sábado, 11 de mayo de 2019

El Beso de Amonet


 "El Beso de Amonet"
Andrés González-Barba


         Todo empezó una noche de invierno junto al Sena. Hacía demasiado frío y el vaho ascendía como espesas volutas a través de las languidecientes olas. Christian se acercó al borde del precipicio de una forma clandestina. Sólo deseaba arrojarse al río y poner fin a su sufrimiento. Nadie volvería a acordarse de él una vez que hubiera desaparecido entre los remolinos. Mientras tanto, las campanas de Notre Dame le recordaron que eran las tres de la madrugada y que no debía dar ese salto al vacío, pues de lo contrario se convertiría en uno de aquellos espíritus errantes que vagan de un lugar para otro sin descanso. Hacía demasiado frío y sus miembros se estaban quedando paralizados. Debía culminar el plan que llevaba pergeñando durante tanto tiempo. No había nacido para ser un cobarde. Volvió a mirar una vez más a su alrededor. El aire parecía estar empujándolo para que asumiera su destino. Acto seguido, comenzó a caminar hacia la orilla hasta que se percató de que las aguas se retorcían entre imposibles arabescos. Hacía demasiado frío y ya no tenía ganas de seguir luchando por ninguna causa que mereciera la pena. Un simple impulso y todo acabaría para siempre. Cuando estaba a punto de lanzarse, una mujer surgió en medio de la bruma. Al principio se asustó ante tal visión, pero luego trató de calmarse. Los ojos de la joven eran color miel y su rostro escondía un misterio. Ambos se miraron en silencio durante breves segundos. Christian trató en vano de balbucear alguna palabra. Se hallaba bloqueado ante la presencia de la desconocida. Ella lo contempló con un gesto implorante hasta que desapareció entre la niebla. Hacía demasiado frío pero, a pesar de sus propósitos iniciales, aquel hombre decidió no sumergirse entre los brazos del Sena. Tras esa extraña experiencia, sintió que aún tenía cosas importantes que hacer y apostó por la vida.  

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         Pasaron varios meses hasta que llegó la primavera. Las calles de París olían a flores y libertad. Christian trabajaba en el Louvre y todas las mañanas se dejaba embriagar por los rayos del sol mientras se fijaba distraído en los escaparates de las tiendas. Cuando llegó al museo y entró en un hall que se parecía más al vientre de un inmenso buque, descubrió que había mucha agitación en las salas dedicadas a Egipto. Entonces recordó que se trataba de la gran exposición del año, ya que habían traído cientos de piezas provenientes de El Cairo. Abrumado ante tanto movimiento, se dirigió a la cafetería en la que estaba empleado y atendió a numerosos clientes durante toda la jornada. Al día siguiente le tocó el primer turno, por lo que tendría la tarde libre. Terminó sobre las cinco y, antes de marcharse a su casa, se pasó por la muestra que había sido inaugurada esa misma mañana. Allí descubrió un universo de jeroglíficos, papiros, esculturas y algunas joyas que se habían mantenido prácticamente intactas a pesar de que tuvieran más de 3.500 años de antigüedad. Jamás había visto nada igual en su vida. Incluso aprendió cómo se embalsamaba a los cadáveres gracias a un documental. Le gustó tanto lo que vio que aquella semana se pasó por esas salas cada vez que salía del trabajo. No le importaba que cientos de turistas coincidieran con él, pues en cierto modo se sentía parte de ese primitivo legado.






