domingo, 23 de febrero de 2020

El Corredor


"El Corredor"
        David Sánchez-Valverde Montero


Corro para cansar también así a mis demonios. No he hallado otra manera de agotarlos. Sé que después reavivarán de nuevo, saldrán de su forzado letargo y regresará su peso de ancla. Lo sé. Pero el cansancio del cuerpo los aturde, pues aunque eclosionen en mi mente también enraízan en la materia, en la piel, en los huesos, en las vísceras ocultas y en la sangre que los alimenta. Quedarán como yo, durante horas apaciguados; bajo la dulce derrota de los músculos, su distensión de recompensa.

Pero no es fácil: uno debe embridar el instante. Y esto no es solo una metáfora. Si el instante se te escurre quedas sin cabalgadura, la levedad se escapa y aparece toda la densidad del esfuerzo, el sudor que acompaña a las rendiciones de la mente (Pero… ¿qué hago aquí?, ¿para qué este dolor? ¿Por qué sufrir?), pensamientos y emociones intrusas que te zarandean, obligaciones y rutinas en espera, dudas existenciales, miedos antiguos, enajenaciones de la consciencia que apartan los pasos del camino. 

Hoy corro. Estoy corriendo ahora quiero decir. Desde hace pocos minutos; aún no he abandonado el barrio. Llevo años haciéndolo con regularidad, y es poco probable que antes de media hora el cuerpo emita alguna señal, alguna queja incipiente y contenida. Al poco detengo la mirada brevemente en un agitado grupo de niños: chicos y chicas mezclados, jugando a algo, corriendo entre risas y gritos, apresurándose unos a la caza de otros, el eco de su gozo me alcanza. Dos de ellos, no superarán los diez años, se detienen bruscamente junto a una fuente, beben un poco sin dejar de vigilar el espacio que los rodea, uno le moja al otro y ríen, huyen de nuevo como gorriones en fuga por una arboleda. Es verano, el cielo azul solo se adivina a trozos entre nubes de blanco guata y afortunadamente no hace mucho calor. Toda la frescura infantil remueve un poso de inocencia olvidada en mi memoria: yo también fui así, y no hace tanto, o tal vez sí, pero lo que hay en mi interior lo recuerda como si hubiese acaecido ayer. Cómo se contrae la vida con los años vividos, qué rápido se escurre cuando olvidamos que cualquier verano puede ser eterno.




      Por ahora solo lanzo las piernas hacia delante, acompaso la respiración y siento, siento el impacto de mi masa sobre la Tierra, su colosal atracción de planeta, de la que me libero en el siguiente impulso para volver a caer y emerger de nuevo. Y a cada zancada, mis pies comunican el movimiento y absorben el peso de mi materia contra el suelo; todo ese prodigio de acción y densidad asciende por la palanca de mis rodillas, alcanza las caderas y vibra en mi columna, hasta disiparse en la base del cráneo y regresar al aire. El aire que entra en mí apresurado, intercambia sostiene me alimenta y se expele con la misma premura. Y nuevamente y por fortuna, regresa, vuelve a henchirme. Soy ese aire que sustenta a la materia, que ha conquistado la consciencia y la mueve por el mundo.
      
