lunes, 23 de agosto de 2021

Un Tipo Peculiar

(A Santos Gómez. Padre, amigo, maestro. In memoriam).

Miguel Gómez


      «Un cigarrito, y subo», se dijo Fabián, recién regurgitado de las entrañas del hospital.

      Se fumó tres,  encendiendo cada uno con la brasa del anterior.

      Según pisaba la colilla del último sobre la gravilla del suelo, todavía rebuscó dentro de la cajetilla aplastada de su bolsillo, a la desesperada, por si se le había escapado alguno. Calculó que tenía que estar vacía, y vacía la encontró. Recogió las colillas del suelo, y las metió en la cajetilla. Fueron a parar a una  papelera al lado del banco que ocupaba. No tuvo que levantarse para alcanzarla.

      Tendría que subir ya. Con los cigarrillos se le habían acabado las excusas para seguir ahí sentado. Su padre descansaba en una habitación de la cuarta planta tras una yincana de pruebas, de acá para allá, por todo el hospital, durante toda la noche. Un vial de lorazepam, sumado al cansancio de la excitación nerviosa pasada, lo habían puesto fuera de la circulación por unas horas.

      A medida que la noche avanzaba y la camilla de su padre era transportada por las entrañas del recinto, los diagnósticos que Fabián recibía acerca de lo que pasaba no dejaban de empeorar. Desde la primera hipótesis, una bronquitis mal curada, se había llegado a un cáncer de pulmón, cuya gravedad definitiva estaba por determinar, pero que tenía un mal pronóstico.


      La interminable noche se batía por fin en retirada en el patio ajardinado que lo acogía. El cielo se aclaraba y se llenaba de vuelos y trinos de aves por momentos. Rumor creciente de tráfico zumbaba tras el muro que cerraba el patio por el lado más alejado. De algún campanario cercano, llegó el sonido de ocho campanadas. 

      Le habían dicho que los médicos visitarían a los pacientes a partir de las ocho y cuarto. Quería estar al lado de su padre cuando le comunicasen el diagnóstico provisional que él ya conocía.

      Pero, por mucho que intentase impulsarse para levantarse del banco, las piernas parecían negarle el apoyo necesario para tenerse en pie.

      —¿Una noche larga? —preguntó una voz masculina, de tono amigable, a su lado.

      —¡Muy larga! —respondió Fabián, con la mirada perdida en el vacío.

      —¿Tiene fuego?

      Se volvió para pasar el encendedor a su interlocutor. Le sorprendió ver que era un interno, un hombre que parecía algo mayor que su padre, descalzo y vestido tan solo con el pijama hospitalario, sentado en el mismo banco que él, sosteniendo un cigarrillo entre dos dedos. Se sorprendió Fabián de hasta qué punto debía de estar abismado en sus pensamientos para no haberse apercibido de su llegada.

      —Gracias —El desconocido prendió su cigarrillo, y dio una larga calada—. ¿Fuma usted? —Puso una cajetilla prácticamente llena ante las narices de Fabián.

      —Sí. Muchas gracias —Cogió uno con gesto automático, sin mirar. Lo encendió y aspiró con avidez—. ¿Los dejan salir a fumar?

      El paciente se encogió de hombros.

      —La verdad es que no. Puede decirse que me he escapado.

      —¿Es usted muy fumador? —hablar con su compañero de banco lo aliviaba de los momentos de tensión vividos en soledad durante la noche.

      —Lo he sido, lo he sido... Aquí lo he pasado mal. Llevo mucho tiempo, ¿sabe? Y esas ganas de fumar un pitillo en determinados momentos... Usted me entiende, ¿verdad?

      —¡Y tanto que sí! ¿No le dejaban hacer una excepción de vez en cuando?

      —¡Nada de nada! Unos déspotas todos. Pero me he dicho que este me lo tenía que fumar, y aquí estoy.

      »¿Tiene a alguien ingresado?».

      —Mi padre. Vinimos anoche por urgencias. Le hicieron algunas pruebas, pero tendrá que quedarse unos días para que le hagan más.

