viernes, 23 de septiembre de 2022

El Padrino "Don Corleone"

El Padrino es una novela de género criminal escrita por el escritor italoestadounidense Mario Puzo que originalmente publicó una de las mayores editoriales del país conocida como G. P. Putnam's Sons en 1969. Detalla la historia ficticia de una familia de la mafia siciliana asentada en Nueva York y que está encabezada por Don Vito Corleone, El gran jefe, la cual se convirtió en sinónima de la mafia italiana. La trama transcurre entre los años 1945 y 1955, y también proporciona el trasfondo de Vito desde su niñez, hasta su madurez.

El libro introdujo términos italianos tales como consigliere, caporegime, Cosa Nostra, pezzonovante, y omertà a la audiencia de habla inglesa. Formó las bases de una película homónima que se rodó en 1972. En 1974 y 1990 se rodaron dos secuelas, con nuevas contribuciones de Puzo. Tanto la primera como la segunda película están ampliamente consideradas como unas de las mejores filmaciones cinematográficas de todos los tiempos.

El libro cuenta diferentes historias paralelas a la principal, y este audio es un extracto de la novela, el capítulo tercero, que cuenta la historia de la llegada de el Padrino (el Don) a América y de como va prosperando su vida y la de su familia en esa tierra llena de oportunidades para un inmigrante siciliano.


A la edad de doce años el Don era ya un verdadero hombre. De corta estatura, moreno y delgado, vivía en una pequeña aldea siciliana. El nombre de ésta era Corleone, y el del muchacho Vito Andolini. Un día, llegaron al pueblo unos forasteros para matar al hijo del hombre que habían asesinado, y la madre del joven Vito envió a éste a América, a casa de unos amigos. En su nueva tierra, el muchacho cambió su apellido por el de Corleone, a fin de mantener un lazo de unión con su aldea natal. Aquél fue uno de los pocos gestos sentimentales que el Don tendría en su vida.

A finales del siglo XIX, la Mafia era en Sicilia el gobierno en las sombras, mucho más poderoso que el de Roma. En aquel tiempo, el padre de Vito Corleone había tenido un pleito con un vecino, que había llevado el caso a la Mafia. El padre se negó a doblegarse y en una pelea mató al jefe local mafioso a la vista de todo el mundo. Una semana más tarde lo encontraron con el cuerpo acribillado a balazos, y al cabo de un mes del funeral unos hombres de la Mafia llegaron a la aldea en busca del hijo, Vito. Suponían que el muchacho, quien pronto sería un hombre hecho y derecho, intentaría vengar la muerte de su padre. Vito, que contaba doce años, fue ocultado por unos parientes y enviado luego a América. Allí se alojó en casa de los Abbandando, cuyo hijo Genco se convertiría más tarde en _consigliere_ del Don.

El joven Vito empezó a trabajar en la droguería de los Abbandando, situada en la Novena Avenida en el barrio de Hell's Kitchen de Nueva York. A la edad de dieciocho años contrajo matrimonio con una joven italiana recién llegada de Sicilia, que contaba sólo dieciséis años y de la que se veía a la legua que sería una buena esposa. Se instalaron en un piso de la Décima Avenida, cerca de la calle Treinta y cinco, a pocas manzanas del lugar donde trabajaba Vito, y dos años más tarde su matrimonio fue bendecido con la llegada de un hijo, Santino, a quien todos llamaron Sonny (hijito) a causa de la devoción que sentía por su padre.

En la vecindad vivía un hombre llamado Fanucci. Era corpulento, de aspecto inconfundiblemente italiano, y vestía trajes muy caros y sombreros de color crema. De él se decía que era miembro de la Mano Negra, una rama de la Mafia que se dedicaba a extorsionar con amenazas a las familias y los comerciantes. No obstante, y dado que la mayoría de los habitantes del barrio eran de por sí gente violenta, las amenazas de Fanucci sólo surtían efecto en los matrimonios ancianos sin hijos varones capaces de defenderlos. Algunos de los comerciantes le pagaban pequeñas sumas, pero poca cosa en realidad. Por lo tanto, Fanucci extorsionaba también a quienes estaban fuera de la ley; gente que vendía ilegalmente lotería italiana o que organizaba juegos prohibidos. La droguería de los Abbandando le pagaba un pequeño tributo, a pesar de las protestas del joven Genco, quien había dicho a su padre que él se encargaría de poner en cintura a Fanucci. El patriarca de la familia prohibió a su hijo que se metiera en el asunto. En cuanto a Vito Corleone, se limitaba a observar sin inmiscuirse.

Un día, tres jóvenes hirieron gravemente a Fanucci. No lo mataron, pero le hicieron sangrar, y a partir de entonces el extorsionador se volvió temeroso. Vito vio a Fanucci alejarse de sus agresores, y nunca olvidaría la imagen del hombre tapándose la herida con su sombrero para evitar que manara la sangre.

Contra todas las previsiones, aquel ataque resultó ser una bendición para Fanucci. Sus jóvenes agresores no eran unos asesinos, sino simples muchachos dispuestos a dar una lección al extorsionador y conseguir así que dejara tranquilos a los habitantes del barrio. Fanucci, en cambio, sí resultó ser un asesino, y eso a pesar de su miedo. Pocas semanas más tarde, el que había empuñado el cuchillo al atacar a Fanucci apareció muerto, y las familias de los otros dos jóvenes tuvieron que pagar una fuerte suma a éste para que olvidase su venganza. Desde entonces, los tributos aumentaron, y Fanucci entró a formar parte del negocio del juego. Vito Corleone consideró que todo aquello no era de su incumbencia, y lo olvidó al instante.

Durante la Primera Guerra Mundial, cuando el aceite de oliva de importación escaseaba, Fanucci se convirtió en socio de Abbandando, suministrándole aceite, salami, jamón y queso, todo traído de Italia. Luego colocó en la droguería a un sobrino suyo, con lo que Vito Corleone se encontró sin trabajo.

Por aquel entonces llegó el segundo hijo, Frederico. Ahora Vito Corleone tenía cuatro bocas que alimentar. Siempre había sido un joven muy reservado, que se guardaba sus pensamientos para sí. Su mejor amigo era Genco, el joven hijo del propietario de la droguería, que se quedó muy sorprendido cuando Vito criticó a su padre por haber permitido que Fanucci entrara a formar parte del negocio, y también por haberlo dejado sin trabajo. Genco, rojo de vergüenza, le juró que nunca le faltaría comida, que robaría de la tienda lo necesario para que su amigo y su familia se alimentaran. La oferta fue rechazada por Vito, quien dijo que no podía permitir que un hijo robara a su propio padre.

El joven Vito, sin embargo, sentía un odio frío e intenso hacia Fanucci, aunque lo ocultaba. Ya llegaría el momento de expresarlo. Estuvo trabajando unos meses en el ferrocarril, pero luego, al terminar la guerra, el trabajo empezó a escasear y el muchacho se encontró muchos días en situación de paro forzoso. Además, allí la mayoría de los capataces eran irlandeses y americanos que solían burlarse de los peones, empleando para ello las palabras más crueles que figuraban en su vocabulario. Vito simulaba no entender lo que decían, a pesar de que comprendía perfectamente el inglés, que hablaba con acento italiano.

Una noche, mientras Vito estaba cenando con su familia, oyó que golpeaban la ventana. Esta daba a un respiradero tan estrecho que la ventana de enfrente quedaba a sólo dos o tres palmos de distancia. Al apartar la cortina, Vito vio que quien llamaba era un joven llamado Peter Clemenza. El casi desconocido vecino le alargó un paquete blanco, al tiempo que decía:

—Eh, _paesano_. Guárdame esto. Date prisa. Automáticamente, Vito tendió el brazo y tomó el paquete. El rostro de Clemenza denotaba una gran inquietud. Parecía hallarse en apuros, por lo que Vito no le hizo pregunta alguna. Pero cuando, en la cocina, abrió el paquete y vio que lo que Clemenza le había entregado eran cinco pistolas bien engrasadas, corrió a ocultarlas en el dormitorio y esperó. Supo que Clemenza había sido detenido por la policía. Seguramente le había entregado aquel paquete al oír que llamaban a la puerta.

Vito no dijo una palabra de aquello a nadie. Tampoco su aterrorizada esposa abrió la boca, temerosa de que, haciéndolo, pudieran enviarlo a prisión. Dos días después, Peter Clemenza apareció de nuevo por el vecindario y, como si no diera importancia a la cosa, preguntó a Vito:

—¿Aún conservas mi mercancía?

Vito asintió con la cabeza —tenía la costumbre de hablar poco—al tiempo que invitaba a su vecino a subir a su piso, donde le ofreció un vaso de vino y luego iba al dormitorio en busca del paquete.

Clemenza bebió, escrutando fijamente a Vito, y le preguntó:

—¿Has mirado lo que hay dentro?

Con el rostro impasible, Vito contestó:

—No tengo por costumbre meterme en lo que no me importa.

Bebieron juntos durante un buen rato y simpatizaron mutuamente. A Clemenza le gustaba hablar; a Vito, escuchar. Se hicieron amigos. Al cabo de unos días, Clemenza preguntó a la esposa de Vito si le complacería tener una alfombra en la sala de estar. Luego le pidió a Vito que lo acompañara a buscarla, pues un hombre solo no habría podido transportarla.

Clemenza condujo a Vito a una casa con porche y una escalinata de mármol. Abrió la puerta, con una llave que extrajo del bolsillo, y al cabo de un instante ambos se encontraron en un lujoso salón.

—Ve al otro lado de la habitación y ayúdame a enrollar la alfombra —indicó Clemenza.

Era una espléndida alfombra roja de lana. Vito Corleone estaba asombrado por la generosidad de Clemenza.

Cada uno por un extremo, los dos jóvenes cargaron la pesada alfombra sobre sus hombros.

Cuando se disponían a salir de la mansión, sonó el timbre de la puerta. Clemenza dejó la alfombra en el suelo y corrió hacia la ventana. Apartó ligeramente la cortina, y lo que vio le hizo sacar la pistola que llevaba debajo de la chaqueta. Fue entonces cuando Vito cayó en la cuenta de que estaban cometiendo un robo. El timbre volvió a sonar. Vito se acercó a Clemenza y vio que quien llamaba era un policía de uniforme. Mientras miraban, éste hizo sonar nuevamente el timbre y, al ver que nadie contestaba, se alejó calle arriba.

Clemenza soltó un gruñido de satisfacción y dijo:

—Venga, vámonos.

Volvieron a cargar la alfombra sobre sus hombros y, cuando salieron, vieron que el policía acababa de doblar la esquina. Media hora más tarde, estaban cortando la alfombra a fin de adecuarla a las medidas de la sala de estar de Vito Corleone. Incluso podrían alfombrar el dormitorio. Clemenza era un hombre muy mañoso, y de los bolsillos de su amplia chaqueta (ya entonces le gustaba llevar ropas holgadas, a pesar de que no era gordo) sacó todo lo necesario para convertir en dos la lujosa alfombra.