Vamos, vamos… A ratos cuento las respiraciones, procuro abrazar con ligereza todo lo que mis sentidos ofrecen, o me limito a escuchar las presiones y roces corporales. Por pequeños lapsos de tiempo consigo sostener una consciencia sin pensamientos; o al menos no dejarme arrastrar por ellos ni tampoco rechazarlos. Así, pertinazmente aparecen entre los éteres de mi mente y después colapsan donde les place. Simplemente, aunque no parezca sencillo, dejarlos ser. ¿Quién es el que me piensa? ¿Qué entidad inocula en mí esos relatos, todas esas imágenes, el caudal inagotable de pulsiones? ¿Se trata de la propia inercia del cerebro y sus abismos: esbozar, recordar, proyectar, calcular… con el mismo ímpetu que el latido del corazón?
Menos mal que ahora un paseo arbolado me acoge. Adoro este tramo del recorrido. Aunque varíe significativamente de itinerario siempre acabo pasando por aquí: un camino cubierto de follaje casi en su totalidad. Las tonalidades del verde en la cúpula vegetal que forma el túnel resultan inaprensibles; su trazado de vereda secreta, protectora y cálida; el sonido balsámico de los pasos sobre el camino de gravilla es casi un olvido de mí mismo. Algo parecido a la felicidad me sostiene hasta el final. ¿Cómo puede entenderse la belleza; ponderar la eternidad contenida en lugares como este? Intuyo que si supiéramos que todo es magia, nada lo sería.
Al final del paseo, una cuadrilla de jóvenes se regocija apartada un poco a un lado. Alguno de ellos grita y empuja a otro, todo el grupo se ríe sonoramente. La furiosa juventud golpeaba mi pecho desde dentro en aquellos años. La energía emanaba en todas direcciones. No había mucho espacio para la prudencia ni la reflexión. Son los años en los que fuimos dioses ebrios, impulsivos, egoístas, descontrolados, poderosos, crueles, inmortales; y tan bellos… La armadura intacta todavía, no se reclamaba aún el pago por lo prestado. Y no había comenzado el desgaste, la lucha, el cansancio, el tedio. No lo echo de menos; poseo ahora cosas de más valor, pero a veces se agita en mi memoria: me veo a mí mismo dando tumbos en aquellas noches de música, tugurios, deseo y alcohol. El cuerpo ligero, invencible. El arrogante cabello que golpeaba mi frente tras cada salto enloquecido por el baile.  

      Abandono el verde y me interno en un largo tramo urbano, de amplias aceras y almas paseantes: pasos en pos de objetivos definidos, de esquivas quimeras, atesorando esquirlas de sueños congelados o huyendo de algo. Los viejos edificios que delimitan las calles parecen cajas de zapatos horadadas, tristes en su marrón gastado. Pero estos bulevares son agradables, anchos y salpicados de árboles generosos. Pasan ante mí incontables miradas, dedos nerviosos sobre pantallas digitales, bocas que hablan a nadie, oídos saturados de otros sonidos para no escuchar los propios pensamientos; manos que no saben qué hacer, cómo manejar el vacío, sujetan cigarrillos, sacuden el aire, se crispan en los bolsillos. Desheredados mendigan apoyados en las paredes, parejas de ancianos que ya no se miran, carritos de bebé, esposas extenuadas y maridos hastiados, gritos infantiles y carreras, adolescentes que vuelan sobre ruedas o vociferan en grupos. Aun así debo admitir, como casi siempre, que mi mirada no se resigna a los tonos grises, abraza también las luces: la belleza en los colores, algunas risas sinceras, los lentos pasos de un viandante que no conoce la prisa, las manos entrelazadas de una pareja, la inocencia redentora de los niños, amigos que se sonríen cuando de lejos sus ojos se encuentran; esa rutina amable, ese calor discreto, alguna clase de amor a pesar de todo. 
Venga, venga… un pie tras otro. Siento que me hallo en un momento personal de colapso, o tal vez sea el mundo el que se está descomponiendo. Quizá solo una crisis de la mediana edad en este punto del camino. Gentes, amistades gastadas, familia… todo ese calor de fantasmagoría. Amenaza de derrumbe, desencanto, resentimiento, distancia, incomprensión. ¿Dónde me lleva esta crisálida? Por momentos siento el acecho, me cerca una especie de terror; siempre el miedo en los márgenes. Se agitan así mis propios demonios, al constatar el efecto de la subyugación al miedo en las vidas de otros. No hay atajos, y mil veces se puede posponer, pero al final hay que confrontarlo todo. Llenarse de hijos, intentar cubrirse fútilmente bajo quehaceres, rutinas, convencionalismos, modos heredados; de nada sirve si el alma está inquieta.

