viernes, 20 de diciembre de 2019

Privilegio

Frederick Forsyth, que ha acreditado su talento literario en numerosas novelas de éxito mundial, entre ellas Chacal, La alternativa del diablo y El manifiesto negro, es uno de los grandes nombres de la narrativa de intriga política y espionaje. En este libro condensa sus dotes en una serie de relatos tan impactantes como ingeniosos, que constituyen pequeñas joyas en su género.

Privilegio es una de las ocho narraciones que componen el libro titulado “El Emperador”, editado por Plaza&Janes, 1982, título original “The Emperor”, traducción de J. Ferrer Aleu, portada de Domingo Álvarez. Narraciones cortas  acerca de diversidad de cuestiones que despiertan el interés del lector. Los ocho cuentos son cada uno de ellos buena muestra  del  dominio de Frederick Forsyth en sus ficciones para narrar  actitudes y hechos humanos verosímiles aunque insólitos para los comunes mortales. A un pequeño empresario le difama un periodista. Como no puede conseguir una rectificación legal, se venga de manera extraña.

Según este relato, la Justicia del Reino Unido tiene, en líneas generales, los mismos graves defectos que la de aquí, la española. Es burocrática, consecuentemente lenta, pero principalmente costosa y por lo tanto inaccesible para la mayoría. Y, además, con jueces que no buscan dar razón al que la tiene, ni justa satisfacción al agraviado, sino la aplicación literal de  normativas y leyes, cuyo espíritu en ocasiones, se aleja del sentido común o derecho natural, de dar a cada cual lo que le corresponde, que eso es, en definitiva, la Justicia, con inicial mayúscula y como sinónimo de Equidad.

La extensiva mala praxis periodística aquí descrita, y tema de fondo de la narración,  en la que se nos cuenta cómo un afamado periodista, de un acreditado medio, hace un artículo con afirmaciones graves pero sin verificar sobre una persona. Tanto al medio como al periodista en cuestión les importa un ápice de las consecuencias para la persona o entidad de lo publicado. En el caso inglés, quiero decir en el cuento de Forsyth, las empresas periodísticas cuentan con seguros, amén de asesorías jurídicas con expertos en litigios por adulteración de la verdad o difamación.

La moraleja final de la historia habla de cómo  la simple y desamparada víctima agraviada no se desanima, y con mucho ingenio y esfuerzo personal, en solitario, le da al prepotente periodista una buena cucharada de su maléfica poción informativa.



    
El teléfono sonó poco después de las ocho y media, y, como era una mañana de domingo, Bill Chadwick estaba aún en la cama. Trató de hacerse el distraído, pero el teléfono siguió sonando. Después de diez timbrazos, saltó de la cama y bajó al vestíbulo.
–¡Diga!
–Hola, Bill. Soy Henry.
Era Henry Carpenter, vecino de la misma calle, con el que tenía trato, pero no íntima amistad.
–Buenos días, Henry -saludó Chadwick-. ¿No se te pegan las sábanas los domingos por la mañana?
–Pues, no -contestó la voz-. En realidad, voy a hacer un poco de jogging en el parque.
Chadwick lanzó un gruñido. No era extraño, pensó. Era un tipo que nunca estaba ocioso. Bostezó.
–¿Y qué se te ofrece a hora tan temprana? – preguntó.
La voz del otro pareció apocada.
–¿Has visto los periódicos de esta mañana? – preguntó Carpenter.
Chadwick miró hacia la esterilla del vestíbulo, donde estaban sus dos periódicos sin abrir.
–No -dijo-. ¿Por qué?
–¿Recibes el Sunday Couríer? – preguntó Carpenter.
–No -dijo Chadwick. Hubo una larga pausa.
–Creo que deberías echar un vistazo al de hoy -sugirió Carpenter-. Hay algo que se refiere a ti.
–¡Oh! – dijo Chadwick, con creciente interés-. ¿Qué dice?
Carpenter pareció aún más apocado. Su confusión se advertía en el tono de su voz. Sin duda había pensado que Chadwick habría leído el artículo y podría comentarlo con él.
–Bueno, será mejor que lo leas tú mismo, amigo -dijo Carpenter, y colgó el teléfono.
Chadwick contempló el zumbador aparato y colgó a su vez. Como cualquier persona que se entera de que ha sido mencionada en un artículo periodístico que no ha leído, sintió viva curiosidad.
Volvió a su dormitorio con el Express y el Telegraph, los dio a su esposa y empezó a ponerse los pantalones y un suéter de cuello alto sobre el pijama.
–¿Adonde vas? – preguntó su esposa.
–Sólo a comprar otro periódico. Henry Carpenter me ha dicho que trae algo acerca de mí.
–¡Oh! Por fin llegó la fama -dijo su mujer-. Prepararé el desayuno.

