sábado, 19 de noviembre de 2022

Los Hijos de Noah

Un turista en automóvil, Ketchum, que recorre la costa de Nueva Inglaterra (un lugar gótico donde los haya en la imaginería estadounidense), llega de noche al pueblo de Zachry (población: 67 habitantes), conduce a 50 mph en un lugar donde sólo se puede ir a 15, es detenido por la policía local y arrestado y puesto en un calabozo a la espera de ser juzgado. Todas esas campanas que hemos escuchado desde tiempos inmemoriales acerca del forastero que se mete en líos en un pueblo desconocido, cuyos habitantes son siempre hoscos y poco amistosos resuenan aquí. Y hay que decir que lo hacen para cumplir todas nuestras peores expectativas, en un final sorpresa brutal, tremendo, inesperado.

Pero más que su efecto, que ya es remarcable, hay que destacar lo bien construido de la historia, su paso imperceptible de la monotonía a la inquietud, después al enigma para finalmente alcanzar el terror. Y la fantástica descripción que Matheson hace del pueblo, de su atmósfera de decadencia, de su misterio. Todo ello convierte este relato en una pieza, si no muy conocida, sí en magistral.

El relato nos sumerge en la desprotección que sufre Mr. Ketchum al estar en un poblado extranjero y prácticamente desconocido.

El abuso de poder de la policía de Zachry es el que somete a Ketchum a toda esa incertidumbre. Desde un principio van a buscarlo y la estrategia evita que se les escape. Incluso, inventan una atmósfera alrededor de Ketchum. A través de las respuestas del oficial Shiley ofrecen respuestas escuetas y dirigidas, digeribles para el arrestado. Mr. Ketchum no tiene otra alternativa que creer en la palabra del oficial.

Ketchum piensa que se trata de un conflicto entre citadinos sofisticados y rurales ignorantes, no obstante, la propia ignorancia de Ketchum jugará en su contra en todo momento al enfrentarse a los extranjeros.

Los locales de Zachry aprovechan el desconocimiento de Mr. Ketchum para crear todo alrededor. Todas las explicaciones parecen verosímiles al provenir de alguien que viste uniforme de oficial. Ketchum cae presa de las apariencias y de la confianza en alguien que le engaña deliberadamente.

El cuento tiene una tremenda efectividad sin ocupar grandes recursos. El tono general de incertidumbre es generado por la sensación de alarma. El arresto, los carteles, las pinturas, la ausencia de gente, el desayuno y la historia inverosímil, son todas las pistas que podría delatar a los personajes de Zachry. Sabemos que Ketchum debe huir, pero usa cualquier recurso para tranquilizarse antes que temer a lo que tiene al frente. De hecho, los villanos mantienen una fachada tan ensayada que ni siquiera se molestan en mentir más de lo necesario. Por último, la escena final es la confirmación de todas nuestras sospechas y el final de Ketchum por no hacer caso a su sentido común.


Acababan de dar las tres de la mañana cuando el señor Ketchum dejó atrás el cartel que decía ZACHRY: POBLACIÓN, 67 HABITANTES. Gruñó. Uno más en la interminable serie de pueblecitos costeros de Maine. Cerró los ojos durante un segundo, luego volvió a abrirlos y apretó el acelerador. El Ford ganó velocidad bajo sus pies. Con un poco de suerte, tal vez pudiera llegar pronto a un motel decente. Desde luego, no era probable que lo hubiera en Zachry, población, 67 habitantes.

