viernes, 23 de abril de 2021

Los Gatos de Ulthar

Los Gatos de Ulthar (The Cats of Ulthar) es un relato fantástico del escritor norteamericano H.P. Lovecraft (1890-1937), publicado originalmente en la edición del 20 de noviembre de 1920 de la revista The Tryout, y luego reeditado en la edición de febrero de 1926 de Weird Tales. Más tarde volvería a aparecer en la antología de Arkham House de 1939: El extraño y otros (The Outsider and Others).

Los gatos de Ulthar, uno de los grandes cuentos de H.P. Lovecraft, y probablemente uno de los mejores relatos de gatos del período, nos sitúa en la mítica región de Ulthar, y cuenta la historia de dos ancianos maliciosos que encontraban regocijo matando a los gatos de la aldea. Cierto día unos peregrinos llegan a Ulthar; y uno de ellos, Menes, advierte que su propio gato ha desaparecido. Alertado de los hábitos homicidas de los dos ancianos, Menes realiza un poderoso conjuro, provocando que todos los gatos de la región acechen la cabaña de los ancianos y venguen del modo más atroz el crimen de sus hermanos.

Los gatos de Ulthar, el cual refleja el afecto y admiración del autor por los felinos, pertenece al ciclo dunsaniano de H.P. Lovecraft; es decir, a sus cuentos inspirados en el estilo de Lord Dunsany, sobre todo en: Días de ocio en el Yann (Idle Days on the Yann).

Si bien Los gatos de Ulthar no pertenece a los Mitos de Cthulhu, el nombre de la región de Ulthar es mencionado en La declaración de Randolph Carter (The Statement of Randolph Carter), uno de los cuentos más notables de aquel ciclo. Del mismo modo, Atal, el hijo del posadero, vuelve aparecer en Los otros dioses (The Other Gods).


martes, 20 de abril de 2021

¿Quién Paga el Silencio?

Alguien descubre algo terrible a través de una ventana y se debate entre cumplir con su obligación y el temor a las consecuencias de hacer lo correcto. Finalmente, toma una decisión, pero puede que no sea la más adecuada.

Escrito por Raúl Valiente García: ¿Quien Paga el Silencio? es un relato corto ganador del XXVIII Concurso Literario Policía de Albacete (2018)




    




"Dedicado a Gabriel “Pescaito” Cruz, Diana Quer y a todas las víctimas de cualquier tipo de violencia, así como a sus familias."
  
      
      
      Resultaba curioso fijarse ahora, después de tantos años, en el ingente esfuerzo que entrañaba levantar el auricular del teléfono, aparentemente cientos de kilos unidos por un cordón umbilical en elástica espiral descendente al feo aparato gris que conservaba a pesar de la muerte de mi madre. Ella odiaba los cambios y en una de sus cabezonadas, amparándose en el mayor volumen del timbre del caduco aparato y en su creciente sordera, se negó a jubilarlo.
      Nunca me pesó tanto el curvo apéndice plástico como esa mañana en la que mi corazón, unilateralmente, se declaró en rebeldía. El miedo me debilitaba mientras mi mente repetía imágenes en enloquecida y cíclica secuencia de videoclip. 
      Recordé la sangre en el labio machacado contra los dientes, los gritos, las lágrimas infantiles, las súplicas de una madre maltratada y rota de dolor; seguía oyendo los golpes sordos contra la carne blanda de los costados y el vientre, las patadas inmisericordes cuando gemía encogida y derrotada en el suelo, su terrible silencio bajo las amenazas e insultos; destacando los moratones de sus piernas, amarillos unos, oscuros los más recientes. No lograba olvidar a los tres aterrados niños, arrinconados y abrazados, con el mayor reteniendo al resto contra el pecho e intentando evitarles aquella violencia. Ni el inmenso silencio tras la marcha del agresor, cuando los cuatro se unían en el centro de la estancia, hermanados por el dolor común de sus cuerpos y el terror que colmaba sus corazones, más espantoso e insoportable si cabe.  
      Recordé, con un vertiginoso e involuntario salto atrás,  encontrarme asomado a la ventana minutos antes, mirando sin ver las familiares ventanas vecinas, impersonales e irreales a pesar de su nítida presencia. El estruendo enfrente llamó mi atención: un brusco portazo dos pisos más abajo, el ruido de pasos rápidos, pesados y decididos de un hombre; el más ligero y urgente de la madre y sus hijos. Los primeros gritos: unos aterrados, otros furiosos. 

