"Edgar"
Guzmán López Bayarri
Lo que me dispongo a contar aquí es un auténtico trabajo de reconstrucción. Tal y como los historiadores realizan sus tareas, así he intentado hacer yo, pudiendo rescatar cierta información que, por suerte, anoté en mi diario antes de que desapareciera para siempre del mismo.
Es cierto que se dice que las palabras y las ideas se contagian. ¿Cuántas veces habré escuchado eso de “si tienes una manzana y la compartes con otro cada uno tiene la mitad, pero si compartes una idea los dos tenéis una?” Si bien tuve una temporada en la que esa frase me enamoró ahora pienso que es una mierda. Una auténtica mierda.
Y todo este cambio empezó cuando conocí a Edgar. ¡Ah, Edgar! Sólo recordar su nombre me entran escalofríos. Reconozco que era un tipo peculiar, incluso diría que con una personalidad bañada en esa autenticidad que sólo brilla cuando los demás te la reconocen. Eso era su puerta de entrada a las relaciones sociales. El que más y el que menos no dudaba en darle un voto de confianza y abrirle su privacidad ante la escasez de personajes interesantes en el entorno.
Edgar tenía la inédita cualidad de absorber conocimiento de un modo que rayaba en lo fantástico. Parece que empezó con las conversaciones. Antes incluso de aprender a leer poseía ya un nivel interesante de conocimientos unido, y esto era lo que más le llamaba la atención a los que lo conocieron, a su manera tan profesional de expresarlo. Vamos, que el crío podría perfectamente marcarse una charla TED y arrasar entre los compañeros.
Hasta aquí nada que objetar. Parecía listo, sí, pero no era este su don demoníaco. El problema no era ese, no. Era algo mucho más perverso, más jodidamente maligno.