jueves, 5 de diciembre de 2019

El Mercader de Venecia

"El mercader de Venecia" es una obra teatral escrita por William Shakespeare entre los años 1596 y 1598, que no se publicó hasta 1600. Su principal fuente es la «Primera Historia del cuarto día» en Il Pecorone (1378), una colección de historias de Giovanni Fiorentino. Otras fuentes son el Zelauto, de Anthony Munday (contemporáneo y amigo de William Shakespeare), y las Gesta Romanorum.

Bassanio, un veneciano que pertenece a la nobleza pero es pobre, le pide a su mejor amigo, Antonio, un rico mercader, que le preste 3000 ducados que le permitan enamorar a la rica heredera Porcia. Antonio, que tiene todo su dinero empleado en sus barcos en el extranjero, decide pedirle prestada la suma a Shylock, un usurero judío. Shylock acepta prestar el dinero con la condición de que, si la suma no es devuelta en la fecha indicada, Antonio tendrá que dar una libra de su propia carne de la parte del cuerpo que Shylock dispusiera.

Por voluntad de su padre, Porcia debe casarse con aquel pretendiente que escoja de entre tres cofres (uno de oro, otro de plata y un tercero de plomo) aquel que contenga el retrato de ella. Bassanio elige el tercero, que es el correcto y se compromete con Porcia. Ella le da un anillo como muestra de amor, y le hace prometer a Bassanio que no se lo quitará. Lo mismo hace Nerissa, criada de Porcia, con Graciano, un amigo de Bassanio.

Los barcos de Antonio se hunden y la deuda no se paga. Shylock reclama su libra de carne, exigiendo que sea de la parte más próxima al corazón. Tal situación desemboca en un juicio presidido por el Dux de Venecia, al que asisten Porcia disfrazada de abogado y Nerissa de ayudante. Porcia da la razón a Shylock y admite que este, por ley, puede cobrarse la libra de carne. Sin embargo sólo puede ser carne, y por lo tanto no puede derramar ni una sola gota de sangre. Shylock desiste de su reclamo, y pide luego el doble de lo que le debían, pero le dicen que si no accede al cumplimiento del contrato se iría preso, salvo que done todas sus riquezas. Así, el dux le quita sus riquezas, y le da la mitad a Antonio y la mitad al estado. Antonio dice que le perdona su parte si se convierte al cristianismo y le da sus propiedades a su hija Jessica, que Shylock ha desheredado por haberse fugado y casado con Lorenzo, un cristiano.

El abogado y su ayudante les piden como muestra de gratitud a Bassanio y a Graciano el anillo que llevan puesto. Ellos al principio se niegan, pero terminan por entregárselo. Cuando llegan a Belmont, casa de Porcia, ambos aparecen sin el anillo, por lo que son recriminados; pero al final Porcia y Nerissa les muestran los anillos y confiesan la verdad. Además, Porcia informa a Antonio que tres de sus barcos han vuelto sanos y salvos.





"El Mercader de Venecia"
   William Shakespeare



Un Gracioso Contrato


Triste en verdad y dolorosa era la situación de los judíos en la Edad Media: odiados y menospreciados de los más, sus hermanos los cristianos hacían a su alrededor un denigrante vacio, les maldecían convirtiéndolos en tristes individuos de una raza precita. Sin embargo, a pesar de los vejámenes y violencias de que eran víctimas en casi todos los pueblos de Europa, sus negocios iban viento en popa, y no eran parte los fuertes tributos que se les imponían, para que dejaran de aumentar sus riquezas. Al judío recurrían los nobles y los grandes comerciantes en caso de apuro, y las sumas enormes que a título de intereses les exigía por las cantidades que les prestaba, venían a aumentar aquel caudal de riqueza que llenaba las áreas de los Israelitas, haciéndoles los reyes del oro.

Uno de los más ricos judíos de Venecia era Shylock; lo cual no quiere decir que viviese con gran fausto, sino antes al contrario, se trataba como un miserable, teniendo por toda servidumbre un joven bufón. Toda su familia se reducía a una niña, llamada Jésica, en nada parecida a su padre, pues así como él era avaro y de carácter melancólico, ella era alegre y pródiga, de temperamento frio, sin respeto ni voluntad alguna hacia su raza y familia, no suspirando en este mundo por otra cosa que por huir de la atmósfera de avaricia de su hogar y gozar de las diversiones y pasatiempos de que se veia privada por la severidad y misantropía de Shylock. No paraba aquí la cosa; habiendo conocido a un apuesto joven veneciano, llamado Lorenzo, le había prometido, en secreto, su mano. No esperaba, pues, sino una ocasión propicia para escaparse con su prometido, abandonando junto con su hogar, la religión de sus padres.

Shylock, a fuer de buen judío, odiaba a los cristianos; pero sentía una particular aversión hacia un opulento mercader llamado Antonio, aversión que se fundaba no solo en el aire de desprecio que observaba en el cristiano, siempre que por razones de negocio tenían que alternar, sino también (y muy principalmente) porque el cristiano prestaba sin interés, y ello naturalmente hacia bajar en Venecia el coste del dinero. Además, varias veces había Antonio rescatado con dinero de su bolsillo a pobres infelices que Shylock hiciera meter en la cárcel por insolvencia, y a menudo en publica plaza de Rialto, en presencia de los negociantes reunidos, no se recataba de censurar la avaricia y rapacidad de los judíos usureros.

Antonio, pues, había herido en lo mas vivo a Shylock: este, en su orgullo de judío (pues Shylock lo era de pura raza), y en su amor al dinero (las dos pasiones que zahiriera Antonio); volvía y revolvía en su ánimo, en los momentos que sus especulaciones le dejaban libres, las ofensas recibidas de aquél y resolvió vengarse cruelmente a la primera ocasión que se le presentase de satisfacer su antiguo rencor.

Amigo de Antonio era Basanio, apuesto y bizarro hidalgo que por su carácter generoso gastaba más de lo que su patrimonio y sus rentas podían soportar. Basanio estaba enamorado de una hermosa dama, llamada Porcia, la cual le había dado a entender, más de una vez, que correspondía a su afecto con mayor interés que al de otros que la pretendían. Animado con esto Basanio, había determinado ir a visitar a Porcia en su palacio de Belmonte, pero en su prodigalidad tenía agotados todos los recursos de que dispusiera, y en aquel momento veíase en la imposibilidad de presentarse como correspondía a un pretendiente de dama tan encopetada.