      Un día, mientras leía con detenimiento varios paneles explicativos sobre el «Libro de los muertos», distinguió a lo lejos un sarcófago en cuyo interior había una momia. Lo que más le llamó la atención fue que al lado del sepulcro hubiera una mujer que parecía estar custodiando aquel cuerpo inerte. Aunque resultara difícil de creer, se trataba de la misma joven de los ojos color miel que viera esa noche en la que intentó suicidarse. Estaba claro que no era un fantasma como hasta entonces había creído. Ambos cruzaron sus miradas. Después de dudarlo durante unos segundos, Christian comenzó a caminar hacia ella. 
      -Disculpa. ¿No te acuerdas de mí? Nos conocimos hace unos meses. 
      -Lo siento. Creo que te equivocas de persona -le respondió la chica con un acento algo extraño. 
      -No puede ser. Estoy seguro de lo que digo. Tú me salvaste la vida. Si no hubiera sido porque apareciste en el último momento, me habría arrojado al Sena y ya no estaría aquí.
      -No sé de qué me hablas. Y ahora, si no te importa, me gustaría seguir viendo la exposición. 
      Christian se quedó desconcertado tras oír esas palabras. Al principio pensó que tal vez ella tuviera razón. Sin embargo, el color de sus ojos era inconfundible, así como aquella expresión implorante de su rostro. Como vio que no podía hacer nada más, decidió marcharse después de asumir su derrota. Una vez llegó a su casa, se arrepintió de no haber sido más insistente con ella. Durante varias horas estuvo dándole vueltas al asunto hasta que el cansancio pudo con él y se quedó dormido.
      A la mañana siguiente regresó al Louvre con la convicción de que no iba a ver a la muchacha nunca más. Tras finalizar su jornada laboral se dirigió a las salas egipcias de una forma casi mecánica. Cuál no sería su asombro cuando se dio cuenta de que la desconocida permanecía al lado del mismo sarcófago tal y como había sucedido el día anterior. Decidió ocultarse detrás de unas vitrinas. Le sorprendió que la joven no se moviera de allí en ningún momento. Parecía como si estuviera vigilando ese lugar para que nadie le hiciera daño a la momia que estaba expuesta. De hecho, si algún visitante se acercaba al sepulcro actuaba de un modo extraño y hacía todo lo que estuviera en su mano para que se sintiera incómodo y se alejara lo antes posible. De vez en cuando anotaba cosas en un pequeño cuaderno que posteriormente guardaba en el bolso. Christian sintió una fuerte fascinación por ella. 

      Llegó la hora del cierre y el vigilante comenzó a avisar de que la sala iba a ser desalojada de forma inminente. Los turistas se marcharon y se hizo el silencio. Sólo quedaban ellos dos. Él seguía escondido en su misma posición hasta que de repente vio cómo la muchacha se acercó a la momia y le susurró unas palabras en un idioma desconocido. Antes de que el guardia regresara, la mujer misteriosa abandonó la estancia y se dirigió hacia la salida del museo con un paso cadencioso. Sin pensárselo dos veces Christian decidió seguirla. Necesitaba averiguar algo más sobre ella.
      En el exterior las calles estaban atestadas de personas al tratarse de un viernes por la tarde. La chica se deslizaba por la calzada mientras Christian iba a unos veinte metros por detrás. Le horrorizaba perderla de vista. En su mente permanecía aún la imagen de la joven conversando con un cadáver embalsamado que debía tener más de 3.000 años de antigüedad. Quizás todo fuera producto de su imaginación. Debía haber una explicación lógica a lo que acababa de presenciar.
      Cruzaron el Pont du Carrousel hasta que llegaron a un pequeño hotel situado a poca distancia. La muchacha entró y le dijo algo al recepcionista. A continuación se acercó al ascensor y desapareció. Christian decidió sentarse en una de las mesas del bar que se hallaba junto a la puerta. Se tendría que armar de paciencia hasta que ella bajara, si es que al final lo hacía. Mientras aguardaba allí, pensó que estaba cometiendo un error y que con su actitud sólo lograría acosar a esa mujer, pero necesitaba llegar hasta el fondo del asunto.