      —¿Alguna cosa seria?

      —Los médicos hablan de cáncer de pulmón. Invasivo. Aunque falta por concretar de qué tipo es, y hasta dónde puede llegar la metástasis, si la hay.

      —¡Vaya, hombre! ¿Mal pronóstico, entonces?

      No sabría explicar por qué, pero hablar con ese hombre disipaba el desasosiego que la palabra cáncer despertaba en Fabián. Algo en su presencia, en su voz suave, tenía un efecto balsámico. A su lado el tiempo parecía detenerse en una calma chicha. Solo desmentida por la longitud decreciente de los cigarrillos que fumaban.

      —Eso me temo —respondió Fabián—. Cosa de meses, dicen.

      —¡Jo…! Lo siento mucho.

      —Gracias.

      Siguió un silencio pastoso. Ni coches, ni pájaros. El único sonido que Fabián percibía era el crepitar de la brasa de los cigarrillos al quemarse. Le recordó a un buen fuego en la chimenea de una casa de campo, tiempo atrás. Lo invadió una sensación de pausa, de tregua. Como si alguien hubiese insertado unos puntos suspensivos en el relato de la acción.

      Su contertulio rompió el impasse al tirar la consumida colilla del cigarrillo al suelo y aclararse la garganta con una tosecilla antes de volver a hablar.

      —Tengo que irme ya. Tenga, quédese el tabaco —Pasó la cajetilla a Fabián—. Le hace más falta a usted que a mí, y yo ya no puedo fumar más.

      »Siento lo de su padre. Pero no desesperen. Parece un salto al vacío tan tremendo cuando llega la... la hora Pero nunca estamos del todo solos, ni quien marcha, ni quien queda. Y no crea que le hablo de cosas de religión. Lo entenderán perfectamente en su momento.

      »Adiós. No dejen de disfrutar de la vida hasta el final. Es el mejor homenaje que se puede rendir a quien se va».

      Unas campanadas cercanas sobresaltaron a Fabián, arrancándolo de un estado de relajada estupefacción. Las contó, de forma inconsciente. Ocho. ¿Ocho, otra vez? Recordaba haber oído las mismas unos minutos atrás. Comprobó la hora en el reloj de su teléfono móvil. Las ocho, en efecto. Debía de tratarse de dos relojes distintos, dedujo, uno de los cuales se adelantaba unos minutos.

      Se levantó, recogió las dos colillas, y las tiró a la misma papelera donde habían ido a parar las anteriores. Entró en el edificio central del hospital, camino de los ascensores. Según subía, se sentía invadido de una sensación de ingrávida calidez.

      Llegó a la habitación a la par que la visita médica. Mientras el doctor principal anunciaba el diagnóstico, Fabián mantuvo estrechada la mano a su padre para darle ánimo con una energía de la que no se suponía capaz. Era un momento muy duro, pero no podía flaquear. Por su padre.

      Una voz lo sobresaltó a sus espaldas. Uno de los médicos auxiliares al pie de la cama del compañero de habitación.

      —Parece que este paciente no respira, doctor Orozco.

      Sin soltar la mano de su padre, Fabián volvió la cabeza hacia la voz. El anciano de la cama contigua era un perfecto desconocido. No lo había visto hasta ese momento. Sin embargo, no podía decir que fuese un extraño, en toda la extensión del término. Una sensación rara…

      El mentado doctor Orozco se acercó a examinarlo, y, tras una rápida comprobación, emitió su dictamen:

      —Este hombre debe de llevar fallecido unas horas ya. Tres o cuatro.

      Fue en ese momento cuando Fabián tuvo plena conciencia del bulto de un paquete de cigarrillos en un bolsillo del pantalón.

      «¿Y esto? ¿No había tirado la cajetilla vacía?».

      Enfocó la vista en el rostro del difunto con mayor atención. Esta vez apreció el rictus que torcía su boca en una especie de sonrisa bonachona. Un sol lejano en alguna parte rasgó la cortina de incertidumbre en que Fabián se sentía envuelto.

