jueves, 21 de marzo de 2019

Teddy

"Teddy" es un cuento de Jerome David Salinger, completado el 22 de noviembre de 1952 y publicado originalmente en el número del 31 de enero de 1953 de The New Yorker. Bajo la influencia del Evangelio de Sri Ramakrishna, Salinger creó un atractivo personaje infantil, Teddy McArdle, para presentar a sus lectores algunos de los conceptos básicos de la iluminación Zen y la reencarnación del Vedanta, una tarea que Salinger reconoció que requeriría superar en los años cincuenta. El chovinismo cultural estadounidense. Salinger escribió "Teddy" mientras estaba organizando la publicación de varios de sus cuentos y elaboró ​​la historia para equilibrar y contrastar el trabajo de apertura de las colecciones "A Perfect Day for Bananafish". 

En la novela de Salinger, "Seymour: una introducción", una meditación escrita por un miembro de la familia ficticia Glass, Buddy Glass escribe sobre su hermano, Seymour , donde Buddy afirma ser el autor de "Teddy", así como otras piezas de Nine Stories .

La historia comprende varias viñetas que tienen lugar a bordo de un barco de lujo. Los eventos ocurren aproximadamente entre las 10:00 y las 10:30 am del 28 de octubre de 1952. Teddy es Theodore "Teddy" McArdle, un sabio místico de 10 años que regresa a su hogar en Estados Unidos con sus padres y su hermana menor. Como parte de su gira por Gran Bretaña, Teddy ha sido entrevistado como una curiosidad académica por profesores de estudios religiosos y filosóficos, el "grupo examinador de Leidekker", de varias universidades europeas para probar sus afirmaciones de ilustración espiritual avanzada. 

La primera escena se abre en el camarote de McArdles. Teddy está parado en la costosa maleta de su padre, mirando por la portilla. El Sr. McArdle, aparentemente colgado, está tratando de hacer valer verbalmente el control sobre su hijo; La Sra. McArdle complace al niño como un provocativo contrapunto a la intimidación de su esposo: ninguno de los adultos tiene un impacto real en el comportamiento del niño.

Respondiendo impasiblemente a los arrebatos de sus padres, contempla la naturaleza de la existencia y la permanencia física mientras observa fragmentos de piel de naranja que se han descartado por la borda. Los conceptos que reflexiona el niño preternatural se derivan evidentemente de la filosofía religiosa zen y vedántica , y sugieren que Teddy posee iluminación avanzada o conciencia de Dios. Cuando Teddy transmite sus conocimientos espirituales a su padre y madre, los interpretan simplemente como los productos de su precocidad, provocando molestia o indiferencia de los adultos.

Se le ordena a Teddy que recupere a su hermana de seis años, Booper, quien se ha fugado de la cubierta deportiva con la costosa cámara de su padre, que Teddy, indiferente a su valor material, le ha otorgado como un juguete. Cuando él se va, Teddy le hace una pequeña y críptica advertencia a sus padres, informándoles que tal vez nunca lo vuelvan a ver fuera del reino de la memoria.

En la cubierta principal, Teddy tiene un breve encuentro con una de las oficiales de la nave, el alférez Mathewson. De manera directa y exigente, el niño pregunta al oficial y obtiene información sobre una competición de juegos de palabras a bordo, y desilusiona a la mujer desconcertada en cuanto a sus malentendidos con respecto a su avanzado desarrollo intelectual.

Teddy se dirige al Sport Deck y localiza a su hermana pequeña, Booper, para jugar con otro joven pasajero. Booper es una niña dominante y odiosa, que contrasta con la ecuanimidad de su hermano mayor. Teddy, con firmeza, exhorta cortésmente a la niña a regresar con la cámara a la cabaña e informar a su madre. Ignorando los comentarios verbales de su hermana, él le recuerda que se reúna con él en breve para su lección de natación en la piscina. Ella se somete con mala gracia como él se marcha.

La escena final tiene lugar en el Sun Deck, donde Teddy, reclinado en una de las tumbonas reservadas de su familia, revisa las recientes entradas de su diario. El documento ha sido cuidadosamente editado y cuidadosamente escrito. Contiene recordatorios para fomentar mejores relaciones con su padre; comentario sobre una carta de un profesor de literatura; una lista de palabras de vocabulario para estudiar y notas sobre su programa de meditación, todas las cuestiones de superación personal. Mientras hace su entrada diaria, escribe lo siguiente: "Ocurrirá hoy o el 14 de febrero de 1958 cuando tenga dieciséis años". Es ridículo incluso mencionarlo ”.

Teddy es interrumpido por un pasajero llamado Bob Nicholson, un graduado de una universidad anónima, que enseña currículo e instrucción. Nicholson se basa en el primer nombre del grupo Leidekker y ha escuchado una entrevista grabada con Teddy, en la que muestra un gran interés. Pimienta a Teddy con preguntas sobre el compromiso del niño con los preceptos de la reencarnación vedántica; Teddy permanece compuesto ante la hostilidad velada del joven, y le proporciona un breve bosquejo de este descubrimiento de Dios, sus relaciones con sus padres y sus puntos de vista sobre la filosofía Zen. El niño ofrece a Nicholson una metáfora extendida sobre la naturaleza de la lógica que desafía el compromiso racional y ortodoxo del joven con la realidad material. Teddy, al explicar su posición sobre la muerte y la reencarnación, da un ejemplo hipotético que describe una serie de eventos en su próxima lección de natación en la que ocurre una fatalidad: la suya.

Teddy se retira de la entrevista y se apresura a su lección. Nicholson lo persigue a través de los niveles de las cubiertas de la nave, y cuando comienza a bajar las escaleras hacia la piscina, escucha el grito de "una pequeña niña" que emana de las paredes cerradas de la piscina cubierta. La historia termina con esta nota ambigua.

El final de "Teddy" de Salinger se ha descrito como "polémico" y "el final más criticado de cualquier historia que haya escrito".

Salinger tres veces proporciona al lector información sobre la desaparición de Teddy: en declaraciones a sus padres, en su diario y a Nicholson. Esto ha llevado a los lectores a interpretar el pasaje final como una confirmación de la premonición del niño, es decir, Booper empuja a su hermano mayor a la piscina de hormigón vacía y grita cuando ve las consecuencias mortales.

Slawenski informa dos interpretaciones adicionales que podrían derivarse del pasaje final. Una opción es que Teddy "reconociendo la amenaza que su hermana representa" evade su empuje y la empuja a morir, como un acto de asesinato premeditado. Una tercera opción es que ambos niños se hundan en el recipiente vacío cuando Teddy lleva a Booper con él fuera del precipicio, con el fin de avanzar hacia su próxima reencarnación. "Ninguno de estos" dice Slawenski, "es muy satisfactorio".

Los críticos de la historia pueden haber apuntado el final a la desaprobación, en lugar de participar en una crítica culturalmente sesgada de la incursión de Salinger en la filosofía Zen. El propio Salinger consideraba la obra como "excepcionalmente obsesiva" y "memorable", aunque "desagradablemente polémica" y "completamente infructuosa".