El señor Ketchum acomodó su pesado cuerpo en el asiento y estiró las piernas. Habían sido unas vacaciones amargas. Había planeado recorrer en coche las joyas históricas de Nueva Inglaterra, entrar en comunión con la naturaleza y bañarse en la nostalgia. En lugar de eso, lo único que había encontrado había sido aburrimiento, agotamiento y exceso de gastos.
El señor Ketchum no estaba contento.
La ciudad parecía profundamente dormida cuando entró en la Calle Principal. El único sonido que se oía era el del motor del coche, la única imagen la de sus faros levantados extendiéndose adelante, iluminando otro cartel. VELOCIDAD MÁXIMA 20.
—Claro, claro —murmuró disgustado, apretando el pedal del acelerador. Eran las tres de la mañana y los padres de la comunidad esperaban que cruzara su poblacho arrastrándose. El señor Ketchum observó los edificios oscuros que dejaba atrás, al otro lado de sus ventanillas. Adiós, Zachry, pensó. Adiós, población, 67 habitantes.
Entonces apareció el otro coche en el espejo retrovisor. Media manzana por detrás de él, un turismo con una luz roja giratoria sobre el techo. Sabía qué clase de coche era. Levantó el pie del acelerador y sintió que sus latidos se aceleraban. ¿Era posible que no hubieran notado lo rápido que iba?
La pregunta quedó contestada cuando el coche oscuro se puso al lado del Ford y un hombre con un sombrero grande se asomó por la ventanilla delantera.
—¡Pare! —ladró.
Tragando secamente, el señor Ketchum echó su coche a la cuneta. Puso el freno de mano, giró la llave de contacto y el vehículo quedó inmóvil. El coche patrulla puso morro a la cuneta y se detuvo. La puerta delantera se abrió.
El brillo de los faros del señor Ketchum silueteó la oscura figura que se acercaba. Palpó rápidamente con el pie izquierdo y apretó el interruptor, bajando las luces. Volvió a tragar. Maldito incordio. Las tres de la mañana en medio de la nada, y un policía de pueblo le detiene por exceso de velocidad. El señor Ketchum apretó los dientes y esperó.
El hombre del uniforme oscuro y el sombrero de ala ancha se inclinó sobre la ventana.
—El permiso.
El señor Ketchum deslizó una mano temblorosa en su bolsillo interior y sacó la billetera. Buscó a tientas su permiso. Lo entregó, y se fijó en lo inexpresiva que permanecía la cara del policía. Se quedó sentado en silencio mientras el policía dirigía el rayo de una linterna al permiso.
—De Nueva Jersey.
—Sí, eso… así es —dijo el señor Ketchum.
El policía siguió mirando el permiso. El señor Ketchum se agitó inquieto en el asiento y apretó los labios.
—Está en regla —dijo por fin.
Vio que la oscura cabeza del policía se levantaba. Carraspeó cuando el estrecho círculo de la luz de la linterna le cegó. Apartó la cabeza.
La luz desapareció. El señor Ketchum parpadeó con los ojos humedecidos.
—¿En Nueva Jersey no leen las señales de tráfico? —preguntó el policía.
—¿Se… se refiere a la señal que decía que la p-población es de sesenta y siete personas?
—No, no me refiero a esa señal —dijo el policía.
—Oh —el señor Ketchum se aclaró la garganta—. Bueno, pues es la única señal que he visto —dijo.
—Entonces es usted un mal conductor.
—Bueno, yo…
—La señal decía que el límite de velocidad es de veinte kilómetros por hora. Usted iba a setenta y cinco.
—Oh. Yo… me temo que no la vi.
—El límite de velocidad es de veinte kilómetros por hora, lo vea o no lo vea.
—Bueno… pero ¿a… a esta hora de la mañana?
—¿Ha visto usted un horario al lado de la señal? —preguntó el policía.
—No, por supuesto que no. O sea, quiero decir que ni siquiera he visto la señal.
—¿De verdad que no?
El señor Ketchum sintió que el vello se le erizaba en la nuca.
—Bueno, vamos a ver —empezó débilmente. Entonces se detuvo y miró al policía—. ¿Me podría devolver el carné? —preguntó por fin al ver que el policía no hablaba.
El policía no dijo nada. Estaba parado en medio de la calle, inmóvil.
—¿Me permite…? —empezó el señor Ketchum.
—Siga a nuestro coche —dijo el agente bruscamente, y se marchó dando grandes zancadas.
El señor Ketchum le miró, desconcertado. ¡Eh, espere!, estuvo a punto de gritar. El agente ni siquiera le había devuelto su permiso. El señor Ketchum sintió un frío repentino en el estómago.
—¿De qué va esto? —murmuró cuando vio que el policía volvía a meterse en su coche. El coche patrulla se alejó de la cuneta, con la luz del techo dando vueltas otra vez.
El señor Ketchum le siguió.
—Esto es ridículo —dijo en voz alta. No tenían derecho a hacerle una cosa así. ¿Es que estaban en la Edad Media? Sus gruesos labios se apretaron en una arruga cansina mientras seguía al coche patrulla a lo largo de la Calle Principal.