En la tienda de periódicos de la esquina quedaban dos ejemplares del Sunday Courier, un pesado y grueso periódico escrito, en opinión de Chadwick, por unos engreídos para los engreídos. Hacía frío en la calle, y por esto se abstuvo de hojear sus numerosas secciones y suplementos, prefiriendo dominar su curiosidad durante unos minutos más y hacerlo en la comodidad de su propia casa. Cuando entró de nuevo en ella, su esposa tenía preparados el zumo de naranjas y el café sobre la mesa de la cocina.
Al abrir el periódico, se dio cuenta de que Carpenter no le había dado el número de la página, por lo que empezó por la sección de noticias generales. Terminó con ella al tomar la segunda taza de café y se saltó las secciones de arte y cultura y de deportes. Quedaban el suplemento en colores y la sección comercial. Dado que él era un modesto empresario en las afueras de Londres, miró en esta sección.
En la tercera página, un nombre llamó su atención; no era el suyo, sino el de una compañía que había quebrado recientemente y con la que había sostenido una breve pero, en definitiva, costosa relación. El artículo figuraba en una columna que blasonaba de su seriedad investigadora.
Mientras leía el artículo, dejó su taza de café y se quedó boquiabierto.
–No puede decir esto de mí -murmuró-. No es verdad.
–¿Que pasa, querido? – preguntó su esposa. Saltaba a la vista que le inquietaba la expresión pasmada del semblante de su marido. Éste, sin decir palabra, le pasó el periódico, doblado de manera que pudiese ver inmediatamente el artículo. Ella lo leyó cuidadosamente y lanzó una sola y breve exclamación al llegar a la mitad.
–Es terrible -dijo, cuando hubo terminado-. Ese hombre da a entender que tuviste algo que ver con un fraude.
Bill Chadwick se había levantado y paseaba arriba y abajo de la cocina.
–No lo da a entender -dijo, dominado ahora por la ira-, sino que lo dice sin ambages. La conclusión es evidente. ¡Maldita sea! Fui víctima de esa gente, no un socio conocedor de lo que se traían entre manos. Vendí sus productos de buena fe. Y su quiebra me ha costado tanto como a los demás.
–¿Puede perjudicarte esto, querido? – preguntó su esposa, con semblante preocupado.
–¿Perjudicarme? Puede arruinarme. Y no es verdad. Ni siquiera he visto nunca al hombre que ha escrito eso. ¿Cómo se llama?
–Gaylord Brent -contestó su esposa, leyendo la firma del artículo.
–No le conozco. Y no se tomó el trabajo de entrevistarse conmigo para comprobar su información. No puede decir esas cosas de mí.
Esto fue lo mismo que le dijo a su abogado el lunes por la tarde. El abogado expresó el natural disgusto por lo que había leído y escuchó con simpatía la explicación de Chadwick sobre lo que había ocurrido realmente en su asociación con la ahora liquidada compañía mercantil.
–Partiendo de lo que usted dice, es indudable que este artículo contiene una difamación contra usted -dijo.
–Entonces, tendrán que retractarse y pedirme disculpas -observó acaloradamente Chadwick.
–En principio, sí -dijo el abogado-. Creo que, para empezar, lo mejor será que yo escriba al director del periódico en su nombre, expresándole nuestra opinión de que ha sido usted difamado por su colaborador y exigiéndole una reparación en forma de retractación y disculpa, desde luego en lugar destacado.

Y esto fue lo que hizo. Durante dos semanas, no hubo contestación del director del Sunday Courier. Durante dos semanas, tuvo Chadwick que soportar las miradas de sus pocos empleados y evitar, cuando podía, los contactos con otros empresarios. Dos contratos que había esperado conseguir se le escaparon de las manos.
Por fin, el abogado recibió una carta del Sunday Courier. La firmaba un secretario, en nombre del director, y su tono era de cortés rechazamiento.
El director, decía la carta, había estudiado atentamente la carta del abogado en interés de Mr. Chadwick, y estaba dispuesto a considerar la publicación de una carta de Mr. Chadwick en la columna de correspondencia, siempre, naturalmente, previa autorización del propio director.
–En otras palabras, que la harían trizas -dijo Chadwick, sentado de nuevo ante su abogado-. Es un carpetazo, ¿no?
El abogado reflexionó un momento. Resolvió ser franco. Conocía a su cliente desde hacía muchos años.
–Sí -dijo-, lo es. Sólo una vez tuve que tratar con un periódico nacional sobre un asunto de esta clase, pero esta carta es una respuesta muy corriente. Aborrecen publicar retractaciones y, sobre todo, pedir disculpas.
–Entonces, ¿qué puedo hacer? – preguntó Chadwick.
El abogado hizo un ademán.
–Existe el Consejo de Prensa -respondió-. Puede presentarles una queja.
–¿Y qué harían?
–Poca cosa. Generalmente, sólo admiten alegaciones contra los periódicos cuando se puede demostrar que se ha causado un perjuicio innecesario, debido a negligencia del periódico o a un error patente por parte del reportero. También suelen rechazar las quejas por calumnia manifiesta, por ser de competencia de los tribunales. En cualquier caso, sólo pueden amonestar al periódico; nada más.
–¿No puede el Consejo obligar a una retractación y a una disculpa?
–No.
–Entonces, ¿qué nos queda? El abogado suspiró.
–Temo que sólo podemos ir a un pleito. Entablar una demanda ante el Tribunal, por difamación, y reclamando daños y perjuicios. Desde luego, si presentamos la demanda, es posible que el periódico resuelva no formular oposición y publicar la disculpa que usted exige.
–¿Lo haría?
–Tal vez sí, y tal vez no.
–Pero tendría que hacerlo. El caso está clarísimo.
–Permítame que le sea franco -dijo el abogado-. En cuestiones de difamación, no existen los casos claros. En primer lugar, no existe una ley sobre difamación. Mejor dicho, estos casos se rigen por el derecho común, por un montón de precedentes legales establecidos durante siglos. Estos precedentes se prestan a diferentes interpretaciones, y su caso, como cualquier otro, diferirá de los anteriores en pequeños matices o detalles.
»En segundo lugar, se discute en estos casos sobre un conocimiento, sobre un estado mental, sobre lo que pensaba un hombre en un momento dado y, por consiguiente, sobre su intencionalidad, como opuesta a la ignorancia y por ende a la intención. ¿Me sigue usted?
–Sí, creo que sí -dijo Chadwick-. Pero no tendré que demostrar mi inocencia, ¿verdad?
–Pues sí -contestó el abogado-. Usted sería el demandante, y el periódico, el director y Mr. Gaylor Brent, los demandados. Usted tendría que demostrar su absoluto desconocimiento de las intenciones fraudulentas de la ahora quebrada compañía, en la época en que estuvo asociado con ella; sólo así probaríamos que ha sido difamado por la sugerencia de su implicación en el caso.
–¿Me aconseja que no pleitee? – preguntó Chadwick-. ¿Sugiere realmente que me resigne a que un hombre que no se ha preocupado de comprobar los hechos antes de publicarlos vierta sobre mí un cúmulo de mentiras; que acepte incluso la ruina de mi negocio, sin defenderme?
–Mr. Chadwick, tengo que serle franco. A veces se dice que nosotros, los abogados, animamos a nuestros clientes a pleitear a diestro y siniestro, porque tales acciones nos permiten devengar cuantiosos honorarios. En realidad, suele ocurrir lo contrario. Son los amigos, la esposa, los colegas del litigante, quienes le impulsan a entablar el pleito. Ellos, desde luego, no tienen que pagar las costas. Para el profano, un buen pleito es una panacea. Nosotros, los profesionales, sabemos demasiado lo que cuestan los litigios.
Chadwick reflexionó sobre la cuestión del costo de la justicia, cosa en la que había pensado raras veces.
–¿Cuánto podría costar? – preguntó a continuación, en voz baja.
–Lo bastante para arruinarle -respondió el abogado.
–Yo pensaba que, en este país, todos los hombres podían ampararse en la ley -dijo Chadwick.
–En teoría, sí -admitió el abogado-. En la práctica, es muy diferente. ¿Es usted rico, Mr. Chadwick?
–No. Tengo un pequeño negocio. En estos tiempos, significa que mi liquidez es muy escasa. He trabajado de firme toda mi vida, y voy tirando. Soy dueño de mi casa, de mi coche y de mi ropa. Tengo concertado el subsidio de vejez como trabajador autónomo, una póliza de seguro de vida y unos ahorros de unos miles de libras. Soy un hombre corriente, oscuro.
–A esto iba -dijo el abogado-. En la actualidad, sólo los ricos pueden pleitear contra los ricos, y más en los casos de difamación en los que un litigante puede ganar el pleito y tener que pagar sus propias costas. Y éstas, si el pleito es largo, y aún sin hablar de la apelación, pueden ser diez veces superiores a la indemnización por daños y perjuicios.