Pesaroso de no poderse poner a la altura de sus competidores, resolvió acudir, en tan apurado trance, a Antonio su buen amigo, de quien ya en otras ocasiones había recibido el apoyo necesario. Al negociante no podía sucederle cosa más agradable que hacer un favor a su amigo, y no tuvo inconveniente en poner todo lo suyo a su disposición. Desgraciadamente no disponía en aquellas circunstancias, de gran contingente de dinero efectivo, pues todo su capital lo tenía empleado en cargamentos de mercancías que navegaban por su cuenta y riesgo; permitió, sin embargo, a Basanio, que hiciese uso de todo el crédito de que disfrutaba en Venecia para cuanto necesitase y le prometió salir fiador por el hasta el ultimo maravedí, a trueque de ponerle en condiciones de presentar dignamente su demanda en el palacio de Belmonte.

Basanio, pues, fue en busca de un prestamista, y hallólo verdaderamente en la persona de Shylock, uno de los principales usureros de Venecia. Pidióle prestados tres mil ducados: perplejo estuvo al principio Shylock y no parecía muy bien dispuesto a prestárselos.

— ¿Tres mil ducados?...— dice el judío con cara de hombre que reflexiona y pesa seriamente el asunto.

— Sí, señor — responde Basanio;— tres mil ducados para tres meses.

— ¿Para tres meses?

—Sí, para tres meses — repite Basanio, — y de esta suma sale fiador, como ya os dije antes, Antonio.

— ¿Antonio fiador?...— bien,— añade Shylock con el mismo tono de voz.

— Bueno ¿es que puedo contar con vos? ¿Queréis hacerme este favor? ¿podéis darme respuesta?— insiste Basanio, no pudiendo ocultar su impaciencia.

— Tres mil ducados, para tres meses y con la garantía de Antonio...— murmura el judío, haciendo del que pesa las palabras.

— Ea, responded— replica Basanio.

— Verdaderamente la firma de Antonio vale esto— dice Shylock.

— Vaya si lo vale— afirma Basanio;— ¿hay acaso quien crea lo contrario?

— ¡Oh! no, no— responde Shylock. — Confieso que Antonio goza de crédito para esta suma y que su garantía es suficiente. Sin embargo, su fortuna en este momento no está del todo segura. Tiene un barco en camino para Trípoli; otro para las Indias: acabo, además, de saber en Rialto, que tiene un tercer barco en Méjico y que otro, el cuarto, está camino de Inglaterra, sin contar otros que andan esparcidos y diseminados por el mar. Ahora bien, hay que tener en cuenta que un barco es un conjunto de cuatro tablas y que los marineros son hombres de carne y hueso, y que así como hay ratones de tierra y ratones de mar, también hay ladrones marinos, quiero decir piratas: además, hay muchos peligros de vientos, tempestades y escollos. A pesar de todo, Antonio es solvente, y su fianza me parece aceptable.

— Podéis con toda tranquilidad aceptarla— dice Basanio.

— Eso quiero yo precisamente — replica el judío con una especie de gruñido— y por lo mismo deseo que reflexionéis. ¿Podría yo verme con Antonio?

— Aquí le tenéis — responde Basanio, observando que andaba por allí el negociante.

El cual, a su vez, hizo a Shylock la demanda que le hiciera Basanio y urgía al judío a que le respondiese. La hiel que se había ido lentamente depositando en el corazón del judío, reventó por fin en un acceso de ira desenfrenada, y recordando a Antonio el implacable desprecio y los insultos y desmanes de que le había públicamente colmado, díjole con aire de soberano vencedor:

— Ha llegado ya el momento en que necesitáis de mi ayuda: hoy venís a mí y me decís: «Shylock, préstanos dinero.» Vos sois quien me dice esto, vos que cuando no me necesitabais, me dabais del pie como se da a un perro al echarlo a la calle. ¿Ahora necesitáis dinero, eh? ¿qué voy a deciros? Bien podría responderos que los perros no lo tienen, que un perro no puede en manera alguna prestaros tres mil ducados. Esto es lo que debería hacer, si ya no es tanta vuestra soberbia que queráis que os diga, rebajándome como un esclavo y arrastrándome como un vil gusano: «Señor mío, el miércoles pasado me escupisteis a la cara, tal dia me arrojasteis a coces de vuestra casa, otro día me tratasteis como a un perro: por todas estas atenciones voy a prestaros tan gran suma de dinero. »

— Es que no tengo inconveniente en volverte a tratar del mismo modo y sacudirte a coces — exclamó Antonio. — Si quieres prestarme ese dinero, ha de ser no como a amigo, sino mas bien como a enemigo tuyo que soy y como tal, si el día del vencimiento del plazo no cumpliere, podrás exigir la suma estipulada, con mayor audacia.

Al oír esto, cambio Shylock bruscamente de actitud y adoptando un tono suave y meloso, declaro que nada deseaba tanto en este mundo como ganar el corazón de Antonio y hacerle su amigo.

— Voy— dijo, — a satisfacer vuestra actual necesidad y cuenta con que no acepto un céntimo de interés por mi dinero. No exijo más que una condición (y esto en broma), y es que firméis, ante notario, que si el día del vencimiento no se me devuelve el dinero, el desquite será una libra de carne que yo escogeré y que será cortada del cuerpo de Antonio en la parte de él que me plazca.

— Está muy bien, a fe mía— dijo Antonio.— Yo firmare este contrato y además confesare que he hallado por fin un judío desinteresado.

— Guárdete Dios de firmar semejante contrato— saltó Basanio, estremecido de horror ante la idea de tan dura condición.

—No hay para qué temer— amigo mío,— repuso Antonio. No habré de pagar ciertamente el desquite. Dentro de dos meses, o sea un mes antes del vencimiento, he de cobrar el triple de esta suma, con que ya ves si he de preocuparme por lo que pueda exigirme ese judío.

Shylock apoyo la seguridad de Antonio, diciendo:

— Después de todo, si en el día fijado no pudiese tener mi dinero, ¿qué ganaría yo con exigir el desquite? ¿Acaso podría yo sacar de una libra de carne humana el provecho que saco de una libra de carne de buey, de cabra o de carnero?

—Sí, Shylock, sí; voy a firmar este contrato— dijo resueltamente Antonio.

Basanio, por su parte, aunque horrorizado al pensar en lo funesto de aquel trato, comprendiendo que era inútil oponerse a la resolución de su amigo, no dijo una palabra más.