Dos manzanas más arriba, el coche patrulla giró. El señor Ketchum vio que sus faros se desparramaban sobre el escaparate de una tienda. ALIMENTACIÓN HAND, decían las desgastadas letras.
No había farolas en la calle. Era como conducir por un paisaje cubierto de tinta. Delante sólo estaban los tres ojos rojos de las luces traseras del coche patrulla y su foco; detrás sólo la negrura impenetrable. El final de un día perfecto, pensó el señor Ketchum; detenido por exceso de velocidad en Zachry, Maine. Movió la cabeza y gruñó. ¿Por qué no había pasado las vacaciones en Newark y se había quedado durmiendo hasta las tantas, yendo al cine, comiendo y viendo la televisión?
El coche patrulla giró a la derecha en la esquina siguiente, y luego, una manzana más allá, volvió a girar a la izquierda y se detuvo. El señor Ketchum se paró detrás cuando vio que se apagaban sus luces. Aquello no tenía sentido. Era sólo un melodrama barato. Podían haberle multado igual en la Calle Principal. Era la mentalidad rústica. Degradar a alguien de la gran ciudad les daba una sensación de superioridad que les servía de venganza.
El señor Ketchum esperó. Bueno, no pensaba discutir. Pagaría su multa sin decir palabra y se marcharía. Levantó el freno de mano. De pronto frunció el ceño, al darse cuenta de que podían ponerle la multa que les diera la gana. ¡Podían multarle con 500 dólares si les apetecía! El hombre grueso había oído historias sobre la policía de los pueblos, sobre la autoridad absoluta que detentaban. Se aclaró la garganta, viscosa. Bueno, eso es absurdo, pensó. Qué imaginación tan estúpida.
El policía abrió la puerta.
—Fuera —dijo.
No había luces en la calle ni en ningún edificio. El señor Ketchum tragó. Sólo podía ver la figura negra del policía.
—¿Esto es… la comisaría? —preguntó.
—Apague las luces y acompáñeme —dijo el policía.
El señor Ketchum oprimió el interruptor de cromo y se bajó. El policía cerró la puerta de golpe. Hizo un ruido fuerte, como de eco; como si estuvieran dentro de un almacén sin iluminar, en vez de en la calle. El señor Ketchum miró hacia arriba. La ilusión era completa. No había estrellas ni luna. El cielo y la tierra se unían en la negrura.
Los duros dedos del policía se cerraron sobre su brazo. El señor Ketchum perdió el equilibrio un instante, y luego se recuperó y caminó a paso rápido junto a la alta figura del policía.
—Aquí está oscuro —se oyó decir en una voz que no era del todo familiar.
El policía no dijo nada. El otro policía emprendió el paso al lado contrario. El señor Ketchum se dijo para sus adentros; Estos malditos nazis paletos están intentando intimidarme. Bueno, pues no iban a conseguirlo.
El señor Ketchum tragó una bocanada del aire húmedo con olor a mar y la exhaló con un escalofrío. Una aldea miserable de sesenta y siete habitantes y tienen dos policías patrullando las calles a las tres de la mañana.
Ridículo.
Casi tropezó con el escalón cuando lo alcanzaron. El policía que llevaba a la izquierda le sujetó por el codo.
—Gracias —murmuró automáticamente el señor Ketchum. El policía no respondió. El señor Ketchum se relamió los labios. Cordial el patán, pensó, y sonrió fugazmente para sus adentros. Así, eso estaba mejor. No tenía sentido que dejara que le afectase.
Parpadeó cuando la puerta se abrió y, a pesar de sí mismo, sintió que dejaba escapar un suspiro de alivio. Era una comisaría, en efecto. Allí estaba el mostrador con su podio, el tablón de anuncios, una estufa negra, de panza redonda, sin encender, un banco arañado pegado a la pared, una puerta, el suelo cubierto con un linóleo agrietado y mugriento que antaño había sido verde.
—Siéntese y espere —dijo el primer policía.
El señor Ketchum miró su cara delgada y angulosa, su piel morena. No había ninguna división en sus ojos entre el iris y la pupila. Era todo una sola oscuridad. Llevaba un uniforme oscuro que le quedaba un poco suelto.
El señor Ketchum no llegó a ver al otro policía porque los dos se metieron en la habitación de al lado. Se quedó mirando un momento la puerta cerrada. ¿Debería marcharse, coger el coche e irse? No, en su permiso constaba su dirección. Claro que a lo mejor lo que querían era que intentara huir. Nunca se sabe qué clase de ideas retorcidas tienen estos policías de pueblo. Puede que incluso quisieran… abatirle si intentaba irse.
El señor Ketchum se dejó caer pesadamente sobre el banco. No, estaba dejando que su imaginación se desbordase. Era sólo una pequeña ciudad en la costa de Maine y sólo iban a multarle por…
Bueno, ¿por qué no le multaban, entonces? ¿A qué venía tanto teatro? El hombre grueso apretó los labios. Muy bien, que jugasen como más les gustara. De todas formas, aquello era mejor que seguir conduciendo. Cerró los ojos. Voy a darles un descanso, pensó.

Pasados unos momentos, volvió a abrirlos. Había un silencio terrible. Echó un vistazo alrededor en la habitación pobremente iluminada. Las paredes estaban sucias y desnudas, excepto por un reloj y un cuadro que colgaba detrás del mostrador. Era una pintura —probablemente una copia— de un hombre con barba. Llevaba un sombrero de marinero. Probablemente fuera uno de los antiguos marineros de Zachry. No; probablemente ni siquiera fuera eso. Probablemente fuera una lámina comprada en un Sears o un Roebuck: Marinero con barba.
El señor Ketchum gruñó para sus adentros. Qué hacía una reproducción como aquélla en una comisaría era algo que excedía su capacidad de comprensión. Excepto, por supuesto, por el hecho de que Zachry estaba en el Atlántico. Probablemente la pesca fuera su principal fuente de ingresos. De todas formas, ¿qué más daba? El señor Ketchum bajó la mirada.
En la habitación de al lado pudo oír las voces ahogadas de los dos policías. Intentó oír lo que decían, pero no pudo. Lanzó una mirada a la puerta cerrada. Vamos, por favor, pensó. Volvió a mirar el reloj. Las tres y veintidós. Lo comprobó con su reloj de pulsera. Justo. La puerta se abrió y salieron los dos policías.
Uno de ellos se marchó. El otro —el que había cogido el permiso del señor Ketchum—, se dirigió al mostrador y encendió el flexo que había encima, sacó un gran libro del cajón superior y empezó a escribir en él. Por fin, pensó el señor Ketchum.
Pasó un minuto.
—Yo… —el señor Ketchum se aclaró la garganta—. Le ruego…
Su voz se descompuso cuando la fría mirada del policía se levantó del libro y se fijó en él.
—¿Está usted…? Es decir, ¿me van a multar ya?
El policía volvió a mirar el libro.
—Espere —dijo.
—Pero son más de las tres de la maña… —el señor Ketchum se contuvo. Intentó parecer fríamente beligerante—. Muy bien —dijo secamente—. ¿Quiere hacer el favor de decirme cuánto tiempo voy a tener que esperar?
El policía siguió escribiendo en el libro. El señor Ketchum se quedó sentado muy rígido, mirándole. Intolerable, pensó. Era la última vez que pensaba acercarse a menos de ciento cincuenta kilómetros de la maldita Nueva Inglaterra.
El policía levantó la mirada.
—¿Casado? —preguntó.
El señor Ketchum se quedó mirándole.
—¿Está usted casado?
—No, yo… lo pone en el permiso —prorrumpió el señor Ketchum. Sintió un temblor de placer por su respuesta y, al mismo tiempo, una puñalada de extraño temor por replicar al hombre.
—¿Tiene familia en Jersey? —preguntó el policía.
—Sí. O sea, no. Sólo una hermana en Wiscons…
El señor Ketchum no terminó. Vio que el policía lo ponía por escrito. Deseó poder desembarazarse de aquel temor que le hacía temblar.
—¿Trabaja? —preguntó el policía.
El señor Ketchum tragó saliva.
—Bueno —dijo—. N-no tengo un empleo concre…
—En paro —dijo el policía.
—En absoluto; en absoluto —dijo el señor Ketchum muy formalmente—. Soy un… un vendedor por cuenta propia. Adquiero mercancías y…
Su voz se esfumó cuando el policía le miró. El señor Ketchum tragó tres veces hasta que el nudo se deshizo. Comprendió que estaba sentado al borde mismo del banco, como si estuviera listo para saltar en defensa de su vida. Se obligó a recostarse. Respiró hondo. Tranquilo, se dijo a sí mismo. Lentamente, cerró los ojos. Así. Echaría una cabezadita. Más valía que le sacara todo el provecho posible, pensó.

