sábado, 31 de agosto de 2019

Virginia Woolf

Virginia Woolf, de nacimiento Adeline Virginia Stephen (Londres, 25 de enero de 1882-Lewes, Sussex, 28 de marzo de 1941), fue una escritora británica, considerada una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo anglosajón del siglo XX y del feminismo internacional.

Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y miembro del grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando: una biografía (1928), Las olas (1931), y su breve ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción».​ Fue redescubierta durante la década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres.

Adeline Virginia Stephen nació en Londres en 1882. Su padre era el novelista, historiador, ensayista, biógrafo y montañero sir Leslie Stephen (1832-1904).​ Julia Prinsep Jackson (1846-1895) era la segunda esposa de su padre; había nacido en la India, hija del Dr. John y Maria Pattle Jackson y más tarde se había trasladado a Inglaterra con su madre, donde trabajó de modelo para los pintores prerrafaelitas como Edward Burne-Jones.​ Sus padres habían estado casados previamente y habían enviudado, y, en consecuencia, el hogar tenía hijos de los tres matrimonios. Leslie tenía una hija de su primera esposa, Minny Thackeray: Laura Makepeace Stephen (1870-1945), que fue declarada mentalmente incapaz y vivió con la familia hasta que fue ingresada en un psiquiátrico en 1891.​ Julia tenía tres hijos de su primer marido, Herbert Duckworth: George (1868-1934), Stella (1869-1897) y Gerald Duckworth (1870-1937). Leslie y Julia tuvieron otros cuatro hijos juntos: Vanessa Stephen (1879-1961), Thoby Stephen (1880-1906), Virginia (1882-1941), y Adrian Stephen (1883-1948).

La joven Virginia fue educada por sus padres en su literario y bien relacionado hogar del número 22 de Hyde Park Gate, Kensington. Asiduos visitantes al domicilio de los Stephen fueron, por ejemplo, Alfred Tennyson, Thomas Hardy, Henry James y Edward Burne-Jones. Aunque no fue a la escuela, Woolf recibió clases de profesores particulares y de sus padres. La eminencia de Sir Leslie Stephen como editor, crítico y biógrafo, y su relación con William Thackeray (era el viudo de la hija menor de Thackeray), significaba que sus hijos fueron criados en un entorno lleno de las influencias de la sociedad literaria victoriana. Henry James, George Henry Lewes, Julia Margaret Cameron (tía de Julia Stephen) y James Russell Lowell, que fue el padrino honorífico de Virginia, estaban entre los visitantes de la casa. Julia Stephen estaba igualmente bien relacionada. Descendía de una camarera de María Antonieta, provenía de una familia de famosas bellezas, que dejaron su impronta en la sociedad victoriana como modelos para los artistas prerrafaelistas y los primeros fotógrafos. Además, acompañando a estas influencias, estaba la inmensa biblioteca en la casa de los Stephen, de la que Virginia y Vanessa (a diferencia de sus hermanos, que recibieron una educación formal) aprendieron los clásicos y la literatura inglesa.

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viernes, 30 de agosto de 2019

Un Error en el Plano

"Un Error en el Plano"
   Marcelo Brignole
    
  
Se volvieron a descubrir después de veinticinco años una mañana que ambos viajaban en ferry hacia Uruguay. El reencuentro, que no necesitó de demasiados reconocimientos previos porque la vida los había tratado bien en lo que al aspecto físico se refiere, se produjo en la cubierta del barco. El día apuntaba espléndido y tanto Fernando como Sara vivieron con alegría la coincidencia del destino; él viajaba por motivos laborales y ella iba a su casa de Punta del Este a pasar unos días de descanso acompañada por Luciana, su hija mayor y que era tan bonita como lo había sido su madre a la misma edad.