»Los grandes periódicos, las grandes editoriales y otras empresas parecidas, tienen concertados seguros que cubren las indemnizaciones por difamación que puedan dictarse contra ellas. Pueden requerir los servicios de los abogados más eminentes del West End, los más costosos de Queen's Counsel. Por esto, cuando se enfrentan…, perdone la expresión…, con un hombre modesto, suelen rechazar todo arreglo. Con un poco de habilidad, un pleito puede alargarse cinco años o más, antes de que se dicte sentencia, y, durante este tiempo, las costas de ambas partes no paran de subir. Sólo la preparación del caso puede costar muchos miles. Y una vez ante el Tribunal, las costas se disparan como un cohete, al cobrar los abogados cuantiosos honorarios y «dietas». Entonces, el abogado puede también exigir la ayuda de un colaborador más joven.
–¿A cuánto pueden ascender las costas? – preguntó Chadwick.
–En un pleito largo, con años de preparación, y aún excluyendo una apelación posible, varias decenas de miles de libras -respondió el abogado-. Y aún hay más.
–¿Qué más debo saber? – preguntó Chadwick.
–Si usted gana y los demandados son condenados al pago de las costas, percibirá la indemnización de perjuicios limpia. Pero si el juez no hace condena de costas, cosa que sólo suelen hacer en los casos peores, tiene usted que pagar las suyas. Si pierde, el juez puede condenarle a pagar las costas de los demandados, además de las suyas propias. Incluso si usted gana, el periódico puede apelar a la sentencia. Lo cual significa doblar el importe de las costas. Y si gana usted la apelación, sin especial condena de costas, puede verse igualmente arruinado.
»Además, hay que contar con las salpicaduras. Después de dos años, la gente se ha olvidado ya del artículo publicado en el periódico. El juicio vuelve a ponerlo de actualidad, con profusión de nuevos materiales y alegaciones. Aunque usted sea el demandante, el abogado del periódico pondrá todo su empeño en destruir su reputación de honrado hombre de negocios, en interés de sus clientes. Échese cieno en cantidad bastante, y algo quedará de él. Ha habido hombres, demasiado numerosos para mencionarlos, que, después de ganar sus pleitos, han salido con su reputación manchada. Porque todas las alegaciones que se formulan ante los tribunales pueden ser publicadas aunque no tengan fundamento.
–¿Y qué me dice del beneficio de pobreza? – preguntó Chadwick.
Como la mayoría de las personas, había oído hablar de esto, pero nunca lo había investigado.
–Probablemente, no es lo que usted cree -dijo el abogado-. Para conseguirlo, hay que demostrar que se carece de bienes. Y éste no es su caso. Para lograr la defensa por pobre, tendría que hacer desaparecer su casa, su coche y sus ahorros.
–Así pues, es la ruina, se mire como se mire -dijo Chadwick.
–Lo siento, lo siento de veras. Podría animarle a plantear un pleito largo y costoso, pero creo sinceramente que el mejor favor que puedo hacerle es mostrarle los escollos y los peligros como son en realidad. Hay muchas personas que se metieron ardorosamente en pleitos y tuvieron que lamentarlo amargamente durante toda su vida. Algunos no se recobraron nunca de los años de tensión y de apuros económicos.
Chadwick se levantó.
–Ha sido usted muy sincero, y se lo agradezco -dijo.