La habitación estaba en silencio, excepto por el tic tac metálico y resonante del reloj. El señor Ketchum sintió que su corazón palpitaba con latidos lentos y pesados. Acomodó su pesado cuerpo incómodamente en el duro banco. Ridículo, pensó.
El señor Ketchum abrió los ojos y frunció el ceño. Aquel maldito cuadro. Uno casi tenía la sensación de que el marinero con barba le estuviera mirando.
—¡Ah!
La boca del señor Ketchum se cerró de golpe, sus ojos se abrieron con una sacudida, el iris centelleando. Se incorporó de un salto en el banco, y luego volvió a tumbarse.
Un hombre de rostro moreno estaba inclinado sobre él, con la mano encima del hombro del señor Ketchum.
—¿Sí? —preguntó el señor Ketchum, con el corazón dándole un respingo.
El hombre sonrió.
—Soy el jefe Shipley —dijo—. ¿Quiere hacer el favor de pasar a mi despacho?
—Oh —dijo el señor Ketchum—. Sí. Sí.
Se estiró, haciendo una mueca provocada por la rigidez de los músculos de su espalda. El hombre retrocedió y el señor Ketchum se levantó con un gruñido, sus ojos dirigiéndose automáticamente al reloj de la pared. Pasaban algunos minutos de las cuatro.
—Oiga —dijo, todavía demasiado adormilado para sentirse intimidado—. ¿Por qué no puedo pagar mi multa y marcharme?
La sonrisa de Shipley carecía de calidez.
—En Zachry llevamos las cosas de otra manera —dijo.
Entraron en un despacho pequeño que olía a humedad.
—Siéntese —dijo el jefe, rodeando la mesa mientras el señor Ketchum se sentaba en una silla de respaldo recto que crujió.
—No entiendo por qué no puedo pagar mi multa y marcharme.
—En su debido momento —dijo Shipley.
—Pero… —el señor Ketchum no terminó. La sonrisa de Shipley le daba la impresión de no ser más que una advertencia diplomáticamente velada. Apretando los dientes, el hombre grueso se aclaró la garganta y esperó mientras el jefe miraba un papel que había sobre su mesa. Notó lo grande que le quedaba la ropa a Shipley. Palurdos, pensó el hombre grueso, ni siquiera saben cómo vestirse.
—Veo que no está casado —dijo Shipley.
El señor Ketchum no dijo nada. Dales un poco de su propia medicina de silencio, pensó.
—¿Tiene amigos en Maine? —preguntó Shipley.
—¿Por qué?
—Son preguntas de rutina, señor Ketchum —dijo el jefe—. ¿Su única familia es una hermana en Wisconsin?
El señor Ketchum le miró sin hablar. ¿Qué tenía que ver todo aquello con una infracción de tráfico?
—¿Señor? —preguntó Shipley.
—Ya se lo he dicho; es decir, se lo dije al agente. No entiendo…
—¿Está aquí por trabajo?
La boca del señor Ketchum se abrió sin emitir ningún sonido.
—¿Por qué me hacen todas esas preguntas? —preguntó. ¡Deja de temblar!, se ordenó a sí mismo furiosamente.
—Por rutina. ¿Está aquí por trabajo?
—Estoy de vacaciones. ¡Y no entiendo de qué va todo esto! ¡Hasta ahora he sido paciente, pero, maldición, exijo que me multen y me dejen marchar!
—Me temo que eso es imposible —dijo el jefe.
La boca del señor Ketchum se abrió de golpe. Era como despertar de una pesadilla y descubrir que el sueño continuaba.
—N-no lo entiendo —dijo.
—Tendrá que presentarse ante el juez.
—Pero eso es ridículo.
—¿Ah, sí?
—Sí, es ridículo. Soy ciudadano de los Estados Unidos. Exijo que se cumplan mis derechos.
La sonrisa del jefe Shipley se esfumó.
—Limitó esos derechos cuando quebrantó nuestras leyes —dijo—. Ahora tendrá que pagar por ello como nosotros decidamos.
El señor Ketchum miró al hombre con una expresión ausente. Comprendió que estaba completamente en sus manos. Podían multarle con la cantidad que quisieran o meterle en la cárcel indefinidamente. Todas aquellas preguntas que le habían hecho… no sabía por qué se las habían hecho, pero sabía que sus respuestas revelaban que casi carecía de raíces, que a nadie le importaba si vivía o…
La habitación pareció bambolearse. El sudor cubrió su cuerpo.
—No pueden hacer esto —dijo; pero no lo estaba discutiendo.
—Tendrá que pasar el resto de la noche en el calabozo —dijo el jefe—. Por la mañana verá al juez.
—¡Pero esto es ridículo! —estalló el señor Ketchum—. ¡Ridículo!
Se contuvo.
—Tengo derecho a una llamada telefónica —dijo rápidamente—. Puedo hacer una llamada telefónica. Es mi derecho legal.
—Lo sería —dijo Shipley—, si hubiera línea de teléfono en Zachry.
Cuando le llevaron a su celda, el señor Ketchum vio un cuadro en la pared. Era del mismo hombre con barba. El señor Ketchum no se dio cuenta de si los ojos le seguían o no.
El señor Ketchum se removió.
Un aire de confusión cubría su cara abotargada por el sueño. Oyó un ruido metálico detrás de él; se levantó apoyándose en el hombro.
Entró un policía en la celda y depositó una bandeja.
—El desayuno —dijo. Era mayor que los otros policías, incluso mayor que Shipley. Su pelo era de un gris acerado, su cara recién afeitada veteaba alrededor de la boca y los ojos. El uniforme le quedaba grande.
Mientras el policía empezaba a cerrar la puerta de nuevo, el señor Ketchum preguntó:
—¿Cuándo veré al juez?
El policía le miró un momento.
—No lo sé —dijo, y se dio la vuelta.
—¡Espere! —le llamó el señor Ketchum.
Los pasos del policía se perdieron en la lejanía, con un sonido hueco sobre el suelo de cemento. El señor Ketchum siguió mirando el sitio donde había estado el policía. El velo del sueño se desprendió de su cabeza.
Se sentó, se frotó dos dedos adormecidos sobre los ojos y levantó la muñeca. Las nueve y siete minutos. El hombre grueso hizo una mueca. ¡Por Dios que se iban a enterar! Hinchó las narices. Olisqueó, alargó la mano hacia la bandeja; luego la retiró.
—No —murmuró. No comería su maldita comida. Se quedó sentado rígidamente, doblado por la cintura, contemplando sus pies embutidos en los calcetines.
Su estómago gruñó, poco cooperativo.
—Bueno —murmuró pasado un minuto. Tomó aliento, estiró la mano y levantó la tapa de la bandeja.
No pudo reprimir el oh de sorpresa que se escapó de sus labios.
Los tres huevos estaban fritos con mantequilla, ojos amarillos y brillantes Fijos en el techo, rodeados de largas y crujientes tiras de bacón jugoso y ondulado. Al lado de ellos había un plato con cuatro gruesas rebanadas de pan tostado, untadas con mantequilla cremosa y apoyadas en un tazón de mermelada. Había un vaso largo de espumoso zumo de naranja, un plato de fresas sangrantes en nata blanca. Por último, una gran taza de la que salía ondulante la inconfundible fragancia del café recién hecho.
El señor Ketchum tomó el vaso de zumo de naranja. Dejó caer un par de gotas en la boca y las saboreó con la lengua a modo de experimento. El ácido cítrico cosquilleaba deliciosamente en su lengua cálida. Se lo tragó. Si estaba envenenado, había sido envenenado por la mano de un maestro. La saliva llenó su boca. De pronto recordó que, justo antes de que le detuvieran, tenía la intención de detenerse en una cafetería para comer algo.