Los Tres Cofrecitos



Porcia, la dama a cuya mano aspiraba Basanio, era heredera de una inmensa fortuna, pero el testamento de su padre encerraba una rara cláusula. La heredera no era libre de escoger marido. El testador había ordenado que, llegado para la joven el tiempo de contraer matrimonio, se preparasen tres cofrecitos, uno de oro, otro de plata y el tercero de plomo: en uno de los tres había que encerrar el retrato de Porcia, y el pretendiente había de escoger: el que tuviese la fortuna de dar con el cofrecito que encerraba dicho retrato, obtendría la mano de la joven.

Tanto se había propagado la fama de este excelente partido, que venían pretendientes de lejanas tierras y en gran número, pero veían sus ilusiones fallidas ante aquella extraña condición, que se convertía en grillete para la desdichada Porcia. Su doncella Nerisa procuraba consolarla, recordándole la bondad y prudencia de que el difunto había dado siempre testimonio.

—Las personas virtuosas— decíale,— tienen a menudo, en sus últimos momentos, felices inspiraciones. Estad tranquila y confiada; que el pretendiente que sepa escoger, será sin duda el que sabrá amar y haceros feliz en vuestro estado.

Escuchaba Porcia las razones de su doncella, por más que no la convencían del todo; templaba, empero, algo su disgusto y daba fuerza a lo que le decía la doncella, el ver que entre todos los pretendientes, no había uno siquiera que interesase su corazón; todos le parecían ridículos y despreciables. Así se lo dió a entender a su consejera cuando, diciéndole que los pretendientes se aprestaban a regresar a sus respectivos países, replico ella:

— Muy bien harán en partir y yo me huelgo de ello, pues no he de lamentar la ausencia de ninguno de ellos. ¡Deles, pues, el Cielo un feliz regreso!

— ¿Tenéis acaso memoria, señora— añadió Nerisa, — de un veneciano, hombre de letras y de armas, que estuvo aquí en vida de vuestro padre, en compañía del marqués de Monferrato?

— Sí, sí— respondió Porcia con viveza; — era Basanio.

Y para disimular su interés, añadió en tono de indiferencia:

— Creo que este era su nombre...

— Si, señora, este mismo. Pues, paréceme que, entre todos los hombres que yo he visto en mi vida, es quizá el más digno de la mano de una mujer de valía.

— Si, ahora lo recuerdo bien, y tengo presente que más de una vez te oí alabar sus cualidades — dijo Porcia.

Mientras esto decían entró un criado:

— Señora— dijo, — hay cuatro caballeros extranjeros que desean despedirse de vuestra merced: además acaba de recibirse un mensajero del príncipe de Marruecos diciendo que su señor llega esta misma noche.

— Vamos allá, Nerisa — dijo Porcia con un gesto de burlona. desconfianza: — mucho menudean los pretendientes; apenas pasado el cerrojo despidiendo a uno, viene otro a llamar a la puerta.


En efecto, pusiéronse en hilera los tres cofrecitos, e invitóse al príncipe de Marruecos a que escogiese.

El cofre de oro llevaba esta leyenda:

El que me elija,  ganará lo que muchos desean.

Encima del cofre de plata se leía:

El que me elija, obtendrá lo que se merece.

El tercero era de plomo, y en el se leía, claro, este aviso:

El que me elija, lo da y aventura todo.

Perplejo estuvo largo rato el príncipe de Marruecos, intentando descubrir el oculto sentido de aquellas misteriosas leyendas. Atraíale sobremanera el de oro, no solo por la riqueza del metal, en la que veía el una prenda del acierto, sino por el significado que le parecían tener las palabras.

— El que me elija, tendrá lo que muchos desean... Esto es, será el privilegiado, pues tal es ella, que todo el mundo la desea, de todas partes vienen a contemplar a la bella Porcia. Además, uno de estos tres cofres guarda su retrato: ¿quién va a pensar, pues, que no ha de ser el de oro el que sirva de estuche a tan rica joya? ¿Acaso será el de plomo, ese vulgar metal?, ¿o el de plata que vale diez veces menos que el oro?

Así discurría el noble pretendiente, y decidióse al fin por el de oro, diciendo: «este escojo, dadme la llave.»

— Hela aquí — dijo Porcia, — vuestra soy, si en él hallareis mi retrato.

Abre el príncipe de Marruecos el cofrecito y ¡ah!, ¡cual no fue su sorpresa al hallar, en vez de las encantadoras facciones de la bella Porcia, un repugnante cráneo que parecía hacer mofa de su mala ventura! De una de sus vacías órbitas salía la punta de un rollo de papel, que tomó el príncipe en sus manes y en el que leyó:

Harto sabido tendrás
Que no es oro cuanto luce,
Que a la perdición conduce
Mirarme a veces no más.
En aurea tumba verás
Hormiguear el gusano.
Si en cuerpo joven, de anciano,
El juicio tuvieses, sano,
Tu elección fuera acertada;
Ahora para baldón
Tu esperanza quedo helada.

— ¡Helada, verdaderamente helada y mi ilusión desvanecida!... ¡adiós calor!.. ¡bienvenido sea el frio!..— suspiro el príncipe, reconociendo que no le quedaba ya más que hacer, sino retirarse con dignidad.

Pronto hizo su entrada el príncipe de Aragón, cuya fortuna no fue ciertamente mejor que la del de Marruecos: decidióse por el cofrecito de plata, pero no halló en el el retrato de Porcia, sino un mamarracho con ojos parpadeantes.

Aun se estaba felicitando Porcia de verle partir, cuando llego un mensajero anunciando la llegada de un joven Veneciano: por un secreto instinto comprendió Porcia quién era el que iba a entrar, y no le engañó el corazón. Era, en efecto, el sénior Basanio.

Porcia presenció las perplejidades del nuevo pretendiente muy de otra manera que las de los anteriores: esta vez sentía extrañas emociones, y en su interés por Basanio, le rogó que aplazase uno o dos días su decisión porque, de no ser afortunado, se vería privada de su amable presencia.

—No, señora;— replicó Basanio— insoportable me fuera tal tortura; — dejadme escoger sin pérdida de tiempo.

Gran fe tenía Basanio en el éxito de su empresa; solo le quedaba el temor de la indiferencia de Porcia; pero ésta le tranquilizó asegurándole que, aun en el caso de no conseguir el triunfo, tendría el consuelo de saber que para él era el afecto de su corazón.

Al ver, pues, la impaciencia de Basanio, dió Porcia orden que se retirasen todos y que se tocase la música mientras Basanio hacía la elección.

Perplejo estuvo Basanio, ni más ni menos que lo habían estado el príncipe de Marruecos y el de Aragón; largo rato contempló también aquellos tres cofres; pero fue más afortunado que sus dos rivales: sabiendo perfectamente que a menudo las apariencias engañan, pospuso el oro y la plata, y se inclino al opaco y bajo metal que más que promesas parecía contener amenazas.