Pasaba el tiempo y la situación no mejoraba. Para vivir, la familia Corleone necesitaba mucho más que aquella alfombra. Morirían de hambre si no se solucionaban las cosas. Mientras trataba de hallar una solución, Vito aceptó algunos paquetes de comida de su amigo Genco. Finalmente, un día fue abordado por Clemenza y por Tessio, otro joven que también vivía en el vecindario. Ambos tenían a Vito en buen concepto, les gustaba su manera de ser y sabían que se encontraba en una situación desesperada. Le propusieron que entrara a formar parte de su banda. Estaban especializados en desvalijar los camiones cargados de vestidos de seda que salían de la fábrica situada en la calle Treinta y uno. No había riesgo alguno. Los conductores de los camiones eran gente muy pacífica y ponían pies en polvorosa en cuanto veían una pistola. Parte de la mercancía la compraba un mayorista italiano, y el resto era repartido puerta a puerta en las zonas italianas de la ciudad —Arthur Avenue, el Bronx, Mulberry Street y el distrito de Chelsea, en Manhattan—, donde vivían muchas familias pobres que aprovechaban las gangas que Clemenza y los suyos les ofrecían, como única forma de que sus hijas pudiesen vestir a la moda de la gente más adinerada. Clemenza y Tessio necesitaban un chófer, y sabían que Vito lo era, pues había conducido la camioneta de reparto de la tienda de Abbandando. En 1919, había muy pocos conductores expertos.

A pesar de que le repugnaba hacer lo que le proponían, Vito Corleone aceptó la oferta. Lo que lo decidió fue la promesa de que el asunto le proporcionaría no menos de mil dólares. Por lo demás, advirtió que sus jóvenes compañeros eran muy imprudentes, pues hablaban abiertamente de sus planes, de la forma de dar el golpe, de cómo se efectuaría la distribución, etc. Él, Vito Corleone, era de naturaleza mucho más reservada. Sin embargo, los consideraba buenas personas y ambos, tanto el alegre Peter Clemenza como el melancólico Tessio, le inspiraban confianza.

El trabajo se desarrolló sin complicaciones. Vito Corleone se sorprendió de no sentir miedo cuando sus dos compañeros encañonaron al conductor del camión. Lo que más le impresionó fue la sangre fría de que hicieron gala, bromeando con el conductor y asegurándole que si se portaba bien le enviarían algunos vestidos de seda para su esposa. A Vito no le hacía gracia la idea de ir de casa en casa vendiendo vestidos, por lo que ofreció la totalidad del lote que le había correspondido al comprador de objetos robados, un mayorista italiano. Sólo ganó setecientos dólares, pero en 1919 se trataba de una suma nada despreciable.

El día siguiente, Vito Corleone fue abordado en la calle por el elegante Fanucci. El extorsionador tenía un rostro desagradable, sobre todo desde que mostraba la cicatriz de la herida que le habían infligido aquellos tres jóvenes y que él ni siquiera trataba de ocultar. Sus cejas eran negras y espesas, y sus facciones duras. No obstante, cuando sonreía no era repulsivo del todo. Habló con un fuerte acento siciliano:

—Me han dicho que tú y tus dos amigos sois ricos, muchacho; pero ¿no crees que habéis sido un poco desconsiderados conmigo? Después de todo, éste es mi distrito, y creo que merezco otro trato… Deberíais dejarme meter el pico.

Empleó la frase de la Mafia italiana: «Fari vagnari a pizzu». «Pizzu» significaba el pico de un pájaro pequeño, por ejemplo el canario.

Siguiendo su costumbre, Vito Corleone no respondió. Comprendió perfectamente lo que Fanucci quería decir, pero hubiese preferido que hablara con mayor claridad.

Fanucci sonrió ampliamente, mostrando sus dientes de oro. Se pasó el pañuelo por la cara y se desabrochó la chaqueta, como si tuviera mucho calor, aunque lo que en realidad pretendía era que Vito Corleone viera la pistola que llevaba en la cintura.

—Dame quinientos dólares y olvidaré el insulto —dijo Fanucci—. Al fin y al cabo, los jóvenes desconocéis las consideraciones debidas a un hombre como yo.

Vito Corleone sonrió tímidamente a Fanucci, quien, al ver la expresión entre ingenua y asustada del joven, prosiguió:

—Si no lo haces, la policía irá a tu casa, y tanto tú como tu esposa y tus hijos, además de soportar la vergüenza, os veréis en la indigencia. Naturalmente, si la información que poseo acerca de tus ganancias es incorrecta, estoy dispuesto a rebajar la cantidad, pero en ningún caso aceptaré menos de trescientos dólares. Y no trates de engañarme.

Por vez primera, Vito Corleone abrió la boca. El tono de su voz era razonable, tranquilo y cortés, como correspondía a un joven que se dirigía a una persona mayor y de reconocida importancia.

—Mis dos amigos todavía no me han entregado mi parte —dijo—; tendré que hablar con ellos.

—Pues diles lo mismo que te he dicho a ti. De ese modo me ahorraré el trabajo de ir a hablarles. No tengas miedo. Clemenza y yo nos conocemos muy bien; es un hombre que comprende estas cosas. Déjate guiar por él. Tiene más experiencia en estos asuntos. Vito Corleone simuló sentirse asustado.

—Usted comprenderá que todo esto es nuevo para mí —alegó—. Gracias por haberme hablado como lo ha hecho.

—Eres un buen muchacho —dijo Fanucci, emocionado. Tomó la mano de Vito entre las suyas y añadió—: Eres respetuoso, y esto es muy importante en un hombre joven. La próxima vez habla primero conmigo ¿eh? Tal vez pueda ayudarte.

Muchos años más tarde, Vito Corleone comprendió que lo que entonces le llevó a dirigirse con tanto respeto a Fanucci fue el haber presenciado la muerte de su propio padre, un hombre apasionado que había sido asesinado por la Mafia, allá en Sicilia. Pero en ese momento lo único que sintió fue un frío odio hacia Fanucci, que pretendía robarle parte del dinero que había conseguido a costa de arriesgar su libertad y aun su vida. No tuvo miedo alguno. Lo que Vito Corleone en realidad pensó fue que Fanucci era un pobre loco, pues estaba convencido de que Clemenza se dejaría matar antes que desprenderse de un solo centavo (¿acaso no se había mostrado dispuesto a matar a un policía sólo por robar una alfombra?). Y en cuanto al melancólico Tessio, era frío como una víbora, e igual de mortal.

Aquella misma noche, en el piso de Clemenza, Vito Corleone recibió una segunda lección de buena educación. Clemenza empezó renegando y maldiciendo, Tessio frunció el entrecejo, pero ambos acabaron por considerar que quizá Fanucci se contentara con doscientos dólares. En opinión de Tessio, no lo haría.

—No —dijo Clemenza—, ese caracortada debe de haberse enterado de lo que nos pagó el mayorista. Fanucci no se conformará con menos de trescientos dólares. Tendremos que pagar.

Vito estaba asombrado, pero procuró que sus dos amigos no se dieran cuenta de ello.

—¿Por qué tenemos que pagar? —preguntó—. ¿Qué puede hacernos a los tres? Somos más fuertes que él. Tenemos armas. ¿Por qué hemos de desprendernos del dinero que nos pertenece?

En el tono del maestro que habla con un alumno algo retrasado, Clemenza dijo:

—Fanucci tiene amigos, amigos muy violentos. Y está en muy buenas relaciones con algunos policías. Si le habláramos de nuestros planes, nos denunciaría, con lo que se ganaría la gratitud de la policía. Y, naturalmente, se cobraría el favor. Así es cómo opera. Además, el mismísimo Maranzalla lo ha autorizado a trabajar en este distrito.

Maranzalla era un gángster que aparecía a menudo en los periódicos, y a quien se consideraba el jefe de una organización especializada en la extorsión, el juego y los robos a mano armada.

Clemenza sirvió un vino hecho por él mismo. Su esposa, después de poner en una mesa un plato de salami, aceitunas y pan italiano, fue a sentarse con sus comadres en la acera, delante de la casa. Era una joven italiana que llevaba pocos años en el país, y no comprendía el inglés.

Vito Corleone se sentó con sus dos amigos y bebió vino. Su mente nunca había trabajado tan intensamente como en ese momento. Le sorprendía la claridad con que veía las cosas. Pasó revista a todo lo que sabía de Fanucci. Recordó el día en que le habían cortado la cara con un cuchillo y cómo se había echado a correr, con el sombrero pegado a la barbilla, para que no manara la sangre. Recordó la muerte del que había empuñado el cuchillo y cómo los otros dos habían conservado la vida a cambio de una cuantiosa indemnización. Y comprendió que Fanucci no era hombre que contara con grandes influencias, ni podía serlo. No era más que un confidente de la policía. Un hombre realmente poderoso no hubiese puesto precio a su venganza. Un verdadero jefe mañoso también hubiese hecho matar a los otros dos. No. Fanucci había acabado con la vida de uno de sus agresores, pero sabía que no podía hacer lo mismo con los otros, máxime si ambos estaban alerta, como era el caso. Por ello se había conformado con aceptar dinero. Era únicamente su propia fuerza bruta lo que le permitía conseguir que los tenderos y los jugadores le pagaran tributo. Pero Vito Corleone sabía de una casa de juego que nunca había querido pagar, y nada había ocurrido.

Eso demostraba que Fanucci estaba solo. Como mucho debía de disponer de unos pocos pistoleros, alquilados para trabajos especiales, y eso pagándoles en efectivo. Estos pensamientos se encadenaron con otros, y así, al cabo de un rato, Vito Corleone llegó a la conclusión de que debía imprimir un nuevo rumbo a su vida.

Estaba convencido de que cada hombre tiene escrito su destino. Aquella noche hubiera podido pagar a Fanucci el tributo exigido, con lo que se habría convertido de nuevo en dependiente de una tienda, y luego, con los años, tal vez hubiera llegado a establecerse por su cuenta. El destino, sin embargo, había decidido que debía convertirse en un Don, y se serviría de Fanucci para ponerlo en el sendero que tenía destinado.

Cuando hubieron terminado la botella de vino, Vito dijo a Clemenza y a Tessio:

—Si os parece ¿por qué no me dais doscientos dólares cada uno? Yo me cuidaré de pagar a Fanucci. Os garantizo que aceptará esa suma. Dejadlo todo por mi cuenta. Arreglaré este problema a vuestra entera satisfacción.

Clemenza se puso en guardia de inmediato. Sospechaba.

—Soy incapaz de mentir a mis amigos —dijo Vito en tono gélido—. Habla mañana con Fanucci y deja que te pida el dinero. Pero no le pagues. Y, sobre todo, no discutas con él. Dile que no llevas dinero encima y que se lo entregarás por intermedio de mí. Dale a entender que estás dispuesto a pagar lo que pide. No regatees. El precio ya lo discutiré yo con él. Si es tan peligroso como decís, no tiene objeto hacerle enfadar.