Mientras comía, cautelosa pero decididamente, el señor Ketchum intentó averiguar las motivaciones que había detrás de aquel magnífico desayuno.
Era la mentalidad rural de nuevo. Se arrepentían de su torpeza. Parecía una idea caprichosa, pero ahí estaba. La comida era soberbia. Había que reconocerles una cosa a los nativos de Nueva Inglaterra: sabían cocinar, los condenados. El desayuno del señor Ketchum normalmente consistía en un bollo caliente y un café. Desde que era niño y vivía en casa de su padre no había comido un desayuno como aquél.
Estaba terminando su tercera taza de café cremoso cuando oyó pasos en el pasillo. El señor Ketchum sonrió. En el momento justo, pensó. Se levantó.
El jefe Shipley se paró junto a la celda.
—¿Ya ha desayunado?
El señor Ketchum asintió. Si el jefe esperaba que le diera las gracias, se llevaría una decepción. El señor Ketchum cogió su abrigo.
El jefe no se movió.
—¿Y bien…? —dijo el señor Ketchum pasados unos minutos. Intentó decirlo fríamente, con autoridad. No le salió así.
El jefe Shipley le miró sin expresión alguna. El señor Ketchum sintió que le faltaba el aliento.
—¿Puedo preguntar…? —empezó.
—El juez aún no ha llegado —dijo Shipley.
—Pero… —el señor Ketchum no supo qué decir.
—Sólo he venido a decírselo —dijo Shipley. Se dio la vuelta y desapareció.
El señor Ketchum se puso furioso. Miró los restos de su desayuno como si contuvieran la respuesta a su situación. Aporreó su muslo con un puño.
¡Intolerable! ¿Qué pretendían hacer? ¿Intimidarle? Bueno, por Dios que…
… lo estaban consiguiendo.
El señor Ketchum se acercó a los barrotes. Miró arriba y abajo del pasillo. Notó un nudo frío dentro de él. La comida parecía haberse convertido en plomo seco en su estómago. Golpeó el lateral de su mano derecha una vez más contra el frío barrote. ¡Por Dios! ¡Por Dios!
Eran las dos de la tarde cuando el Jefe Shipley y el viejo policía se acercaron a la puerta de la celda. El policía abrió sin pronunciar una palabra. El señor Ketchum salió al pasillo y volvió a esperar, poniéndose el abrigo mientras cerraban la puerta de nuevo.
Caminó con pasos cortos e inflexibles entre los dos hombres, sin ni siquiera mirar el cuadro de la pared.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—El juez está malo —dijo Shipley—. Le vamos a llevar a su casa para que pague la multa.
El señor Ketchum se mordió la lengua. No pensaba discutir con ellos; no iba a hacerlo.
—Muy bien —dijo—. Si así es como quieren hacerlo.
—Es la única forma de hacerlo —dijo el jefe, mirando hacia delante, su cara una máscara inexpresiva.
El señor Ketchum forzó los bordes de una débil sonrisa. Aquello estaba mejor. Ya casi había terminado. Pagaría su multa y se largaría.