—El día exquisito te lo voy a dar a ti, amiguito, si no te bajas enseguida de esa maleta. Y no estoy bromeando —dijo el señor McArdle. Hablaba desde la cama más alejada del ojo de buey. Furiosamente, con un suspiro que era casi un lamento, se quitó la sábana de los tobillos con un puntapié, como si su cuerpo debilitado y quemado por el sol no tolerara de pronto ni siquiera el peso de la tela. Estaba de espaldas, vestido sólo con los pantalones de pijama y con un cigarrillo encendido en una mano. Tenía la cabeza erguida, lo bastante como para apoyarla en forma incómoda, casi masoquista, contra la base misma de la cabecera de la cama. La almohada y el cenicero estaban en el suelo, entre su cama y la de la mujer. Sin levantarse, extendió el brazo derecho desnudo, de un rosa inflamado, y desparramó las cenizas hacia la mesita de noche—. ¡Vaya con octubre! —dijo—. Si éste es el tiempo de octubre, ¡me quedo con agosto! —Volvió de nuevo la cabeza hacia la derecha, adonde estaba Teddy, buscando pelea—. ¡Vamos! —dijo—. ¿Para qué demonios crees que hablo? ¿Para ejercitar la lengua? Por favor, ¡bájate de ahí de una vez!
Teddy se había encaramado a una maleta de aspecto bastante nuevo, para poder mirar a través del ojo de buey del camarote de sus padres. Llevaba zapatillas blancas, muy sucias, sin calcetines, pantalones cortos que no sólo eran demasiado largos sino también demasiado anchos en los fondillos, una camiseta lavada demasiadas veces, con un agujero del tamaño de una moneda en el hombro derecho, y un cinturón inesperadamente elegante, negro, de cocodrilo. Necesitaba urgentemente un corte de pelo —sobre todo en la nuca—, como sólo podría necesitarlo un niño pequeño con una cabeza casi tan grande como la de un adulto y un cuello fino y delgado.
—Teddy ¿me has oído?
Teddy no se asomaba por el ojo de buey abierto ni tanto ni tan peligrosamente como suelen asomarse los niños por los ojos de buey abiertos; en realidad, apoyaba ambos pies de plano sobre la superficie de la maleta, pero tampoco puede decirse que se asomaba apenas: su cabeza estaba más fuera de la cabina que dentro. Sin embargo, estaba perfectamente al alcance de la voz de su padre… sobre todo tratándose de su voz. El señor McArdle hacía papeles estelares en nada menos que tres radionovelas en Nueva York, y tenía lo que podía calificarse como la voz radiofónica de una primera figura de tercera clase: de una profundidad y resonancia narcisistas, preparada funcionalmente para hacer sentir su superioridad sobre cualquier otra persona que se encontrara en las cercanías, aunque esa persona fuera un niño. Cuando la voz estaba de vacaciones oscilaba entre su amor por el pleno volumen y una mezcla teatral de quietud y calma. En ese momento, el volumen era lo que imperaba:
—¡Teddy, diablos! ¿Me escuchas?

Teddy giró la cintura, sin cambiar la posición vigilante de sus pies sobre la maleta, y dirigió a su padre una mirada inquisidora, franca y pura. Sus ojos, de un color castaño pálido, no muy grandes, eran levemente bizcos, el izquierdo más que el derecho. No eran tan estrábicos como para desfigurarlo, ni siquiera para llamar la atención a primera vista. Eran sólo lo bastante bizcos como para mencionarlo, y sólo en relación con el hecho de que uno tenía que pensarlo larga y seriamente antes de desear que fueran más derechos, o más profundos, o más oscuros, o más separados. Su cara, tal cual era, transmitía la sensación, aunque oblicua y lenta, de la verdadera belleza.
—Quiero que te bajes de esa maleta ahora mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? —dijo Mr. McArdle.
—Quédate exactamente donde estás, querido —dijo la señora McArdle, que evidentemente tenía problemas con su sinusitis por la mañana temprano. Tenía los ojos abiertos, pero a duras penas—. No te muevas ni un centímetro. —Se hallaba tendida sobre el costado derecho, con la cara vuelta hacia la izquierda, mirando a Teddy y al ojo de buey, y la espalda hacia su marido. La sábana de arriba tapaba por completo su cuerpo, probablemente desnudo, cubriéndole brazos y todo lo demás, hasta el mentón—. Salta para arriba y para abajo —dijo, cerrando los ojos—. Aplasta la maleta de papito.
—Es algo muy brillante lo que acabas de decir —dijo el señor McArdle con una calma que quería ser firme—. Pagué veintidós libras por una maleta, y le pido de buen modo al chico que no se suba en ella, y tu le dices que salte encima. ¿De qué se trata? ¿Es un chiste?
—Si esa maleta no puede aguantar el peso de un chico de diez años, que tiene seis kilos menos de lo que debe pesar por su edad, no quiero esa maleta en mi camarote —dijo la señora McArdle sin abrir los ojos.
—¿Sabes lo que me gustaría hacer? —dijo el señor McArdle—. Partirte la cabeza de un puntapié.
—¿Por qué no lo haces?
El señor McArdle se incorporó bruscamente sobre un codo y apagó la colilla en el vidrio de la mesita de noche.
—Uno de estos días… —empezó a decir con tono intimidatorio.
—Uno de estos días te va a dar un ataque al corazón y va a ser trágico, muy trágico —dijo la señora McArdle, gastando un mínimo de energía. Sin sacar los brazos de debajo de la sábana, se envolvió aún más en ésta—. Habrá un sepelio discreto y de buen gusto, y todos preguntarán quién es esa atractiva mujer vestida de rojo que está sentada en la primera fila, coqueteando con el organista y haciendo un endiablado…
—Eres tan asquerosamente chistosa que ni siquiera resulta chistoso —dijo el señor McArdle, cayendo otra vez de espaldas, inerte.

Durante este breve intercambio, Teddy había girado de nuevo la cara y siguió mirando por el ojo de buey.
—Pasamos al Queen Mary, en dirección contraria, esta madrugada a las tres y treinta y dos, si a alguien le interesa —dijo lentamente—. Cosa que dudo. Su voz era extraña y bellamente ronca, como son las voces de algunos niños pequeños. Cada una de sus frases era como una pequeña isla antigua, inundada por un mar de whisky en miniatura—. Ese comisario de cubierta que Booper odia tanto lo tenía escrito en su pizarrón.
—Yo te voy a dar Queen Mary a ti, amiguito, si no te bajas de esa maleta ahora mismo —dijo su padre. Volvió la cabeza para mirar a Teddy—. Bájate ahora mismo y ve a cortarte el pelo o lo que sea. —Fijó de nuevo la mirada en la nuca de su mujer—. Dios mío, si parece precoz.
—No tengo dinero —dijo Teddy. Afirmó las manos en el marco del ojo de buey, y apoyó el mentón sobre los nudillos—. Mamá, ¿te has fijado en ese hombre que se sienta cerca de nosotros en el comedor? No ese muy delgado. El otro, en la misma mesa. Justo al lado de donde nuestro camarero deja la bandeja.
—Hmm… —dijo la señora McArdle—. Teddy. Querido. Deja a mamá dormir cinco minutos más, como un chico bueno.
—Espera un segundo. Esto es muy interesante —dijo Teddy sin sacar el mentón de su punto de apoyo y con los ojos siempre fijos en el mar—. Ese hombre estaba en el gimnasio hace un rato, mientras Sven me pesaba. Se acercó y me empezó a hablar. Había escuchado la última cinta que grabé. No la de abril. La de mayo. Estaba en una fiesta en Boston justo antes de salir hacia Europa, y parece que alguien en la fiesta conocía a alguien del grupo examinador de Leidekker, no dijo quién, y pidieron prestada esa última cinta que grabé y la pasaron en la fiesta. Parece que le interesa. Es un amigo del profesor Babcock. Parece que él también es profesor. Dijo que estuvo todo el verano en el Trinity College de Dublín.
—¿Oh? —dijo la señora McArdle—. ¿La escucharon en una fiesta? —Permaneció acostada, contemplando soñolienta la parte posterior de las piernas de Teddy.
—Eso parece —dijo Teddy—. Le habló mucho a Sven sobre mí, mientras yo estaba allí de pie. Y resultaba bastante molesto.
—¿Por qué tenía que ser molesto?
Teddy vaciló.
—Dije «bastante molesto». Lo califiqué.
—Yo te voy a calificar a ti, amiguito, si no te bajas en seguida de ahí —dijo el señor McArdle. Acababa de encender un nuevo cigarrillo—. Voy a contar hasta tres. Uno… maldito sea… dos…
—¿Qué hora es? —preguntó de pronto la señora McArdle, dirigiéndose a la parte posterior de las piernas de Teddy—. Tú y Booper, ¿no tenéis clase de natación a las diez y media?
—Tenemos tiempo —dijo Teddy—. ¡Blum! —De pronto sacó toda la cabeza por el ojo de buey, la mantuvo afuera durante unos segundos, y la volvió entrar apenas el tiempo necesario para informar—: Alguien acaba de vaciar todo un cubo de mondas de naranja por la ventana.
—Por la ventana. Por la ventana —dijo el señor McArdle sarcásticamente, sacudiendo la ceniza de su cigarrillo—. Por el ojo de buey, amiguito, por el ojo de buey. —Miró a su mujer—. Llama por teléfono a Boston, rápido, y habla con el grupo examinador de Leidekker.
—Oh, qué ingenioso eres… —dijo la señora McArdle—. ¿Por qué te esfuerzas tanto?
Teddy entró casi toda la cabeza.

