domingo, 3 de enero de 2021

El Viajero con Equipaje

 

"El viajero con equipaje"

 Jean Ferry


Durante los primeros meses del año 19… a consecuencia de unos acontecimientos aún oscuros para mí, atravesé una crisis mental absolutamente atroz de la que me costó lo indecible salir. Nunca había experimentado esa clase de problemas, con lo que su intensidad me turbó profundamente, pero tengo la certeza cenestésica de que estoy a salvo de una recaída en lo que no puedo llamar sino enfermedad.

Abrumado por diversos trabajos cuya responsabilidad compartía con amigos muy queridos que hasta entonces habría hecho cualquier cosa por conservar, me vi de la noche a la mañana absoluta e irremisiblemente incapacitado no ya para escribir una sola línea, sino para llevar a cabo cualquier otro acto libre, el que fuere. Después de privarme voluntariamente de vacaciones, pues no podía hacer otra cosa, pasé largas semanas errando por las calles del invierno no como un gandul beatífico, sino como un hombre acorralado, perseguido por los remordimientos y las preocupaciones. No me quedaba ni voluntad, ni voluntad de tener voluntad. Faltaba a las citas con pretextos absurdos, dejé en la estacada a mucha gente que contaba conmigo, a personas con quienes mantenía toda clase de relaciones, entre las cuales las de sincera amistad eran las que más me dolían. Me avergonzaba de mi increíble cobardía y, lo repito, aquellos devaneos me resultaban un tormento constante. A veces lo olvidaba todo, por muy poco tiempo, pero al momento, como la ola que rompe un dique, la torre de las desdichas que había levantado poco a poco con mis propias manos se derrumbaba bruscamente sobre mí. Hablaba en voz alta, no podía dejar de hacerlo.

Ladraba dos o tres veces una frase corta, un nombre propio relacionado con mis preocupaciones. La gente se volvía a mirarme mientras yo me maldecía refunfuñando. Es el sueño más abominable que he tenido jamás, y no era ningún sueño. 

Creo que durante todo aquel tiempo, un invisible anillo de yeso me oprimía el cráneo. Hacía un esfuerzo ímprobo por no trabajar, por inventar excusas insensatas, un esfuerzo mucho mayor del que me habría costado el trabajo mismo. Pero sentarme ante una hoja de papel en blanco (y debería remontarme más atrás aún: coger una silla para sentarme, decidirme a coger una silla, etc.) y escribir la primera palabra de una primera frase, imposible. Sabía que si escribía aquella primera palabra habría escapado a mi martirio. Durante días enteros, físicamente animado por breves oleadas sucesivas de esperanza, me vi a punto de escribir aquella primera palabra. Pero la postergaba hora tras hora, me concedía plazos que prolongaba más allá de su término, con nuevos plazos ahora sí definitivos, y me acostaba por la noche, ebrio de cansancio inútil, sin que nada hubiese cambiado, incomprensiblemente persuadido de que al día siguiente pondría manos a la obra.



Y aquello duró días y días. Se me encogía el corazón con cada timbrazo. Dejé de abrir mi correspondencia. Por la noche, enredado en sueños laboriosos, intentaba hurtarme a la Gran Persecución para volverla a encontrar, al despertar, más lacerante aún. Insisto en que sólo cabía huir, evadirme, esconderme de todo y de todos. Ni siquiera me atrevía a ir a comer a casa. Si hay alguien que se haya hundido a sí mismo aplicadamente en la pesadilla, ese alguien soy yo, Y me hundía cada día un poco más, pues con el tiempo, naturalmente, la situación no hacía más que empeorar.

Por otra parte, me sentía absolutamente vacío, incapaz de concebir otra idea que la de mi intolerable letargo. Es pura casualidad que no me volviera loco, que no me matara durante esos meses horribles. A cada momento esperaba volver a ser yo mismo y no me encontraba.

No hablaba con nadie de aquellos sufrimientos, que podían prestarse a la mofa. Hubo quien los adivinó. Un día, no sé por qué (para felicitar el Año Nuevo a mediados de febrero, creo… sí, fue para llevar a cabo ese acto insignificante, continuamente aplazado hasta aquel momento, para lo que encontré un atisbo de energía), logré ponerme ante una hoja de papel y escribir unas líneas a una encantadora mujer a quien conocía muy poco, la verdad. En el vértigo de mi desamparo, tras unas cuantas fórmulas al uso, perdí el control de mis palabras y le conté, poco más o menos como lo hago ahora, la maldición que me paralizaba. Me respondió inmediatamente y lo que me dijo fue muy propio de ella, hasta en el más mínimo detalle. En mi cielo encapotado, fue como la irisación de un misterioso arcoíris cuyos colores se hubiesen llamado belleza, confianza, encanto, amistad, elegancia, delicadeza, gracia. Me conmovió, debí de comenzar a curarme leyendo aquella carta. Pero la luz aún quedaba lejos.