Clemenza y Tessio se mostraron de acuerdo. Al día siguiente, Clemenza habló con Fanucci para asegurarse de que Vito no le jugara una mala pasada. Luego fue al piso de Vito y le dio los doscientos dólares. Miró inquisitivamente a Vito Corleone y dijo:

—Fanucci no se mostró dispuesto a aceptar menos de trescientos dólares. ¿Cómo vas a arreglártelas para conseguir que se conforme con doscientos?

—Eso es algo que no te concierne. Sólo recuerda que te he hecho un favor.

Tessio se retrasó un poco. Era más reservado que Clemenza, más astuto y más inteligente, pero no tenía tanta personalidad ni tanta fuerza. Sentía que algo no estaba perfectamente claro. Estaba un poco preocupado. Dirigiéndose a Vito Corleone, dijo:

—Ten cuidado con ese cerdo de Fanucci. Pertenece a la Mano Negra. Es más marrullero que un cura. ¿Quieres que yo esté a tu lado cuando entregues el dinero?

Vito Corleone negó con la cabeza, sin molestarse en contestar. Al cabo de un momento, dijo a Tessio:

—Comunícale a Fanucci que le pagaré aquí, en mi casa, esta noche a las nueve. Tengo que ofrecerle a nuestro hombre un vaso de vino y, naturalmente, charlar un poco con él. Debo convencerlo de que acepte sólo doscientos dólares de cada uno de nosotros.

—No tendrás esa suerte. Fanucci nunca da el brazo a torcer —comentó Tessio.

—Razonaré con él —replicó Vito Corleone. Esta frase se haría famosa en los próximos años. Se convertiría en el último aviso, en el anuncio de sangrientas batallas. Cuando, convertido ya en Don, pedía a sus oponentes que razonaran con él, éstos sabían que ello significaba la última oportunidad de resolver un asunto sin derramamiento de sangre.

Aquel día, después de cenar, Vito Corleone dijo a su esposa que llevara a los dos niños, Sonny y Fredo, a la calle, y le ordenó que por nada del mundo los dejara subir al piso hasta que él lo dijera. Ella debería permanecer en la escalera, junto a la puerta del apartamento, vigilando. Tenía que resolver un asunto con Fanucci, y no quería que nadie los interrumpiera.

Al ver la expresión de miedo de su mujer, dijo para tranquilizarla:

—¿Crees que te has casado con un loco? Ella no respondió. No respondió porque tenía miedo, pero no miedo de Fanucci, sino de su propio marido. Le veía cambiar de día en día, de hora en hora. Cada vez más, Vito irradiaba una especie de fuerza peligrosa. Siempre había sido un hombre tranquilo, parco pero amable, y, algo extraordinario en un siciliano, razonable. La mujer asistía a un cambio radical de su marido. Se daba cuenta de que Vito se estaba quitando su disfraz de hombre inofensivo. Tenía veinticinco años y se disponía a comenzar una nueva vida, su verdadera vida.

Vito Corleone había decidido matar a Fanucci. Al hacerlo ganaba setecientos dólares: los trescientos que hubiera tenido que pagar al terrorista de la Mano Negra, más los doscientos de Clemenza y los doscientos de Tessio. Si no lo hacía tendría que pagar quinientos dólares de su bolsillo. Además, para él Fanucci no valía, vivo, setecientos dólares; por lo tanto no estaba dispuesto a pagar setecientos dólares para que siguiera con vida. Si Fanucci hubiese necesitado setecientos dólares para una operación quirúrgica, no se los habría dado por la sencilla razón de que no le debía favor alguno, de que no había ningún lazo de sangre que los uniese. No, no estimaba a Fanucci. ¿Por qué, entonces, tenía que darle setecientos dólares?

Más aún. Si Fanucci quería quitarle setecientos dólares por la fuerza ¿qué razón se oponía a que Vito Corleone lo matara? El mundo seguiría marchando sin Fanucci.

Naturalmente, existían algunas razones de orden práctico que podían hacerle desistir. Era posible que Fanucci tuviera amigos poderosos, quienes, con toda seguridad, intentarían vengarse. Y el mismo Fanucci era un hombre peligroso, y no resultaría fácil mandarlo al otro mundo. Además, había que contar con la policía y con la silla eléctrica. Pero Vito Corleone había vivido con una sentencia de muerte pendiendo sobre su cabeza desde el asesinato de su padre. A los doce años había cruzado el océano huyendo de sus verdugos para ir a vivir a un país extraño y había cambiado de nombre. Y los años lo habían convencido de que poseía más inteligencia y valor que la mayoría de los hombres, aunque no había tenido oportunidad de emplearlos.

Con todo, Vito Corleone dudaba de dar ese primer paso hacia su destino. Incluso hizo un paquete con los setecientos dólares y se lo metió en un bolsillo del pantalón, concretamente el izquierdo. En el derecho llevaba la pistola que le había dado Clemenza en ocasión del asalto al camión cargado de vestidos de seda.

Fanucci llegó a las nueve en punto de la noche. Vito Corleone puso encima de la mesa una jarra de vino hecho por Clemenza. El visitante dejó el sombrero encima de la mesa, junto a la jarra de vino, y se aflojó el nudo de la floreada corbata. La noche era cálida; la luz, débil. En el piso no se oía ni una voz, ni un ruido, pero Vito Corleone se mostraba frío como el hielo. Para hacer patente su buena fe, entregó el paquete con el dinero y vio cómo Fanucci, después de contarlo, lo guardaba dentro de una cartera de cuero. A continuación, Fanucci bebió un trago de vino y dijo, con el rostro totalmente inexpresivo:

—Todavía me debes doscientos dólares.

Vito Corleone, en un tono gélido y razonable, repuso:

—Voy un poco corto de dinero. He estado sin trabajo. Déme unas semanas de tiempo, se lo ruego.

Era una petición sensata. Fanucci tenía la mayor parte del dinero y no podía importarle esperar. Incluso era probable que se dejara convencer y se conformara con los setecientos dólares o, en el peor de los casos, que esperara un poco más. Terminó de beber su vino, y dijo:

—Eres un joven inteligente. ¿Cómo es posible que no me haya fijado en ti antes? Pero eres demasiado tranquilo, y eso no te conviene. Podría proporcionarte un buen trabajo. Ganarías bastante dinero, te lo aseguro.

Vito Corleone aparentó mostrarse interesado, y llenó nuevamente el vaso de Fanucci. Pero éste, en vez de seguir hablando, como parecía ser su intención, se levantó y estrechó la mano de Vito.

—Buenas noches —dijo—, y nada de resentimientos ¿eh? Si alguna vez puedo hacer algo por ti, házmelo saber. Esta noche te has prestado un buen servicio a ti mismo.

Vito esperó a que Fanucci bajara por las escaleras y saliera del edificio. La calle estaba llena de gente. Serían muchos los que podrían atestiguar, de ser necesario, que Fanucci había salido del piso de Corleone por su propio pie. Desde la ventana, Vito vio a Fanucci doblar la esquina hacia la avenida Once, y comprendió que se dirigía a su casa a dejar el dinero y —¿por qué no?—quizá también la pistola. Entonces Vito subió por las escaleras que conducían al terrado y, después de atravesar unas cuantas casas, bajó por la escalera de incendios de un edificio destinado a almacén, que siempre estaba vacío a aquella hora de la noche. Una vez en el patio trasero del inmueble, abrió la puerta de un puntapié y cruzó el local hasta encontrarse en la puerta de entrada. Al otro lado de la calle estaba la casa en uno de cuyos apartamentos vivía Fanucci.

Por el oeste, los edificios de viviendas se extendían solamente hasta la Décima Avenida. La avenida Once estaba compuesta en su mayor parte de almacenes, alquilados por firmas que hacían embarques en el Ferrocarril Central de Nueva York, y que de ese modo tenían acceso a los andenes de carga. La casa donde vivía Fanucci era una de las pocas que tenían inquilinos, y estaba ocupada por ferroviarios solteros, peones y prostitutas de baja categoría. Esta gente no salía a la calle a hablar con los vecinos, tal como hacían los italianos honrados, sino que iban a gastarse su dinero en la taberna. Por ello, a Vito Corleone no le resultó difícil atravesar la desierta avenida Once para meterse en el vestíbulo del edificio. Una vez allí, empuñó la pistola —que nunca había disparado—y esperó a Fanucci.

Miraba al exterior a través de la acristalada puerta del vestíbulo, sabiendo que Fanucci vendría por la Décima Avenida. Estaba tranquilo, pues Clemenza le había dicho que aquélla era una pistola muy segura. Además, cuando tenía nueve años, en Sicilia, solía ir de caza con su padre, y había disparado muchas veces con una pesada escopeta llamada «lupara». Fue precisamente su destreza infantil con la «lupara» el motivo de que los asesinos de su padre también lo condenaran a muerte a él.

Ahora, protegido por la oscuridad del vestíbulo, vio que Fanucci cruzaba la calle en dirección a la casa. Vito retrocedió unos pasos, apoyó la espalda contra la pared y se preparó para hacer fuego. La mano con que empuñaba la pistola estaba a sólo dos palmos de la puerta principal. Ésta se abrió y apareció Fanucci, vestido de blanco, corpulento, perfumado. Vito Corleone disparó. Como la puerta estaba abierta, una parte del ruido salió a la calle, mientras el resto hacía temblar el edificio. Fanucci se asió a uno de los lados de la puerta, tratando de mantenerse de pie mientras intentaba sacar su pistola. En su lucha por conseguirlo, los botones de su chaqueta saltaron. Logró extraer el arma, pero la sangre que brotaba de su estómago le había hecho perder demasiadas fuerzas para que pudiera disparar. Con mucho cuidado, como si de poner una inyección en una vena se tratara, Vito Corleone hi/o fuego por segunda vez contra el estómago de su víctima.

Fanucci cayó de rodillas. De su boca escapó un fuerte rugido de dolor, que a Vito le pareció casi cómico y al que siguieron otros dos ya no tan fuertes. A continuación, Vito apoyó la boca del cañón de la pistola contra la frente de Fanucci y disparó por tercera vez. Cinco segundos después, Fanucci había muerto.

Serenamente, Vito sacó la cartera que el muerto tenía en uno de los bolsillos de su chaqueta y se la guardó. Luego, salió del edificio, cruzó la calle, se metió en el almacén vacío, lo atravesó y subió por la escalera de incendios en dirección al terrado. Desde allí echó un vistazo a la calle, y vio que el cuerpo de Fanucci yacía ante la puerta del edificio. No se veía a nadie más. Se habían abierto dos ventanas, y Vito vio la silueta de unas cabezas que se asomaban; pero así como él no podía ver sus facciones, tampoco los demás podrían ver las suyas. Y seguro que aquella gente no avisaría a la policía. Fanucci estaría allí hasta la mañana siguiente, salvo que pasara algún agente de la ley. Ninguno de los habitantes de la casa se expondría voluntariamente a ser interrogado por las autoridades. Cerrarían sus puertas y pretenderían no haber visto ni oído nada.