—Flotan muy bien —dijo, sin volverse—. Es muy interesante.
—Teddy. Por última vez. Voy a contar hasta tres, y después te voy a…
—No quiero decir que sea interesante porque flotan —dijo Teddy—. Es interesante que yo sepa que están ahí. Si no las hubiera visto, no sabría que están ahí, y si no supiera que están ahí, ni siquiera podría afirmar que existen. Es un hermoso ejemplo, un ejemplo perfecto de cómo…
—Teddy —interrumpió la señora McArdle, inmóvil debajo de la sábana—. Ve y búscame a Booper. ¿Dónde anda? No quiero que hoy vuelva a estar mucho rato al sol de nuevo, con esas quemaduras que tiene.
—Está bien cubierta. Le hice poner los vaqueros —dijo Teddy—. Algunas empiezan ahora a hundirse. En pocos minutos, sólo flotarán en mi mente. Es muy interesante, porque según se mire, ahí es donde empezaron a flotar por primera vez. Si yo no hubiera estado aquí, o si hubiera venido alguien y me hubiera cortado la cabeza justo cuando…
—¿Dónde está ahora? —preguntó la señora McArdle—. Mira a tu madre un minuto, Teddy.
Teddy se volvió y miró a su madre.
—¿Qué? —dijo.
—¿Dónde está Booper? No quiero que ande dando vueltas por las hamacas, molestando a la gente. Si ese hombre horrible…
—No te preocupes. Le di la cámara fotográfica.
El señor McArdle se incorporó sobre un codo:
—¡Le diste la cámara fotográfica! —dijo—. ¿En qué diablos estabas pensando? ¡Nada menos que mi Leica! No voy a permitir que una mocosa de seis años ande pavoneándose por todos lados…
—Le mostré cómo debía sujetarla para que no se le cayera —dijo Teddy—. Y, por supuesto, le saqué el rollo.
—Tráeme la cámara, Teddy. ¿Me oyes? Quiero que te bajes de esa maleta en seguida y que la cámara aparezca en este camarote antes de cinco minutos, o va a haber un niño prodigio menos. ¿Me has entendido?
Teddy hizo girar los pies sobre la maleta y se bajó. Se agachó y se ató el cordón de la zapatilla izquierda mientras su padre, todavía apoyado sobre un codo, lo miraba como un celador.
—Dile a Booper que quiero que venga —dijo la señora McArdle—. Y dale un beso a mamá.

Teddy acabó de atarse el cordón, y besó mecánicamente a su madre en la mejilla. Ella a su vez sacó un brazo de debajo de la sábana, como para ceñir la cintura de Teddy, pero cuando terminó de hacerlo Teddy ya se había alejado. Había dado la vuelta y se hallaba en el espacio libre entre las dos camas. Se inclinó y volvió a incorporarse con la almohada de su padre debajo de un brazo y en la otra mano el cenicero que correspondía a la mesita de noche. Pasando el cenicero a la mano izquierda, se acercó a la mesita de noche y, con el borde de la mano derecha, barrió la superficie de la mesita volcando en el cenicero las cenizas y las colillas que su padre había esparcido. Después, antes de poner el cenicero donde correspondía, limpió con el antebrazo la fina película de ceniza que había quedado sobre el vidrio de la mesa. Después se limpió el brazo en los shorts blancos. Depositó el cenicero en su lugar, con sumo cuidado, como si pensara que un cenicero debía estar colocado exactamente en el centro de una mesa de noche o no estar en ningún lado. En este momento, el padre, que, había estado observándolo, de repente desvió la mirada.
—¿No quieres la almohada? —preguntó Teddy.
—Quiero esa cámara, jovencito.
—En esa posición no puedes estar cómodo. No es posible —dijo Teddy—. La dejo aquí. —Puso la almohada al pie de la cama, sin tocar los pies del padre. Se dirigió hacía la puerta del camarote.
—Teddy —dijo la madre sin volverse—. Dile a Booper que quiero verla antes de la clase de natación.
—¿Por qué no dejas tranquila a la chica? —preguntó el señor McArdle—. ¿Te molesta que tenga unos roñosos minutos de libertad? ¿Sabes cómo la tratas? Te lo diré exactamente. La tratas como si fuera un criminal empedernido.
—¿Empedernido? ¡Ay, qué fino! Estás mejorando tu estilo, querido…
Teddy se quedó un momento junto a la puerta, cavilando mientras jugaba con el picaporte, girándolo a izquierda y derecha.
—Cuando salga por esa puerta, tal vez exista sólo en la mente de los que me conocen —dijo—. Puedo ser una cáscara de naranja.
—¿Qué dices, querido? —preguntó la señora McArdle desde el otro extremo del camarote, aún recostada sobre el lado derecho.
—Vamos a buscar eso, amiguito. Vamos a buscar esa Leica.
—Ven, dale un beso a mamá. Un beso grande y bonito.
—No ahora —dijo Teddy abstraído—. Estoy cansado. —Y cerró la puerta al salir.
El boletín del barco estaba junto a la puerta. Era una hoja de papel satinado impreso por una sola cara. Teddy lo cogió y empezó a leerlo mientras avanzaba lentamente por el largo pasillo en dirección a la popa. Desde el otro extremo venía hacia él una mujer alta y rubia, vestida con un uniforme blanco y almidonado, y que llevaba en las manos un florero con rosas rojas de largos tallos. Al pasar junto a Teddy, extendió la mano izquierda y le rozó la cabeza, diciendo «¡Alguien necesita cortarse el pelo!». Teddy apartó la mirada del periódico con toda parsimonia y miró hacia arriba, pero la mujer había seguido de largo y él no volvió la cabeza. Prosiguió su lectura. Al final del pasillo, frente a un enorme mural de San Jorge y el Dragón que había sobre el rellano de la escalera, dobló el diario en cuatro y lo guardó en el bolsillo izquierdo de atrás. Subió luego por los bajos peldaños de la amplia y alfombrada escalera hacia la cubierta principal, un piso más arriba. Subía los escalones de dos en dos pero con lentitud, apoyando todo el peso de su cuerpo en la baranda, como si el hecho de subir escaleras fuera para él, como lo es para muchos chicos, un fin en sí mismo bastante agradable. Al llegar a la cubierta principal, fue directamente al despacho del comisario, donde en ese momento había una bonita chica con uniforme naval. Estaba grapando algunas hojas ciclostiladas.
—¿Puede decirme a qué hora empieza hoy ese juego, por favor? —le preguntó Teddy.
—¿Cómo dices?
—¿Puede decirme a qué hora empieza ese juego, hoy?
La chica le brindó una sonrisa maquillada.
—¿Qué juego, guapo? —preguntó.
—Ese juego que jugaron ayer y anteayer, donde uno tiene que agregar las palabras que faltan. Mejor dicho, donde hay que poner cada cosa en su contexto.