Fuera había niebla. La bruma marina rodaba sobre la calle como humo batido. El señor Ketchum se puso el sombrero y se estremeció. El aire húmedo parecía filtrarse a través de su piel y pegarse a sus huesos. Mal día, pensó. Bajó los escalones, sus ojos buscando su Ford.
El viejo policía abrió la puerta trasera del coche patrulla y Shipley le hizo un gesto para que entrase.
—¿Qué pasa con mi coche? —preguntó el señor Ketchum.
—Volveremos cuando haya visto al juez —dijo Shipley.
—Oh. Yo…
El señor Ketchum vaciló. Luego se inclinó y se metió en el coche, dejándose caer sobre el asiento trasero. Se estremeció cuando el cuero frío atravesó el algodón de los pantalones. Se echó a un lado cuando entró el jefe.
El policía cerró la puerta de golpe. Una vez más oyó aquel sonido hueco, como si cerraran un ataúd dentro de una cripta. El señor Ketchum hizo una mueca de disgusto por el símil que se le había ocurrido.
El policía entró en el coche y el señor Ketchum oyó cómo el motor cobraba vida líquida con un petardeo. Se quedó sentado, respirando lenta y profundamente mientras el policía calentaba el motor. Miró por la ventanilla que tenía a su izquierda.
La niebla parecía humo. Podrían haber estado aparcados en un garaje en llamas. Excepto por la humedad que se calaba en los huesos. El señor Ketchum se aclaró la garganta. Oyó que el jefe se removía en el asiento, a su lado.
—Frío —dijo el señor Ketchum automáticamente.
El jefe no dijo nada.
El señor Ketchum se recostó cuando el coche abandonó la cuneta, hizo un giro completo y empezó a bajar lentamente por la calle velada por la niebla. Escuchó el sisear crujiente de los neumáticos sobre el pavimento húmedo, el roce rítmico de las escobillas que despejaban segmentos circulares en el parabrisas empañado.
Pasado un momento, miró su reloj. Eran casi las tres. Había perdido la mitad del día en aquel maldito Zachry.
Volvió a contemplar por la ventanilla el pueblo fantasmal. Le pareció ver edificios de ladrillo junto a la cuneta, pero no estaba seguro. Miró sus manos blancas, luego miró a Shipley. El jefe estaba sentado muy rígido, mirando directamente al frente. El señor Ketchum tragó saliva. El aire parecía estancado en sus pulmones.
En la Calle Principal, la niebla parecía menos densa. Probablemente debido a la brisa marina, pensó el señor Ketchum. Miró arriba y abajo de la calle. Todas las tiendas y oficinas parecían cerradas. Miró al otro lado de la calle. Lo mismo.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó.
—¿Qué?
—Digo que dónde está todo el mundo.
—En casa —dijo el jefe.
—Pero hoy es miércoles —dijo el señor Ketchum—. ¿No tienen… las tiendas abiertas?
—Hace malo —dijo Shipley—. No merece la pena.
El señor Ketchum miró al jefe de rostro amarillento, y luego retiró la mirada apresuradamente. Sintió una fría premonición arrastrándose de nuevo por su estómago. ¿Qué significaba aquello, en nombre de Dios?, se preguntó. Lo del calabozo ya había sido malo. Pero aquello, tener que atisbar a través de aquel mar de niebla, era aún peor.
—Claro —oyó que decía su voz nerviosa—. Aquí sólo viven sesenta y siete personas, ¿verdad?
El jefe no dijo nada.
—¿Cuánto… c-cuánto tiempo tiene Zachry?
En el silencio, oyó que las articulaciones de los dedos del jefe crujían secamente.
—Ciento cincuenta años —dijo Shipley.
—Es mucho —dijo el señor Ketchum. Tragó con esfuerzo. Le dolía un poco la garganta. Vamos, se dijo a sí mismo. Tranquilízate.
—¿Y de dónde viene el nombre de Zachry? —las palabras brotaron sin control.
—Lo fundó Noah Zachry —dijo el jefe.
—¡Oh! ¡Oh! Ya veo. Supongo que la foto de la comisaría…
—Exacto —dijo Shipley.
El señor Ketchum pestañeó. Así que aquél era Noah Zachry, fundador del pueblo que estaban cruzando en coche…
… manzana tras manzana tras manzana. Algo frío y pesado se hundió en el estómago del señor Ketchum al darse cuenta.
En una ciudad tan grande, ¿cómo es que sólo había 67 personas?
Abrió la boca para preguntarlo, pero no pudo. Tal vez la respuesta no le gustase.
—¿Por qué hay sólo…? —las palabras brotaron a pesar de todo antes de que pudiera detenerlas. Su cuerpo se sacudió sorprendido al oírlas.
—¿Qué?
—Nada, nada. Es decir… —el señor Ketchum tomó aliento con un escalofrío. No podía evitarlo. Tenía que saberlo—. ¿Cómo es que sólo hay sesenta y siete habitantes?
—Se van —dijo Shipley.
El señor Ketchum pestañeó. La respuesta resultó anticlimática. Arrugó la frente. Bueno, ¿qué esperabas?, se preguntó a sí mismo a la defensiva. La remota y anticuada Zachry no podía poseer muchos atractivos para sus generaciones más jóvenes. Era inevitable que gravitaran hacia lugares más interesantes.
El hombre grueso se recostó en el asiento. Por supuesto. Piensa en las ganas que tengo yo de salir de este vertedero, y ni siquiera vivo aquí.
Su mirada se deslizó hacia delante, a través del parabrisas, atraída por algo. Una pancarta cruzaba la calle. ESTA NOCHE BARBACOA. Una celebración, pensó. Probablemente cada quince días les apetecería divertirse un poco y montarse una merendola desmadrada o una orgía de remiendos de redes.
—¿Y quién fue Zachry? —preguntó. El silencio empezaba a ponerle nervioso otra vez.
—Un capitán de barco —dijo el jefe.
—¿Y?
—Ballenero en los mares del sur —dijo Shipley.
Bruscamente, la Calle Principal se acabó. El coche de policía giró hacia un camino de tierra. Por la ventanilla, el señor Ketchum vio deslizarse arbustos sombríos. Sólo se oía el ruido del funcionamiento del motor y de la grava escupida bajo los neumáticos. ¿Dónde vive el juez, en lo alto de una montaña? Se acomodó y gruñó.
La niebla empezaba a disiparse. El señor Ketchum pudo ver hierba y árboles, todo bajo una luz grisácea. El coche giró y se dirigió al mar. El señor Ketchum miró la alfombra opaca de niebla. El coche siguió girando. Volvió a dirigirse a la cumbre de la montaña.
El señor Ketchum tosió suavemente.
—¿La… eh, la casa del juez está ahí arriba? —preguntó.
—Sí —contestó el jefe.