— ¡Ah vil y despreciable plomo!— dijo, con acento de hombre convencido; — tu falta de brillo me conmueve más que todos los discursos. Este es para mí el cofrecillo de la fortuna y éste escojo; ¡que sea para mi felicidad!

Dicho esto, abrió Basanio el cofre de plomo y vió dentro de él, el retrato de la bella Porcia, con su frente rodeada de un marco de cabellos de oro y cuya apacible mirada parecía darle la bienvenida. Al pie del retrato había un rollo de papel con estas pocas líneas, que leyó el ávidamente:

Al que por falsa apariencia
No se deja seducir,
Cábele siempre elegir
Con arreglo a la prudencia.
Ya que es de tu pertenencia
El tesoro a que aspiraste,
No busques un más allá.
Y si te alegra el suceso,
Y tu dicha ves en eso,
 Vuélvete a tu dama ya
Y ofrécele amante beso.

— ¡Oh precioso pliego! — exclamó fuera de sí, Basanio. — Ahora, bella señora, permitidme que cumpliendo lo prescrito en estas líneas, de lo que en ellas se me encarga y reciba lo que se me otorga.


Loco de contento, no se atreve apenas a creer en la realidad de lo que ve, y no creyendo que sea un hecho, necesita la confirmación de su señora. Esta lo hace muy a gusto, no dejándole asomo alguno de duda. Ella, por su parte, con el corazón rebosante de amor y alegría, hace entrega de sí, y todos sus bienes a aquel que ella llama de allí en adelante «su señor, su dueño, su rey.»

— ¡Ved ahí esta casa, esta servidumbre, esta mujer dichosa que os está hablando— le dice; — todo es vuestro, señor, disponed de todo ello a vuestro antojo; de todo os hago donación junto con esta sortija. Guardaos de separaros de ella, de perderla o de enajenarla, pues sería el presagio de la ruina de nuestro amor.

Basanio no halla palabras para expresar la alegría que inunda su espíritu; protesta que no abandonara jamás aquella prenda del amor de Porcia; mientras dure su vida, la llevará consigo.

Su fortuna no había de limitarse a labrar la dicha para él solo, había de hacer felices a otros: al poco rato vióse venir una pareja a reclamar el permiso para casarse el mismo día que lo hiciesen el señor y su dama: el novio era Graciano, uno de los compañeros de Basanio, joven alegre, atolondrado y decidor, que le habla acompañado a Belmonte y prendándose de Nerisa, la doncella de Porcia. La suerte de los dos enamorados había dependido también de los cofrecitos, pues Nerisa habíase prometido a Graciano si Basanio obtenía la mano de su señora. A invitación de Porcia, regaló Nerisa una sortija a su novio, y, como Basanio, juró Graciano no soltarla jamás de la mano.




Venganza



En Venecia empero, la desgracia se cebaba en Shylock y en Antonio. El plazo de tres meses, fijado por el mercader para el reembolso de su crédito estaba próximo a expirar, cuando el judío fue víctima de un terrible golpe: su única hija, Jésica, fugóse con un cristiano, y no como quiera, sino cargada de dinero y joyas que hurtara de las arcas de su padre. Shylock estaba loco de ira y de dolor a un mismo tiempo: cualquiera que oyese sus extravagantes razonamientos, hubiera dudado de afirmar si sentía más vehementemente la pérdida de la hija o el robo de sus tesoros.

Embriagada Jésica con el entusiasmo de su arriesgada aventura y, falta de reflexión, derrochó pródigamente el dinero, y no respetando ni siquiera la preciosa sortija que su madre diera a Shylock al casarse y en la cual había una riquísima turquesa, diósela a un marino genovés a cambio de un mono. Shylock se desesperaba, y su corazón se laceraba al pensar en las prodigalidades de su hija: no le quedaba más que un consuelo y en él se concentraba, acariciando con frenética y salvaje alegría un plan, por desgracia muy hacedero: el mercader Antonio acababa de sufrir enormes pérdidas y reveses de fortuna; uno tras otro, todos sus barcos habían naufragado, y corría ya la fama en Rialto, que su quiebra era inevitable.

— ¡Ay de él!, ¡cómo se arrepentirá de su contrato! — exclamó Shylock. — Acostumbraba tratarme de usurero; caros le van a costar los intereses...: acostumbraba prestar dinero por galantería cristiana; ahora conocerán al judío...

— No obstante — repuso uno de los amigos de Antonio,— estoy más que seguro que, si se declara insolvente, no serás tu capaz de exigirle el cumplimiento a costa de su carne, ¿para que te serviría ella?

— ¿Para qué?, para cebo de los peces — respondió Shylock con un rugido como de tigre, — y aunque no sirviese para alimento, serviría de pábulo a mi venganza. Este villano me ha llenado de oprobio, me ha perjudicado en casi medio millón; ha tornado a chacota mis quebrantos y hecho burla de mis ganancias: no ha dejado pasar ocasión alguna de despreciar a mis colegas; ha hecho siempre todo lo posible para frustrar mis empresas, me ha restado amistades y dado alas a la malicia de mis enemigos. Y todo ¿por qué?, porque soy judío... ¿Acaso el judío no tiene ojos para ver lo que pasa?, ¿acaso es un ser diferente de los demás, sin manos, sin órganos, sin afecciones, sin pasiones? ¿Por ventura no come el mismo pan que el cristiano, no se le hiere con las mismas armas, no está sujeto a los mismos males, no se cura con los mismos remedios que todo hijo de vecino, sea cristiano, sea mahometano? ¿Somos los judíos acaso de piedra o de bronce, que no nos sintamos de los golpes que nos dais, o que no nos hagan reir las cosquillas que nos hacéis? ¿Por ventura no morimos, si nos envenenáis, y por ventura hemos de responder a vuestros ultrajes de otra manera que vengándonos? Si pues en todo somos iguales a vosotros, no nos hemos de distinguir en esto, de vosotros. Cuando un judío ultraja a un cristiano, ¿en que hace consistir este su humildad? En la venganza. Si pues es a la inversa, que un cristiano ultraje a un judío, ¿en quée ha de consistir la paciencia del judío, siguiendo el ejemplo del cristiano, sino en la venganza? Ahora es tiempo de poner en práctica la perversidad de que me dais lecciones con vuestra conducta, y mucho será que yo no aventaje a mis maestros.