La chica interrumpió la colocación de tres hojas en la grapadora.
—No es hasta después de la siesta, me parece. Creo que alrededor de las cuatro. ¿No es un poco complicado para ti, querido?
—No… no lo es… gracias —dijo Teddy—, y se dispuso a marchar.
—¡Espera un momento, guapo! ¿Cómo te llamas?
—Theodore McArdle —dijo Teddy. ¿Y usted?
—¿Yo? —dijo la chica, sonriendo—. Yo soy la guardiamarina Mathewson.
Teddy observó cómo accionaba la grapadora.
—Ya sabía que usted es guardiamarina —dijo—. No estoy seguro, pero creo que cuando alguien le pregunta a uno el nombre, se supone que tiene que decirlo completo. Jane Mathewson, o Phyllis Mathewson, o como sea.
—¿Ah, sí?
—Eso creo —dijo Teddy—. Aunque no estoy seguro. A lo mejor es distinto cuando se lleva uniforme. De todos modos, gracias por la información. ¡Adiós! —se dio la vuelta y subió a la cubierta de paseo, saltando nuevamente los escalones de dos en dos, pero esta vez más bien de prisa.
Luego de buscarla un rato encontró a Booper en la cubierta de paseo. Estaba en un lugar soleado —casi como en un claro de un bosque— entre dos pistas de tenis de cubierta en las que no jugaba nadie. En cuclillas, con el sol a la espalda y una leve brisa que le mecía el pelo rubio y sedoso, estaba atareada apilando discos de un juego de tejo en dos montones contiguos, uno de discos negros y otro de discos rojos. Al lado, a su derecha, había un chico muy pequeño, vestido con un traje de baño de algodón, que se limitaba a observar.
—¡Mira! —dijo imperiosamente Booper a su hermano cuando éste se acercó. Se inclinó hacia delante y rodeó con los brazos las dos pilas de discos para mostrar su obra, aislándola de cualquier otra cosa que pudiera haber a bordo—. Myron —dijo con hostilidad, dirigiéndose a su compañero—, estás haciendo sombra y mi hermano no puede ver. Sal de ahí.
Cerró los ojos y esperó, con un gesto adusto, hasta que Myron se movió. Teddy se detuvo junto a los dos montones de discos y los miró con aprecio.
—Muy bonito —dijo—. Muy simétrico.
—Éste —dijo Booper, señalando a Myron— ni siquiera ha oído hablar del tric-trac. Ni siquiera tiene uno.
Teddy miró rápidamente, objetivamente, a Myron.
—Escucha —dijo a Booper—. ¿Dónde está la cámara? Papá la quiere en seguida.
—Ni siquiera vive en Nueva York —dijo Booper a Teddy—. Y su papá ha muerto. Lo mataron en Corea —giró hacia Myron—. ¿No es verdad? —preguntó, pero sin esperar respuesta—. Ahora, si se muere la madre, será un huérfano. El ni siquiera lo sabía —miró a Myron—. ¿No es así?
Myron, sin comprometerse, se cruzó de brazos.
—Eres el estúpido más grande que he conocido —le dijo Booper—. Eres el estúpido más grande de todo este océano. ¿Lo sabías?
—No lo es —dijo Teddy—. No lo eres, Myron. —Se dirigió a su hermana—: Escúchame un segundo. ¿Dónde está la cámara? La necesito inmediatamente. ¿Dónde está?
—Ahí —dijo Booper, sin señalar en ninguna dirección precisa. Acercó los dos montones de discos—. Ahora, lo único que necesito es dos gigantes. Podrían jugar al tric-trac hasta que se cansen y luego subirse a esa chimenea y tirar los discos sobre la gente y matarlos a todos. —Miró a Myron—. Podrían matar a tus padres —le dijo con suficiencia—; y, si no se mueren, ¿sabes lo que podrías hacer? Podrías envenenar unos caramelos y dárselos para que los coman.

La Leica estaba a uno tres metros de allí, cerca de la baranda blanca que rodeaba la cubierta de paseo, caída de lado sobre el canal de desagüe. Teddy se acercó, la cogió por la correa y se la puso al cuello. De pronto, se la quitó y se la entregó a Booper:
—Booper, hazme un favor. Llévala tú, anda —dijo—. Son las diez. Tengo que hacer una anotación en mi diario.
—Estoy ocupada.
—De todos modos, mamá quiere verte ahora mismo —dijo Teddy.
—Eres un mentiroso.
—No soy mentiroso. Quiere verte —dijo Teddy—. Así que cuando bajes, lleva esto. Vamos, Booper… anda.
—¿Para qué quiere verme? —preguntó Booper—. Yo no quiero verla a ella. —De pronto le dio una palmada en una mano a Myron que estaba por tomar uno de los discos del montón rojo—. Saca la mano —dijo.
Teddy le colgó la Leica al cuello.
—Ahora estoy hablando en serio. Llévale esto a papá enseguida, y luego nos veremos en la piscina a las diez y media. O en la puerta del sitio donde te cambias la ropa. Sé puntual. Es ahí abajo en la cubierta E, no te olvides, así que calcula bien el tiempo —se dio vuelta y se marchó.
—¡Te odio! ¡Odio a todos los que están en este océano! —le gritó Booper, mientras se alejaba.
Debajo de la cubierta de deportes, más allá del solario, había como setenta y cinco hamacas o más, desplegadas y alineadas en filas de siete o de ocho, con pasillos apenas lo bastante anchos como para que el camarero de cubierta pudiera pasar sin tropezar con los adminículos de los pasajeros que tomaban sol: bolsas de tejer, novelas forradas, bronceadores, cámaras fotográficas. El lugar estaba totalmente lleno cuando Teddy llegó. Empezó por la fila de más atrás y se desplazó metódicamente, deteniéndose en cada silla, estuviera ocupada o no, para leer el nombre marcado en cada brazo. Sólo un pasajero o dos le dijeron algo, es decir, cualquiera de esos amables tópicos que los adultos suelen dirigir a un niño de diez años preocupado sólo por encontrar su silla propia. Su juventud y preocupación eran bastante evidentes, pero quizá su comportamiento general no tenía, o tenía demasiado poco, de esa pintoresca solemnidad a la cual condescienden dirigirse con facilidad muchos adultos. También sus ropas, tal vez, tenían algo que ver en ello. El agujero en el hombro de la camiseta no era un agujero atractivo. Los fondillos demasiado holgados y el largo excesivo de los pantalones no eran detalles como para cautivar a nadie.
Las cuatro hamacas de los McArdle, con sus almohadones y listas para ser ocupadas, se hallaban en el centro de la segunda fila a partir de adelante. Teddy se sentó en una que —la hubiera elegido intencionadamente o no— no tenía a nadie directamente a un lado ni al otro. Estiró las piernas desnudas, todavía blancas, y colocó los pies juntos sobre el posapiés. Casi simultáneamente sacó del bolsillo derecho trasero una libretita de apuntes de diez céntimos. Luego, con una concentración inmediata, como si no existieran más que él y la libreta —ni sol, ni otros pasajeros, ni barcos— empezó a pasar las hojas.

A excepción de unos pocos apuntes, hechos con lápiz, la mayoría de las anotaciones habían sido escritas con bolígrafo. La letra era de imprenta, tal como se enseña ahora en todas las escuelas norteamericanas, en lugar del sistema Palmer que se usaba antes. Era legible sin ser totalmente linda. Lo notable de la letra era su fluidez. En ningún sentido —gráficamente, por lo menos— las palabras y frases parecían haber sido escritas por un niño.
Teddy dedicó bastante tiempo a la lectura de lo que parecía ser su anotación más reciente. Abarcaba algo más de tres páginas:
Diario del día 27 de octubre de 1952.
Propiedad de Theodore McArdle.
412 Cubierta A.
Se dará una justa y satisfactoria gratificación a quiera devolviere este diario a Theodore McArdle.
Ver si puedes encontrar las chapas de identificación que llevaba papi cuando estaba en el ejercito y usarlas siempre que sea posible. No te matará y a él le va a gustar.
Contestar la carta del profesor Mandell cuando tengas tiempo y paciencia. Pedirle que no me mande más libros de poesía. De todos modos, ya tengo bastante para un año. Ya estoy harto de poesía, de todos modos. Un hombre camina por la playa y, desgraciadamente, un coco le da en la cabeza. Desgraciadamente la cabeza se le parte en dos. Entonces su mujer viene por la playa cantando una canción y ve las dos mitades de su cabeza y las reconoce y las recoge. Se pone muy triste, por supuesto, y llora desconsoladamente. Ahí es precisamente donde la poesía me cansa. Supongamos que la señora se limita a recoger las dos mitades y a gritarles con furia: «¡Basta ya!». No mencionar esto cuando contestes su carta, sin embargo. Se presta a discusiones y, además, la señora Mandell es poeta.
Conseguir la dirección de Sven en Elizabeth, New Jersey. Sería interesante conocer a su esposa y también a su perro Lindy. Aunque a mí, personalmente, no me gustaría tener un perro.
Escribir carta de condolencia al doctor Wokawara por su nefritis. Pedirle a mamá su nueva dirección.
Probar la cubierta de deportes, mañana por la mañana antes del desayuno, para meditar, pero no perder la cabeza. Tampoco perder la cabeza en el comedor si el camarero deja caer otra vez ese cucharón. Papá se puso completamente furioso.
Palabras y expresiones que debes consultar en la biblioteca mañana, cuando devuelvas los libros:

nefritis
miríada
presente griego
astuto
triunvirato

Ser más amable con el bibliotecario. Conversar de generalidades con él, si se pone pesado.

