miércoles, 20 de septiembre de 2017

Ante la Ley

El ser humano contemporáneo nace y crece en un mundo social y político ya construido, ya ordenado, ya legislado. Su influencia en él ha sido anulada sin su consentimiento y los posibles matices e intensidades de su comportamiento y sus actos han sido previamente establecidos y regulados. Su libertad de elección, de la que se siente muy orgulloso, no es nada más que la ignorancia de las múltiples causas que le determinan. Este ser humano somos tú y yo; somos -casi- todos. La sala de máquinas de la realidad sociopolítica que se cierne sobre nuestras cervices no está al alcance de la mano, no podemos participar en sus decisiones y no nos está permitido, por lógica, poner en tela de juicio la fuente de legitimidad de su fuerza, la cual es tan “lejana” a nosotros que parece inexistente (y, por tanto, puede hacerse pasar por natural). En consecuencia, la necesidad de comprender los entresijos del poder, que nos permitiría poseer la capacidad de aceptarlo o contrarrestarlo real y eficazmente, nunca se ve colmada. La letra de lo normalizado nos esquiva, pero nos controla. Somos empujados al desasosiego y a la espera de una respuesta que, posiblemente, nunca va a llegar.

“Ante la ley”, un breve relato de Franz Kafka, ayuda a comprender con suma claridad el lacerante estado en que vivimos. Empieza contándonos que “ante la ley hay un guardián”. Un campesino se presenta a él y le pide que le deje entrar, pero el guardián contesta que no puede, quizá más tarde: “Tal vez, pero no por ahora”. El campesino se asoma a la puerta de la ley, que está siempre abierta. El guardián, al verlo, se ríe y le dice que puede probar a entrar si quiere, que puede saltarse la prohibición, pero que recuerde que él, aun siendo poderoso, es sólo el ultimo de los guardianes; entre estancia y estancia de esta fortaleza hay más. La censura de la ley no se radica en un momento determinado, por tanto, sino en una estructura que reduce las posibilidades de réplica de un individuo cuyas intenciones no son posibles ni adecuadas.








"Ante la Ley"
Franz Kafka



Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita  que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
      —Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.
      La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
      —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

      El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
      Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
      —Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

      Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. 

Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
      —¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.
      —Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
      El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
      —Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.

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