      Por temor a ser descubierto, me separé de la íntima ventana. A pesar de ello, aquel televisor con un único canal permaneció sintonizado en un programa sin censura ni publicidad, mientras yo sumaba los datos. No era difícil. Golpes y violencia verbal: el incuestionable anuncio de una tormenta doméstica. O el inicio de un huracán. Los acontecimientos parecían claros. Lo que ocurría era evidente incluso para un cincuentón incapaz de estirar el sueldo de un trabajo no deseado hasta fin de mes; un hastiado hombre maduro lastrado con un leve, aunque constante, olor a pies. Por más vueltas que quisiera darle, la realidad, como el perpetuo efluvio dentro de mis zapatillas, era tozuda e incuestionable. Así que volví a mirar. Y lo vi todo.
      
      Minutos después del sombrío silencio en el domicilio familiar, aunque lo había sopesado mucho, seguía dudando. "Colaboración ciudadana" lo llaman. Y era lo adecuado. Pero un pequeño diablillo llamado miedo, sin que pudiera evitarlo, se conectó a mi torrente sanguíneo y me recorrió entero. Saltó de vena en vena cruzando arterias como avenidas desiertas y desembarcó triunfal en el cerebro, tierra fértil, donde enraizó. “No seas bobo, no te afecta, ni siquiera les conoces y no es de tu incumbencia”, argumentaba el maligno en mi oído derecho. Luego se deslizó arrastrando los pies al izquierdo y sugirió que era preferible olvidarlo y no hacer nada. Aunque realizar una llamada sin facilitar mis datos parecía seguro, un injustificado temor me zarandeaba como las olas en una tempestad. El teléfono pasó por mi mano varias veces, pero se despidió siempre.
      Con los dedos sudorosos pero fríos, acabé doblegándome y cedí en aquella lucha entre mi miedo y lo que debía ser responsabilidad, civismo, decencia o Dios sabe qué. El diablillo victorioso se retiró complacido hasta otra futura visita. "Encantado de verte” le espeté. “Espero que tardes en regresar y cuando lo hagas, avisa, para que procure no estar en casa".
      Me resigné y colgué, aunque mantuve la mano sobre el auricular, sumándole un extraño y deforme dedo más y sintiendo la suave textura del sobado plástico gris. Cuando la tensión se relajó, me dejó vacío y con un sabor agrio en el paladar. El calor regresó en suaves oleadas, debilitándome como un largo periodo en una sauna. Si hubiera usado un termómetro, habría visto ascender al mercurio, perceptiblemente acelerado. La temperatura aumentaba ostensiblemente en el miembro que sujetaba al famoso vástago de Graham Bell, por lo que miré con curiosidad aquellos cinco apéndices tan familiares. Al mismo tiempo, escuché un golpeteo leve, desentonado. Enseguida descubrí qué era. De mi mano y del teléfono brotaba un rotundo y espeso rocío rojo, goteando sobre la alfombra.

      Con un brusco movimiento reflejo, liberé el aparato y retrocedí, observando mis dedos, cubiertos por un baño púrpura. Más gotas cayeron, salpicando alegremente al estallar contra el suelo, mientras buscaba el origen de la hemorragia. Durante una alocada fracción de segundo, temí que el vecino maltratador se hubiera vengado de mi malograda intención de denunciarle, disparándome a través de la ventana.
      Paralizado, miré cómo la sangre manaba de la consola y el disco de marcado, cubriendo la superficie de la mesa del teléfono. Chorreaba hasta la alfombra por las blancas patas de madera, tiñéndolas violentamente de un tono oscuro. Los diminutos orificios del auricular y el micrófono vertían, a su vez y sin parar, lágrimas espesas, sangrientas.
      Alucinado ante lo que sólo podía ser una pesadilla, me limpié nerviosamente la mano en la camisa, estampándole unos curiosos dibujos que recordaban letras chinas.
      Seducido por la sorprendente corriente sanguínea, fui retrocediendo despacio en dirección al baño. Allí, cogí el cubo y la fregona, como quien se dispone a recoger un poco de leche derramada.
      Salí y me dispuse a aplicarla en la alfombra y el suelo, aceptando aquella locura como si todos los días sucediera lo mismo. La empapé paulatinamente, procurando no extender el fluido carmesí, y la estrujé con fuerza. Escuché los gruesos chorros tamborileando en el fondo del cubo vacío. Repetí la operación dos o tres veces antes de percatarme de que la fregona ya no recogía sangre, sino que manaba de ella a borbotones.
      Abandonándola, contemplé impotente como el creciente caudal fluía, desbordando el cubo y descendiendo por los lados, rodeándolo de una intensa y deforme circunferencia púrpura.
      No soporté seguir preso de aquella alucinación. Cuando la sangre poseía la alfombra al completo, corrí a la puerta de la cocina, abriéndola de un empujón. Detrás de mí, el pomo rebotó contra la pared con violencia. Entonces, con la respiración agitada y el corazón galopando salvaje y rítmicamente en el pecho, me apoyé en la lavadora.
      Mi mente era un delirio y lo que había percibido no era real. No podía ser real. El miedo me jugaba una mala pasada, sin duda. Aquel desvarío no debía verlo como una advertencia o un aviso. Ni como una premonición o algo que se le pareciera. Era mi cerebro, jugando a un juego nuevo.
      Amparado con esa certidumbre y buscando tranquilizarme, fijé la mirada en mi camisa sucia. Asqueado de una sangre que no era mía, me la quité por la cabeza. Abrí la lavadora y la arrojé dentro, sin cerrar la portezuela. Segundos después, la boca del electrodoméstico arrancó un lento babeo de líquido espeso, brillante y pardusco. No podía ser la camisa, no estaba tan ensangrentada.