Podía tomarse el tiempo que necesitara. Llegó a su casa pasando por los terrados. Abrió la puerta, entró y cerró con llave. Estudió el contenido de la cartera del muerto. Aparte los setecientos dólares que él le había entregado, sólo había un billete de cinco dólares y un poco de calderilla. En un compartimento descubrió, además, una antigua moneda de oro de cinco dólares. Un amuleto, con toda probabilidad.

No, Fanucci no había sido un hombre rico. De haberlo sido, no habría llevado aquella moneda de oro en la cartera. Eso sólo lo hacían los pobres diablos.

Sabía que tenía que deshacerse de la cartera y de la pistola (como sabía, ya entonces, que la moneda de oro debía dejarla en la cartera). Volvió a subir al terrado y anduvo un poco. Tiró la cartera por un respiradero, y luego, después de sacar las balas, golpeó el cañón de la pistola contra el borde del tejado. El cañón no se rompía. Tomó el arma por el cañón y golpeó la culata contra una chimenea. La culata se rompió en dos mitades. Dio un nuevo golpe y el arma quedó definitivamente partida, con el cañón por un lado y el resto de la culata por el otro. Echó las mitades en sendos respiraderos y comprobó que al golpear contra el suelo del fondo no producían ruido alguno, lo que significaba que había caído sobre una gran cantidad de basura. Por la mañana, los vecinos echarían más basura, debido a lo cual los trozos del arma quedarían sepultados para siempre, con un poco de suerte. Vito regresó a su apartamento.

Estaba un poco tembloroso, pero no había perdido los nervios. Se quitó la ropa y, temeroso de que estuviera manchada de sangre, la metió en un cubo metálico y la lavó con lejía y jabón, restregándola contra las paredes del cubo; luego lavó éste, también con jabón y lejía. Vio un montón de ropa recién lavada en un rincón del dormitorio, y mezcló sus prendas con las demás. Seguidamente, se puso una camisa y unos pantalones limpios y salió a la calle, a reunirse con su esposa y los vecinos.

Al día siguiente se demostró que aquellas precauciones habían sido innecesarias. La policía, después de descubrir el cadáver de Fanucci, no hizo ni una sola pregunta a Vito Corleone. Éste se sorprendió de que no se hubiera enterado de que Fanucci había estado en su casa la noche en que había sido asesinado: ¡con lo bien que había preparado su coartada, basada en el hecho de que Fanucci había salido de su casa por su propio pie! Más tarde se enteró de que en realidad la policía se había alegrado de la muerte de aquél, así como que no tenían demasiado interés en perseguir a sus asesinos. Sin duda daban por supuesto que se trataba de un ajuste de cuentas entre bandas de gángsters, y se limitaron a interrogar a algunos conocidos elementos de los bajos fondos. Pero Vito no estaba fichado, de modo que nadie lo molestó en ningún momento. Había logrado engañar a la policía.

Con sus socios, en cambio, fue otra cosa. Peter Clemenza y Tessio lo evitaron durante un par de semanas. No daban señales de vida. Finalmente, una noche fueron a verlo a su casa. Por la forma en que lo saludaron, era evidente que sentían hacia él un gran respeto. Vito Corleone correspondió a su saludo con fría cortesía y les sirvió un vaso de vino.

Clemenza fue el primero en hablar.

—Ahora nadie cobra el tributo a los comerciantes de la Novena Avenida —dijo—. Nadie se ocupa de recaudar el tributo que pagaban los jugadores.

Vito Corleone miró fijamente a los dos hombres, pero permaneció en silencio.

—Podríamos ocuparnos de los clientes de Fanucci —propuso Tessio—. Pagarían sin rechistar.

—¿Por qué venís a mí? —preguntó finalmente Vito Corleone—. Esas cosas no me interesan.

Clemenza soltó una de sus peculiares carcajadas. Ya en su juventud, antes de convertirse en un hombre gordo, tenía la risa clásica de los obesos. Dirigiéndose a Vito Corleone, dijo:

—¿Qué hay de la pistola que te presté para lo del camión? Ya no la necesitas, de modo que devuélvemela.

Con movimientos deliberadamente lentos, Vito Corleone sacó un fajo de billetes de uno de sus bolsillos y separó cinco de diez dólares.

—Toma, cóbrate la pistola. Me deshice de ella después del asunto del camión —repuso, sonriendo.

Por aquel entonces, Vito Corleone desconocía el efecto de su sonrisa. Era ingenua a fuerza de no querer ser amenazadora. Sonreía como si se tratara de una broma que sólo él era capaz de apreciar; pero como sólo lo hacía de aquella manera si se trataba de asuntos de vida o muerte, cuando nadie estaba para bromas, aquella sonrisa acabó por convertirse en algo siniestro para los demás.

Clemenza sacudió la cabeza y dijo:

—No quiero el dinero.

Vito se metió los cincuenta dólares en el bolsillo y esperó. Los tres hombres estaban en el secreto, sabían que había sido él quien había matado a Fanucci. Y aunque nunca hablaron de ello con nadie, semanas más tarde lo sabía también todo el vecindario. La gente empezó a tratar a Vito Corleone como «hombre de respeto», pero él no movió un dedo para hacerse cargo de los «negocios» de Fanucci.

Lo que siguió fue inevitable. Una noche, la esposa de Vito se presentó en el piso con una vecina viuda, la signara Colombo. Era italiana y de conducta irreprochable. Trabajaba mucho para salir adelante. Su hijo, de dieciséis años, le entregaba cada semana el sobre de la paga sin abrir, al estilo del viejo país; su hija, que contaba diecisiete y era modista, hacía lo mismo. Y por la noche, toda la familia trabajaba cosiendo botones en prendas confeccionadas, lo cual, aun estando mal pagado, suponía una ayuda.

Tras las presentaciones, la esposa de Vito Corleone dijo:

—La signara quisiera pedirte un favor. Tiene un problema.

Vito esperaba que le pidiera dinero, y estaba dispuesto a dárselo. Pero no, no se trataba de dinero. La señora Colombo tenía un perro, al que su hijo menor adoraba y por cuya causa el dueño de la casa había recibido quejas de los inquilinos, ya que el chucho ladraba mucho por las noches. La cuestión era que la señora Colombo se había visto obligada a deshacerse del animal, y que cuando lo había intentado éste había regresado a la casa. A raíz de ello, el propietario le ordenó que desalojara el piso, ante lo cual la pobre mujer prometió que esta vez sí se desharía definitivamente del perro. Pero no lo hizo, y el propietario estaba tan enfadado que no quería transigir. La mujer y sus hijos tendrían que abandonar el apartamento, y si no lo hacían la policía le echaría los muebles a la calle. ¡Con lo que había llorado su hijito la vez que entregaron el perro a unos parientes que vivían en Long Island! ¡Y todo para nada! Perderían el piso.

Amablemente, Vito Corleone preguntó a la mujer:

—¿Y por qué viene a mí en busca de ayuda?

La señora Colombo señaló a su esposa.

—Porque ella me dijo que lo hiciera.

Vito Corleone estaba muy sorprendido. Su esposa nunca había hecho la menor mención de las ropas que había lavado la noche en que había matado a Fanucci. Nunca le había preguntado de dónde salía el dinero, teniendo en cuenta que no trabajaba. Incluso ahora, su cara era impasible.

—Puedo darle algún dinero para ayudarle a encontrar otro piso —dijo Vito a la señora Colombo—. ¿Es eso lo que quiere?

Llorando, la mujer argumentó:

—Todas mis amigas están aquí. Nuestra amistad viene de Italia. ¿Cómo voy a mudarme a un vecindario extraño? Quiero que hable con el propietario de la casa, quiero que lo convenza de que no me eche a la calle.

—Siendo así, no se preocupe. No tendrá que dejar el piso. Hablaré con él mañana por la mañana.

Su esposa le dirigió una sonrisa cuyo significado él no entendió, pero que le complació. La señora Colombo no parecía estar muy convencida.

—¿Está usted seguro de que el propietario se mostrará de acuerdo? —preguntó.

—¿El signar Roberto? —dijo Vito, con voz de sorpresa—. Naturalmente que se mostrará de acuerdo. Es un buen hombre. Cuando yo le explique el caso se apiadará de sus desgracias. Ahora, deje ya de preocuparse. No esté tan triste. Cuide su salud, pues sus hijos la necesitan.

El propietario, el señor Roberto, iba cada día al vecindario, donde poseía cinco pisos. Era un «padrone», es decir, un hombre que facilitaba a las grandes compañías trabajadores italianos recién llegados al país. Con las ganancias de esta especie de trata había ido comprando los pisos, uno a uno. Procedía del norte de Italia y era un hombre educado que despreciaba a los analfabetos de Sicilia y Nápoles que se convertían en sus inquilinos. Le repugnaba que echaran la basura a los respiraderos y dejaran a las ratas destrozar las paredes sin hacer nada para evitarlo. No era mala persona, era buen esposo y padre, pero se preocupaba constantemente de sus inversiones, del dinero que ganaba, de los inevitables gastos que debía efectuar en sus propiedades. Todo ello había afectado sus nervios, por lo que continuamente estaba irritado. Cuando Vito Corleone le paró en la calle para decirle que deseaba hablar con él, el señor Roberto se mostró brusco. No demasiado, desde luego, pues sabía que aquella gente del Sur era capaz de acuchillarlo a uno si se sentía ofendida, pero tampoco demasiado poco, pues aquel joven parecía ser muy tranquilo y sosegado.

—Signar Roberto —dijo Vito Corleone—, la amiga de mi esposa, una pobre viuda, me ha explicado que usted le ha ordenado que abandone el piso que alquila, del cual es usted propietario. Está desesperada. No tiene dinero, y todos sus amigos viven aquí, en este vecindario. Le dije que yo hablaría con usted, le aseguré que es usted un hombre razonable, y que seguramente hubo un mal entendido. Ya se ha deshecho del perro que fue la causa del problema. ¿Por qué no le permite quedarse? De un italiano a otro, signar Roberto, le ruego que no eche a la calle a la pobre viuda.

El signar Roberto miró de arriba abajo al joven que tenía delante, y vio a un hombre de estatura mediana, pero corpulento, con aspecto de aldeano, pero no de bandido. Lo que le hacía gracia era que se atreviera a llamarse italiano.

—Ya he alquilado el piso a otra familia —dijo el señor Roberto—, y por una suma más elevada. Comprenderá que ahora ya no puedo volverme atrás.

Vito Corleone hizo un gesto de amable comprensión.

—¿Cuánto saca de más? —preguntó.

—Cinco dólares a la semana —contestó el propietario.