Más tarde, desde la mesa de su despacho, telefoneó al Sunday Courier y pidió hablar con el director. Una secretaria se puso al aparato y le preguntó su nombre. Él se lo dijo.
–¿Y de qué desea hablar con Mr. Buxton? – preguntó ella.
–Quisiera que me diese día y hora para hablar con él personalmente -dijo Chadwick.
Hubo una pausa en la línea y oyó que hablaban por un teléfono interior. Después, la secretaria dijo:
–¿De qué asunto desea usted hablar con Mr. Buxton?
Chadwick le explicó brevemente que quería ver al director para exponerle su versión de los hechos que le había atribuido Gaylord Brent en un artículo, hacía dos semanas.
–Lamento decirle que Mr. Buxton no recibe visitas en su despacho -dijo la secretaria-. Si tiene usted la bondad de escribirle una carta, él la tomará en consideración.
Colgó el teléfono. A la mañana siguiente, Chadwick tomó el Metro de Central London y se presentó en la recepción de «Courier House».
Ante un corpulento conserje uniformado, llenó un impreso, consignando su nombre, su dirección, la persona con quien deseaba hablar y el objeto de su visita. Le dijeron que se sentara, y esperó.
Al cabo de media hora, se abrió la puerta del ascensor y apareció un joven esbelto y elegante, envuelto en una nube de perfume de loción para después del afeitado. Levantó una ceja, mirando al conserje, y éste señaló a Bill Chadwick. El joven se acercó. Chadwick se puso en pie.
–Soy Adrián St. Claire -dijo el joven, pronunciando Sinclair-, secretario particular de Mr. Buxton. ¿En qué puedo servirle?
Chadwick le expuso lo del artículo firmado por Gaylord Brent y le dijo que deseaba explicar personalmente a Mr. Buxton que lo que aquél había escrito sobre él no sólo era falso, sino que podía representar la ruina de su negocio. St. Claire se mostró comprensivo pero indiferente.
–Sí, desde luego, comprendo su preocupación, Mr. Chadwick. Pero lamento decirle que una entrevista personal con Mr. Buxton es simplemente imposible. Está muy ocupado, ya sabe. Yo…, bueno…, creo que un abogado escribió ya en su nombre al director.
–Escribió una carta -dijo Chadwick-. La contestó un secretario. Decía que podrían tomar en consideración una carta dirigida a la columna de correspendencia. Ahora pido que él escuche al menos mi versión del asunto.
St. Claire sonrió brevemente.
–Ya le he dicho que esto es imposible -dijo-. Una carta al director es lo único que podemos aceptar.
–Entonces, ¿podría ver a Mr. Gaylord Brent? – preguntó Chadwick.
–No creo que le sirviese de mucho -repuso St. Claire-. Desde luego, si usted o su abogado desean escribir de nuevo, estoy seguro de que la carta será estudiada por nuestra asesoría jurídica, como de costumbre. Fuera de esto, lamento no poder complacerle.
El conserje acompañó a Chadwick hasta la puerta giratoria.
Chadwick almorzó un bocadillo en un café próximo a Fleet Street, y el tiempo que tardó en comerlo lo pasó sumido en honda reflexión. A primera hora de la tarde, se sentó en una de esas bibliotecas de referencias que se encuentran en Central London, especializadas en archivos contemporáneos de datos y recortes de periódicos. Un repaso de los recientes pleitos por difamación le mostró que su abogado no había exagerado.
Uno de los casos le llenó de espanto. Un hombre de edad madura había sido gravemente difamado en un libro de un autor de moda. Le había demandado, había ganado el pleito y la sentencia había fijado una indemnización de 30.000 libras y condenado al editor al pago de las costas. Pero el editor había apelado, y el Tribunal de Apelación había dejado sin efecto la indemnización por perjuicios y declarado que cada parte tenía que pagar sus costas. Viéndose económicamente arruinado, después de cuatro años de litigio, el demandante había llevado el caso a los Lores. Sus Señorías habían revocado la sentencia del Tribunal de Apelación, restableciendo la primitiva condena de daños y perjuicios, pero sin hacer pronunciamiento especial sobre las costas. El hombre había ganado su indemnización de 30.000 libras, pero, en aquellos cinco años, las costas a su cargo habían ascendido a 45.000 libras. El editor, entre indemnización y costas, había perdido 75.000 libras, pero la mayor parte de esta suma estaba cubierta por el seguro. El demandante había ganado el pleito, pero se había arruinado. Las fotografías mostraban que, durante el primer año de litigio, era un hombre enérgico de sesenta años. Cinco años después, era una desgracia humana, agotado por la continua tensión y por las crecientes deudas. Había muerto en la miseria, pero salvado su reputación.

Bill Chadwick resolvió que no le ocurriría nada semejante y se dirigió a la Biblioteca Pública de Westminster. Se sentó en el salón de lectura, con un ejemplar de Leyes de Inglaterra, de Haisbury.
Como había dicho su abogado, no había ninguna ley especial sobre difamación, a la manera de la Ley de Circulación por Carretera; pero sí había una ley de 1888 en la que se contenía la definición generalmente aceptada de difamación, en estos términos:
La difamación es una declaración que tiende a rebajar a una persona en la estima de los miembros bien pensantes de la sociedad en general, o que hace que sea desdeñada o evitada, o que la expone al odio, al desprecio o al ridículo, o que entraña una imputación deshonrosa o injuriosa en su trabajo, profesión, vocación, empleo o negocio.
«Bueno, al menos la última parte es aplicable a mi caso», pensó Chadwick.
Algo que había dicho su abogado en el curso de su disertación acudió a su memoria: «…todas las alegaciones que se formulan ante los tribunales pueden ser publicadas aunque no tengan fundamento.» Había dicho esto, ¿no?
Sí, y tenía razón. La misma ley de 1888 lo establecía claramente. Todo lo que se dijese durante las vistas ante los tribunales podía ser publicado, sin que él reportero, el director, el impresor o el editor, pudiesen ser demandados por difamación, siempre que el relato fuese «fiel, verídico y exacto».
Esto, pensó Chadwick, debía ser para que los jueces, magistrados, testigos, policías, abogados e incluso el demandante, no temiesen declarar lo que consideraban ser verdad, con independencia del resultado del pleito.
Este amparo contra toda acción por parte de la persona insultada, calumniada o difamada, siempre que la declaración se hiciese en el curso de una vista ante el tribunal, y la ausencia de responsabilidad para quienes transcribiesen, imprimiesen y publicasen exactamente lo que se había dicho, recibía el nombre de «privilegio absoluto».
Mientras volvía en el Metro a su barrio suburbano, una idea empezó a germinar en la mente de Bill Chadwick.
Después de cuatro días de pesquisas, Chadwick descubrió que Gaylord Brent vivía en una empinada calleja de Hampstead, y allí se dirigió el domingo siguiente por la mañana. Pensaba que ningún redactor de un periódico dominguero trabajaría en domingo, y confió en que la familia Brent no se hubiese marchado al campo para el fin de semana. Subió los peldaños de la entrada, y llamó.
Al cabo de dos minutos, una mujer de unos treinta y cinco años y de aspecto agradable abrió la puerta.
–¿Está Mr. Brent? – preguntó Chadwick, y añadió después de una pausa-: Es acerca de su artículo en el Courier.
No era una mentira, pero sirvió para convencer a Mrs. Brent de que el visitante procedía de la oficina de Fleet Street. Ella sonrió, se volvió, gritó «Gaylord» en el pasillo y se volvió de nuevo a Chadwick.
–Estará aquí dentro de un minuto -dijo, y se retiró, atraída por el ruido de unos niños pequeños dentro de la casa, y dejando la puerta abierta.
Chadwick esperó.