Seguía vagando por la ciudad. Mis únicas distracciones, por llamarlas de algún modo, eran los apuros económicos resultantes de aquella situación. Yo que soy hombre de muchedumbres y calles a las seis de la tarde, yo que suelo encontrar al azar de mis interminables viajes por París los espectáculos más insólitos y las combinaciones de piedras más propicias, yo, el mirón de las grandes profundidades de la ciudad, caminaba sin ver nada, sin oír nada. Había perdido la gracia, ya no pasaba nada en mi derredor. De vez en cuando me paraba en un café, con los pies doloridos, y bebía un zumo de fruta. Ya ni siquiera leía. Y me sorprendía hablándome a voces, indignado, cada cinco minutos.

Aquella agotadora persecución me llevó un día, muerto de cansancio, a una banqueta de la cervecería Graff. Llevaba un manuscrito en la mano; había salido de casa muy decidido a trabajar con un amigo que tal vez siguiese esperándome, pero el ruin demonio que me atormentaba me había desviado de mi propósito, como era de esperar.

Había desplegado mis inútiles papeles sobre la mesa de la cervecería y los contemplaba estúpidamente bajo la mirada vidriosa de las prostitutas cuando, con la mayor naturalidad del mundo, separé una hoja blanca de las demás y me puse a escribir lo que sigue:

«No me creeréis, claro. A lo que yo llamo sencillamente por su nombre, lo llamaréis con otro nombre. Miraréis para ver qué encontráis y encontraréis montones de cosas allí donde no hay nada de nada, tan sólo un doloroso recuerdo del que quisiera librarme. Si tuviese ganas de hablar de mi conciencia o de mi inconsciente o de una obsesión o de una mujer o del Peloponeso, contaría historias de la conciencia, del inconsciente, de viejos con vestidos rosas; el cuento, que conozco bien, del joven marino que prometió un broche a la damisela de Huelva o, sencillamente, la historia del Peloponeso. Pero así están las cosas, hoy día un hombre no puede ponerse a relatar la menor aventura de agrimensor en dificultades con sus jefes o de tímido empleado enfrentado a la justicia sin que todas las iglesias del mundo se le echen encima para despellejarlo y llevarse cada una su pedacito.

»Lo que llevaba a cuestas desde allí, en un baúl de madera, sin conseguir quitármelo de encima, no era ni mi consciente ni mi inconsciente, os lo aseguro. Por otra parte, si hubieseis podido levantar la tapa de aquel baúl, si hubieseis podido verlo tal y como aún se me aparece a mí de vez en cuando en mis sueños más asfixiantes, habríais abandonado inmediatamente cualquier veleidad de tomarlo por un vulgar símbolo. ¡Y cómo comía, el muy cabrito! Comía como cuatro personas de carne y hueso en aquella época en la que, con más frecuencia de la deseable, yo me conformaba con un cruasán y un café con leche.

»No, las cosas no empezaron a torcerse de golpe. Cuando llegué a la Rue du Reposoir aún me quedaba bastante dinero. Allá, bajo las palmeras, tenían tanta prisa por deshacerse de ello que no se habían molestado en regatear. La mitad en el momento de la entrega y la otra mitad cuando su agente de París viniera a recuperarlo. Estaba sobre aviso. Aquello no debía durar más de dos o tres meses, tan seguro como que Dios existe; una mañana cualquiera se presentaría un tal Gómez, un hombre con patillas y barba de chivo. Luego, ya no sería asunto mío. ¡Lo que habré llegado a esperar al dichoso Gómez!

»Estaba tan contento de encontrarme de nuevo en París que el primer mes viví un poco a lo grande. Restaurantes buenos todas las noches, aperitivos, tardes enteras tumbado boca arriba, leyendo novelas policiacas mientras oía llover, sesiones de cine en pareja con todo lo que conllevan… el programa completo, vamos. No tenía prisa por buscar trabajo, créanme. Pero, hacia finales del segundo mes, empecé a notar que la cartera me molestaba un poco menos en el bolsillo de la chaqueta. Y decidí estirar lo que me quedaba. Fue entonces cuando vine a instalarme en el Hôtel de l’Avenir et du Passé, en el Impasse des Passagers. Y fue todo un cambio, el dueño se llamaba Chaufourniol y era el más gordo y más horrible de los patrones de París; se repantigaba en su pequeña pecera de mugrientos cristales del alba a la medianoche, mirando embobado el panel de las llaves con los ojos turbios. Había también otro panel repleto de bombillitas, como en un submarino, para que la gente no cambiase los plomos ni dejase la luz encendida toda la noche. Pero no era caro y yo no quería trabajar. Cada cual con sus manías. En primer lugar, no quería perder el baúl de vista mucho tiempo y, además, el trabajo me asqueaba. Había tenido demasiado dinero junto, no me había pasado nunca, y sencillamente no quería volver a trabajar, aunque para ello tuviese que apretarme el cinturón.»