La resolución de Shylock era inquebrantable como una roca, contra la cual se estrellan las mas bravas olas y la que no pueden conmover los huracanes y vendavales. Al vencimiento de la letra, hallóse Antonio en la imposibilidad de su importe; en vista de lo cual Shylock hizo detener al deudor y llevó el asunto por la vía judicial sometiéndolo al arbitraje del dux de Venecia. No valieron razones ni motivos de compasión para ablandarle, ni aun quiso aceptar la oferta de Antonio, de pagar su deuda, si podía procurarse la suma deseada.

— ¡Vano empeño, cuando lo que yo exijo es el estricto cumplimiento del contrato!... tal era la respuesta que daba Shylock.

Lorenzo, el caballero veneciano que había raptado a Jésica, tenia amistad con Antonio y Basanio: la joven pareja encontró casualmente en su fuga a Salerio, amigo suyo, que navegaba con rumbo a Belmonte para anunciar a Basanio el desastre económico del mercader: invitado por el, embarcaron en su compañía Jésica y Lorenzo, y llegaron a Belmonte en el preciso momento en que Basanio acababa de abrir el cofrecito que le asegurara la posesión de Porcia. En toda la casa reinaba inmenso júbilo. Mientras Porcia daba la bienvenida a los novios, Salerio entregó una carta a Basanio. A medida que la leía, veía Porcia que su novio iba palideciendo: comprendió, pues, que algún terrible accidente debía haber sobrevenido, y declaró que en calidad de futura esposa tenía el derecho de compartir las inquietudes de Basanio, entonces no pudo éste menos de exponerle francamente la situación.

— ¿Es vuestro íntimo amigo quien se halla en tal apuro?— preguntó Porcia, después de haber oído de Basanio el relato de las desdichas de Antonio y el riesgo que el mercader no había dudado de afrontar por respeto a él.

—Sí; mi amigo, mi más querido amigo, un hombre como no hay otro en el mundo, un perfecto caballero y complaciente hasta el heroísmo, un hombre de honradez a toda prueba.

— ¿A cuánto asciende el crédito de este judío?

— Mi amigo le debe por mi causa tres mil ducados.

— ¿No más? — exclamó Porcia.— Páguensele seis mil y anúlese el contrato, y asunto terminado: doblad esta suma, triplicadla si fuere necesario, antes que permitir que un tal amigo pierda por causa vuestra ni un solo cabello de su cabeza. Ante todo, vamos juntos a la iglesia, dadme el título de esposa, y luego partid sin demora a Venecia al lado de vuestro amigo: a vuestra disposición pongo todo el oro que necesario sea, lo bastante para satisfacer veinte veces esta insignificante deuda... Pero, leedme antes la carta de Antonio.

La carta decía así:



«Basanio amigo: todos mis barcos se han ido a pique; mis acreedores no tienen entrañas, mi fortuna ha quedado reducida a muy poca cosa; el plazo de mi contrato con el judío ha vencido, y como quiera que mi muerte es inevitable aunque le pague la deuda, te perdonaré las que tienes conmigo si estas a mi lado, a la hora de mi muerte. Sin embargo, te suplico que obres de buena voluntad; si mi amistad no fuese bastante a hacerte venir, doy por no escrita esta carta. »



— ¡Oh amor mío! — exclamó Porcia;— daos prisa, no perdáis un momento, partid.

Celebráronse enseguida las dos bodas, y sin pérdida de tiempo se embarcaron Basanio y Graciano con rumbo a Venecia. Partido que hubieron, dijo Porcia a Jésica y Lorenzo que su intención era permanecer en el retiro durante la ausencia de su marido y que en manos de ellos dejaba el cuidado de la casa y la administración de sus dominios: después llamó a su criado Baltasar, a quien dió algunas instrucciones y le encargó que a toda prisa llevase una carta al doctor Bellario, su sabio primo, que se hallaba a la sazón en Pádua.

— Toma los papeles y vestidos que te dé— díjole Porcia — y tráemelos con la mayor rapidez posible al barco de pasaje que va a salir para Venecia; no pierdas el tiempo hablando, ve sin demora, que por aprisa que vayas, ya me hallarás esperándote en el lugar indicado. Y tú, Nerisa, ven— añadió; tengo por hacer una faena que tú no sabes. Volveremos a ver a nuestros maridos más pronto de lo que ellos se figuran.

— Y ellos ¿nos verán también a nosotras?— preguntó Nerisa.

—Sí que nos verán, Nerisa— respondió Porcia;— pero tan bien disfrazadas que no nos reconocerán: apuesto lo que quieras que cuando estaremos disfrazadas de hombre, seré yo quien representara con más propiedad el papel de mozo, y jamás hombre alguno llevo la daga al cinto con más gracia y desenvoltura que yo. Pero, vamos juntas, que yo te expondré mis proyectos cuando estemos en el carruaje que nos aguarda a la puerta del jardín. Date prisa, pues nos toca hoy hacer veinte millas de camino.




Una Libra de Carne



Un ruidoso proceso iba a verse en el tribunal de justicia de Venecia. El judío Shylock reclamaba el cumplimiento del contrato, en virtud del cual Antonio había declarado que si en el día fijado no devolvía la totalidad de la suma prestada daría, a título de gaje, una libra de carne de su propio cuerpo, que se le cortaría de cualquier miembro o parte de él a voluntad y antojo de Shylock. El compromiso era ya vencido y el judío insistía en que el contrato tuviera inmediata y puntual ejecución.

Terrible era la solución, pero inevitable: el mismo dux no pudo menos de reconocer que si Shylock seguía en su insistencia, no había efugio alguno, y conforme a todas las leyes de la republica, había que dar el gaje ofrecido. Como último recurso, solicitó el dux la cooperación del sabio doctor Bellario, llamándolo de Padua, para que le diese consejo y ayuda en aquel trance tan apurado. El tiempo, empero, apremiaba, y al abrirse la audiencia, no había comparecido aun Bellario.

Entró el dux y, tomado asiento, dirigió una mirada a la concurrencia.

— ¿Dónde está Antonio?— preguntó.

— Presente y a las órdenes de Vuestra Gracia, respondió Antonio. Luego, abandonando el sitio en que había estado sentado, rodeado de un pequeño grupo de amigos, adelantóse hacia la mesa. Aunque en aquella crítica situación no había ya lugar a auxilio alguno de parte de sus amigos, sin embargo, Basanio, Graciano y algunos otros, habían venido a dar al público testimonio de su simpatía.