El tiempo que duró la travesía se les fue intentando sintetizar que habían hecho de sus vidas; Sara era bióloga pero apenas si ejerció algunos años para luego dedicarse a ser madre. Tuvo tres hijos y hacia cinco años que había enviudado. Fernando, en cambio, desanduvo casi sin tropiezos el plan que alguna vez había delineado: era un arquitecto exitoso y por convicción y temperamento nunca se había casado. Cuando recordaron que la última vez que estuvieron juntos había sido precisamente en el Uruguay, los dos se callaron y perdieron la mirada en las aguas turbias del río. Luciana, que tomaba sol echada sobre una reposera, pareció no darse cuenta del silencio repentino que se prolongó más tiempo del necesario.

Por fin, Fernando y Sara pudieron retomar la conversación y continuaron repasando sus respectivas historias. Cuando llegaron a destino, intercambiaron direcciones de mails y números telefónicos. Ya desandando la ruta que lo llevaba hacia Montevideo, Fernando se preguntó si Sara seguiría siendo tan buena en la cama, como lo era en su recuerdo.
Cinco meses después de aquel encuentro, Fernando esperaba a Sara en un bar. Lucía pulcro, perfumado y bien vestido como siempre; sin embargo, cierta inquietud corporal, la mirada agitada, perdida, denunciaban nerviosismo: su existencia había sido sacudida en los últimos meses por un cúmulo de pequeños incidentes que acabaron transformándose en un huracán que barrió de la faz de la tierra su apacible y planificado devenir por este mundo.

Los hijos tienen dos alternativas posibles: intentan imitar y repetir el esquema familiar en el cual fueron criados o se dedican con obstinación a delinear una biografía que nada tenga que ver con el modelo hereditario que les tocó en suerte. Fernando, apenas adolescente, tuvo muy en claro que no quería procrear siete hijos como sus padres; tampoco pretendía ser un hombre con incertidumbres económicas constantes, como su progenitor, ni quería pasar su vejez en compañía de una mujer gorda y descuidada como había terminado siendo su madre. Por eso, proyectó su vida con la misma exactitud que años después dibujaría los planos de  las innumerables casas que construyó. No sería padre ni marido, aspiraba a ser un arquitecto respetado y se impuso como condición excluyente que solo aceptaría tropiezos que estuvieran fuera de su alcance evitar.

Maestro mayor de obra de su propia vida, no había tenido inconvenientes en ejecutar los detalles de aquel croquis que una vez ideó para su futuro. Entonces ahora no podía entender lo que estaba sucediendo. Procuraba averiguar donde había estado la falla para que un tornado que podía bautizar con el nombre Luciana, haya arrancado de cimientos toda aquella estructura tan sólidamente erigida a lo largo de los años. Fernando se sentía como si fuera la víctima de un desastre natural; sin recursos, desconcertado, viviendo indefenso a la intemperie.




domingo, 25 de agosto de 2019

Cinco Pepitas de Naranja

"Las cinco semillas de naranja" o "Cinco pepitas de naranja" es uno de los 56 relatos cortos sobre Sherlock Holmes escrito por Arthur Conan Doyle. Fue publicado originalmente en The Strand Magazine y posteriormente recogido en la colección "Las aventuras de Sherlock Holmes".

The Five Orange Pips pertenece a las historias solo aclaradas en parte por Sherlock Holmes, ya que, al menos en apariencia, los culpables sucumben, sin poder, por tanto, confirmar la teoría del detective. Watson sitúa este relato en 1887, aunque lo narra años después, con Holmes desaparecido y aparentemente muerto, cuando relee sus notas del período 1882 a 1890. La historia encuentra a Holmes y Watson instalados ante la chimenea del 221-B de Baker Street, en una desagradable tarde de lluvia, del recién estrenado otoño londinense.

Conan Doyle, para poder contar con la presencia de Watson en este caso, se ve obligado a enviar a la señora Watson a visitar a una tía suya.