Llegado a este punto, me dio una especie de vahído. Levanté la vista muy sorprendido e hice exactamente lo que no debía hacer: releí lo que había escrito de un tirón, sin una tachadura, sin titubear ni medio segundo en la elección de una palabra. Una fulana gorda, envuelta en zorros plateados y coronada por una inmensa tiara, hecha de otros zorros enroscados, me miraba con una sonrisa sarcástica. Caí entonces en un nuevo agujero y me puse inmediatamente a escribir el final del relato, que se me apareció de golpe con una nitidez cegadora. Helo aquí:

«Y ahora, para los aficionados a lo maravilloso, ahí va eso: se la he jugado al patrón, sí, se la he jugado. He engatusado a ese auvernés codicioso y tenaz, siempre al acecho. Es una de las pocas hazañas de las que estoy orgulloso de verdad. Debo decir que fue un trabajito muy fino. La verdad es que Jules me ayudó, Jules, el camarero del bar Aux Îles Merveilleuses, de la Rue des Refroidis. Fue él quien hizo de comisario al teléfono, a la hora prevista. El telegrama que yo había mandado por la tarde llegó en el momento preciso y el patrón salió como un loco, dejando al cuidado del despacho a esa ruina informe que llamaba mujer de la limpieza. Pude pasar con el baúl como si tal cosa.

»Luego, al cabo de mucho tiempo, abandoné el baúl.

»No hay que tenérmelo en cuenta, no podía hacer otra cosa.

»No creo que sufriera mucho tiempo. Debió de esperar rechinando los dientes (por llamarlos dientes) la rendija de luz que, en su cielo de madera, anunciaba que iba a levantar la tapa del baúl. Luego, al cabo de tres o cuatro días, se sumió probablemente en el mismo sopor en que lo encontré al término de la travesía, durante la que hubo que dejar el baúl en la bodega. A veces, en mis peores sueños, como os decía al comienzo, lo veo intentando comerse el serrín y me despierto muy alterado. Pero no, la cosa no debió acabar tan mal.»

Me quedaba aún una frase de dos líneas a modo de conclusión. Iba a escribirla cuando el camarero pasó a cobrar, supongo que sería el cambio de turno. Fue como si me rompiera todos los dientes de un puñetazo. La frase estaba lejos.

Al cabo de una semana, poco más o menos, algo se recompuso en mi cabeza. Me agarré por el hombro y me arrastré a mí mismo, sí, me arrastré, rascando el pavimento con los talones y todo el cuerpo lanzado hacia atrás con una fuerza abrumadora, a casa de alguien que me esperaba desde hacía muchos días. Juro que éramos dos los que subíamos la escalera, y el uno se preguntaba con angustiosa desesperación si el otro tendría ánimos para pulsar el botón del timbre.

Apreté aquel botón. Caí sobre él con todo mi peso, como debe uno lanzarse desde el sexto piso a la lona de los bomberos cuando las llamas empiezan a lamerle los pies. Estaba salvado.

Exceptuando unos días de recaída (que no me tomé muy en serio porque sabía que volvería a ser dueño de mí mismo cuando quisiera, convicción de la que carecía por completo durante mi primera crisis), mi lamentable aventura había terminado. Tan sólo me queda un recuerdo furtivo y aterrado, además de los fragmentos de narración que acaban de leer. Desde entonces, he intentado muchas veces llenar el vacío que hay entre el comienzo y el final de la narración. Supongo que nunca lo lograré. Sé que en ese hotel han tenido lugar muchas más historias, pero ¿cuáles? Escribí o, mejor dicho, compuse unas cuantas. Todas desprendían un tufo personal que me resultaba odioso y que era la marca misma de su falsedad. También sé que una chica a la que llamaban Liseron, una chica muy guapa, tirando a gorda, con un vestido ajustado de terciopelo negro, subió una tarde a la habitación y los dos vivieron juntos unos días. Pero una mañana se esfumó. Me dejó un poco tocado. Tenía unos ojos que no te los acababas. Debió de levantar cuidadosamente la tapa del baúl, para ver qué había y, si lo consiguió, entiendo que se marchara sin mediar palabra. El dueño del hotel, Chaufourniol, se fue poniendo cada vez más borde, pues Gómez y su dinero seguían sin aparecer. Me acechaba a la vuelta de cada pasillo. También hubo tentativas de robo, pero no sé nada más, no lo puedo afirmar. Entreveo, de refilón, a un fortachón tuerto que responde al pintoresco apodo de «Dédé sólo tiene un lucero». Pero creo que se ha perdido, que venía de otra parte. ¿Y la vez que no quería volver al hotel ni volver a ver nunca más el baúl y me fui hasta Puteaux en alpargatas? ¿Y la cuerda? ¿Y el ramo? ¿Y los malditos gemelos del tercero que uno nunca alcanzaba a distinguir? Es todo muy vago, lejano, como el recuerdo de un sueño.

Más vale no insistir… Y si tengo que recaer en las mismas tribulaciones psíquicas para conocer el nudo de la historia, prefiero olvidarla para siempre. De todas formas, pueden estar seguros de que esta vez no me tomaré la molestia de vivir para contarla.


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