Era mentira. Por aquel piso, compuesto de cuatro oscuras habitaciones, la signara Colombo pagaba doce dólares mensuales, y era seguro que el nuevo inquilino no pagaría más de aquella cantidad.

Vito Corleone sacó de su bolsillo un fajo de billetes y, entregando tres de diez dólares al propietario, dijo:

—Aquí tiene el aumento de seis meses. No es necesario que le diga nada a ella. Se trata de una mujer orgullosa. Dentro de seis meses volveremos a vernos. Y, naturalmente, le permitirá usted que se quede con el perro.

—¿Y quién diablos es usted para darme órdenes? —preguntó, indignado, el signar Roberto—. Cuide sus modales, o le pegaré una patada en el trasero. Vito Corleone fingió mostrarse sorprendido.

—Le estoy pidiendo un favor, sólo eso —dijo—. Uno nunca sabe a quién va a necesitar en la vida ¿no es cierto? Vamos, acepte este dinero; se lo ofrezco en prueba de mi buena voluntad. Luego, decida usted libremente.

Puso el dinero en la mano del señor Roberto y añadió:

—Hágame este pequeño favor. Acepte d dinero y piense en la pobre viuda. Mañana por la mañana, si se empeña usted en devolverme el dinero, hágalo. Si quiere que la mujer abandone su piso ¿cómo podré impedirlo? El piso es suyo, después de todo. Si no quiere que se quede con el perro, lo comprendo perfectamente; a mí los animales nunca me han gustado.

Dio un golpecito en el hombro del señor Roberto, y luego, en tono persuasivo, concluyó:

—Me va a hacer este pequeño favor ¿verdad? No lo olvidaré. Hable con mis amigos del vecindario. Todos le dirán que soy hombre que gusta de manifestar su agradecimiento.

Naturalmente, el señor Roberto había comenzado a comprender. Al despedirse de Vito Corleone hizo sus averiguaciones, y no esperó a la mañana siguiente: aquella misma noche llamó a la puerta de los Corleone, se excusó por lo intempestivo de la hora y aceptó un vaso de vino que le ofreció la signara de la casa. Le aseguró a Vito que todo había sido un mal entendido, que la signara Colombo podría permanecer en el piso y que, desde luego, podría tener el perro. ¿Qué se habían creído aquellos miserables inquilinos? ¿Acaso tenían derecho a protestar por el escaso ruido que hacía el pobre animal, pagando un alquiler tan bajo? Finalmente, puso encima de la mesa los treinta dólares que horas antes le había entregado Vito Corleone y agregó:

—Su buen corazón al ayudar a esa pobre viuda me ha conmovido. Quiero demostrarle que también yo sé lo que es la caridad cristiana. El alquiler seguirá siendo el mismo que hasta ahora.

Ambos hombres interpretaban su papel a la perfección. Vito sirvió más vino, pidió a su esposa unos pastelitos, estrechó amistosamente la mano del señor Roberto y alabó su benevolencia. El señor Roberto, por su parte, afirmó que el haber conocido a un hombre como él había restaurado su fe en la humanidad. Finalmente, se despidieron. El señor Roberto, asustado, tomó el tranvía y se fue a su casa, en el Bronx. Se acostó enseguida. Estuvo tres días sin dejarse ver por sus propiedades.

En el vecindario, Vito Corleone se había convertido en un «hombre de respeto». Se decía que era un reputado miembro de la Mafia siciliana. Un día, un hombre que organizaba partidas de cartas se acercó a él y se ofreció a pagarle veinte dólares semanales por su «amistad». Lo único que tenía que hacer a cambio era dejarse ver una o dos veces a la semana para que los jugadores supieran que estaban bajo su protección.

Los tenderos que tenían problemas con los ladronzuelos le pidieron que intercediera. Vito lo hizo y fue debidamente recompensado. Sus ingresos semanales no tardaron en llegar a los cien dólares, cantidad enorme si se tiene en cuenta la época y el lugar, y de ellos una parte era para Clemenza y Tessio, por el solo hecho de ser sus amigos y aliados que nunca le pedían nada. Finalmente decidió dedicarse al negocio de la importación de aceite de oliva italiano, en asociación con su amigo de la infancia Genco Abbandando. Genco, que tenía experiencia en el asunto, cuidaría del negocio, efectuaría las compras y se encargaría de almacenar el aceite en el local de su padre. Clemenza y Tessio serían los vendedores, irían a todas las tiendas italianas de Manhattan, Brooklyn y el Bronx para convencer a los comerciantes de que compraran aceite de oliva marca Genco Pura. (Con su típica modestia, Vito Corleone se había negado a que el aceite llevara su nombre.) Vito, naturalmente, sería el jefe de la empresa —era quien había puesto la mayor parte del capital—y también intervendría en los asuntos especiales, por ejemplo cuando los comerciantes se resistieran a dejarse convencer por Clemenza y Tessio. En tales casos, Vito Corleone debería emplear sus formidables dotes persuasivas.

Desde entonces, y durante unos cuantos años, Vito Corleone vivió como cualquier pequeño hombre de negocios. Sólo se ocupaba de hacer prosperar su empresa, en aquel país de economía dinámica y en expansión. Era un buen padre y esposo, pero le quedaba poco tiempo para su familia. El aceite Genco Pura se convirtió en el más vendido de los que se importaban de Italia, y el negocio creció rápidamente. Como cualquier buen comerciante, Vito no tardó en comprender las ventajas de vender a precio más bajo que la competencia, con lo que logró que los detallistas compraran más el aceite Genco Pura que cualquier otro. Y al igual que cualquier buen comerciante, empezó a soñar con formar un monopolio y obligar a sus rivales a retirarse del negocio o forzarlos a unirse a él. Sin embargo, dado que había empezado con muy poco capital, que no creía en la publicidad y que, a decir verdad, su aceite no era mejor que el de sus competidores, no podía emplear los recursos corrientes en el mundo de los negocios. Tenía que apoyarse en la fuerza de su propia personalidad y en su reputación de «hombre de respeto».

Ya desde muy joven Vito Corleone era tenido por «hombre razonable». De su boca nunca salía una amenaza. Siempre empleaba la lógica, una lógica, por otra parte, irresistible. Siempre se aseguraba de que el otro obtuviera su parte de beneficio. Con él, nadie perdía. ¿Cómo lo conseguía? De forma muy sencilla. Como todos los hombres de negocios verdaderamente listos, sabía que la libre competencia era perniciosa, mientras que el monopolio, en cambio, era beneficioso. Así pues, procuraba conseguir el monopolio. Había algunos mayoristas en Brooklyn, hombres de genio y testarudos que no se avenían a razones, que se negaban a ver, a reconocer el punto de vista de Vito Corleone, aun después de que éste les explicara, detalladamente y con enorme paciencia, sus razones. Con estos hombres, Vito Corleone siempre terminaba haciendo un gesto de desesperación. Luego, Clemenza y Tessio se encargaban de resolver el problema: pegaban fuego a los almacenes o volcaban los camiones cargados de latas de aceite. Un milanés loco y arrogante, con más fe en la policía que un santo en Jesucristo, fue a las autoridades para presentar una queja contra sus compatriotas, infringiendo la milenaria ley de la amena. Pues bien, antes de que las cosas pasaran a mayores, el mayorista milanés desapareció, sin que nunca volviera a verle nadie, dejando esposa y tres hijos, gracias a Dios ya mayores. Ellos pudieron continuar el negocio de su padre, previo acuerdo con la Genco Pura Oil Company.

Pero los grandes hombres no nacen, sino que se hacen, y eso fue lo que sucedió en el caso de Vito Corleone. Cuando llegó la Prohibición, Vito Corleone dio el paso decisivo que habría de permitirle dejar de ser un comerciante, poco escrupuloso pero un simple comerciante al fin y al cabo, para convertirse en un gran Don de los negocios ilegales. Esto no ocurrió en un día, ni en un año, pero al terminar la Prohibición, al comienzo de la Gran Depresión, Vito Corleone ya era el Padrino, el Don, Don Corleone.

Todo comenzó de forma casi casual. La Genco Pura Oil Company tenía una flota de seis camiones de reparto. A través de Clemenza, Vito Corleone entró en contacto con un grupo de contrabandistas italianos que pasaban alcohol y whisky desde el Canadá y necesitaban camiones y repartidores para la ciudad de Nueva York. También necesitaban hombres de confianza, discretos y valerosos, y estaban dispuestos a pagar bien. Tan enorme era la suma, que Vito Corleone redujo drásticamente el volumen de sus negocios de aceite de oliva para dedicar los camiones al servicio casi exclusivo de los contrabandistas, y ello a pesar de que éstos habían hecho su oferta con veladas amenazas. Pero ya entonces Vito Corleone era un hombre a quien no ofendían las amenazas; sólo le interesaba el beneficio que pudiera obtener. Desde el principio tuvo una pobre opinión de sus nuevos socios, precisamente porque consideraba estúpido mostrarse intimidatorio cuando no existía la menor necesidad de hacerlo. A pesar de no irritarle, no olvidaba las amenazas. Ya llegaría el momento de pasar cuentas.

Siguió prosperando, y, lo que era más importante aún, adquirió sabiduría, relaciones, experiencia y muchas amistades. Posteriormente se demostró que Vito Corleone no era sólo un hombre de talento, sino que, a su modo, era también un genio.

Se convirtió en protector de las familias italianas que habían instalado tabernas clandestinas en sus hogares, donde vendían whisky a los trabajadores solteros, a quince centavos el vaso. Fue padrino de confirmación del hijo menor de la signara Colombo, y le regaló una moneda de oro de veinte dólares. Y además, cimentó su exagerado concepto de la amistad: cuando, dado que era inevitable que alguno de los camiones fuera detenido por la policía, Genco Abbandando contrató los servicios de un abogado muy bien relacionado en el Departamento de Policía y los juzgados, Vito Corleone hizo confeccionar una lista, que crecía sin cesar, de funcionarios estatales que mensualmente recibían una gratificación de parte de la organización. Un día que el abogado trató de reducir la lista, alegando que las sumas a pagar eran enormes, Vito le dijo:

—No, no. Cuanto más larga sea la lista, mejor; aunque tengamos que pagar a hombres que de momento no nos sirven de nada. Creo en la amistad, y quiero, primero, hacer gala de ella.