      Venciendo el asco y la repulsión, me puse en cuclillas e introduje la mano en el redondo orificio, casi temiendo que me devorase. Agarré lo que encontré y tiré hacia fuera. ¿Qué era aquello? Extraje algo que no reconocí como mío. Parecía una prenda femenina, un vestido, una blusa larga o algo así, teñido de sangre. Mientras, el leve flujo aumentaba, incesante. Al pie de la máquina, la mancha se agrandaba inexorable.
      Separándome, quise no seguir mirando, sin conseguirlo. Del oscuro hueco brotaba un denso jugo rojo, ayudando a que el vestido se deslizara hacia el suelo. Cayó con un sonido líquido. Tras él, un pantaloncito ensangrentado de chiquillo, seguido por otra prenda infantil. ¿Ropa de niño en mi lavadora? ¿Cómo era posible? Y empapada del cálido fluido.
      De golpe y porrazo, un olor acre y metálico me revolvió el estómago. Vomité en las ya violadas baldosas color marfil, ampliando el vistoso mosaico multicolor que ya teñía mis zapatillas. Mientras me vaciaba, más ropa se despeñaba sobre la anterior, formando una masa vibrante. No lo soportaba, la alucinación y el olor resultaban demasiado reales. Debía alejarme.
      Regresé al salón, atendiendo al caminar al chasquido pegajoso de mis pasos. El suelo estaba completamente cubierto del flujo que no sólo manaba del teléfono. El leve y pulsante desangrar inicial era un chorro continuo. Asimismo, los cuadros de las paredes mutaban a formas con largos tentáculos rojos descendentes, de la lámpara llovía sangre y los libros de mi breve biblioteca mudaban de color al empaparse sus páginas.
      Cerré los ojos y recorrí a ciegas el conocido lugar, tropezando levemente con el revistero, inservible ya. Me colé en mi habitación, desplomándome de bruces en la única cama. Con los párpados apretados, me mantuve inmóvil, acompasando mi respiración y negando lo que había visto.
      Dejé pasar los minutos, adentrándome en una progresiva modorra que no alcanzaba a resistir. El colchón resultaba cálido, blando y cómodo, aunque me deslizaba sobre el edredón con cada movimiento. Resolví meterme bajo las sábanas, cubrirme y dormir hasta el día siguiente. Pero al abrir los ojos, descubrí con una nausea que la cama era una balsa de sangre. Por esa razón, resbalaba sobre ella. Los faldones del edredón vertían delgados y continuos hilillos del rojo fluido, tiñendo inexorablemente el suelo de la habitación. A través de la puerta, ví como la sangre del salón se colaba para ir a fundirse con la última en perfecta simbiosis.

      Desesperado, me incorporé de un salto. Noté cálidas gotas que se deslizaban por mi pecho y vientre, colándose bajo la cinturilla del húmedo y pringoso pantalón. Volví al salón y cogí el teléfono, manchándome la oreja al sostenerlo con el hombro. Al marcar el número, algo caliente y espeso me corría mejilla abajo. Cuando escuché una impersonal voz al otro lado de la línea: “Policía. ¿Con quién hablo, por favor?”, fui consciente de que el auricular y todo lo demás dejaban de sangrar. Y de que yo estaba llorando.

