lunes, 25 de marzo de 2019

Historias Desaforadas

Adolfo Bioy Casares, (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999) fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Debe, además, parte de su reconocimiento a su gran amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones. Éste lo consideró incluso uno de los más notables escritores argentinos. La crítica profesional también ha compartido la opinión: Bioy Casares recibió, en 1990, el Premio Miguel de Cervantes.

Bioy nació en Buenos Aires y fue el único hijo de Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch. Perteneciendo a una familia acomodada, pudo dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los 11 años. Cursó parte de sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario, se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde los cuatro años) y, naturalmente, el español. En 1932, Victoria Ocampo le presenta a Jorge Luis Borges, quien en adelante será su gran amigo y con quien escribirá en colaboración varios relatos policiales bajo diversos seudónimos, el más conocido de los cuales fue el de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casa con la hermana menor de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora y pintora.

Entre sus premios y distinciones destacan la membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986,1 el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en 1994 Sus restos descansan en el Cementerio de la Recoleta.

Una mañana, mientras estaba afeitándome, recordé la frase de Bergson: «La inteligencia es el arte de salir de situaciones difíciles». Me dije que en ese momento para mí una situación difícil era la vejez, y se me ocurrió la historia de un profesor que logra aislar las glándulas de la juventud, para injertarlas en organismos decrépitos. Ese vago argumento fue el punto de partida de Historia desaforada, otro de mis cuentos satíricos. Máscaras venecianas, en cambio, nació de dos ideas casi contradictorias: el anhelo de vivir varias vidas y la imposibilidad de retener a la persona querida tal como la conocimos.
En mi opinión las ideas largamente maduradas dan buenos resultados. Cuando leí en 1936 o 1937 la Crítica de la razón pura, de Kant, lo primero que pensé fue en retratarme junto al libro, como una especie de testimonio de que lo había leído; también pensé que en sus páginas había una buena idea para un cuento o una novela. Cuarenta y tantos años después escribí El Nóumeno, que quiere ser un homenaje a Arturo Cancela, o por lo menos a un cuento de Cancela que influyó mucho en el tono porteño de mis libros: «Una semana de holgorio».

Una de las preocupaciones que me acompañaron durante la niñez fue la de tratar de imaginar el límite del universo. Me causaba un infinito asombro, no exento de temor, la posibilidad de que en algún punto del espacio el universo pudiese de pronto cesar. El cuarto sin ventanas es un tardío intento de despejar ese enigma. No creo que el chico que fui hubiera considerado mi cuento como una respuesta satisfactoria.




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