De pronto, Teddy sacó un bolígrafo pequeño, en forma de bala, del bolsillo lateral de su pantalón, le quitó el capuchón y empezó a escribir. Usaba el muslo derecho como escritorio en vez del brazo de la hamaca.
Diario del 28 de octubre de 1952.
Misma dirección e igual gratificación que las ofrecidas los días 26 y 27 de octubre de 1952.
Esta mañana, después de meditar, escribí cartas a las siguientes personas:
Doctor Wokawara
Profesor Mandell
Profesor Peet
Burgess Hake (h.)
Roberta Hake
Sanford Hake
Abuela Hake
Señor Graham
Profesor Walton
Podría haberle preguntado a mamá dónde están las chapas de identificación de papá, pero probablemente diría que no debo usarlas. Sé que las trajo porque le vi meterlas en la maleta.
En mi opinión la vida es un presente griego.
Creo que es de muy mal gusto por parte del profesor Walton criticar a mis padres. Él quiere que la gente sea de cierta manera.
Ocurrirá hoy o el 14 de febrero de 1958, cuando yo tenga dieciséis años. Hasta es ridículo mencionarlo.
Después de hacer su última anotación, Teddy mantuvo su atención centrada en la página y en el bolígrafo, como si pensara seguir escribiendo.
Al parecer, ignoraba que tenía un observador solitario pero interesado. A unos cinco metros de la primera fila de hamacas, y desde una altura de cinco o seis metros deslumbrantes de sol, un hombre joven lo observaba atentamente desde la baranda de la cubierta de deportes. Hacía unos diez minutos que estaba allí. Era evidente que el joven acababa de llegar a algún tipo de decisión porque de pronto sacó los pies de la baranda. Se quedó aún un momento mirando en dirección a Teddy y luego se alejó. Un minuto más tarde reapareció visiblemente vertical, entre las filas de hamacas. Tendría a lo sumo treinta años. Vino por el pasillo hacia la silla de Teddy, proyectando sombras pasajeras en las novelitas que la gente leía, y caminando sin inhibiciones (teniendo en cuenta que era el único de pie y en movimiento a la vista) entre las bolsas de baño y otros efectos personales.
Teddy no pareció darse cuenta de que alguien estaba de pie junto a su silla sobre su hombro, y, por ello, proyectando su sombra sobre su libreta de apuntes. Algunas personas en las filas de atrás eran más fáciles de distraer. Miraron al joven como quizá sólo la gente sentada en hamacas puede mirar. Sin embargo, el joven tenía una especie de aplomo que al parecer le hubiera permitido soportar indefinidamente sus miradas, con la sola condición de que no olvidara mantener una mano en el bolsillo.
¡Hola! —dijo a Teddy, que levantó la vista.
—¡Hola! —dijo el chico. Cerró en parte su libreta y en parte dejó que se cerrara sola.
—¿Te molesta que me siente un minuto? —dijo el joven con una especie de cordialidad ilimitada—. ¿Está silla está ocupada?
—Bueno, estas cuatro sillas pertenecen a mi familia —dijo Teddy—, pero mis padres todavía no se han levantado.
—¿Todavía? En un día como éste… —dijo el joven. Ya se había tendido en la hamaca que estaba a la derecha de Teddy. Las hamacas se hallaban tan cerca unas de otras que los brazos se tocaban—. Es un sacrilegio —agregó—. Un verdadero sacrilegio. —Estiró las piernas de muslos extraordinariamente gruesos, casi como torsos humanos. Estaba vestido, en general, a la manera de la costa Este: por arriba el pelo muy corto y por abajo unos zapatos bastante usados, y en el medio un uniforme algo heterogéneo… medias de lana color beige, pantalones gris antracita, camisa de cuello abotonado, sin corbata, y chaqueta de tela espigada con toda la apariencia de haber envejecido en alguno de los seminarios para graduados más populares de Yale, o Harvard, o Princeton—. Dios mío, qué día divino —dijo admirativo, entornando los ojos bajo el sol—. Soy un esclavo del buen tiempo. —Cruzó los tobillos de sus gruesas piernas—. En realidad, puedo llegar a tomar un día corriente de lluvia como una ofensa personal. Así que esto es una manía para mí. —Aunque el tono de su voz era como se suele decir de buena cuna, se elevaba más de lo estrictamente necesario, como si hubiera llegado a la conclusión de que cualquier cosa que dijese habría de sonar con toda seguridad bastante bien, resultando inteligente, culta, incluso divertida o estimulante, no sólo a Teddy sino a los que estaban sentados en la fila de atrás, si es que lo oían. Miraba de reojo a Teddy y se sonreía—. ¿Tú, cómo te llevas con el tiempo? —preguntó. 

Su sonrisa no carecía de encanto, pero era social, de conversación, y se dirigía, aunque fuese indirectamente, a su propio ego—. ¿Alguna vez el tiempo te ha molestado más de lo normal? —preguntó, siempre sonriendo.
—No lo tomo como una cuestión personal, si es eso lo quiere decir —dijo Teddy.
El joven se echó a reír, inclinando la cabeza hacia atrás.
—Maravilloso —dijo—. Por cierto, mi nombre es Bob Nicholson. No recuerdo si te lo dije en el gimnasio. Tu nombre lo conozco, por supuesto.
Teddy desplazó su peso sobre un muslo y guardó la libreta en un bolsillo del pantalón.
—Te estaba viendo escribir desde allí arriba ——dijo Nicholson como si contara un cuento y señalando con el dedo—. Trabajabas como un negro.
Teddy lo miró:
—Estaba escribiendo algo en mi libreta de apuntes.
Nicholson asintió con la cabeza, sonriente.
—¿Qué tal Europa? —preguntó en tono de conversación—. ¿Te divertiste?
—Sí, mucho, gracias.
—¿A dónde fuiste?
Teddy se inclinó de pronto hacia delante y se rascó una pantorrilla.
—Bueno, me llevaría demasiado tiempo nombrar todos los lugares, porque fuimos con el automóvil y cubrimos distancias bastante grandes —se apoyó otra vez en el respaldo—. Pero mi madre y yo estuvimos principalmente en Edimburgo, en Escocia, y en Oxford, en Inglaterra. Creo que en el gimnasio le conté que en esos dos lugares me entrevistaron. Sobre todo en la Universidad de Edimburgo.
—No, no creo que me lo hayas contado —dijo Nicholson—. Me preguntaba si te habían hecho algo así. ¿Cómo te fue? ¿Te marearon mucho?
—¿Cómo dice? —dijo Teddy.
—¿Cómo salió todo? ¿Fue interesante?
—A veces sí, a veces no —dijo Teddy—. Nos quedamos demasiado tiempo. Mi papá quería llegar a Nueva York antes que este barco. Pero vino a verme gente de Estocolmo, Suecia, y de Innsbruck, Austria, y tuvimos que esperar.
—Siempre pasa lo mismo.
Teddy lo miró de lleno por primera vez:
—¿Usted es poeta? —preguntó.
—¿Poeta? —dijo Nicholson—. No. Por desgracia, no. ¿Por qué lo preguntas?
—No sé. Los poetas se toman siempre el tiempo tan a pecho. Siempre están metiendo sus emociones en cosas que no tienen ninguna emoción.
Nicholson, sonriendo, metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó cigarrillos y fósforos.
—Yo creía, más bien, que ése era su material de trabajo —dijo—. ¿Acaso los poetas no se ocupan ante todo de las emociones?
Al parecer Teddy no le había oído o no lo escuchaba. Miraba abstraído hacia las dos chimeneas que dominaban la cubierta de deportes.
Nicholson prendió su cigarrillo con alguna dificultad porque soplaba una leve brisa del norte. Se apoyó en el respaldo y dijo:
—Pienso que los dejaste bastante perplejos…
—«Nada en la voz de la cigarra indica cuán pronto ha de morir» —dijo Teddy de repente—. «Nadie marcha por este camino en esta tarde de otoño».
—¿Qué es eso? —preguntó Nicholson sonriente—. Dilo de nuevo.
—Son dos poemas japoneses. No están llenos de cosas emocionales —dijo Teddy. De pronto se irguió en el asiento, inclinó la cabeza hacia la derecha y se dio una suave palmada en la oreja—. Todavía tengo un poco de agua en el oído que me entró ayer durante la clase de natación —dijo.