Un día de fuertes vientos, Holmes estaba sentado en su sillón cuándo tocan el timbre. Era un joven llamado John Openshaw que quería consejos y ayuda sobre un caso en su familia; empieza a contar el caso. El padre de John (Joseph) había patentado unos neumáticos irrompibles que lo hicieron rico, tanto que vendió la empresa y se retiró aún más rico. El tío de John (Elías), en cambio, emigró a USA, dónde consiguió el cargo de coronel en el ejército, y compró una plantación en Florida. En 1869, Elías volvió a Inglaterra, donde adquirió una finca. Era un hombre violento, irascible y con repugnancia hacia la etnia negra; fumaba mucho y tomaba brandy en abundancia. En 1878, Joseph le pidió a Elías que John se quedara en su casa. Elías aceptó amablemente. El 10 de marzo del 1883, en el correo apareció una carta Que venía desde Pondicherry, India.Cuándo el tío la abrió, salieron 5 semillas de naranja y un papel que decía ‘’K.K.K’’. Elías se desmayó y nunca más estuvo igual. Luego, el tío le dice a John que dejaba la finca a nombre de Joseph Openshaw. Esto conmocionó a John, que se quedó pensando. El 2 de mayo de 1883, Salió de la finca y nunca volvió; lo encontraron boca abajo en un estanque. El veredicto quedó en suicidio y se cerró el caso. Cuándo Joseph tomó en posesión la finca, inspeccionó un desván al que nunca lo habían dejado entrar a John. Encontraron una caja que decía también KKK. En 1884, Joseph se muda a la finca (que se encuentra en Horsham); y en enero de 1885, recibió la misma carta que Elías, pero mandada desde Dundee. Tres días después, Joseph fue a visitar a un amigo; y apareció en un pozo, muerto.

Después de dos años y ocho meses, le llegó la misma carta a John, pero mandada desde Londres y no hizo nada. Holmes dice que actúe rápidamente y que no pierda tiempo. Openshaw le da un papel que encontró en la habitación de su tío que databa de marzo de 1869 (cuándo Elías volvió a Inglaterra) que decía nombres y algo sobre poner semillas y liquidaciones de hombres. Holmes le da las gracias y le dice que ponga esa hoja en el reloj solar adyacente a la finca, así se salvaría. Openshaw se va y Holmes habla con Watson sobre algunas posibilidades del caso. Holmes busca la letra ‘’K’’ en la Enciclopedia Americana y le pregunta a Watson que tienen que ver Pondicherry, Dundee y Londres Este. Watson le responde que todos son puertos. Holmes dice que gracias a ese dato sabe que el que envía las cartas viaja en un buque mercante y que por eso tarda tanto es cometer los crímenes. Eso quería decir, según Holmes, que KKK era una sociedad llamada Ku Klux Klan (según la Enciclopedia, mandan semillas de naranja, que significaban que tenían que dejar el país o si no tendría una muerte infalible). Al otro día, Watson se fija en el diario matutino y le dice a Holmes que ya era demasiado tarde, el joven Openshaw había muerto por un ‘’infeliz accidente’’. Sherlock sale del departamento y no vuelve hasta tarde. Cuándo vuelve, Holmes agarró una naranja, sacó 5 semillas y las puso en sobre que mandó a James Calhoun, hacia Georgia, Savannah. Holmes le dice a Watson que buscó registros en diarios marítimos y encontró uno, la Estrella solitaria, que estuvo en los tres lugares de las cartas mencionadas. Sin embargo, la Estrella Solitaria se vio afectada por los vientos del equinoccio y más tarde de supo que solo había quedado de él un codaste.



lunes, 5 de agosto de 2019

El Nadador

En las poco más de veinte páginas de su relato "El nadador", el escritor estadounidense John Cheever creó la más imborrable alegoría del fracaso que he leído nunca. Y lo hace por medio de un argumento en principio insólito. Una mañana de verano, Neddy Merrill, un hombre maduro pero todavía en buena forma, decide atravesar, marchando de piscina en piscina, los trece kilómetros que van desde la casa de unos amigos en la que se halla reponiéndose, junto a su esposa, del alcohol de la noche anterior, hasta la suya propia, donde probablemente sus cuatro hijas estén jugando en ese momento al tenis. Cheever articula su historia jugando con una resbaladiza y finalmente deletérea ambigüedad en torno a ese hombre que emprende lo que al principio parece una odisea juguetona, incluso fabulesca, destinada a servirle de himno a su propio esplendor. Sin embargo, de párrafo en párrafo, casi de renglón en renglón, diversos elementos van añadiendo sus dosis de inquietud a la aparente diafanidad de la historia, primero revelando lo que de absurdo hay en esa «hazaña», y luego, poco a poco, la verdad: ni es verano, ni ese hombre se halla en su plenitud, ni hay familia, ni una casa propia, al final del camino, a la que regresar. Es un modelo de relato engañosamente sencillo, cuya densidad es una cuestión de estilo, de saber medir la frase, de elegir unas palabras; un relato que plantea una intriga (¿qué sucede de verdad con ese hombre?), pero en el que no importa tanto la mera resolución del misterio como el análisis crítico de una realidad a partir de unas circunstancias progresivamente inquietantes.