      Viene a mi mente ahora el recuerdo de un fugaz encuentro, iluminador como las cosas breves. Hace algunos veranos mi esposa, nuestros dos hijos ya adolescentes y yo mismo, nos disponíamos a iniciar la visita a unas magníficas ruinas romanas junto a nuestro lugar de vacaciones. A pesar de que la mañana no estaba avanzada, el calor ya había comenzado a fatigar las piedras. Mis hijos renqueaban mostrando a las claras su entusiasmo por este tipo de recorridos. A los pocos metros del inicio del itinerario, pasamos junto a una pareja más joven que nosotros, que se guarecía del sol bajo las ramas de un árbol. Se hallaban sentados sobre unas piedras altas: el muchacho le ofrecía agua a un niño de unos tres años, pálido, con el cabello lacio de sudor y mofletes sonrosados; ella sostenía en brazos a una criatura de pecho. El hombre joven levantó levemente la cabeza y la mujer nos ofrendó una sonrisa preciosa: sus vidas y las nuestras se hicieron transparentes, y sé que los adultos allí presentes nos leímos los pensamientos. Saludamos nosotros con empatía que intentamos no pareciera solo compasión, y ellos acogieron el gesto viéndose a sí mismos proyectados algo más de una década en el futuro. Sé que si somos generosos, los hijos nos hacen irremediablemente mejores y solo eso merecería una vida, la suya y la propia; los hijos son capaces de despertar en nosotros potencias asombrosas. Pero la sensación de cristales rotos que queda después, a veces lacera demasiado los pasos del amor conyugal provocando una pérdida irreparable de la alegría en pareja, un desgaste que puede ser excesivo. A duras penas se atisban los restos de aquel fuego espontáneo tras el cansancio en las miradas. Recuerdo que observé en ese instante a la madre de mis hijos; supe que ella comprendía.

Enfilo la avenida que desemboca de vuelta al barrio. Mis demonios han empezado ya a pedir clemencia; mis rodillas también. Vamos… un último esfuerzo. Esquivo por su derecha a una mujer mayor; me giro levemente para mirarla. Desde atrás me ha recordado a otra mujer, fallecida hace tiempo. Entraba ella en una cafetería que yo frecuentaba: pasos cortitos y agitando el aire, siempre sonreía. ¡Hola qué tal!, y se detenía momentáneamente frente a mí o ante otros que también conocía, intercambiaba algunos comentarios prosaicos, ligeros pero de alguna manera luminosos. Apuraba después su café con prisa, no parecía saber vivir de otra manera. Cuando se marchaba, yo me quedaba con un poso dulce y un mareo sutil, como el que se instala brevemente en uno cuando han cesado las vueltas de un baile en pareja y se ha bebido un poco. En fin, sigo corriendo, un pie tras otro. Creo que hay gente que no debería morir maldita sea, y ni siquiera recuerdo su nombre.

  El cansancio ralentiza también mis pensamientos, parapeta por momentos a la mente en su estado primordial. Ya llega, ya llega, la oportunidad de hacer que la consciencia se observe a sí misma. Y al fin se abre esa mirada, que sostengo casi sin intención para que no revolotee apresurada. Aparece entonces, se libera en mi mente: la levedad. El vértigo de la levedad, sospechar que todo es fácil, soy un río y fluyo a mi hogar que espera. Veo que he vivido: todas las cosas. Solo hay que atreverse a recordar. Cuando no sea yo, seguiré siendo. Me cruzo a mi regreso con personas que se parecen a mí: diversas edades, distinto sexo, variadas apariencias. Veo entonces a mi lado a una anciana que porta el rostro, pero ajado y ceniciento, de aquella chica de la que me enamoré en el instituto. Después pasa a mi lado un carrito de bebé; en la criatura que respira dormida en su interior, se adivinan los rasgos de un viejo amigo. Reflejos, todo se proyecta en todo. Ya vuelvo a casa.
      
      He despertado… Soy otra vez el anciano postrado en una silla de ruedas. Pero puedo correr cuando lo desee, hacer lo que quiera. ¡Espera!, mis pesadas extremidades ya no descansan en el reposapiés, todo el escenario se ha deshecho como una fotografía arrojada al fuego. Me hallo sentado en uno de los anillos que circunda un planeta fabuloso. Miro hacia abajo, más allá de mis pies que cuelgan en el vacío: me invade de nuevo esa levedad; oteo en derredor y el cosmos es un abismo de luz y prodigios, colores que apenas puede soñar la imaginación. Es tan parecido… al espacio que se abre ante mí cuando cierro los ojos.
      Cuando cierro los ojos…

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