Dio otro par de palmadas a la oreja y luego se reclinó, descansando ambos brazos en la hamaca. Era, por supuesto, una hamaca normal, para adultos, y él se veía muy pequeño en ella, pero al mismo tiempo tenía un aspecto, incluso, sereno.
—Creo que dejaste bastante perplejos a un montón de pedantes de Boston —dijo Nicholson, observándolo—. Después de esa última discusión. A todo el grupo examinador de Leidekker, más o menos, si mal no recuerdo. Creo que te conté que en junio pasado tuve una charla bastante larga con Al Babcock. Escuchó tu cinta grabada.
—Sí, así es. Me lo dijo.
—Creo que ese grupo quedó bastante desconcertado —insistió Nicholson—. Según me contó Al, una noche tuvieron una discusión a muerte, creo que la misma noche que grabaste esa cinta. Aspiró una bocanada de humo—. Según creo, hiciste ciertos pronósticos que preocuparon enormemente a los muchachos. ¿Es así?
—Ojalá supiera por qué cree la gente que la emoción es tan importante —dijo Teddy—. Para mi madre y mi padre, una persona no es humana si no piensa que hay cantidad de cosas muy tristes o muy molestas o… digamos, algo así como muy injustas. Mi padre se pone terriblemente emotivo hasta cuando lee el diario. Piensa que soy inhumano.
Nicholson sacudió la ceniza del cigarrillo a un lado.
—Supongo que tú no te emocionas —dijo.
Teddy pensó antes de contestar.
—No recuerdo haberme emocionado nunca —dijo—. No sé qué utilidad puede tener eso.
—Amas a Dios ¿no es así? —preguntó Nicholson, con una calma un poco excesiva—. ¿No vendría a ser ése tu fuerte? Por lo que escuché en esa cinta y por lo que Al Babcock me…
—Sí, claro. Lo amo. Pero no lo amo sentimentalmente. Él jamás dijo que había que amarlo en forma sentimental —dijo Teddy—. Si yo fuera Dios, no querría que la gente me amara sentimentalmente. Los sentimientos no son dignos de confianza.
—Quieres a tus padres, ¿verdad?
—Sí… mucho —dijo Teddy—. Pero usted desea hacerme usar esa palabra para darle el significado que le interesa… ya me doy cuenta.
—Está bien. ¿Con qué significado deseas emplearla tú?
Teddy lo pensó.
—¿Conoce el significado de la palabra «afinidad»? —preguntó, volviéndose hacia Nicholson.
—Tengo una idea aproximada —dijo Nicholson secamente.
—Tengo una gran afinidad con ellos. Quiero decir que son mis padres y todos formamos parte de una armonía recíproca —dijo Teddy—. Quiero que disfruten mientras vivan, porque les gusta pasarlo bien… Pero ellos no me quieren a mí ni a Booper, que es mi hermana, de ese mismo modo. Lo que quiero decir es que parece que no pueden querernos tal como somos. Parece que no pueden querernos si no intentan cambiarnos un poquito. Quieren sus motivos para querernos tanto como nos quieren a nosotros, y a veces más. Así no es tan bueno. —De nuevo se volvió hacia Nicholson, esta vez inclinado un poco hacia adelante—. Por favor, ¿qué hora es? Tengo una clase de natación a las diez y media.
—Tienes tiempo de sobra —dijo Nicholson sin mirar su reloj. Luego retiró el puño de la chaqueta—: Son las diez y diez —dijo.
—Gracias —dijo Teddy, y se recostó—. Podemos seguir disfrutando de la conversación unos diez minutos más.
Nicholson dejó caer una pierna hacia el costado de la hamaca, se inclinó, y pisó la colilla del cigarrillo.
—Si no entiendo mal —dijo—, tú estás muy de acuerdo con la teoría veda de la reencarnación.
—No es una teoría. Es una parte…
—Está bien —dijo Nicholson rápidamente. Sonrió y alzó suavemente las palmas de las manos en una especie de irónica bendición—. No vamos a discutir esa cuestión, por el momento. Déjame terminar —de nuevo cruzó sus gruesas piernas, extendidas—. Según puedo entender, has obtenido ciertos datos por los cuales has llegado a convencerte de que en tu última encarnación eras un santón de la India, pero que perdiste más o menos la gracia…
—Yo no era un santón —dijo Teddy—. Era sólo un hombre que había alcanzado un gran progreso espiritual.
—Bueno… lo que sea —dijo Nicholson—. Pero lo importante es que crees que en tu última encarnación perdiste más o menos la gracia antes de llegar a la Iluminación final. ¿Es así, o yo…?
—Así es —dijo Teddy—. Me encontré con una mujer, y dejé de meditar —retiró los brazos y metió las manos debajo de los muslos, como para abrigarlas—. De todos modos, hubiera tenido que tomar otro cuerpo y regresar a la Tierra… quiero decir que no habría adelantado tanto espiritualmente como para morir, en el caso de que no hubiera encontrado a esa mujer, y llegar directamente a Brahma sin tener que volver a la Tierra. Pero, de no haberme encontrado con esa mujer, no habría tenido que encarnarme en un cuerpo norteamericano. Quiero decir, es muy difícil meditar y llevar una vida espiritual en Estados Unidos. Al que trata de hacerlo, la gente lo toma por un bicho raro. En cierto modo, mi padre piensa que soy un bicho raro. Y mi madre… bueno, ella cree que no me hace bien estar pensando continuamente en Dios. Cree que me perjudica la salud.