      

viernes, 16 de abril de 2021

La Noche de la Iguana

La Noche de la Iguana (The Night of the Iguana) es un relato fantástico -perteneciente al sub-género del Gótico sureño (Southern Gothic)- del escritor norteamericano Tennessee Williams (1911-1983), publicado en 1948.

La popularidad de este cuento de Tennessee Williams alcanzó proporciones incalculables. En 1961 fue adapado por el propio autor a una notable obra de teatro que arrasó en Broadway, y luego, en 1964, La noche de la iguana fue llevado al cine, ganando el Oscar a la mejor película de aquel año gracias la dirección de John Huston y las interpretaciones de Richard Burton, Ava Gardner y Deborah Kerr.

Estos éxitos lograron hicieron olvidar el origen narrativo de La noche de la iguana; seguramente uno de los mejores cuentos fantásticos de Tennessee Williams.





Tennessee Williams

Thomas Lanier Williams III (Columbus, Misisipi, 26 de marzo de 1911-Nueva York, Nueva York, 25 de febrero de 1983), más conocido por el nombre artístico Tennessee Williams, fue un destacado dramaturgo estadounidense. El nombre «Tennessee» se lo dieron sus compañeros de escuela a causa de su acento sureño y al origen de su familia. En 1948 ganó el Premio Pulitzer de teatro por Un tranvía llamado Deseo, y en 1955 por La gata sobre el tejado de zinc. Además de estas dos obras recibieron el premio de la Crítica Teatral de Nueva York: El zoo de cristal (1945) y La noche de la iguana (1961). Su obra de 1952 La rosa tatuada (dedicada a su compañero, Frank Merlo) recibió el Premio Tony a la mejor obra. Los críticos del género sostienen que Williams escribía en estilo gótico sureño. Es conocido mundialmente porque muchas de sus obras han sido filmadas.

Nació en Columbus, Misisipi, en casa de su abuelo materno, el rector de la Iglesia episcopal local —la casa es hoy el Centro de Bienvenida a Misisipi y oficina de turismo de la ciudad—. Su padre, Cornelius Coffin Williams, un viajante de zapatos, cada vez se hacía más agresivo conforme sus hijos crecían. Su madre, Edwina Williams (de soltera Edwina Dakin), descendía de una buena familia sureña. Tuvo dos hermanos, Rose Isabel Williams (1909–1996)​ y Walter Dakin Williams2​ (1919–2008),​ el preferido de su padre.

En 1918 la familia se trasladó a St. Louis, Misuri. Ese mismo año, a Tennessee le fue diagnosticada la difteria. Durante dos años casi no pudo hacer nada; entonces, su madre decidió que no le iba a permitir perder el tiempo. Lo animó a que usara su imaginación y, cuando tenía trece años, le dio una máquina de escribir.

Williams ganó el tercer premio (5 dólares) por un artículo (“Can a Good Wife Be a Good Sport?”) publicado en Smart Set, en 1927, a los dieciséis años. Un año después publicó “The Vengeance of Nitocris", en Weird Tales.

viernes, 9 de abril de 2021

¿Quién Sabe?

Un narrador protagonista confiesa su necesidad de evitar el miedo que lo devora, y confía en la escritura como catarsis para exorcizar su mal. Sin embargo, en el relato se alternan sus dudas con sus certezas y el cuento se balancea entre la ilusión y el espanto, el desamparo y la ironía. Y, por encima de todo, sobresalen una ingenuidad y estupor inolvidables.

"¿Quién Sabe?" Es un relato de terror escrito en el año 1.890, por el francés Guy de Maupassant que nos presenta la historia de un hombre que en la incertidumbre de la soledad y el amor por éste, sufre de un "robo", que en realidad no es un robo, una desaparición que a momentos se torna que parecía más un robo que una desaparición...

Es, además de un extraordinario cuento fantástico sobre la incertidumbre, una nouvelle de las más de trescientras escritas por Guy de Maupassant, publicada en 1890 (tres años antes de su muerte) en L’Écho de Paris y, poco más tarde, en la selección L'inutile beauté.

Alejándose de las influencias flaubertianas y del Naturalismo de Zola, propios de su tiempo, Maupassant elige un tema y un modo de contarlo que lo emparentan con los relatos de E.T.A. Hoffman, Poe o aquellos precursores de la novela gótica. Un narrador protagonista, escogido para que el lector confíe en la realidad de lo inexplicable, confiesa su necesidad de conjurar el miedo que lo devora y se da a la escritura como catarsis para exorcizar su mal. Sin embargo, en el relato se alternan sus dudas con sus certezas y el cuento se balancea entre la ilusión y el espanto, el desamparo y la ironía. Y, por encima de todo, sobresalen una ingenuidad y estupor inolvidables en la escena de animación donde los muebles abandonan la casa -de inspiración segura para la factoría Disney-.