      Después de más de hora y media de espera, ella bajó por fin. Llevaba un vestido de color rojo que resaltaba su esbelta figura. Christian se levantó azorado y la volvió a abordar:
       -Necesito hablar contigo urgentemente. 
       -¿Cómo te has atrevido a seguirme hasta mi hotel? Debería llamar a la policía -le espetó con el ceño fruncido-. Márchate ahora mismo. 
      -Pero es que estoy seguro de que te vi hace unos meses. No puedes negarlo. 
      Ante la insistencia de Christian, ella cambió de actitud y mostró un tono más condescendiente. 
      -Está bien, pero no puedo quedarme demasiado tiempo. 
      Ambos se dirigieron a la mesa del bar que estaba más alejada. El joven se volvió a cruzar con esos ojos color miel que parecían no parar de interrogarlo. 
      -Te he mentido hasta ahora. Estuve esa noche en el Sena cuando intentaste suicidarte.
      -¿Por qué no me dijiste la verdad? -le preguntó él cada vez más desconcertado.
      -Es muy difícil de explicar. No sé cómo pero mi alma se transportó hasta ese lugar a pesar de que yo estuviera a miles de kilómetros de distancia.
      -¿Dónde te encontrabas?
      -En El Cairo. 
      -No es posible -contestó Christian sin poder dar crédito a lo que le decía la muchacha.
      -En mi vida han sucedido tantas cosas imposibles que te sorprendería todo lo que podría contarte. 
      -¿Y por qué nunca te separas de esa momia?
      -Si te dijera que conocí a la persona que yace en el interior de aquel sepulcro probablemente pensarías que estoy loca. 
      -¿Acaso piensas que me voy a creer que tienes tantos años como esa momia?
      -Para mi desgracia soy inmortal -suspiró ante el asombro del joven-. Esa momia esconde el cuerpo de un rico comerciante que ayudó a Ramsés II en sus campañas militares. Yo era una muchacha cuando ese mercader negoció con mis padres un casamiento de conveniencia, pero lo que él no sabía es que ya estaba comprometida con un joven de la corte del faraón al que le había jurado amor eterno. Cuando aquel ser malvado se enteró, mandó asesinar a mi amado y trató de forzarme antes de que consumáramos el matrimonio. Poco después le afectó una extraña enfermedad y empeoró en cuestión de semanas. Entonces hizo un pacto con Anubis que me condenó a cuidar de su cuerpo sin vida durante toda la eternidad. Si me hubiera negado a hacerlo, las fuerzas del inframundo habrían acabado destruyendo a todos mis seres queridos. Por eso me he visto obligada a cumplir esa pena durante muchos siglos, pues aún viven en Egipto descendientes de familiares a los que debo proteger de una muerte terrible. 

      Al finalizar su relato, Christian se quedó en silencio sin saber qué decir. Se supone que Ramsés II había fallecido en el año 1213 antes de Cristo y que ella había permanecido intacta desde esa época sin haber envejecido nada.  
      -Me cuesta mucho trabajo poner en pie esta historia -dijo mientras observó que ella estaba angustiada-. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
      -Sí que lo hay, pero supondría tu muerte. 
      -¿Qué quieres decir? -le preguntó él cada vez más confundido. 
      -El sacrificio de un alma inocente como la tuya pondría fin a esta maldición. 
      -¿Eso significa que mi muerte acabaría con tu condena? 
      -Así es, pero ese plan es descabellado. Durante siglos he velado por la vida de las personas que más me importaban. Ahora no voy a permitir que te pase nada malo.
      -Pero tú me salvaste hace unos meses y ni siquiera sé cómo te llamas para agradecerte todo lo que hiciste por mí. 
      -Mi nombre es Amonet, como la diosa del misterio y lo oculto -dijo al mismo tiempo que en su rostro asomaba una leve sonrisa. Christian notó un impulso muy poderoso en su interior. Jamás había sentido algo así por nadie-. Ahora debo acabar con esto antes de que suceda una desgracia.
      A continuación, ella acercó su rostro al del joven y le besó en los labios. En cuestión de segundos, este olvidó toda la historia que le había contado Amonet. Sin saber por qué se hallaba sentado en el bar de un hotel delante de una desconocida. 
      
