Ayúdenme. No soy un monstruo ni un asesino, ni un ser angelical. Ni tampoco un científico loco que juega con la cabeza de Frankenstein. Mis conocimientos sobre la ciencia terminan en el suplemento que el periódico publica los sábados. Todo este alboroto acerca de los cuerpos de estas mujeres que maté y luego enterré descuidadamente junto al garaje, todo eso no es más…, bueno, no es más que una fastidiosa coincidencia.
En cambio, no es una coincidencia esa plaza que tengo reservada, para el próximo espectáculo, en la silla eléctrica, y que me concedieron tras un juicio meramente formulario.
Soy, en realidad, o lo era, un hombre corriente, un poco por encima de lo normal, pero un tipo como todos. Siempre fui amistoso, sociable, amable e indulgente con los defectos ajenos. ¿Cómo es posible que mi indulgencia y amabilidad se hayan mezclado en un suceso tan sangriento?
Simplemente porque ayudé a una viejecita a cruzar la calle. Eso es todo.
Desde luego, admito que era un poco mayorcito para hacer de boy scout. Pero aquella pobre anciana parecía tan confusa y desamparada allí, en la esquina de York y Grand Avenue, mirando vagamente a su alrededor…
«¡Qué diablos!», pensé. Y me dirigí hacia ella:
—¿Puedo ayudarla en algo, señora?
Como tenía que cruzar la calle de todos modos y el tráfico era muy intenso, me figuré que estaría más seguro en su compañía. Es tonto, desde luego, imaginar que, por el simple hecho de llevar a una pobre vieja del brazo, iba a detener el denso tráfico de la Grand Avenue. Pero lo hice.
El atardecer era tranquilo y demasiado agradable para trabajar. Y el director me había despedido de nuevo. Como aún no habían empezado las aglomeraciones y no tenía nada más que hacer, pensé ir a Maxim’s para tomar una copa o dos. Entonces, en una esquina, vi a la vieja.
Era la anciana de aspecto más repelente que había visto en mi vida. Parecía, hablando con delicadeza, un cadáver de tres días que hubiera recorrido un largo camino tras un siglo de depauperación. Al principio pensé en darle un empujón y echarla debajo de un autobús. Hubiera sido lo más misericordioso.
Le hablé para tantear el terreno. Dio media vuelta y desde su encogida figura de bruja me miró. En la arrugada ruina de su rostro, de curvada nariz, los ojos resplandecían grandes y luminosos, con un brillo verde. Eran extraños, y en su fondo lucía una expresión de desamparo y de súplica.
—Yo…, ejem… ¿quiere que la ayude a cruzar, señora?
Se agarró a mi brazo. Hubo un claro momentáneo en el tráfico. Musité una plegaria y bajamos del bordillo.