Dirigiéndose entonces el dux a Antonio, expresóle cuan vivamente lamentaba verle a merced de un tan encarnizado enemigo. Respondió el mercader con gran presencia de espíritu, que, puesto que Shylock no cedía en su implacabilidad y por otra parte no había medio legal para librarle, se preparaba a sufrir con paciencia.

Llamaron entonces a Shylock, y el dux dió comienzo al proceso, haciendo antes un llamamiento a su clemencia.

— Ya todo el mundo ve— díjole el dux, — que tu objetivo no es otro que continuar tu pesada broma hasta el momento de la ejecución de la sentencia: esperamos, pues, que no pasara de broma y que al fin darás pruebas de clemencia, no sçolo renunciando al gaje, sino también perdonando una parte del crédito en atención a las enormes pérdidas y reveses de fortuna que acaba de sufrir Antonio. Judío, esperamos de tu boca una respuesta favorable.

Shylock escucho las palabras del dux impávido, inflexible y fiero: comprendió que no era la sazón mas oportuna para entregarse a un delirio furioso, y con una premeditación digna del que prevé el éxito de su empresa, había transformado su rabia envenenada en un rencor frío e impasible. Una idea fija tenía en su mente y un deseo en su corazón; hacer cumplir el contrato en todo su rigor y no había poder de palabra humana que le apartara de su propósito. Tal fue lo que respondió al dux con sosiego, pero con un acento de decisión que hacía imposible toda componenda.

Al ver la inflexibilidad del querellante ofreciósele el doble del importe de su préstamo, a lo que él, consecuente con su tenacidad, contestó:

— Aunque cada uno de los mil ducados se dividiese en cuatro partes y cada una de estas cuatro partes se convirtiese en un ducado, yo los rehusaría a trueque de persistir en la demanda de cumplimiento del contrato. Esto es lo único que puede satisfacerme.

— Y ¿cómo te atreverás jamás a esperar que se te trate con clemencia— reconvínole el dux, — si al ofrecérsete ocasión de ejercitarla, te niegas a ello?

— Y ¿qué rigor de juicio he de temer yo, si en mi conducta no obro en nada contra justicia?— replicó Shylock. — Muy cara he comprado, por cierto, la libra de carne que reclamo ahora a este comerciante; mía es, y para mí la quiero; no pido nada que no sea mío. Aquí he venido en demanda de justicia: ¿acaso no la obtendré?

Efectivamente la ley favorecía a Shylock. El dux no podía en manera alguna hacer obstrucción a los decretos del Estado; lo único que estaba en su mano era diferir el acto del juicio, y a ello se preparaba, cuando se le anunció que acababa de llegar un mensajero di Padua con unas cartas de Bellario. Dió pues orden que entrara, y se presentó Nerisa, disfrazada de pasante de abogado.

Decía Bellario que, en la imposibilidad de ir personalmente a Venecia por causa de enfermedad enviaba en substitución un joven doctor en derecho, muy entendido y docto, a quien había instruído en todos los pormenores del proceso: rogaba pues que se hiciese el debido caso de su parecer y que se tuviese en lo que valía, su prodigiosa habilidad en materias jurídicas. Advertía además al dux que no considerase al enviado como demasiado joven para negarle la confianza, pues unía a la precocidad de la juventud la madurez y prudencia de la edad provecta.

Muy acertado estuvo Bellario en hacer hincapié sobre ésto, ya que jamás se había visto a un letrado tan joven como aquel, pisar el umbral del Palacio de Justicia. Obrando con gran previsión había ocultado Porcia bajo el birrete de doctor su hermosa cabellera de hebras de oro, brillante como el sol de mediodía, pero sobresalían sin poder ocultarlas, la juventud y la belleza de su rostro: sin embargo, en su manera de tratar el asunto no se revelaba traza alguna de duda o inexperiencia. Entrando de lleno en la materia, lo primero que hizo fue dirigir un expresivo llamamiento a Shylock en nombre de la clemencia: tuvo acentos de penetrante y conmovedora elocuencia, capaces de enternecer el corazón mas empedernido; mostrando la superioridad de la misericordia sobre toda la justicia que él venía a reclamar. Shylock empero, permanecía rígido e inflexible cual si fuese una estatua de granito; oía las palabras de Porcia sin que hiciesen mella alguna en su alma. Con la misma obstinación que antes, se afirmó en su determinación.

— No exijo sino que se cumpla la ley — dijo; — reclamo la sanción y el gaje estipulados en el contrato.

—¿Acaso no está el mercader dispuesto a satisfacer su deuda? — pregunto Porcia.

— Dispuesto — respondió Basanio; — en prueba de ello ofrezco aquí, en presencia del tribunal, el doble del importe de la deuda, y si esto no bastare, yo me comprometo a pagar diez veces dicho importe: ahora bien, si ni esto es bastante a satisfacer al judío, es evidente que procede de mala fe y que no tiene otro móvil de su proceder que la maldad. Conjúroos ¡oh jueces!, a hacer algo de vuestra parte para aminorar el rigor de la ley y ceder algo de lo justo para obrar un grande acto de justicia.

—No, esto no puede ser — repuso Porcia: — un decreto establecido es inmutable, y no se puede tolerar un acto que sentaría precedente, dando lugar a numerosos abuses en la administración del Estado. Obsérvese la ley, cúmplase al pie de la letra el contrato.

— ¡Gracias al Dios de Moisés — exclamó triunfante Shylock, — que nos ha traído un nuevo Daniel para hacer justicia! ¡Oh y cuánto honor hago a tu sabiduría, aprovechado joven, que lo eres solo por los años, siendo tu prudencia digna de la edad madura!

Consternados estaban los amigos de Antonio, sin acertar a proferir una palabra. El mismo Graciano que en tan violentos tonos denunciara la salvaje crueldad de Shylock, no veía manera de continuar en su actitud. La causa parecía a todos pérdida para Antonio.

— Así pues — prosiguió Porcia, — el plazo es vencido, y el judío está en su pleno derecho al exigir el gaje: no obstante (dijo, dirigiéndose a Shylock), yo os pido de nuevo clemencia para la víctima; aceptad por saldo y finiquito el triple de lo que se os debe, ¿estáis conforme?, ¿puedo romper el documento?

— Cuando se haya cumplido según exige su contenido — respondió Shylock en tono de altivez indomable.

Antonio comprendió que ya no había esperanza y que era tiempo perdido prolongar la discusión, por lo cual dirigiéndose al tribunal suplicó en tono de impaciencia a los jueces que dictaran prontamente sentencia.