Suele decirse que si una novela tiene todo el tiempo del mundo para conseguir que su lector entre en ella, el relato, construido para la brevedad, exige poner en situación desde el primer párrafo. En El nadador, Cheever lo hace desde el primer renglón: «Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuanto todos se sientan y comentan: “Ayer bebí demasiado”». La historia va a transcurrir entre esa fauna acomodada que en las películas y series estadounidenses hemos aprendido rápidamente a identificar por sus casas con jardín y piscina situadas en alguna bonita zona residencial con mucho, mucho espacio verde. De entrada, es un acierto convertir la piscina en el símbolo del triunfo de esa clase social, y que Neddy, ese hombre que «tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria», decida darse su baño hacia la gloria recorriendo esa corriente acuática que define como un «río» y al que incluso le da el nombre de su mujer: Lucinda.

La odisea, lo sabe, tiene algo de ridículo: debe atravesar bastante espacio, incluso una carretera de mucho tráfico, descalzo y ataviado tan solo con un exiguo bañador. Pero no le importa: exultante, Neddy va alcanzando cada uno de los puertos que jalonan el río Lucinda con gran exhibición gimnástica (pues siente «un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojan a la piscina»), charla de modo intrascendente con sus anfitriones (incluyendo a su antigua amante, que lo recibe glacialmente), acepta alguna copa y sigue su camino.

Sin embargo, paulatinamente van introduciéndose pequeños indicios de que no todo es tan gozoso y triunfal como parece. El narrador señala cómo el viento despeja las hojas rojas y amarillas de un arce, introduciendo un matiz otoñal en una atmósfera hasta entonces radiantemente estival (y señala cómo Ned siente una extraña tristeza ante ese signo); algunas de las paradas desprenden una sensación de abandono: una pista de equitación con la hierba alta y las cuadras cerradas, una piscina sin agua… Algunos de los vecinos cuyas propiedades atraviesa se conduelen de unas desgracias que a Neddy le resultan crípticas. Poco a poco, siente una progresiva sensación de frío en los huesos, como si «nunca volviera a sentir calor»; cuando llega la noche descubre en el cielo constelaciones que no se corresponden con la estación presente y se va agotando a cada nueva zambullida, de tal modo que en las últimas piscinas debe utilizar la escalerilla para entrar y salir del agua. Finalmente, llega a casa, pero los signos de degradación ya son incontestables: al empujar la verja, el óxido mancha sus manos, un canalón se balancea sobre la pared de la entrada y no hay nadie para abrirle la puerta, porque la casa está vacía y deshabitada.

John Cheever suspende al lector en una especie de ensoñación, como si se hubiera introducido en un cuento de hadas, y hace que la marcha de Neddy parezca la aventura de un heroico paladín que se va internando en un lugar misterioso y progresivamente peligroso. Pero no hay aventura ni paladín, y el único misterio es el de la mente humana capaz de transmutar la realidad para negar la fealdad de una existencia que hace mucho que ya no discurre por donde querríamos. Neddy no despierta simpatía: se intuye en él al hombre seguro de sí mismo acostumbrado a avanzar sin importarle dónde pisa (el narrador, como quien no quiere la cosa, se encarga de señalar el clasismo que es norma de conducta incluso en ese lujoso barrio: los nuevos ricos siempre cargarán con el desprecio). Pero no podemos evitar que acabe doliéndonos su progresivo desamparo. El secreto de la buena literatura está en la sugestiva combinación de matices: el ingenio argumental, la fábula ambigua, el espejismo que encubre la sórdida verdad, la compasión hacia un hombre que sin duda pocas veces sintió compasión. Todo eso hay en este maravilloso relato de Cheever.