Con el tiempo, el imperio de Corleone fue creciendo, la lista se hizo más larga y el número de hombres que trabajaban directamente para Tessio y Clemenza aumentó de forma considerable. Cada vez era más difícil controlarlo todo. Por ello, Vito Corleone decidió reestructurar su imperio. Dio a Clemenza y a Tessio el título de _caporegime_ o capitán, a sus subordinados el de soldados, y a Genco Abbandando lo nombró consejero, o _consigliere_. Creó una profunda y ancha sima entre él y cualquier acto operacional. Cuando daba una orden, nunca lo hacía a otros que no fueran Genco o uno de los _caporegimi_, y raramente permitía que la escuchara otra persona que aquella a la que iba dirigida. Al grupo de Tessio lo hizo responsable de Brooklyn, y al de Clemenza, del Bronx. Por otra parte, separó a ambos hombres y, sin decirlo claramente, les dio a entender que no debían tener relación alguna, ni siquiera social, salvo en caso de absoluta necesidad. Esto se lo explicó a Tessio, que era más inteligente, aunque le dijo que se trataba de una medida de seguridad por si surgían problemas con la ley. Pero Tessio comprendió que Vito no quería que sus dos _caporegimi_ tuvieran oportunidad de conspirar contra él, así como que no había nada personal en ello y que se trataba de una simple precaución táctica. En compensación, Vito dio a Tessio una autonomía completa en su demarcación, mientras que sobre Clemenza ejerció un control más estricto. Clemenza era más valiente, más atolondrado y más cruel, a pesar de su jovialidad exterior, por lo que era preciso vigilarlo más de cerca.

La Gran Depresión incrementó el poder de Vito Corleone. Fue por aquel entonces cuando empezaron a llamarlo Don Corleone. En la ciudad, los hombres honrados buscaban trabajo inútilmente, y eran muchos los que se veían obligados a tragarse su orgullo y recurrir a la caridad pública. En cambio, los hombres de Don Corleone se paseaban con la cabeza alta y los bolsillos repletos de dinero, y sin temor a perder su empleo. El mismo Don Corleone, el más modesto de los hombres, no podía evitar sentirse orgulloso. Cuidaba de su mundo, de su gente, y nadie podía decir que hubiera decepcionado a quienes dependían de él, a quienes por él arriesgaban su libertad y su vida. Cuando alguno de sus empleados, por el motivo que fuese, era arrestado y enviado a prisión, su familia no tenía por qué preocuparse en lo que al dinero se refería. Puntualmente les era entregado el sueldo íntegro del cabeza de familia.

Naturalmente, esto no era fruto de un sentimiento de caridad cristiana. Ni sus mejores amigos se hubieran atrevido a decir que Don Corleone era un santo. Su generosidad tenía algo de interesada. Un empleado enviado a prisión sabía que si mantenía la boca cerrada a su familia no le faltaría de nada, así como que si no informaba a la policía al salir de la cárcel sería calurosamente recibido. Se celebraría una fiesta en su casa, a base de comida de primera calidad en la que no faltarían «ravioli» caseros, vino y pasteles, con la asistencia de todos sus amigos y familiares. Luego, en cualquier momento, aparecería el _consigliere_ Genco Abbandando, o quizás hasta el mismísimo Don, para presentar sus respetos al recién liberado, tomar un vaso de vino y dejar un regalo en metálico lo bastante importante para que el fiel y discreto empleado se tomara unas vacaciones de una o dos semanas junto con su familia, antes de reincorporarse al trabajo. A tal punto llegaban la simpatía y la comprensión de Don Corleone.

Fue por entonces que el Don se convenció de que él sabía dirigir su mundo mucho mejor que sus enemigos el suyo, creencia ésta alimentada por el hecho de que mucha gente pobre del vecindario acudía a él en busca de ayuda. Le solicitaban de todo: recuperar la paz conyugal, encontrar un empleo para el hijo, sacar a alguien de la cárcel, obtener un pequeño préstamo, interceder ante propietarios que pedían alquileres muy altos a inquilinos sin trabajo…

Don Vito Corleone ayudaba a todos. Y no sólo eso, sino que lo hacía de buen grado. En consecuencia, cuando estos italianos tenían que votar en las elecciones municipales, o cuando se trataba de elegir a los representantes del estado en el Congreso, se dejaban aconsejar por su amigo el Padrino. Así fue como Don Corleone se convirtió en una figura política a la que consultaban los jefes de los partidos y cuyo poder fue consolidándose y aumentando gracias a su penetrante visión del futuro. Pagaba los estudios a una serie de muchachos brillantes, pertenecientes a familias italianas sin recursos, que al cabo de unos años se convertirían en los abogados, fiscales y jueces de la ciudad. Don Corleone preparaba el futuro de su imperio con el mismo cuidado con que lo haría un gran político.

Cuando se derogó la Prohibición, el imperio del Don habría sufrido un duro golpe si no hubiese sido porque Vito Corleone había tomado sus precauciones. En 1933 envió emisarios al hombre que controlaba los garitos de Manhattan, la usura, las apuestas, la lotería ilegal de Harlem, etc. Se llamaba Salvatore Maranzano y era considerado un _pezzonovante_, uno de los reyes del hampa neoyorquina. Los emisarios de Corleone le propusieron ir a medias en el negocio, ya que con la organización y los contactos policíacos y políticos del Don sus operaciones podrían extenderse hasta Brooklyn y el Bronx. Pero Maranzano, que carecía de visión de futuro, rechazó desdeñosamente la propuesta, en parte porque era amigo de Al Capone, quien contaba con su propia organización y sus propios hombres, aparte de armamento de todo tipo. Así pues, no iba a aliarse con un advenedizo cuya reputación era mayor como conciliador que como mañoso. La negativa de Maranzano encendió la mecha de la gran guerra de 1933, que iba a cambiar por completo la estructura de los bajos fondos de Nueva York.

A primera vista, la lucha era muy desigual. Salvatore Maranzano poseía una poderosa organización y tenía amistad con Al Capone, de Chicago, cuya ayuda podía solicitar en cualquier momento. También estaba en muy buenas relaciones con la familia Tattaglia, que controlaba la prostitución y el incipiente tráfico de drogas. Además, contaba con buenos amigos entre algunos poderosos hombres de negocios, que utilizaban a sus matones para aterrorizar a los comerciantes judíos del ramo de la confección y a los sindicatos anarquistas italianos del de la construcción.

Contra esto, Don Corleone sólo podía oponer dos pequeños aunque soberbiamente organizados «regimi», mandados por Clemenza y Tessio, aparte de que sus contactos policíacos y políticos podían ser contrarrestados por los que tenían los hombres de negocios que apoyaban a Maranzano. Pero poseía una gran ventaja: el enemigo lo ignoraba todo respecto de su organización. El mundo del hampa no conocía la verdadera fuerza de sus soldados. Es más, consideraba una tontería que Tessio, en Brooklyn, operara con plena independencia.

Así pues, a pesar de ello la lucha se mantuvo desigual hasta que Vito Corleone cambió el rumbo de las cosas con un golpe maestro.

Maranzano le pidió a Al Capone sus dos mejores pistoleros para que se encargaran de liquidar al advenedizo. La familia Corleone, que tenía amistades en Chicago, obtuvo información de que los dos pistoleros llegarían en tren, y Vito le pidió a Luca Brasi que fuera a «recibirlos». Brasi, junto con cuatro de sus hombres, recibieron a los dos visitantes en la estación. Uno de los hombres conducía un taxi, y otro iba disfrazado de mozo de cuerda. Este último tomó las maletas de los enviados de Al Capone y las llevó hasta el taxi. Cuando los pistoleros de Chicago entraron en el vehículo, Brasi y otro de sus hombres se precipitaron detrás de ellos, pistola en mano, y los obligaron a tenderse en el suelo. El taxi se dirigió a un almacén cercano a los muelles. Brasi lo había previsto todo.

Los dos hombres de Capone fueron atados de pies y manos. Luego les metieron sendas toallas pequeñas en la boca, para que no pudieran gritar, y seguidamente Brasi les ordenó que se pusieran de cara a la pared. Entonces cogió una barra de hierro y empezó a golpear con fuerza los pies de uno de ellos, hasta rompérselos. A continuación hizo lo mismo con las piernas y las rodillas. Finalmente, lo golpeó en el pecho y el vientre. Brasi era muy fuerte, pero tuvo que descargar muchos golpes para conseguir su propósito. Naturalmente, a los primeros golpes la víctima había caído al suelo en medio de un gran charco de sangre y trozos de carne.

Cuando Brasi se volvió hacia el segundo hombre, vio que no tendría necesidad de machacarlo a golpes. El hombre, por imposible que parezca, se había tragado la pequeña toalla. Cuando la policía realizó la autopsia para determinar las causas de la muerte, encontraron la toalla en su estómago.

Pocos días después, en Chicago, Capone recibió de Vito Corleone el siguiente mensaje: «Ahora ya sabe usted cómo trato a mis enemigos. ¿Por qué un napolitano tiene que interferir en una pelea entre dos sicilianos? Si desea tenerme por amigo, sepa que le debo un favor y que estoy dispuesto a pagárselo en cuanto me lo pida. No dudo que un hombre como usted sabe muy bien lo beneficioso que es tener un amigo que, en lugar de pedir ayuda, se ocupa de sus propios asuntos y siempre está dispuesto a ayudar. Si no quiere aceptar mi amistad, dejemos las cosas como están. Pero permita que le diga una cosa: el clima de Nueva York es húmedo y muy malo para los napolitanos. Por ello le aconsejo que no venga aquí ni de visita».

La arrogancia de esta carta había sido calculada. El Don consideraba que Capone era un estúpido, un simple asesino. Sus espías le habían informado de que había perdido toda su influencia política a causa de su arrogancia y del infantil exhibicionismo de su riqueza. El Don sabía, y estaba en lo cierto, que sin influencia política, sin el camuflaje de la sociedad, el mundo de Capone, como muchos otros, podía ser fácilmente destruido. Sabía que Capone se encaminaba a su destrucción, y también sabía que la influencia de éste no se extendía más allá de los límites de la ciudad de Chicago, si bien allí era verdaderamente enorme.

La táctica tuvo éxito. No tanto por su ferocidad como por la rapidez con que había reaccionado el Don.

De un hombre tan inteligente sólo cabía esperar que sus siguientes movimientos fuesen peligrosos. Por lo tanto, era mucho mejor aceptar su amistad. Capone respondió que no intervendría en la lucha entre Vito Corleone y Salvatore Maranzano.

Las fuerzas estaban ahora niveladas. Y luego de humillar a Capone Vito Corleone se había ganado un enorme «respeto» en el mundo del hampa de todo el país. Durante seis meses superó a Maranzano. Se apoderó del control del juego, hasta entonces bajo la protección de su enemigo, y obligó al organizador de lotería más importante de Harlem a entregarle toda la recaudación de un día… Combatía a sus enemigos en todos los frentes. En la industria de la confección, Clemenza y sus hombres se pusieron del lado de los trabajadores, en contra de Maranzano. Gracias a su superior inteligencia y organización siempre resultaba vencedor. La ferocidad de Clemenza, que Corleone utilizaba convenientemente, fue también un factor importante. Más tarde, Don Corleone envió a Tessio y sus hombres a la caza del propio Maranzano.

Maranzano había enviado mensajeros para comunicar al Don que deseaba la paz. Vito Corleone se negó a recibirlos, pretextando las más diversas excusas, y los soldados de Maranzano comenzaron a abandonar a su jefe, pues no deseaban morir por una causa perdida. Los apostadores y usureros pagaban ahora tributo a la organización de Corleone. Pero la guerra no había terminado.