Porcia empero, a pesar de comprender que la sentencia es inevitable, lucha a brazo partido para obtener alguna concesión a favor del desdichado mercader. Por su parte Shylock, en perspectiva del triunfo, había traído un cuchillo para la libra de carne y una balanza para pesarla, pero no había pensando en traer un cirujano que curase en seguida la herida. Porcia le ruega, pues, que mande a buscar uno, aunque no sea más que por humanidad.

— ¿Acaso está estipulado en el contrato? — repuso Shylock. — Y respondiéndole que no, se niega a hacerlo: no admite la más ligera concesión; el contrato ha de cumplirse estrictamente.

Entonces Porcia, con voz clara y firme pronuncia la sentencia.— Tuya es— dice dirigiéndose a Shylock, — una libra de la carne de este mercader; el tribunal te la adjudica, la ley te la da: a la víctima se le cortará la carne de la región del pecho («muy cerca del corazón,» había estipulado el salvaje Shylock). La ley lo autoriza, el tribunal te lo concede.

— ¡Oh sabio juez!— exclama Shylock: — ¡brillante sententia!— Y volviéndose a Antonio, le dice:— Ea, prepárate.

Y haciendo sonar la balanza, precipítase sobre el mercader, cuchillo en mano, cuando se oye la voz de Porcia que dice:

— ¡Quedo!, espera un poco; hay algo que añadir.

Detiénese Shylock estupefacto: levantan los amigos de Antonio la cabeza y renace en sus corazones la esperanza. Ahora tócale a Porcia exigir el estricto cumplimiento de la ley.

— En el contrato no se había de «sangre», y sí solo de «una libra de carne». Puedes, pues, tomar lo que el contrato te garantiza; quita a tu víctima una libra de carne; pero ten bien entendido que si al cortarla derramares una sola gota de sangre cristiana, tus bienes todos serán confiscados a favor del Estado, según ordena la ley de Venecia.

— ¿Esto dice la ley?— murmuró Shylock, bufando de coraje.

—Puedes por ti mismo leer el texto de ella; — responde Porcia. Tú exigiste el estricto cumplimiento de la ley y la ejecución de la justicia; observárase, pues, la ley y se hará justicia, aun más de lo que tu quisieras.

— ¡Oh sabio juez! — exclama Graciano repitiendo irónicamente los calurosos elogios que Shylock dirigiera anteriormente a Porcia.— ¿No te parece, judío, que es éste un sabio juez?

—Si es así — replica Shylock, — déseme el triple de mi crédito y suéltese al cristiano.

— He aquí el dinero,— grita noblemente Basanio.

Pero detiénele Porcia con un gesto de gravedad, diciendo.

— ¡Poco a poco!, se hará justicia al judío: no os precipitéis, que no hay que darle sino lo que la ley le garantiza. — Y dirigiéndose al judío; — prepárate — le dice, — para cortar una libra de carne, pero ten cuidado de no derramar sangre ni de quitar ni un adarme más del peso estipulado: si la aguja de la balanza se apartare del fiel, por poco que sea, siquiera sea el grueso de un cabello, muerto eres, y todos tus bienes quedan confiscados.

— Si así es — exclama Shylock, — dadme mi dinero y dejadme ir.

— He aquí el dinero — grita Basanio, ofreciéndole de nuevo las talegas de oro. Pero Porcia le detiene.

— No — dice; — él lo ha rehusado en presencia del tribunal; no hay que darle, pues, sino lo que es de estricta justicia y lo que marca el contrato.

— ¿De manera que ni aun el importe de mi crédito voy a recobrar? — pregunta Shylock consternado.

— -No alcanzarás sino lo que te es debido para que a tu riesgo lo tomes, judío.

— -¡Pues bien, si es así, que lo salde con el diablo! — exclama bruscamente Shylock, quien, viendo desbaratados sus planes, dispónese a abandonar la sala en el paroxismo de la rabia y del despecho.

Pero no había de salir tan bien librado del lance. Había incurrido en penalidad por otro concepto, al quebrantar el decreto de Venecia que prohibía a todo extranjero atentar contra la vida de un ciudadano: tenía que pagar, pues, la pena de su crimen y, según la ley, la mitad de sus bienes se adjudicaba al ofendido y la otra mitad al Fisco: finalmente era potestativo del dux decidir sobre la vida o muerte del ofensor.

Shylock escuchaba la sentencia agobiado de pena y aterrado a la vista de un cambio de escena tan súbito y para el tan desastroso. Durante todo el decurso del proceso había él reclamado la ejecución de la más estricta justicia y exigido que se cumpliese la ley al pie de la letra, y ahora se le media con el mismo rasero con que él había querido medir a Antonio. Sin embargo, el dux de Venecia tuvo bastante clemencia para no hacer caer sobre el todo el peso de la ley y para perdonarle la vida antes que él se lo pidiese.

— En cuanto a tus bienes — dijo, — la mitad de ellos pertenece a Antonio y la otra mitad al Estado; sin embargo, si dieres pruebas de humildad, no perderás del todo la segunda mitad y te conmutare la pena por una simple multa.

— No — repuso Shylock anonadado; — quitadme la vida, quitádmelo todo, no me perdonéis nada. Me tomáis la casa, si me priváis del apoyo que la sostiene; me quitáis la vida, si me desposeéis de los medios que tengo para ganármela.

— Yo, por mi parte — replico Antonio, — renuncio a la mitad de lo que se me debe, mientras Shylock me permita hacer uso del resto, que yo me comprometo a devolver, muerto él, al marido de su hija Jésica; pero para esta atención pongo dos condiciones; una, que Shylock reniegue del judaísmo, otra, que legue en testamento todos sus bienes a Lorenzo y su hija.

— No dudo que lo hará, — añadió el dux; — de lo contrario revocaré yo la gracia que acabo de otorgarle.

— ¿Estás ahora satisfecho, judío? — preguntóle Porcia — ¿qué respondes?

¿Qué iba a responder Shylock? Frustrada su venganza, desposeído de sus bienes, obligado a renegar de sus creencias y a enajenar hasta su derecho a la vida, el pobre viejo rebosando ira y desprecio, estaba solo delante de aquella turba hostil, sin una cara amiga, sin una voz que abogase por él. Por dos veces intentó hablar y otras tantas le faltó la voz. No pudieron sus secos labios pronunciar más que estas dos palabras:

— Estoy... conforme.



Las Dos Sortijas



Aplastado, vencido, salió Shylock del Palacio de Justicia, en medio de la gritería y pitadas de la muchedumbre que había concurrido ansiosa para saber el resultado de la vista. Antonio y sus amigos rodeaban al joven doctor en derecho que tan brillantemente había llevado el asunto y le testimoniaban su sincero agradecimiento. Ofreciéronle pingües honorarios, pero él rehusó decididamente toda remuneración.

