó sin pintar de blanco.
«Es la figura de la parte oculta», pensé, y en ese momento, empezaron a piar fuera los pájaros de la mañana. Estaba seguro de que si me concentraba un poco recordaría dónde había visto antes aquella figura, pero había prometido que no iba a volver a hacer esfuerzos mentales. A partir de ese momento dejé de hablar definitivamente.
Desde el día en que me presentaron a mi cuidadora, coloqué mi cama de tal forma que una parte quedara un poco más allá de aquella zona. Ella se sienta sobre esa parte de la cama, y yo la contemplo. Soy consciente que de ese modo la estoy protegiendo a ella y también me estoy protegiendo a mí mismo.

2 comentarios:

  1. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto. Además me ha parecido muy erótico pero a la vez muy sutil. Dice sin decir. Últimamente comento mucho que estoy perdiendo memoria y no recuerdo cosas de mi infancia y juventud, pero este relato me ha hecho recordar mi primeros escarceos y juegos amorosos de juventud.
    Gracias.

    ResponderEliminar
  2. Es un texto con unos dobles sentidos (o no tan dobles) que en una primera lectura quizás cueste trabajo encontrar. Un relato costumbrista aderezado con ciertos tintes fantásticos, eso sí, los justos. Gracias a ti por comentar en el blog, Martín. Un saludo.

    ResponderEliminar