      Se sentó al borde de la cama de su padre para acompañarlo mientras desayunaba. Una campana dio las nueve. Solo una. 

EPÍLOGO


      Mi padre falleció al cabo de nueve meses. Le costó unas semanas aceptar su situación, hasta que, según me contó un día, empezó a soñar con mi madre, muerta ocho años antes. Aquello lo ayudó a serenarse.

      Se vino a vivir conmigo. Fueron unos meses muy especiales, que nos devolvieron a la camaradería y a la complicidad que nos unían cuando yo era niño o adolescente.

      Reaccionó bien a los tratamientos paliativos que recibía, y en todo momento tuvo una calidad de vida decente. Algunos fines de semana nos escapábamos para visitar ciudades o lugares que habían significado algo en su vida.

      Un sábado fuimos al pueblo de la provincia de Ávila donde mi madre y él se conocieron —allí veraneaban las familias de ambos—. Me señaló unas rocas en un altozano. «A esas peñas íbamos de excursión, con la merienda. Quiero subir».

      Poniendo a prueba la suspensión de mi coche, conduje campo a través hasta allá. Mi padre solo podía caminar distancias cortas. Me pidió que lo dejase solo un momento. Trepó hasta lo más alto, con una agilidad y una seguridad que me sorprendieron. Desde la base del roquedal pude verlo mover los labios e inclinarse hacia adelante, como si escuchase a alguien.

      En el camino de vuelta, me explicó que había estado hablando con mi madre. No con la de los sueños, sino con la real —puso mucho énfasis en el adjetivo—. Le había dicho que se encontrarían pronto. La sonrisa le duró todo el camino de vuelta a casa.

      Mientras cenábamos, puso un gesto serio, y me dijo:

      —Tengo que pedirte un favor. Que saques las cenizas de mamá del columbario, y aventes las de los dos juntos en esas peñas. Es lo que queremos. ¿Lo harás?

      Por supuesto, prometí hacerlo.

      La noche del martes al miércoles de la siguiente semana, mi padre murió en su sueño. Una parada cardiorrespiratoria.  No se enteró.

      El día de su cremación, una tarde gris de otoño, vi un rostro familiar al final de la fila de gente que esperaba para darme el pésame. 

      Nos estrechamos la mano. La suya era paradigma de frío.

      —Ahora lo entiendo todo. Muchas gracias —le dije.

      —¿Su padre ha tenido un buen tránsito? —asentí con la cabeza—. Ya se lo dije. Aplíquese el cuento cuando le llegue a usted.

      —¿Está cerca, ese momento? —pregunté con más curiosidad que aprensión.

      —No lo sé con seguridad. Nadie lo sabe. 

      »Pero ya sabe que merece la pena tomarse tiempo para reflexionar sobre ello, y hacer por disfrutar todo lo posible de la vida. ¿Me permite una pregunta?»

      —Dígame.

      —¿Sigue fumando?

      —Sí. Me temo que estoy muy enganchado.

      —¿Me invitaría a un cigarrillo? 

      Todos los asistentes se habían ido ya. Nos quedamos los dos solos fumando en silencio. Una niebla densa crecía a nuestro alrededor.

      No había nadie conmigo cuando terminé de fumar. No me extrañó. Me agaché para recoger las dos colillas pisoteadas del suelo, y las tiré a un contenedor, entre coronas de flores marchitas. Me habría gustado saber algo más de esa figura que me había acompañado y ayudado. Quién era, de dónde venía. Imaginé que tendría que esperar para saberlo.

      «Un tipo muy peculiar, éste», me dije mientras caminaba hacia el coche, aparcado a la puerta del cementerio, sin sentirme solo del todo. 




2 comentarios:

  1. Fantástico! Exquisita narración y ritmo. Nunca estamos completamente solos... Me ha gustado mucho.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias! Me alegra que te haya gustado el relato, nunca se está solo del todo. Saludos.

      Eliminar