Basanio entonces le suplicó que aceptase por lo menos un pequeño recuerdo, no en pago de su defensa, sino más bien en testimonio de gratitud. Por fin, no pudiendo resistir a sus instancias, el joven doctor echa una mirada a Antonio y le dice:

— Dadme vuestros guantes, yo los llevaré en recuerdo vuestro.

Luego, volviéndose a Basanio, le dice:

— Y en prenda de cariño tomare esta sortija que lleváis.

Retrocede, al oir esto, Basanio y excusándose dice:

— Muy poca cosa es esta sortija, y me da vergüenza el ofrecérosla... Es un presente de mi mujer...

Cuanto más recalcitrante se muestra Basanio a ceder aquella sortija, tanto con mayor ahínco insiste el joven doctor, hasta que por fin cede, pero dando claramente a entender que le ofende la negativa. Entonces el mercader conjura a su amigo a que no de un desaire al que tan gran servicio le había prestado, y Basanio termina por ceder a su ruego.

— Ve, Graciano — dice, — corre a entregarle esta sortija. — Visto lo cual Nerisa, a imitación de lo que viera hacer a su señora, obliga a Graciano a cederle la sortija que de ella tenía.

Lorenzo y Jésica, que habían quedado en Belmonte, vieron con gran alegría, a su señora volver al hogar. Todo respiraba paz y ventura: la luna con sus tibios rayos, parecía querer contribuir a la placidez de aquella noche, harmonizando con los alegres sones de la música.

No tardó en regresar Basanio acompañado del mercader y Graciano: todos los corazones rebosaban de alegría y contento; pero esta felicidad vióse muy pronto interrumpida por una disputa que surgió entre Graciano y su mujer.

— ¿Ya os peleáis? — dijo Porcia; — ¿de qué se trata?

— De una sortija de ningún valor que Nerisa me había regalado — respondió Graciano, — con una leyenda vacía de sentido, por el estilo de las que los navajeros ponen en los cuchillos, por ejemplo: «Amadme y no me abandonéis.»

— ¿Qué leyenda ni qué sentido? — exclamó Nerisa; — al dárosla yo, me jurasteis guardarla hasta la muerte y llevarla con vos hasta la tumba; así, pues, si no por mi amor, por respeto al juramento hecho, debíais haberla guardado como un sagrado objeto. Y haberla dado a un escribano... ¡qué desatino!... y a un escribano que no tendrá quizá jamás pelo en la cara.

— Si no tiene ahora por su poca edad, ya echará más tarde cuando sea un hombre cabal — replicó Graciano.

— Sí, si es que alguna vez pudo una mujer llegar a ser hombre, — replicó Nerisa con aire de desprecio.

— Por mi vida te juro — protesta exasperado Graciano,— que he dado la sortija a un joven pasante del juez, un barbilampiño, un desmedrado adolescente de tu estatura, un parlanchín que me la reclamo como honorarios, y no tuve valor para negársela.

— Mucho lo siento, Graciano, os lo confieso; y verdadera mente hicisteis mal — repuso Porcia en tono de reprensión, — desposeyéndoos tan a la ligera, del primer regalo de vuestra esposa. También yo regale una sortija a mi marido, y le hice jurar que no se desprenderia jamás de ella, — (añadió echando una tierna mirada a Basanio). Presente está; yo os garantizo que ni que le ofrecieran todos los tesoros del mundo, no habían de conseguir que se desprendiese de ella. Verdaderamente, Graciano, habéis cometido una debilidad y dado a vuestra esposa un verdadero disgusto: si tal me sucediera a mí, me volveria loca de sentimiento.


Palabras fueron estas que impresionaron hondamente a Basanio.

— Más me hubiera valido cortarme la mano izquierda — se decía a si mismo desesperado, — y jurar que había perdido la sortija defendiéndome.

— Es el caso — dijo Graciano disculpándose, — que mi señor Basanio regalo su sortija al juez, a instancias de éste, y harto la merecía en verdad con esta ocasión entonces su joven actuario que había trabajado mucho copiando los documentos del proceso, me pidió la mía. Ni él, ni su amo consintieron en aceptar otro presente que las dos sortijas.

— Ahora bien, señor mío — preguntó Porcia a Basanio; — ¿qué sortija entregasteis al juez? pues no puedo suponer que fuese la que teníais de mi...

—Si yo fuese capaz de añadir una mentira a una falta — dijo Basanio, — os respondería que no; pero ya lo veis, la sortija no brilla ya en mi dedo; ha desaparecido de mis manos.

Al oir estas palabras, fingió Porcia un ataque de cólera y celos tan violentos, que no bastaron todas las razones que alegaba Basanio, para calmarla.

— ¡Ah dulce Porcia! — decía contristado; — si supieseis a quien regale yo la sortija y si pudieseis concebir por quien la di y con qué repugnancia me desprendí de ella al ver que no aceptaban de mi otro regalo que éste, estoy cierto que moderaríais la vehemencia de vuestro disgusto.

— Si hubieseis jamás conocido la virtud  de la sortija — replicó Porcia, — o alcanzado con vuestras escasas luces la mitad siquiera de lo que vale la que os la regaló y que vuestra felicidad estaba cifrada en no desprenderos de tal sortija, creedme, no hubierais cometido tamaño desatino.

Deleitábase extraordinariamente Porcia en dar matraca a su marido, y a porfía, ya ella, ya Nerisa, pusieron en grave aprieto a aquellos dos hombres antes de dárseles a conocer. Por fin Antonio, sintiendo vivamente haber sido ocasión de discordia entre los esposos, intercedió en favor de Basanio, y Porcia acabo por apaciguarse.

— Ya que vos, Antonio — díjole Porcia, — os hacéis su fiador — entregadle esta sortija, rogándole que la guarde con mayor cuidado que la otra.

— ¡Cielos! — exclamó asombrado Basanio; — si es la misma que yo di al juez...

Todo pues terminó con bien. El misterio se descubrió. Basanio y Graciano obtuvieron fácilmente perdón de su fechoría. Después, la alegría de que todos rebosaban subió de punto con las buenas noticias que se recibieron, pues supo Porcia, que tres de los barcos de Antonio que se creían haber ido a pique, habian entrado salvos en el puerto. Después de todo, la bancarrota quedaba evitada, y Antonio volvía a ser el rico y próspero mercader de Venecia.

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