El nadador fue publicado en el número del 18 de julio de 1964 del semanario The New Yorker y obtuvo repercusión inmediata. Cuatro años después, fue llevado a la pantalla por el curioso, y olvidado, director Frank Perry, uno de esos hombres que, de modo encomiable, quiso renovar el cine estadounidense clásico sin alcanzar la fortuna de un Scorsese o un Coppola, quizá porque el tránsito le pilló justo en medio de dos épocas. La película tuvo alguna repercusión, y aunque en general está olvidada, es objeto de devoción cariñosa por parte de muchos cinéfilos, entre los cuales me cuento.

Desde luego, la distancia entre el relato y la película es considerable, pero para aquellos que estamos enamorados de las relaciones entre el cine y la literatura, proporciona amplio espacio para nuestro juego favorito. Eso sí, ante todo, El nadador se justifica en su fabuloso acierto de casting: la elección del gran Burt Lancaster para interpretar a Neddy Merrill. No se me ocurre otro actor que diera mejor lo que pedía el personaje: tenía la edad (55 años en el momento del rodaje) y una envidiable forma física (la necesaria para un personaje que se pasa todo el tiempo en bañador), y que delata al hombre que había sido acróbata antes que actor y que aportó a inolvidables papeles del cine de aventuras (El halcón y la flecha, El temible burlón…) la frescura y el dinamismo de alguien que ejecutaba personalmente sus alardes gimnásticos. A esto hay que añadir, claro, el talento interpretativo de un actor mucho más versátil de lo que hubiera podido predecirse en sus inicios: recuérdese que tan solo unos pocos años atrás había sido capaz de encarnar toda la elegancia de la vieja nobleza europea en El Gatopardo. Lancaster está literalmente conmovedor en su interpretación de Neddy Merrill: le aporta, al inicio, el exultante carisma de quien se cree en su culminación, para ir poco a poco cargando su mirada de pequeños gestos de desconcierto, haciendo emerger una vulnerabilidad que estalla, de forma desgarradora, en toda la parte final.

El guion sigue en líneas generales el argumento central del cuento, pero, como es natural se toma su tiempo en relatar los diversos encuentros que éste tiene con los dueños de cada una de las casas visitadas (el mejor, su conversación con su antigua amante, donde brilla el desgarro sensual de Janice Rule) e inventa unos cuantos (el más significativo, su encuentro con una atractiva jovencita que le cuenta la fascinación romántica que tuvo por él en su adolescencia, y que empieza a desnudar la distorsión de la realidad que encubre su narcisista peripecia). Pero el mayor acierto de la película, y lo que le otorga su principal autonomía frente al cuento, es que el periplo de Neddy por ese inquietante universo de bosquecillos y piscinas acaba componiendo una suerte de variante, dulzonamente indolente al principio, trágicamente malsana al final, de la mismísima Alicia en el País de las Maravillas.

El nadador adolece de diversos defectos, achacables en general a la falta de personalidad del director: a su ingenuidad a la hora de querer alertar al espectador de que hay más de lo que estamos viendo (la sutileza de Cheever es la gran ausente de la película), a su sumisión al culto a la modernidad mediante la excesiva aplicación de los estereotipos visuales de la época, que hoy resultan antiguos e incluso a ratos bordean el puro kitsch. Ahora bien, fundamentalmente mantiene la desgarradora tensión de la historia original, su espíritu crítico —por ejemplo, es un buen detalle que su mirada reprobadora sobre las clases acomodadas se extienda sin embozo a las clases trabajadoras, cuyo latente resentimiento social las lleva a tratar sin piedad a ese hombre al que, cuando estaba de verdad en la cumbre, se esforzaban servilmente en complacer—, y su perspicacia psicológica al ir punteando poco a poco el sentimiento de derrota, de pérdida, que inunda ya toda la parte final. Y en cualquier caso, siempre nos quedará la estremecedora imagen de Burt Lancaster progresivamente dominado por el frío, sin fuerzas ya para lanzarse a la piscina, descubriendo por fin que ese verano de su vida desapareció hace mucho y que solo le quedan las hojas secas de un otoño que sabe a ceniza.