El coche siguió girando por el estrecho camino de tierra, a veces mirando hacia el mar, a veces hacia Zachry, a veces hacia la casa desolada de lo alto. Era una casa de un blanco grisáceo, de tres pisos de altura, que tenía a cada lado una torre. Parecía tan vieja como el mismo Zachry, pensó el señor Ketchum. El coche giró. Volvía a mirar al mar cubierto de niebla.
El señor Ketchum se miró las manos. ¿Le engañaba la luz o de verdad estaban temblando? Intentó tragar, pero su garganta estaba seca y en su lugar tosió con un traqueteo. Esto es estúpido, pensó; no hay razón que lo justifique. Vio que sus manos se cerraban.
El coche subía por la última pendiente hacia la casa. El señor Ketchum sintió que su respiración se aceleraba. ¡No quiero entrar ahí!, oyó que decía alguien dentro de su cabeza. Sintió el impulso repentino de abrir la puerta y salir corriendo. Sus músculos se tensaron enfáticamente.
Cerró los ojos. ¡Por amor de Dios, basta!, se gritó a sí mismo. No había nada malo en aquello excepto la distorsionada interpretación que estaba haciendo. Vivíamos en tiempos modernos. Las cosas tenían explicaciones y la gente tenía razones. La gente de Zachry también tenía una razón; una fuerte desconfianza hacia los habitantes de las ciudades. Aquélla era su venganza socialmente aceptable. Aquello tenía sentido. Al fin y al cabo…
El coche se detuvo. El jefe abrió la puerta de su lado y se bajó. El policía estiró la mano hacia atrás y abrió la otra puerta para que bajara el señor Ketchum. El hombre grueso descubrió que una de sus piernas y su pie estaban entumecidos. Tuvo que apoyarse en la puerta. Dejó caer el pie sobre el suelo.
—Se ha dormido —dijo.
Ninguno de los hombres contestó. El señor Ketchum miró la casa; bizqueó. ¿Había visto correrse una cortina verde oscuro? Hizo muecas y emitió un ruido de sorpresa cuando tocaron su brazo y el jefe hizo un gesto en dirección a la casa. Los tres hombres se encaminaron hacia ella.
—Yo, ah… no llevo mucho efectivo encima, me temo —dijo—. Espero que valga con un cheque de viaje.
—Sí —dijo el jefe.
Subieron por la escalera de entrada y se detuvieron delante de la puerta principal. El policía hizo girar una gran llave de metal y el señor Ketchum oyó una campanilla que sonaba en el interior. Se quedó mirando a través de los visillos de la puerta. Dentro, distinguió la figura esquelética de un sombrerero. Descargó su peso de un pie al otro y las tablas crujieron debajo de él. El policía volvió a hacer sonar la campanilla.
—Puede que esté… demasiado malo —sugirió débilmente el señor Ketchum.
Ninguno de los hombres le miró. El señor Ketchum sintió que sus músculos se tensaban. Echó un vistazo por encima de su hombro. ¿Podrían atraparle si intentaba correr?
Volvió a mirar con disgusto. Paga tu multa y te vas, se explicó pacientemente. Nada más; pagas la multa y te vas.
Dentro de la casa, había movimientos oscuros. El señor Ketchum levantó la mirada, sobresaltado a su pesar. Una mujer alta se acercaba a la puerta.
La puerta se abrió. La mujer era delgada, llevaba un vestido hasta los tobillos con un alfiler blanco ovalado en la garganta. Su cara era morena, veteada por arrugas parecidas a hilos. El señor Ketchum se quitó el sombrero automáticamente.
—Adelante —dijo la mujer.
El señor Ketchum pasó al recibidor.
—Puede dejar ahí su sombrero —dijo la mujer, señalando el sombrerero que parecía un árbol arrasado por las llamas. El señor Ketchum dejó caer su sombrero sobre uno de los ganchos negros. Al hacerlo, su mirada se vio atraída por un gran cuadro al pie de la escalera. Empezó a hablar, pero la mujer dijo:
—Por aquí.
Avanzaron por el vestíbulo. El señor Ketchum se quedó mirando el cuadro al pasar por delante.
—¿Quién es esa mujer —preguntó— que está en pie junto a Zachry?
—Su esposa —dijo el jefe.
—Pero ella…
La voz del señor Ketchum se quebró repentinamente al oír un sollozo subiendo por su garganta. Conmocionado, lo ahogó aclarándose repentinamente la garganta. Sentía vergüenza de sí mismo. Pero… ¿la esposa de Zachry?
La mujer abrió una puerta.
—Espere aquí —dijo.
El hombre grueso entró. Se volvió para decir algo al jefe. Justo a tiempo de ver cerrarse la puerta.
—Oiga, ah… —se acercó a la puerta y puso la mano sobre el pomo. No giró.
Frunció el ceño. Ignoró los latidos como martillazos de su corazón.
—Eh, ¿qué está pasando?
Su voz reverberó en las paredes con fingida jovialidad. El señor Ketchum se dio la vuelta y echó un vistazo alrededor. La habitación estaba vacía. Era una habitación cuadrada y vacía.
Se volvió hacia la puerta, los labios moviéndose como si buscara las palabras adecuadas.
—Vale —dijo bruscamente—, es muy… —giró el pomo bruscamente—. Vale, es una broma muy graciosa. —Por Dios, estaba enloquecido—. Ya he aguantado todo lo que…
Se giró al oír el sonido, con la boca abierta.
No había nada. La habitación seguía vacía. Miró alrededor desorientado. ¿Qué era aquel sonido? Un sonido sordo, como de agua corriendo.
—Eh —dijo automáticamente. Se volvió a la puerta—. ¡Eh! —chilló—. ¡Vale ya! ¿Quiénes se han creído que son?
Dio vueltas sobre piernas debilitadas. El sonido era más fuerte. El señor Ketchum se pasó una mano por la frente. Estaba cubierta de sudor. Allí hacía calor.
—Vale, vale —dijo—. Es una broma excelente, pero…