Un minuto después, apareció el propio Gaylord Brent, hombre elegante, de unos cuarenta y pico de años, luciendo unos pantalones de color pastel y una camisa de color de rosa.
–¿Sí? – preguntó.
–¿Mr. Gaylord Brent? – preguntó Chadwick.
–Sí.
Chadwick desplegó el recorte de periódico que llevaba en la mano y se lo mostró.
–Es por este artículo que publicó usted en el Suncfay Courier.
Gaylord Brent miró unos segundos el recorte, sin tocarlo. Su expresión era de perplejidad, con un matiz de petulancia.
–Esto es de casi cuatro semanas atrás -dijo-. ¿Y bien?
–Siento molestarle en domingo -explicó Chadwick-, pero es un riesgo que todos debemos correr. Mire, en este artículo, usted me difamó gravemente. Me ha causado considerables perjuicios en mi negocio y en mi vida social.
La perplejidad permaneció en el semblante de Brent, pero se combinó ahora con una creciente irritación.
–¿Y quién diablos es usted? – preguntó.
–¡Oh! Discúlpeme. Me llamo William Chadwick. Gaylord Brent comprendió al fin, al oír el nombre, y la irritación se adueñó completamente de él.
–Escuche -dijo-, no puede usted venir a mi casa con lamentaciones. Hay otros procedimientos más adecuados. Pídale a su abogado que escriba una…
–Ya lo hice -replicó Chadwick-, pero no sirvió de nada. También traté de ver al director, pero no quiso recibirme. Por eso he acudido a usted.
–Pero esto es inaudito -protestó Gaylord Brent, disponiéndose a cerrar la puerta.
–Bueno, es que tengo algo para usted -dijo suavemente Chadwick, y la mano de Brent se detuvo en la jamba de la puerta.
–¿Qué?
–Esto -dijo Chadwick.
Mientras pronunciaba esta palabra, levantó y cerró la mano derecha y largó un puñetazo a Gaylord Brent en la punta de la nariz. Un puñetazo fuerte, pero no lo bastante para romperle el hueso, ni siquiera el cartílago. Gaylord Brent dio un paso atrás, lanzó un fuerte «¡Ooooooh!» y se llevó una mano a la nariz. Sus ojos se llenaron de lágrimas y el hombre sorbió por la nariz las primeras gotas de sangre. Miró fijamente a Chadwick durante un segundo, como si se enfrentase con un loco, y cerró la puerta de golpe. Chadwick le oyó correr por el pasillo.
Encontró al agente de Policía uniformado en la esquina de Heath Street. Era un joven que disfrutaba de la paz de la fresca mañana, pero que parecía estar un poco aburrido.
–Agente -dijo Chadwick, acercándose a él-, será mejor que venga conmigo. Se ha cometido una agresión contra un vecino.
El joven policía se irguió.
–¿Una agresión, señor? – inquirió-. ¿Dónde?
–Sólo a dos calles de aquí -dijo Chadwick-. Tenga la bondad de acompañarme.
Sin esperar a que le hiciesen más preguntas, llamó con el dedo índice al policía, se volvió y empezó a desandar su camino a paso vivo. Detrás de él, oyó que el guardia decía algo a través del micrófono prendido en su solapa y escuchó las pisadas de sus botas de servicio.