Maupassant dice: “Tememos lo que no comprendemos”, pero en este relato el narrador no puede entender lo ininteligible, y no es fortuito que antes de que ocurran los hechos este escuche la ópera Sigurd (basada en última instancia en el cuento folclórico "El muchacho que aprendió a temer", recogido por los hermanos Grimm), cuyo protagonista invulnerable no conoce el miedo. La espada de este cuento es la pregunta "¿quién sabe?", que repite para cercenar de raíz cada incógnita que lo atormenta. 

Escrito a ráfagas con una expresión enfática y nerviosa (el abuso de exclamaciones, interrogaciones y de puntos suspensivos nos recuerdan los desbordados sentimientos románticos), el relato guarda bellas evocaciones literarias: 

  • La bajada a los infiernos dantescos (en Ruán, la casa del anticuario-cancerbero), 
  • El beatus ille (el protagonista busca la felicidad en un lugar solitario), 
  • El sarcasmo del barroco Quevedo (la gente le provoca agujetas -aquí, el eco del Misántropo de Molière-, el tabernáculo del que Dios se ha mudado, la prosopografía hiperbólica del anticuario), 
  • Los lugares comunes románticos (la noche, la luna sabbática, el río de aguas negras), 
  • El engaño de los sentidos del que fue víctima don Quijote (la vista y el oído, que nos recuerdan las alucinaciones que el éter producía al escritor), 
  • El ciclo artúrico y Merlín (cuando se comporta como un caballero que penetra la morada de los sortilegios)...

Quizá en esta pequeña chef-d’oeuvre se encuentre la respuesta al enigma de los últimos años de la vida de Guy de Maupassant, de su descenso a los infiernos o, quizá, de su liberación. ¿Quién sabe?


http://elbucleazul.blogspot.com/2012/04/quien-sabe-guy-de-maupassant.html


viernes, 2 de abril de 2021

La Señora Bixby y el Abrigo del Coronel

La Señora Bixby y el Abrigo del Coronel (Mrs Bixby and the Colonel's Coat) es un relato incluido en "Relatos de lo inesperado" (original en inglés, Roald Dahl’s Tales of the Unexpected), colección de dieciséis cuentos cortos publicada en 1979.

Este relato apareció por primera vez en la revista Nugget en 1959. Fue adaptado a un episodio de "Alfred Hitchcock presenta" emitido el 27 de septiembre de 1960, y fue dirigido por el mismo Alfred Hitchcock.

Una mujer que ha estado teniendo una relación extramarital con un "coronel" durante 8 años recibe un caro abrigo de visón como despedida: él ha decidido terminar la relación. Pero ella no puede llevarse el abrigo sin levantar sospechas de su marido.

A pesar de que se trata de una pareja, este cuento no trata sobre el amor y no tiene el humor negro que suelen tener los libros infantiles de Dahl. En realidad, trata sobre la infidelidad pero al igual que los cuentos y las novelas de Dahl, ya sean infantiles o adultos, tiene un giro inesperado, a veces macabro. En particular, sus cuentos para adultos se asemejan mucho a los del también británico Hector Hugh Munro, conocido como Saki.

En total, La señora Bixby y el abrigo del coronel tiene cinco personajes: los Bixby, el coronel, el prestamista y la señorita Pulteney, la secretaria del señor Bixby. Los Bixby eran una pareja casada que vivía en Nueva York en donde el señor Bixby trabajaba como dentista. Una vez al mes, la señora Bixby viaja a Baltimore a verse con una tía anciana que vivía allí pero en realidad ella iba a verse con su amante, un hombre de clase acomodada al que llamaban el coronel. Cuando pasaba un día con el coronel, acudía a ver sus cacerías, cabalgaba y compartía tiempo junto a él, todo ello a espaldas de su esposo durante ocho años.

Después de ese tiempo, la señora Bixby viaja a Baltimore sin saber que sería la última vez que se verían. A cambio, le regaló un hermoso abrigo de visón que aunque encantó a la señora Bixby, no sabía qué hacer con él pues era evidente que el abrigo era costoso y de ninguna manera podía usar de coartada a su tía, cuya situación económica no le permitía comprarse ese tipo de elementos.