    Pasaron unos días y Christian retomó su vida normal. Para él no había sucedido nada extraordinario y la rutina se adueñó de su vida. Las jornadas transcurrieron monótonas entre su casa y el trabajo en la cafetería, tanto que cuando se hallaba en el Louvre no sentía la necesidad de acercarse a la exposición de Egipto. No obstante, había algo que le producía cierta sensación de desasosiego. A cada hora que pasaba el vacío era mayor. Ante el estado de dejadez en el que había caído, uno de sus compañeros intentó ayudarlo. Christian le agradeció el interés que se tomaba por él, pese a que en el fondo supiera que le iba a ser muy difícil salir del atolladero. De ese modo fue pasando el tiempo hasta que un día decidió entrar de nuevo en las salas de antigüedades egipcias. Paseó por varias estancias sin que nada le llamara la atención hasta que observó una momia custodiada por una muchacha. Entonces se fijó en los ojos de la desconocida, pero no le vino ningún recuerdo. Ella intentó actuar con indiferencia. No quería exponerlo a peligros innecesarios. El joven se marchó y Amonet respiró de alivio. Su beso había surtido el efecto deseado. 
      Christian regresó a su casa confundido. Había algo en su interior que no podía controlar. En los siguientes días continuó sin recordar nada de lo que había experimentado al conocer a la joven, pero una noche, mientras leía una revista, contempló la fotografía de una modelo con unos ojos similares a los de la egipcia. En ese instante volvió a visualizar la imagen de la chica junto al sarcófago y su memoria se fue refrescando. Cogió una libreta y apuntó todas las ideas que le fluyeron. Al principio apenas si pudo escribir una serie de pensamientos inconexos, pero poco a poco buceó entre sus memorias y anhelos más profundos hasta que fue capaz de evocar el rostro de la desconocida. De repente rememoró la historia de Amonet y el momento exacto en el que esta le confesó que sólo se podría librar de la maldición si él se sacrificaba por ella. Tras meditarlo varias veces, decidió que esa misma noche iría al Louvre y que se quitaría la vida delante del sepulcro. Comprendió que si no se suicidó meses atrás junto al Sena fue por un motivo poderoso y que tal vez por fin estuviera cumpliendo con su destino. 

      Eran las once cuando llegó al museo. Los vigilantes se quedaron muy extrañados al verlo a una hora tan poco habitual. Christian se inventó una excusa perfecta. Les dijo que se le había olvidado el pasaporte en su taquilla y que al día siguiente lo iba a necesitar para un viaje muy urgente. «Está bien, pero no tarde demasiado. Nos puede usted meter en un lío», refunfuñó un guardia con el gesto torcido. Una vez se halló en el interior del edificio, cogió un cuchillo de la cafetería. Después se dirigió como un rayo hasta la sala donde se hallaba la momia. Conforme se fue acercando a la tumba el pulso se le aceleró de un modo violento. Sacó de su bolsa el objeto punzante y, sin pensarlo demasiado, dirigió la hoja afilada hacia su corazón. Cuando apenas faltaban unos centímetros para que la punta atravesara su pecho, una mano lo detuvo en seco. Se trataba de Amonet, que había contemplado todos sus movimientos y que en el último momento logró impedir que este consumara sus planes.
      -¿No entiendes que si yo no muero seguirás condenada para siempre?
      -Es cierto, pero tu vida es demasiado valiosa como para que la pierdas por mí. Prefiero seguir sufriendo este tormento con la conciencia limpia. 
      Acto seguido, la joven le dio un golpe muy fuerte a la tumba y la momia se precipitó al suelo. A continuación, hundió varias veces el cuchillo sobre aquel decrépito cadáver hasta que se transformó en un polvo de color negruzco. Christian observó incrédulo a Amonet. Entonces ambos rozaron sus manos en silencio mientras los ojos de la muchacha se humedecían y una sonrisa de agradecimiento se esbozaba en su rostro. Poco después, el cuerpo de ella se fue desvaneciendo hasta que se transformó en un puñado de arena del desierto.
     

     Al día siguiente, Christian se dirigió al Sena a la hora del atardecer. El sol acariciaba con sus dedos dorados las olas del río cuando el joven abrió una pequeña caja de madera y esparció la arena que había en su interior. Durante unos breves instantes le pareció ver de nuevo, reflejados sobre el agua, aquellos maravillosos ojos color miel que un día le salvaron la vida. 

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