El agente de la ley alcanzó a Chadwick en la esquina de la calle donde vivía la familia Brent. Para evitar más preguntas, Chadwick mantuvo su paso vivo y dijo al policía:
–Es ahí, agente; en el número treinta y dos.
Cuando llegaron, la puerta seguía cerrada. Chadwick la señaló.
–Es ésa -dijo.
Después de una pausa y de una mirada recelosa a Chadwick, el agente subió la escalera de la entrada y pulsó el timbre. Chadwick se reunió con él en el peldaño superior. La puerta se abrió despacio, y apareció Mrs. Brent, que abrió mucho los ojos al ver a Chadwick. Antes de que el policía hablase, Chadwick tomó la palabra.
–Mrs. Brent, ¿podría este agente hablar con su marido?
Mrs. Brent asintió con la cabeza y se dirigió corriendo al interior de la casa. Los dos visitantes pudieron oír una conversación en voz baja. Las palabras «policía» y «aquel hombre» fueron claramente perceptibles. Un minuto después, Brent apareció en la puerta. Con la mano izquierda, sujetaba una toalla húmeda sobre su nariz. Sorbió repetidas veces.
–¿Y bien? – dijo.
–Ése es Mr. Gaylord Brent -dijo Chawdick.
–¿Es usted Mr. Gaylord Brent? – preguntó el agente.
–Sí -respondió Gaylord Brent.
–Hace unos minutos -explicó Chadwick-, Mr. Brent fue deliberadamente agredido con un puñetazo en la nariz.
–¿Es verdad esto? – preguntó el policía a Brent.
–Sí -admitió Brent, asintiendo con la cabeza y mirando fijamente a Chadwick por encima de la toalla.
–Comprendo -dijo el agente, que en realidad no comprendía nada-. ¿Y quién se lo hizo?
–Yo -contestó Chadwick.
El policía se volvió, con aire de incredulidad.
–¿Qué ha dicho? – preguntó.
–Que lo hice yo. Yo le golpeé en la nariz. Y esto es una agresión, ¿verdad?
–¿Es cierto esto? – preguntó el policía a Brent. Éste asintió con la cabeza.
–¿Puedo preguntarle por qué lo hizo? – dijo el policía a Chadwick.
–En cuanto a esto -respondió Chadwick-, sólo lo explicaré cuando preste declaración en la Comisaría.
El policía parecía desconcertado. Al fin, dijo:
–Muy bien, señor; en tal caso, debo pedirle que me acompañe.
Entretanto, había llegado a Heath Street un automóvil «Panda», llamado por el agente cinco minutos antes. Éste sostuvo una breve conversación con los dos policías uniformados del coche, y se sentó con Chadwick en los asientos de atrás. El automóvil les llevó en dos minutos a la Comisaría local. Chadwick fue conducido a presencia del sargento de guardia. Guardó silencio mientras el joven guardia explicaba al sargento lo ocurrido. El sargento, viejo veterano cargado de paciencia, contempló a Chadwick con cierto interés.
–¿Quién es el hombre a quien pegó? – preguntó al fin.
–Mr. Gaylord Brent -contestó Chadwick.
–No le es a usted simpático, ¿verdad? – preguntó el sargento.
–No mucho -admitió Chadwick.
–¿Por qué llamó al agente y le dijo que usted lo había hecho? – preguntó el sargento. Chadwick se encogió de hombros.
–Es la ley, ¿no? Se ha vulnerado la ley. Había que informar a la Policía.
–Una idea digna de encomio -reconoció el sargento. Se volvió al agente-. ¿Es grave la lesión de Mr. Brent?
–No lo creo -dijo el joven policía-. Parecía más bien un golpecito en la jeta. El sargento suspiró.
–Dirección -pidió-. El agente se la dio-. Esperen aquí -dijo el sargento.

Se retiró a una habitación interior. El número de teléfono de Gaylord Brent no figuraba en la guía, pero el sargento lo obtuvo del servicio de Información. Llamó. Volvió al cabo de un rato.
–Mr. Gaylord Brent no parece deseoso de llevar el asunto adelante -dijo.
–No se trata de esto -dijo Chadwick-. Mr. Brent no es nadie para entorpecer la acción de la justicia. No estamos en Norteamérica. Lo cierto es que se ha cometido una agresión, vulnerando las leyes del país, y corresponde a la Policía decidir si hay que proceder contra el autor del hecho.
El sargento le miró con disgusto.
–Sabe algo de leyes, ¿eh, señor?
–He leído un poco -afirmó Chadwick.
–Como todos -suspiró el sargento-. Pero la Policía podría decidir no mantener la acusación.
–Si es así, no tengo más remedio que decirle que, si no la mantiene, volveré allí y repetiré la agresión -dijo Chadwick.
El sargento tomó lentamente un pliego de impresos para denuncias.
–Entonces, no hay más que hablar -dijo-. ¿Nombre?
Bill Chadwick dio su nombre y su dirección y fue conducido a la sala de interrogatorios. Allí, se negó a prestar declaración y dijo solamente que deseaba explicar su acción al magistrado, a su debido tiempo. Lo escribieron a máquina en una hoja, y él firmó ésta. Entonces fue formalmente acusado; el sargento le señaló una fianza de 100 libras y le citó para comparecer ante el tribunal de North London a la mañana siguiente. Después de lo cual, le dejaron marchar.
El día siguiente compareció a la vista preliminar. Ésta sólo duró dos minutos. Chadwick rehusó hacer alegaciones, sabiendo que esta negativa tenía que ser interpretada por el tribunal como indicación de que, llegado el momento, podía declararse inocente. Fue citado para dos semanas después y se aumentó la fianza en otras 100 libras. Como sólo era una vista preliminar, Mr. Gaylord Brent no estuvo presente en la sala. Como era un caso de agresión vulgar, la noticia sólo ocupó unas líneas en el periódico local. Y, como nadie del distrito donde vivía Bill Chadwick leía aquel periódico, la noticia pasó inadvertida.
Pero, en la semana anterior al juicio, los directores de la sección de noticias de los principales periódicos de la tarde y del domingo de Fleet Street y sus alrededores, recibieron sendas llamadas telefónicas.
En todos los casos, el informador anónimo comunicó al director que el eminente investigador del Courier, Gaylord Brent, comparecería ante el tribunal de North London el lunes próximo, en una causa por agresión seguida de oficio contra William Chadwick, y que recomendaba al director, en su propio interés, que enviase a uno de sus reporteros, en vez de limitarse a recoger la información de la «Press Association».
La mayoría de los directores comprobaron la lista de juicios señalados por el tribunal para aquel día, confirmaron que el nombre de Chadwick figuraba en ella, y enviaron un reportero. Nadie sabía de qué se trataba exactamente, pero todos esperaban que fuese algo interesante. A semejanza de lo que ocurre en el movimiento sindical, la teoría de la camaradería en Fleet Street dista bastante de la solidaridad en la práctica.