En la Nochevieja de 1933, Tessio consiguió penetrar en las defensas de Maranzano. Los lugartenientes de éste, ansiosos como estaban de abandonar la lucha, se mostraron dispuestos a entregar su jefe al enemigo. Le dijeron que se había concertado una entrevista con Corleone en un restaurante de Brooklyn, y lo acompañaron en calidad de guardaespaldas. Le dejaron sentado a una mesa, malhumorado, mordisqueando un trozo de pan, y luego salieron del restaurante, mientras entraban Tessio y cuatro de sus hombres. La ejecución fue rápida y segura. Maranzano, con la boca llena de pan a medio masticar, fue acribillado a balazos. La guerra había terminado.

El imperio de Maranzano fue incorporado al de Corleone. El Don estableció un nuevo sistema de pago de tributos, pero dejó que todos los jugadores, loteros, apostadores y usureros siguieran con su negocio. Además, puso el pie en el sindicato de trabajadores del ramo de la confección, cosa extremadamente importante según se demostró años después. Sin embargo, justo cuando los negocios iban viento en popa, el Don comenzó a tener problemas familiares.

Santino Corleone, Sonny, tenía dieciséis años y media más de un metro ochenta de estatura. Sus hombros eran anchos y su cara sensual, aunque en modo alguno afeminada. Al contrario que su hermano Fredo, un muchacho tranquilo, Santino siempre se metía en líos. Se peleaba continuamente y era un pésimo estudiante. Un día, Clemenza, en su calidad de padrino de Santino, se decidió a informar a Don Corleone. Santino acababa de tomar parte en un robo a mano armada, y a Clemenza el hecho le parecía una estupidez, pues la cosa pudo haber terminado muy mal. Sonny había sido el jefe, naturalmente; los otros se habían limitado a seguirlo.

Fue una de las pocas veces en que Don Corleone perdió el control de sí mismo. Tom Hagen llevaba tres años viviendo en su casa, y Don Corleone preguntó a su _caporegime_ si el muchacho huérfano había tomado parte en el robo. Clemenza respondió que no, y Don Corleone envió un coche a buscar a Santino, con órdenes de que lo llevaran a sus oficinas de la Genco Pura Olive Oil Company.

Por vez primera, el Don fue derrotado. A solas con su hijo, dio rienda suelta a su ira, reprendiendo muy duramente a Sonny en dialecto siciliano, el mejor de los lenguajes cuando se trataba de expresar ira y enfado. Terminó su diatriba preguntando:

—¿Con qué derecho cometiste ese robo? ¿Qué es lo que te llevó a hacer semejante locura?

Sonny, de pie delante de su padre, se negó a responder. El Don, en tono de desdén, prosiguió:

—Eres un estúpido. ¿Qué has ganado? ¿Cincuenta dólares? ¿O fueron sólo veinte? ¿Y para eso arriesgaste tu vida?

Como si no hubiera oído las últimas palabras, Sonny dijo, en tono de desafío:

—Vi cómo matabas a Fanucci.

El Don se sentó en su silla, decidido a esperar a que su hijo siguiera hablando:

—Cuando Fanucci salió de la casa, mamá me dijo que ya podía subir. Vi cómo te dirigías al terrado y te seguí. Fui testigo de todo lo que hiciste. También vi cómo te deshacías de la cartera y de la pistola.

—Bien —dijo el Don—. Así pues, no tengo derecho a decirte lo que debes hacer. ¿No quieres seguir estudiando? ¿No quieres ser abogado? Los abogados pueden robar más dinero con una cartera, que un millar de hombres enmascarados y con pistolas.

Sonny sonrió y dijo:

—Quiero entrar en los negocios familiares.

Cuando vio que su padre permanecía impasible, que no se echaba a reír, añadió, con ligereza:

—Puedo aprender a vender aceite de oliva.

El Don siguió sin responder. Finalmente, al ver que su hijo ya no tenía nada más que decir, sentenció:

—Cada hombre tiene su destino.

No añadió que el hecho de que hubiese sido testigo de la muerte de Fanucci había decidido el destino de su hijo. Se limitó a concluir con voz tranquila:

—Ven mañana por la mañana, a las nueve. Genco te dirá lo que debes hacer.

Pero Genco Abbandando, con la perspicacia obligada en todo _consigliere_, se dio cuenta de los verdaderos deseos del Don, y destinó a Sonny como guardaespaldas de su padre. Desde aquel puesto, el muchacho podría aprender las complejidades inherentes al título de Don. Por otra parte, el empleo de Sonny puso al descubierto el instinto profesoral de aquél, que se aplicó en aconsejar a su hijo mayor para que se convirtiera en un hombre de provecho.

Además de su a menudo repetida teoría de que cada hombre tiene trazado de antemano su destino, el Don reprendía de forma constante a Sonny por sus juveniles arrebatos de ira. Consideraba que las amenazas eran peligrosísimas y que la ira, si no había sido previamente meditada, era todavía más perjudicial que aquéllas. Nadie había visto al Don proferir amenazas abiertas contra persona alguna, nadie le había visto jamás irritado. Y, claro, trataba de que Sonny fuera como él. No se cansaba de repetirle que lo mejor era que el enemigo sobrestimara los fallos de uno y, mucho más, que los amigos subestimaran las virtudes.

El _caporegime_ Clemenza se ocupó de que Sonny aprendiese a disparar, y también a manejar el garrote. Por cierto que al muchacho no le gustaba el muy italiano garrote, pues sus americanizados gustos hacían que se inclinara por la sencilla, impersonal y anglosajona pistola, lo que entristecía a Clemenza. Así pues, Sonny se convirtió en el constante acompañante de su padre. Se ocupaba de conducir su coche y lo ayudaba en mil pequeños detalles. Durante los dos años siguientes pareció que Sonny era uno de los tantos muchachos de su edad que, en todo el mundo, comenzaban a adentrarse en los negocios del padre. No demostraba una inteligencia fuera de lo corriente, no se tomaba las cosas demasiado en serio, y parecía contentarse con el trabajo que le había sido asignado.

Mientras, su amigo de siempre y semihermanastro, Tom Hagen, iba a la universidad, Fredo asistía al instituto, Michael, el hermano menor, estaba todavía en la escuela primaria, y la pequeña Connie acababa de cumplir tan sólo cuatro años de edad. Hacía ya tiempo que la familia se había mudado a un piso situado en el Bronx. Don Corleone tenía intención de comprar una casa en Long Island, pero quería que la compra encajara con otros planes que maduraba.

Vito Corleone era un hombre con amplitud de miras. Todas las grandes ciudades de América se habían convertido en campos de batalla donde contendían los reyes de los bajos fondos. Las luchas entre bandas rivales eran el pan de cada día; algunos hombres ambiciosos querían tomar parte en el reparto de los beneficios que el vicio proporcionaba, mientras que otros, como el mismo Corleone, sencillamente deseaban conservar lo que ya tenían. En medio de este caos, Don Corleone se dio cuenta de que los periódicos y los políticos utilizaban aquellas luchas y matanzas para obtener leyes más rigurosas y métodos policíacos más duros. Incluso llegó a pensar que la indignación pública podía poner en peligro el sistema democrático, cosa que sería fatal para él y otros como él. Su imperio era sólido, al menos desde un punto de vista interno, por ello decidió que lo primero que debía hacer era conseguir la paz entre las diversas facciones de Nueva York, y luego hacerla extensible a la nación.

Sabía perfectamente que la misión que se había impuesto era muy peligrosa. Durante un año se dedicó a entrevistarse con una serie de jefes de las bandas de Nueva York; los sondeó hábilmente, supo cuáles eran sus aspiraciones, les propuso esferas de influencia que serían respetadas por todos, y también les habló de la creación de un comité de grandes jefes. Pero había demasiadas facciones, demasiados intereses opuestos. El acuerdo era imposible. Como otros grandes caudillos y legisladores de la historia, Don Corleone decidió que la paz sería una quimera hasta que el número de «reyes» y «estados» quedara reducido a una cifra más manejable.

Había cinco o seis «Familias» demasiado poderosas para ser eliminadas, pero el resto, como los terroristas de la Mano Negra, los usureros independientes, los apostadores que operaban sin la protección de las autoridades, tendrían que desaparecer. Y así, Don Corleone montó lo que podía considerarse una especie de guerra colonial, en la que puso todos los recursos de su organización.

Llevó tres años pacificar Nueva York, pero valió la pena. Al principio, las cosas presentaron mal aspecto. Un grupo de pistoleros irlandeses, a los que el Don se había propuesto exterminar, estuvieron a punto de echarlo todo a rodar el día en que uno de ellos, con valentía suicida, atravesó el cordón que protegía al Don y le disparó un tiro en el pecho. El autor del atentado fue acribillado a balazos de inmediato, pero el daño ya estaba hecho.

No obstante, el incidente hizo que Santino Corleone tuviese su oportunidad. Con su padre fuera de circulación, Sonny se puso al mando de un grupo, su propio «regime», con el grado de _caporegime_, y como un nuevo Napoleón demostró sus grandes cualidades para la lucha en la ciudad. También demostró una extrema crueldad, la carencia de la cual había sido el único defecto de Don Corleone como conquistador.

De 1935 a 1937, Sonny Corleone adquirió una gran reputación como el ejecutor más cruel que había conocido el mundo del hampa. Sin embargo, había otro hombre que le superaba en crueldad: el terrible Luca Brasi.

Fue Brasi quien se encargó del resto de los pistoleros irlandeses, a quienes eliminó personalmente y uno a uno, y él solo quien, cuando una de las seis Familias más poderosas trató de convertirse en protectora de los independientes, asesinó a su jefe a modo de advertencia. Poco después el Don se recobró de su herida e hizo la paz con aquella Familia.

En 1937, la paz y la armonía reinaban en la ciudad de Nueva York, a excepción, claro está, de pequeños incidentes y malentendidos que en ocasiones terminaban de forma dramática. Del mismo modo que los jefes de las ciudades de la antigüedad siempre vigilaban con ansiedad a las tribus bárbaras que merodeaban por las cercanías, Don Corleone nunca perdía de vista el mundo que rodeaba al suyo propio. Se fijó en la fulgurante carrera de Hitler y el nacionalsocialismo, en la actitud alemana con respecto a Inglaterra en Munich. Vio claramente que la guerra era inevitable, e intuyó las consecuencias de todo tipo que ello acarrearía. Su mundo particular sería más inexpugnable que antes, aparte de que, además, se le presentaba la ocasión de convertir en realidad eso de que cualquier hombre avispado puede, en tiempo de guerra, hacerse rico rápidamente. Don Corleone, que ya era rico, podría acumular más riqueza aún. Para ello, sin embargo, era necesario que en su mundo particular reinara la paz.