Antes de que pudiera continuar, su voz se había enroscado en un sollozo espantoso, exasperante. El señor Ketchum se estremeció un poco. Miró hacia la puerta. Se giró y se dejó caer sobre la puerta. Su mano estirada tocó la pared y se retiró.
Estaba caliente.
—¿Eh? —preguntó con incredulidad.
Era imposible. Era una broma. Era su idea demente de una broma. Era un juego al que jugaban. Asustar al listillo de la ciudad, de eso se trataba.
—¡Vale! —chilló—. ¡Vale! ¡Tiene gracia, es muy gracioso! ¡Ahora dejadme salir de aquí o tendremos problemas!
Golpeó la puerta. Le dio una patada. La habitación estaba cada vez más caliente. Estaba casi tan caliente como una…
El señor Ketchum se quedó petrificado. Su boca se abrió de golpe.
Las preguntas que le habían hecho. Las ropas que les quedaban grandes a todos. La comida tan rica que le habían dado. Las calles vacías. El color moreno y casi salvaje de los hombres, de las mujeres. La forma en que todos le miraban. Y la mujer del cuadro, la esposa de Noah Zachry, una mujer nativa con los dientes afilados en punta.
ESTA NOCHE BARBACOA.
El señor Ketchum chilló. Dio patadas y puñetazos a la puerta. Arrojó su pesado cuerpo contra ella. Chilló a la gente de fuera.
—¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir! ¡DEJADME… SALIR!
Lo peor de todo era que no podía creerse que estuviera pasando de verdad.


2 comentarios:

  1. ¿Puede ser que el relato real tenga otro nombre? El de Los Hijos de Noah de Matheson creo que es el de los niños con poderes. No logro encontrar información sobre este relato bajo este nombre

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    1. Pudiera ser. De todas formas prueba a buscarlo como "Los Hijos de Noé", seguramente encontrarás más información.

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