Fuente:
https://www.homonosapiens.es/el-nadador-de-john-cheever-a-burt-lancaster/



sábado, 3 de agosto de 2019

Cuentos

Autor imprescindible para comprender las inquietudes, los deseos y los miedos de toda una clase social, John Cheever es considerado hoy un clásico incontestable de las letras estadounidenses, especialmente gracias a sus relatos breves, auténticas gemas literarias de una belleza que lo sitúan entre los mejores escritores modernos del género. Estos cuentos, ambientados sobre todo en urbanizaciones situadas en el extrarradio de las grandes urbes, aunque también en otros lugares como la ciudad de Nueva York o Italia, son certeros retratos sociológicos de una clase media norteamericana que disfruta de lujos materiales pero que paradójicamente se ve acosada por una inefable sensación de vacío y soledad. Con estas piezas maestras, Cheever deja al desnudo los secretos más íntimos de estas personas acomodadas, reflejando su confusión y las contradicciones en las que caen ante la necesidad de mantener a cualquier precio el estatus y las convenciones sociales. Recopilados por primera vez en los Estados Unidos en 1978, estos relatos alcanzaron un inmediato éxito de ventas y significaron el reconocimiento definitivo de John Cheever como uno de los grandes narradores estadounidenses de su generación. Al año siguiente, el autor recibió el Premio Pulitzer y el National Book Critics Circle, que vinieron a certificar su consagración.

Desde entonces, Cheever ha sido considerado como el cronista más sensible e insidioso de la clase media de los años cincuenta en su país, y ha conquistado lectores de todas las edades en el mundo.


John Cheever

John Cheever (Quincy, 27 de mayo de 1912- Ossining, 18 de junio de 1982) fue un autor de relatos y novelista estadounidense, frecuentemente llamado «el Chéjov de los barrios residenciales». Su expulsión de la Academia Thayer, por fumar, terminó con su educación y al mismo tiempo fue el núcleo de su primer relato, «Expelled», que Malcolm Cowley compró para el periódico New Republic. A partir de ese momento, Cheever se dedicó por completo a escribir cuentos que progresivamente encontraron espacio en revistas y periódicos como New Republic, Collier's Story, Atlantic, y finalmente en la famosa revista The New Yorker, con la que mantuvo, hasta el final de sus días, una intensa relación.

En 1937 contrajo matrimonio con Mary Winternitz y en 1943 publicó su primer libro de relatos, The Way Some People Live. En este, y en los que seguirían, Cheever se afanó por mostrar la infelicidad y las fisuras de la gente de clase media alta con la que siempre convivió. Relatos clásicos como «El nadador» (The Swimmer) o «La radio monstruosa» (The Enormous Radio), son una muestra de la mirada detallista y a la par simbólica en la mayoría de sus cuentos. Sus siguientes libros de relatos lo reafirmaron como uno de los grandes escritores de Estados Unidos y uno de sus mejores cuentistas.

Su primera novela, Crónica de los Wapshot (1957), le valió un National Book Award. En ella narra la historia de una familia -en parte inspirada por la historia de su padre y su madre- en proceso de abandonar su viejo estilo de vida -el pueblecito de Saint Botolphs- para adecuarse a la vida moderna de las grandes ciudades. El escándalo de los Wapshot (1964) continúa la saga de la primera novela y las vicisitudes de la familia Wapshot.

La visión muchas veces sombría que habita en sus cuentos -y la pobreza moral de muchos de sus personajes- vino a reafirmarse con su tercera novela, Bullet Park (1969), que narra la historia de una familia amenazada por la violencia en la tranquilidad de los barrios residenciales. Por su parte, Falconer (1977), narra la experiencia de Ezekiel Farragut, un ex-profesor universitario de 48 años, adicto a las drogas y encarcelado por fratricidio.