Don Corleone llevó su mensaje a través de Estados Unidos. Conferenció con compatriotas en Los Ángeles, San Francisco, Cleveland, Chicago, Filadelfia, Miami y Boston. En 1939 era el apóstol de la paz del mundo del hampa, y hay que reconocer que alcanzó un éxito extraordinario. Consiguió llegar a establecer acuerdos —que al igual que la Constitución de Estados Unidos respetaban por entero la autoridad interna de cada miembro en su estado o ciudad—con las más poderosas organizaciones de los bajos fondos del país. Tales acuerdos se referían solamente a esferas de influencia, y tendían únicamente a asegurar la paz en dicho medio.

Fue así como Don Corleone logró que tanto en el momento de estallar la Segunda Gran Guerra, en 1939, como en el de la intervención de Estados Unidos en ella, en 1941, reinaran la paz y el orden en su mundo. Había conseguido tenerlo todo dispuesto para recoger la dorada cosecha, en igualdad de condiciones con todas las demás industrias de la repentinamente activa y próspera América. La familia Corleone intervenía en el suministro ilegal de bonos de comida, en los cupones de gasolina, etc. Tenía poder suficiente para conseguir contratos de guerra y adquirir, en el mercado negro, los materiales necesarios para las firmas del ramo de la confección que carecían de materias primas suficientes por no haber obtenido contratos gubernamentales. Incluso podía lograr que los jóvenes de la organización se libraran de ser movilizados —después de todo ¿qué tenían que hacer en una guerra extranjera?—gracias a la ayuda de los médicos que indicaban las drogas que debían tomar los futuros soldados antes de someterse a reconocimiento, y también gracias a su facultad para colocar a sus hombres en puestos clave dentro de la industria bélica.

El Don podía sentirse satisfecho. El mundo era un oasis de paz para todos aquellos que habían jurado lealtad a su persona, mientras para otros muchos que creían en la ley y el orden era un infierno donde se moría como una rata. Lo único que le disgustaba era que su hijo menor, Michael, se hubiera negado a recibir ayuda y hubiera insistido en alistarse como voluntario en la Marina, al igual que hicieron algunos de los miembros más jóvenes de la organización, ante el asombro del Don. Uno de ellos, tratando de explicar a su _caporegime_ el motivo de su decisión, dijo:

—Este país se ha portado bien conmigo.

Cuando el Don se enteró de esta razón, le espetó al _caporegime_.

—¡También yo me he portado bien con él!

Quienes lo habían «traicionado» alistándose en el ejército lo habrían pasado muy mal si no hubiese sido porque, al perdonar a su hijo Michael, el Don se sintió obligado a hacer lo propio con ellos, a pesar de lo deplorable que consideraba su conducta.

Una vez terminada la guerra, Don Corleone comprendió que nuevamente tendría que cambiar sus métodos para adaptarse, en parte, al sistema imperante en el mundo exterior. Y creía que sería capaz de hacerlo sin que disminuyeran sus beneficios.

Tenía buenas razones para confiar en su propia experiencia. Dos asuntos de carácter personal lo habían puesto en el buen camino. Años atrás, el entonces joven Nazorine, que era sólo un ayudante de panadero que estaba a punto de casarse, le había pedido ayuda. Él y su futura esposa, una buena chica italiana, habían ahorrado dinero y habían pagado la enorme suma de trescientos dólares al propietario de una mueblería que les habían recomendado. El comerciante les dejó escoger todo lo que quisieron para amueblar el piso. Un bonito y macizo juego de dormitorio, con sus mesillas de noche y sus lámparas, el tresillo, muy bonito también, con su sofá y sus dos butacas, y otras cosas. Nazorine y su prometida habían disfrutado de veras escogiendo lo que más les gustaba de entre una enorme cantidad de muebles. El vendedor tomó el dinero que los novios habían ahorrado con mucho esfuerzo, y les prometió que esa misma semana les enviaría el pedido.

Al cabo de pocos días, sin embargo, la mueblería había ido a la bancarrota y los acreedores se habían quedado con todas las existencias. Entretanto, el propietario había desaparecido. Nazorine fue a ver a su abogado, quien le dijo que nada podía hacerse hasta que los tribunales decidieran, y comprendió que para que esto ocurriera podían pasar tres años o más, en cuyo caso podría darse por satisfecho si conseguía recuperar diez centavos por dólar, pues el activo del mueblista debía repartirse entre todos los acreedores.

Vito Corleone no daba crédito. No era posible que la ley permitiera un robo semejante. El propietario de la mueblería vivía en una hermosa casa, poseía una finca en Long Island, un lujoso automóvil, y enviaba a sus hijos a la universidad. ¿Cómo era posible que, teniendo los trescientos dólares, no hubiese enviado los muebles al pobre Nazorine? Vito Corleone no dudaba de la palabra de Nazorine, pero hizo que Genco Abbandando, a través de los abogados de la Genco Pura, se asegurara de ello.

Resultó que la historia de Nazorine era completamente cierta. El propietario de la mueblería tenía toda su fortuna personal a nombre de su esposa. Su negocio de muebles era una sociedad de responsabilidad limitada, por lo que no se le podía responsabilizar como ente individual. Su mala fe había sido evidente, pero no se trataba de un caso aislado; eran muchos los comerciantes que, cuando les convenía, se declaraban en quiebra, perjudicando así a mucha gente. Legalmente, nada podía hacerse por el pobre Nazorine.

Como es natural, el asunto no tardó en resolverse. Don Corleone envió a su consiguen, Genco Abbandando, a hablar con el mueblista y éste, que no tenía un pelo de tonto, comprendió enseguida. Nazorine tuvo sus muebles. Ésa fue para el todavía joven Vito Corleone una valiosa lección.

El segundo incidente tuvo repercusiones mucho más amplias. En 1939, Don Corleone decidió llevar a su familia a vivir fuera de la ciudad. Como cualquier otro padre, quería que sus hijos asistieran a las mejores escuelas y se relacionaran con compañeros de clases altas. Además, por razones personales deseaba el anonimato que podía procurarle la vida en el extrarradio, donde su reputación no era conocida. Adquirió la propiedad de Long Beach, que tenía entonces cuatro casas de nueva planta y terreno suficiente para construir otras varias. Sonny estaba formalmente comprometido con Sandra y no tardarían en casarse, con lo que una de las casas sería para ellos. Otra, para el Don. La tercera sería para Genco Abbandando y su familia, mientras que la última permanecería, por el momento, desocupada.

Una semana después de que las tres casas fueran ocupadas, llegó un camión con tres hombres que dijeron ser inspectores municipales y que debían comprobar el estado del sistema de calefacción. Uno de los jóvenes guardaespaldas del Don los dejó pasar y los acompañó hasta el sótano donde se encontraba la caldera. El Don, su esposa y Sonny estaban en el jardín, descansando y disfrutando de la brisa marina.

Cuando el guardaespaldas lo llamó, Don Corleone hizo un gesto de disgusto. Los tres individuos, todos muy corpulentos, estaban alrededor de la caldera. La habían desmontado, y las piezas se hallaban esparcidas por el suelo. El jefe de los «inspectores», un sujeto muy autoritario, dijo al Don:

—Esta caldera está en muy mal estado. Si quiere que se la arreglemos y volvamos a montársela, le costará ciento cincuenta dólares. Sólo entonces podremos dar el visto bueno a su sistema de calefacción.

Sacó del bolsillo un papel rojo y añadió:

—Ponemos un sello en esta hoja y usted ya no tiene por qué preocuparse. El ayuntamiento no volverá a molestarlo.

El Don encontraba aquello muy divertido. Desde hacía unos días se sentía aburrido, ya que a causa de la mudanza no había podido ocuparse de sus negocios. En un inglés con más acento italiano de lo que era corriente en él, preguntó:

—Y si no pago ¿qué ocurrirá con mi calefacción? —Se la dejaremos como está: desmontada —repuso el jefe, señalando las piezas desperdigadas.

—Aguarden, ahora les voy a pagar —dijo el Don, humildemente. Salió al jardín y dijo a Sonny—: Escucha, hay tres hombres trabajando en la caldera de la calefacción. No sé qué es lo que realmente quieren. Encárgate del asunto.

No era una simple broma. Tenía la intención de convertir a su hijo en su lugarteniente, y ésa era una de las pruebas por las que tendría que pasar antes de recibir el nombramiento.

La solución que dio Sonny al asunto no gustó a su padre. Fue demasiado directa, es decir, carente de la sutileza siciliana. En cuanto hubo oído la petición del «inspector jefe», sacó la pistola e hizo que los tres hombres pusieran las manos en alto. Luego ordenó a algunos de los guardaespaldas de su padre que les dieran de bastonazos, y a continuación los obligó a montar de nuevo la caldera y limpiar el sótano. Finalmente los interrogó, y cuando se hubo enterado de que trabajaban en una lampistería de Suffolk County, les pidió el nombre de su patrón y antes de dejarlos marchar les espetó en tono amenazador:

—Y que no vuelva a veros por Long Beach, si no queréis pasarlo mal.

Aquello de extender su protección a la comunidad en que vivía sería un rasgo típico del joven Santino hasta que se hiciera mayor y más cruel. Sonny llamó al lampista para decirle que se abstuviera de mandar «inspectores» a la zona de Long Beach, y se preocupó de que, tan pronto como la familia Corleone hubo entablado «amistad» con la policía local, le fueran comunicados los numerosos delitos de todo tipo que se cometían en la zona. Al cabo de un año, Long Beach se había convertido en la ciudad más segura de Estados Unidos. Se conminó a los jugadores profesionales y los pistoleros a largarse de allí, y sólo se les consentía un acto delictivo. Si reincidían, desaparecían. Se avisaba cortésmente a extorsionadores, matones, «inspectores municipales» y demás que no serían bien recibidos en Long Beach. Y los que no hacían caso del aviso eran salvajemente apaleados. En cuanto a los jóvenes que no se mostraban respetuosos con la ley y las autoridades, se les advirtió paternalmente que les convenía cambiar de conducta. Long Beach se convirtió en una ciudad modelo.

Lo que más impresionó al Don fue que estafas como la de la caldera de la calefacción estuviesen legalmente avaladas. De pronto comprendió con claridad las mil oportunidades que para un hombre de su talento existían en aquel otro mundo, que antes había estado cerrado para él, como lo seguiría estando para todos los hombres honrados. Se dispuso a aprovechar al máximo las oportunidades que se le ofrecían al respecto. Y vivió feliz en su finca de Long Beach, consolidando y engrandeciendo su imperio, hasta que, una vez terminada la guerra, el Turco Sollozzo quebró la paz, obligando al Don a librar su guerra particular, una guerra que lo condujo a un lecho de hospital.


1 comentario:

  1. Alberto Rodríguez8 de abril de 2023, 17:47

    Excleente relato. Muchas felicidades al staff. Tenemos algo más sobre el padrino ?

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