Nicholson lo miraba, estudiándolo.
—Me parece que en la última cinta dijiste que tuviste tu primera experiencia mística a los seis años. ¿No es así?
—Tenía seis años cuando me di cuenta de que todo era Dios, y se me erizó el pelo y todo eso —dijo Teddy—. Recuerdo que era domingo. Mi hermana apenas era una criatura entonces, y estaba tomando la leche, y de repente me di cuenta de que ella era Dios y que la leche era Dios. Quiero decir que lo que estaba haciendo era verter a Dios dentro de Dios, no sé si me entiende.
Nicholson no dijo nada.
—Pero ya podía salir muy a menudo de las dimensiones finitas cuando tenía cuatro años —dijo Teddy, como siguiendo el curso de sus recuerdos—. No en forma continua ni nada de eso, pero con bastante frecuencia.
Nicholson asintió.
—¿De veras? —dijo—. ¿Podías?
—Sí —dijo Teddy—. Eso estaba en la cinta… o tal vez en la cinta que grabé en abril último… no estoy seguro.
Nicholson sacó otra vez un cigarrillo, pero sin quitarle a Teddy los ojos de encima.
—¿Cómo sale uno de la dimensión finita? —preguntó, con una breve carcajada—. Quiero decir, para empezar de forma muy elemental, un trozo de madera es un trozo de madera, por ejemplo. Tiene largo, ancho…
—No los tiene. Ahí es donde usted se equivoca —dijo Teddy—. Todos creen que las cosas se acaban en un cierto punto. No es así. Eso es lo que estaba tratando de decirle al profesor Peet. —Se agitó en la silla, sacó un pañuelo, una horrible cosa gris, comprimida, y se sonó—. La única razón por la cual los objetos parecen acabarse en cierto punto es porque la gente no conoce otra manera de mirarlos —dijo—. Pero eso no significa que sea así —guardó el pañuelo y miró a Nicholson—. ¿Quiere levantar el brazo un segundo, por favor? —pidió.
—¿El brazo? ¿Por qué?
—Levántelo. Un segundo, solamente.
Nicholson levantó el brazo unos centímetros por encima del nivel de la hamaca.
—¿Éste? —preguntó.
Teddy asintió.
—A eso, ¿cómo lo llama? —preguntó.
—¿Qué quieres decir? Es mi brazo. Un brazo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Teddy—. Usted sabe que se llama brazo, pero, ¿cómo sabe que es un brazo? ¿Tiene alguna prueba de que sea un brazo?
Nicholson sacó un cigarrillo y lo encendió.
—Francamente, todo esto me suena a sofisma de la peor clase —dijo, exhalando el humo—. Es un brazo, diablos, porque es un brazo. En primer lugar, tiene que tener un nombre para que se lo pueda distinguir de los otros objetos. Quiero decir que no puedes simplemente…
—Se está usted poniendo lógico —dijo Teddy sin perder la calma.
—¿Me estoy poniendo cómo? —dijo Nicholson con un leve exceso de cortesía.
—Lógico. Me está dando una respuesta corriente, inteligente —dijo Teddy—. Yo estaba tratando de ayudarlo. Usted me preguntó cómo me las arreglo para salir de las dimensiones finitas cuando quiero. Desde luego, no empleo la lógica cuando lo hago. La lógica es lo primero que hay que dejar de lado.

Nicholson se quitó con los dedos una hebra de tabaco que tenía en la lengua.
—¿Conoce a Adán? —le preguntó Teddy.
—¿Si conozco a quién?
—A Adán. El de la Biblia.
Nicholson sonrió.
—Personalmente, no —dijo secamente.
—No se enfade conmigo —dijo Teddy vacilando—. Me hizo una pregunta, y yo…
—No estoy enfadado, por Dios.
—Bien —dijo Teddy. Estaba reclinado en su asiento, pero tenía la cabeza vuelta hacia Nicholson—. ¿Se acuerda de la manzana que Adán comió en el jardín del Edén, como se cuenta en la Biblia? —preguntó—. ¿Sabe lo que había en esa manzana? Lógica. La lógica y demás cosas intelectuales. Eso es lo único que tenía dentro. Así que (esto es lo que quiero señalar) lo que tiene que hacer es vomitar todo eso si quiere ver las cosas como realmente son. Quiero decir que, si lo vomita, no va a tener más problemas con trozos de madera y cosas así. Ya no verá las cosas acabando todo el tiempo. Y sabrá qué es en realidad su brazo, si le interesa saberlo. ¿Comprende lo que quiero decir? ¿Cree que lo ha entendido?
—Lo he entendido —dijo Nicholson, secamente.
—El problema es —dijo Teddy— que la mayoría de la gente no quiere ver las cosas tal como son. Ni siquiera dejar de nacer y morir a cada rato. Quieren tener siempre cuerpos nuevos, en vez de detenerse y permanecer con Dios, donde se está bien de veras. —Reflexionó—. Nunca vi una banda semejante de comedores de manzanas. —Meneó la cabeza.
En ese momento un camarero de cubierta, que hacía su ronda en ese sector, se detuvo frente a Teddy y a Nicholson y les preguntó si querían tomar el caldo de la mañana. Nicholson no contestó. Teddy dijo:
—No, gracias —y el camarero continuó su recorrido.
—Si no quieres discutirlo, no tienes por qué hacerlo —dijo Nicholson de pronto y con cierta brusquedad. Sacudió la ceniza de su cigarrillo—. Pero ¿es cierto o no, que le dijiste a todo el grupo examinador de Leidekker (Walton, Peet, Larson, Samuels y todos ellos) cuándo y dónde y cómo morirían? ¿Es cierto o no es cierto? Nadie te obliga a decirlo, pero por lo que se contaba en Boston…
—No, no es cierto —dijo Teddy con énfasis—. Les dije los lugares, y los momentos en que debían tener mucho, mucho cuidado. Y les sugerí algunas cosas que les convendría hacer… Pero no dije nada más. No hablé de nada que fuera inevitable de ese modo —de nuevo sacó su pañuelo y lo usó. Nicholson lo observaba, esperando—. Y al profesor Peet no le dije nada de eso. En primer lugar, no era uno de los que se divertían haciéndome toda clase de preguntas. Lo que le dije al profesor Peet es que no debía seguir siendo profesor después de enero, eso es lo único que le dije —Teddy, recostado contra el respaldo, calló un instante—. Los otros profesores me obligaron prácticamente a contar toda esa historia. Fue cuando habíamos terminado la entrevista y grabábamos la cinta, y era muy tarde, y todos estaban sentados fumando sus cigarrillos y poniéndose muy quisquillosos.
—Pero ¿no le dijiste a Walton o a Larsen, por ejemplo, cuándo o dónde o cómo les llegaría la muerte? —insistió Nicholson.
—No, señor. Nada de eso —dijo Teddy categóricamente—. Yo no quería decirles nada de todo eso, pero ellos insistían en hablar del asunto. En realidad, el que más o menos empezó la cosa fue el profesor Walton. Dijo que realmente quería saber cuándo iba a morir, porque entonces sabría qué trabajo hacer y qué trabajo dejar de lado, y cómo usar el tiempo de la mejor manera posible, y todo eso. Y entonces todos insistieron… Así que les dije un poco más.
Nicholson no dijo nada.
—Pero no es cierto que yo les dijera cuándo se iban a morir. Es un rumor totalmente falso —dijo Teddy—. Podría haberlo hecho, pero sabía que en el fondo no lo querían saber. Lo que quiero decir es que, aunque enseñan religión y filosofía y cosas así, siguen teniendo bastante miedo de morir —Teddy, sentado, o reclinado, guardó silencio un minuto—. ¡Es tan tonto! —dijo—. Lo único que pasa es que, cuando uno muere, se escapa del cuerpo. Caramba, si todos lo hemos hecho miles y miles de veces. El hecho de que no se acuerden no significa que no haya ocurrido. ¡Es tan tonto!
—Tal vez. Tal vez —dijo Nicholson—. Pero lo lógico sigue siendo que, por mucha inteligencia que…
—¡Es tan tonto! —dijo Teddy otra vez—. Por ejemplo, tengo una lección de natación dentro de cinco minutos. Podría bajar a la piscina y encontrarme con que no tiene agua. Podría ser el día en que cambian el agua, por ejemplo. Podría pasar, por ejemplo, que yo me acercara hasta el borde, como para mirar el fondo, y que mi hermana viniera y me diera un empujón. Podría fracturarme el cráneo y morir instantáneamente —Teddy miró a Nicholson—. Podría ocurrir —dijo—. Mi hermana sólo tiene seis años, y no hace muchas vidas que es ser humano, y no me quiere mucho. Podría pasar, desde luego. Pero ¿qué tendría de trágico? ¿De qué podría tener miedo? Después de todo, yo no estaría haciendo más que lo que debo hacer, ¿verdad?