Bill Chadwick compareció a las 10 en punto de la mañana, y le dijeron que esperase a que le llamasen para el juicio. Esto ocurrió a las once y cuarto. Cuando entró en la sala, una rápida mirada a los bancos de la Prensa confirmó su presunción de que estarían llenos a rebosar. No había advertido que Gaylord Brent, citado como testigo, estaba sentado fuera de la sala, en uno de los bancos del vestíbulo principal. Según la ley inglesa, ningún testigo puede entrar en la sala del tribunal antes de que le llamen para prestar declaración. Sólo después de haber declarado puede sentarse en el fondo de la sala y presenciar el resto del juicio. Esto sumió a Chadwick en una momentánea perplejidad. Resolvió el problema declarándose inocente.
Rehusó el magnánimo ofrecimiento del juez de suspender nuevamente el juicio para que pudiese nombrar un abogado defensor, y explicó que deseaba defenderse él mismo. El juez se encogió de hombros, pero accedió.
El fiscal expuso los hechos, o al menos lo que sabía de ellos, e hizo que algunos arquearan las cejas cuando dijo que el propio Chadwick había acudido al agente Clarke aquella mañana, en Hampstead, para denunciar la agresión. Sin más preámbulos, llamó al agente Clarke a prestar declaración.
El joven policía prestó juramento y refirió la detención. El juez preguntó a Chadwick si quería repreguntar al testigo. Chadwick rehusó hacerlo. El juez repitió su pregunta, y él rehusó de nuevo. El agente Clarke bajó del estrado y fue a sentarse en el fondo de la sala. Entonces llamaron a Gaylord Brent. Éste subió al estrado y prestó juramento. Chadwick se levantó.
–Señoría -dijo al juez, con voz clara-, he estado reflexionando y deseo cambiar mi primera manifestación. Me declaro culpable.
El juez le miró fijamente. El fiscal, que se había levantado para interrogar al testigo, se sentó. Gaylord Brent, en el sillón de los testigos, guardó silencio.
–Bueno -dijo el juez-. ¿Está usted seguro, Mr. Chadwick?
–Sí, Señoría; Completamente seguro.
–Mr. Cargill, ¿tiene usted algo que oponer? – preguntó el juez al fiscal.
–Nada, Señoría -contestó Cargill-. Debo presumir que el acusado reconoce los hechos tal como los he expuesto.
–Los reconozco -asintió Chadwick, desde el banquillo-. Reflejan exactamente lo ocurrido. El juez se volvió a Gaylord Brent.
–Siento que le hayamos molestado, Mr. Brent -dijo-, pero creo que ya no le necesitaremos como testigo. Puede abandonar la sala o sentarse en los bancos de atrás.
Gaylord Brent asintió con la cabeza y bajó del estrado. Saludó con otro movimiento de cabeza a los bancos de la Prensa y fue a sentarse junto al agente de Policía que había prestado declaración. El juez se dirigió a Chadwick.
–Mr. Chadwick, usted se ha confesado culpable. Esto quiere decir que reconoce haber agredido a Mr. Brent. ¿Quiere llamar a algún testigo en su defensa?
–No, Señoría.
–Si quiere, puede aportar testigos de buena conducta, o declarar usted mismo, si hay alguna circunstancia atenuante.
–No deseo aportar ningún testigo. Señoría -dijo Chadwick-. En cuanto a las circunstancias atenuantes, quisiera hacer una declaración.
–Está en su derecho -dijo el juez.
–Señoría, hace seis semanas, Mr. Gaylord Brent publicó este artículo -dijo Chadwick, levantándose y sacando del bolsillo un recorte de periódico- en el Sunday Courier, que es el periódico para el que trabaja. Ruego a Su Señoría que lo lea.

Un ujier se adelantó, tomó el recorte y se acercó al juez.
–¿Tiene esto algo que ver con la causa que se está debatiendo? – preguntó el magistrado.
–Sí, señor. Tiene mucho que ver.
–Muy bien -dijo el juez, que tomó el recorte de manos del ujier y lo leyó rápidamente. Cuando hubo terminado, lo dejó y dijo-: Visto.
–En ese artículo -explicó Chadwick- Gaylord Brent me hizo víctima de una cruel difamación que me causó un enorme perjuicio. Su Señoría habrá observado que el artículo se refiere a una compañía que mercantilizó un producto y después quebró, defraudando a numerosas personas en sus inversiones. Desgraciadamente, yo fui uno de los comerciantes que, como otros muchos, creí que se trataba de una compañía sólida y con un producto de confianza, y me vi defraudado por ella. La verdad es que mi error también me costó dinero; pero no fue más que un error. En ese artículo, nacido de la nada, se me acusó sin fundamento de una mal establecida complicidad en el asunto, y, lo que es peor, fui acusado por un descuidado, perezoso e incompetente chupatintas que ni siquiera pudo molestarse en hacer debidamente su trabajo.
Hubo un rumor en la sala y, después, una pausa, Después de ésta, los lápices empezaron a moverse frenéticamente sobre las hojas de papel pautado, en ¡os bancos de la Prensa.
El fiscal se levantó.
–¿Cree Su Señoría que esto tiene algo que ver con las circunstancias atenuantes? – preguntó, en tono gemebundo.
–Puedo asegurar a Su Señoría -terció Chadwick- que sólo estoy tratando de explicar los antecedentes del caso. Creo, sencillamente, que Su Señoría podrá juzgar mejor la infracción si conoce sus motivos.
El juez observó unos momentos a Chadwick.
–El acusado está en su derecho -dijo-. Prosiga.
–Gracias, Señoría -dijo Chadwick-. Bueno, si ese caballero que se hace llamar periodista se hubiese tomado la molestia de ponerse al habla conmigo antes de escribir ese montón de basura, yo habría podido mostrarle mis archivos, mis cuentas y mis documentos bancarios, para demostrarle, sin lugar a dudas, que había sido tan engañado como los compradores. Y que había perdido grandes cantidades en la operación. Pero él no podía molestarse en ponerse en contacto conmigo, a pesar de que mi teléfono figura en la sección alfabética de la guía telefónica y en las páginas amarillas. Por lo visto, detrás de su pantalla de orgullosa competencia, ese intrépido investigador prefiere escuchar los chismes de café a comprobar los hechos…
Gaylord Brent, rojo de ira, se levantó en el fondo de la sala.
–¡Eh! Escuche… -gritó.
–¡Silencio! -rugió el ujier, poniéndose también en pie-. ¡Silencio en la Sala!
-Comprendo su irritación, Mr. Chadwick -terció el juez-, pero todavía me pregunto qué tiene esto que ver con las circunstancias atenuantes.
–Señoría -dijo humildemente Chadwick-, sólo apelo a su sentido de la justicia. Cuando un hombre que siempre ha llevado una vida pacífica y observado la ley golpea de pronto a otro ser humano, creo que deben conocerse los motivos de una acción tan anómala. Pienso que éstos deben influir en el juicio del hombre encargado de dictar sentencia.
–Está bien -admitió el juez-, explique sus motivos. Pero, por favor, modere su lenguaje.
–Lo haré -dijo Chadwick-. Después de la publicación de ese fárrago de embustes, disfrazados de periodismo serio, mi negocio se vio gravemente afectado. Resultó que algunos de mis asociados, ignorantes de que los datos expuestos por Mr. Gaylord Brent no eran fruto de una investigación a fondo, sino del fondo de una botella de whisky, estaban dispuestos a creer todas aquellas falsedades.

En el fondo de la sala, Gaylord Brent estaba fuera de sí.
Dio un codazo al policía sentado a su lado.
–No puede continuar así, ¿verdad?
–Cállese -dijo el policía. Brent se levantó.
–Señor juez -gritó-, quisiera decir…
–¡Silencio! – gritó el ujier.
–Si hay más interrupciones por parte del público, mandaré expulsar al responsable -dijo el magistrado.
–Por esto, señor -prosiguió Chadwick-, empecé a reflexionar. Me pregunté con qué derecho podía un payaso mal informado, demasiado perezoso para comprobar sus afirmaciones, ocultarse detrás de los procedimientos legales y de los recursos financieros de que dispone un periódico importante, y desde este ventajoso punto, arruinar a un hombre modesto al que ni siquiera se tomó el trabajo de conocer; un hombre que ha trabajado de firme toda su vida y tan honradamente como ha podido.
–Hay otros recursos contra una presunta difamación -observó el juez.
–Ciertamente, Señoría -dijo Chadwick-, pero Su Señoría debe saber, como hombre de leyes que es, que pocas personas pueden hoy en día cargar con los enormes gastos necesarios para luchar contra el poder de un periódico nacional. Por consiguiente, traté de ver al director para explicarle, con hechos y documentos, que su empleado había estado completamente equivocado y ni siquiera se había esforzado en ser veraz. Pero él se negó en redondo a recibirme. Entonces quise ver personalmente a Gaylord Brent, y, dado que en su oficina no me lo permitieron, fui a visitarle a su casa.
–¿Para pegarle en la nariz? – inquirió el magistrado-. Pudo ser usted gravemente difamado, pero esto no excusa la violencia.
–¡Oh, no, señor! – exclamó Chadwick, sorprendido-. No fui con la intención de pegarle, sino de discutir con él. Fui a pedirle que estudiase las pruebas y se convenciese de que lo que había escrito era falso.
–¡Ah! – exclamó el juez, con interés-. Por fin salió el motivo. ¿Fue a su casa a pedirle una rectificación?
–Exactamente, Señoría -dijo Chadwick. Sabía, igual que el fiscal, que, al no estar declarando bajo juramento, no podía ser repreguntado.
–¿Y por qué no discutió con él? – preguntó el juez.
Chadwick encogió los hombros.
–Lo intenté -dijo-. Pero él me trató con el mismo desdén que me habían tratado en las oficinas del periódico. Sabía que yo era un hombre modesto, vulgar; que no podía luchar contra el poderoso Courier.
–¿Qué pasó entonces? – preguntó el juez.
–Confieso que algo explotó dentro de mí -respondió Chadwick-. Hice una cosa imperdonable. Le di un puñetazo en la nariz. Por única vez en mi vida, perdí el control.
Dicho lo cual, se sentó. El juez contempló la sala desde el estrado.
«Si tú perdiste el control, amigo mío -pensó-, el "Concorde" vuela impulsado por un tirachinas.» Sin embargo, no pudo dejar de recordar un incidente acaecido años atrás, cuando fue baqueteado por la Prensa con motivo de una sentencia dictada por él en otro tribunal; su furor había sido compensado al demostrarse más tarde que había tenido razón. En voz alta, dijo:
–El caso es grave. El tribunal puede aceptar que usted se sintió vilipendiado, e incluso que, cuando fue aquella mañana a Hampstead, no albergaba intenciones violentas. Sin embargo, pegó a Mr. Brent, y lo hizo en la puerta de su casa. En nuestra sociedad, no podemos permitir que un ciudadano particular se crea autorizado a pegarles en las narices a los distinguidos periodistas del país. Por consiguiente, se le impone una multa de cien libras, con otras cincuenta libras en concepto de costas.

Bill Chadwick extendió un cheque, mientras se vaciaban los bancos de la Prensa y los reporteros se disputaban los teléfonos y los taxis. Cuando bajaba la escalinata del edificio del tribunal, sintió que alguien le agarraba de un brazo.
Se volvió y se encontró frente a Gaylord Brent, pálido de ira y temblando de excitación.
–¡Bastardo! – exclamó el periodista-. No podrá salir tan bien librado después de lo que ha dicho ahí.
–Vaya si podré -dijo Chadwick-. Habida cuenta de que lo he dicho en el curso de un juicio. Es el llamado «privilegio absoluto».
–Pero yo no soy lo que usted ha dicho -dijo Brent-. No puede difamar a un hombre de este modo.
–¿Por qué no? – dijo tranquilamente-. Usted lo hizo.

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