Nicholson gruñó suavemente.
—Tal vez no fuera una tragedia desde tu punto de vista, pero seguramente sería una cosa triste para tu madre y tu padre —dijo—. ¿No has pensado en eso?
—Sí, claro que lo he pensado —dijo Teddy—. Pero sólo es porque tienen nombres y emociones para todo lo que ocurre —había tenido las manos metidas debajo de los muslos, pero las sacó de nuevo, las metió debajo de las axilas y miró a Nicholson—. ¿Conoce a Sven, el encargado del gimnasio? —preguntó. Esperó a que Nicholson asintiera—. Bueno, si Sven soñara esta noche que se muere su perro, dormiría muy mal, porque le tiene un enorme cariño a ese perro. Pero, al despertarse por la mañana, todo estaría bien. Se daría cuenta de que todo no había sido nada más que un sueño.
Nicholson asintió.
—¿Qué quieres decir, exactamente?
—Que, si el perro muriera de verdad, sería exactamente lo mismo. Sólo que no se daría cuenta. Se daría cuenta únicamente al morir él mismo.
Nicholson, con aire abstraído, ocupaba su mano derecha en masajearse lenta y sensualmente la nuca. Su mano izquierda, inmóvil sobre el brazo de la hamaca, con un nuevo cigarrillo aún sin encender entre los dedos, parecía curiosamente blanca e inorgánica en la radiante luz del sol.
Teddy, de pronto, se incorporó:
—Lo siento, pero ahora sí tengo que irme —dijo. Se sentó haciendo equilibrio en el posapiés extendido ante su silla, frente a Nicholson, y se metió la camiseta dentro de los pantalones—. Calculo que tengo más o menos un minuto y medio para llegar a la clase de natación —dijo—. Es justo aquí abajo, en la cubierta E.
—¿Puedo preguntarte por qué le dijiste al profesor Peet que debía dejar de enseñar a principios del año próximo? —preguntó Nicholson, sin rodeos—. Conozco a Bob Peet. Por eso te lo pregunto.
Teddy se ajustó despacio su cinturón de cuero de cocodrilo.
—Sólo porque es un hombre muy espiritual, y ahora está enseñando un montón de cosas que no lo van a beneficiar en nada si realmente quiere hacer algún progreso espiritual. Lo estimula demasiado. Es hora de que empiece a quitarse cosas de la cabeza en lugar de llenarla cada vez más. Podría desembarazarse de un montón de manzanas en esta vida, con sólo proponérselo… Es muy bueno meditando —Teddy se levantó—. Es mejor que me vaya. No quiero llegar demasiado tarde.
Nicholson lo miró y sostuvo su mirada, reteniéndolo.
—¿Qué harías si pudieras modificar el sistema de enseñanza? —preguntó ambiguamente—. ¿Has pensado en eso alguna vez?
—Tengo que irme, de veras… —dijo Teddy.
—Contéstame sólo a esa pregunta —dijo Nicholson—. De hecho, la enseñanza es mi obsesión… es en lo que me ocupo. Por eso te pregunto.
—Bueno… no estoy muy seguro de lo que haría —dijo Teddy—. Lo que sé es que no empezaría con las cosas con que por lo general empiezan las escuelas. —Cruzó los brazos y reflexionó un instante—. Creo que primero reuniría a todos los niños y les enseñaría a meditar. Trataría de enseñarles a descubrir quiénes son, y no simplemente cómo se llaman y todas esas cosas… Pero antes creo que les haría olvidar todo lo que les han dicho sus padres y todos los demás. Quiero decir, aunque los padres les hubieran dicho que un elefante es grande, yo les sacaría eso de la cabeza. Un elefante es grande sólo cuando está al lado de otra cosa, un perro, o una mujer, por ejemplo —Teddy recapacitó durante un instante—. Ni siquiera les diría que un elefante tiene trompa. A lo sumo, les mostraría un elefante, si tuviera uno a mano, pero los dejaría ir hacia el elefante sabiendo tanto de él como el elefante de ellos. Lo mismo haría con la hierba y todas las demás cosas. Ni siquiera les diría que la hierba es verde. Los colores son sólo nombres. Porque, si usted les dice que la hierba es verde, van a empezar a esperar que la hierba tenga algún aspecto determinado, el que usted dice, en vez de algún otro que puede ser igualmente bueno y quizá mejor. No sé. Yo les haría vomitar hasta el último pedacito de manzana que sus padres y todos los otros les han hecho morder.
—¿No se correría el peligro de formar una generación de pequeños ignorantes?
—¿Por qué? No serían más ignorantes que un elefante. O un pájaro. O un árbol —dijo Teddy—. El hecho de que se sea de cierta forma en lugar de comportarse simplemente de cierta forma, no significa que alguien sea un ignorante.
—¿No?
—¡No! —dijo Teddy—. Además, si quisieran aprender todo lo demás, nombres y colores y otras cosas, podrían hacerlo, si les gustara, cuando tuvieran más edad. Pero yo querría que ellos empezaran con las verdaderas formas de mirar las cosas y no mirándolas como hacen todos los otros comedores de manzanas. Eso es lo que quiero decir —se acercó a Nicholson y le tendió la mano—. Tengo que irme ahora mismo. En serio. He pasado un momento muy…
—Un segundo nada más, siéntate un momento —dijo Nicholson—. ¿Has pensado alguna vez que podrías hacer algún tipo de investigación cuando seas mayor? ¿Investigación en medicina, o algo así? Yo pienso que tú, con tu inteligencia, podrías…

Teddy contestó, pero sin sentarse.
—Lo pensé una vez, hace un par de años —dijo—. Había hablado con algunos médicos —movió la cabeza—. No me interesaría mucho. Los médicos se quedan demasiado en la superficie. Siempre están hablando de células y cosas así.
—¿Para ti no tiene importancia la estructura celular?
—Sí, por supuesto. Pero los médicos hablan de las células como si tuvieran una importancia ilimitada en sí mismas. Como si en realidad no pertenecieran a la persona que las posee. —Con una mano, Teddy se apartó el pelo de la frente—. Yo hice crecer mi propio cuerpo —dijo—. Nadie lo ha hecho por mí. De modo que, si yo lo hice crecer, debo saber cómo. Por lo menos inconscientemente. Tal vez haya perdido en los últimos cientos de miles de años el conocimiento consciente de cómo hacerlo crecer, pero ese conocimiento todavía está ahí porque, evidentemente, lo he usado… Se necesitaría mucha meditación y vacío para recuperarlo todo, quiero decir, el conocimiento consciente, pero uno podría hacerlo si quisiera. Si se abriera lo suficiente. —De pronto estiró una mano hacia abajo y levantó el brazo derecho de Nicholson separándolo de la hamaca. Lo sacudió una sola vez, cordialmente, y dijo—: Adiós. Tengo que irme.
Esta vez Nicholson no fue capaz de detenerlo, pues salió corriendo por el pasillo con rapidez.
Nicholson permaneció inmóvil durante varios minutos cuando el chico se hubo ido, con sus manos apoyadas en los brazos de la hamaca y el cigarrillo sin encender aún entre los dedos de su mano izquierda. Por fin, alzó la mano derecha e hizo un gesto como para comprobar que seguía teniendo abierto el cuello de la camisa. Después encendió el cigarrillo y se quedó otra vez muy quieto.
Fumó el cigarrillo hasta el final. Después pasó bruscamente una pierna por el costado de la hamaca, pisó el cigarrillo, se incorporó y salió con cierta prisa caminando por entre las hamacas.
Por la escalera de proa, bajó apresuradamente a la cubierta de paseo. Sin detenerse, continuó, siempre con bastante celeridad, hasta la cubierta principal. Luego a la cubierta A. Luego a la cubierta B. Luego a la cubierta C. Luego a la cubierta D.

En la cubierta D terminaba la escalera de proa y Nicholson se detuvo un momento, al parecer desorientado. Después divisó a alguien que podía guiarlo. En mitad del pasillo, una camarera estaba sentada en una silla leyendo una revista y fumando un cigarrillo. Nicholson se acercó, la consultó brevemente, le dio las gracias, avanzó unos pasos más hacia proa y abrió una pesada puerta metálica que decía: A LA PISCINA. Vio una escalera estrecha, sin alfombrar.
Apenas había bajado la mitad de la escalera cuando oyó un grito sostenido, penetrante, evidentemente de una niña pequeña. Había una gran acústica, como si el grito reverberara entre las cuatro paredes de azulejos.

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