En 1979 ganó el Premio Pulitzer por la compilación de sus relatos titulada The Stories of John Cheever (1978), que además fue un best seller.​ Su último libro, Oh, esto parece el paraíso, una novela corta de sólo 100 páginas, muestra a un Cheever menos sombrío y más optimista.

La homosexualidad, el alcoholismo, las relaciones frustradas y las tensiones de la vida doméstica son, a grandes rasgos, los temas que atraviesan a la mayoría de sus creaciones, aunque a veces muy por lo bajo.

A principios de la década de los 70 mantuvo relaciones con la actriz Hope Lange, pero sin llegar a compromiso matrimonial.

Murió a los 70 años de edad, en Ossinning, en el estado de Nueva York.

The Letters of John Cheever se publicó en 1988 y Los diarios de John Cheever en 1991.

viernes, 2 de agosto de 2019

Entre la Muchedumbre

 "Entre la Muchedumbre"
Jull Antonio Casas Romero


La muchedumbre era la misma en toda ocasión. Inevitable, constante, infaltable. Se componía de muchas personas; entre ellas siempre estaba una señora con vestido rojo, un anciano con bufanda raída, un señor con corbata gris y una niña de ojos azules, pálida y de sonrisa triste.
Aunque la muchedumbre fuera numerosa, los cuatro personajes siempre estaban allí, diseminados, atentos, eternos. La primera vez que la vi, fue un día que estaba rumbo a mi trabajo, sentado a la ventana en el bus y este, esperaba cambio de luces del semáforo, casi llegábamos al cambio de vía y entonces los pasajeros empezaron a cuchichear por algo que pasaba más adelante en el tráfico. Soy muy curioso y el morbo por estos espectáculos me domina, así que baje del transporte y procure acercarme al escenario del suceso. Era un accidente y parecía leve, el vehículo estaba poco dañado, había una persona tendida en la pista, al lado del auto, inmóvil, sufriente, necesitada de ayuda. Una muchedumbre lo rodeaba, inmóvil, rumoreante, se escuchaban comentarios de cómo había sucedido el accidente y se daban opiniones respecto a qué hacer. Esperar a los paramédicos o mover al accidentado a otro lugar más seguro, Entonces se impuso la voz de una señora con vestido rojo que recomendó esperar a la asistencia médica, esta no tardó en llegar y rápidamente se hizo cargo de la situación, la sugerencia fue buena y todos nos dispersamos aliviados cuando vimos que el herido recuperaba la conciencia.

Hasta allí no había nada extraño, era un accidente común, con resultados previsibles, esta vez la persona herida sobrevivió, como en muchos en muchos otros accidentes, a veces era asi y en otras no había tanta suerte, parecía que era una decisión del destino y los hombres no tenían mucho que hacer o decir cuando los dados estaban echados y mostraban su jugada definitiva.
Como dije, no había nada extraño o eso pensé, hasta que unos días después, paso de nuevo. Yo de nuevo en mi movilidad, esta vez volviendo del trabajo; Entonces otro accidente, esta vez un bus grande, colisionado con un taxi amarillo, el conductor de este último estaba atrapado en su auto, parecía aún consciente. La muchedumbre rodeaba el dramático escenario. Me di cuenta de que estaban los mismos personajes extraños de la vez anterior, no había margen de error, estaba la señora de rojo y varios otros que había visto, mezclados con los demás, entre la muchedumbre.
Era extraño que estuvieran los cuatro y lo más siniestro era que llevaran nuevamente la voz principal en lo que el gentío opinaba, esta vez un señor de bufanda raída, recomendó e insistió en mover al taxista, para ponerlo en mejor posición dijo, un señor de corbata gris lo ayudo solícitamente. Pero esta vez fue diferente, el conductor no resistió y cuando llego la ayuda médica, ya había fallecido.

La coincidencia de encontrar a personajes repetidos en ambas ocasiones se antojó extraña, claro yo también era un actor repetido en la historia de estos dos accidentes, pero no había tratado de opinar, sugerir o hacer algo directamente, en cambio los espectadores repetidos sí que lo habían hecho y además con mucho énfasis. Trate de no pensar mucho en ello y lo olvide por un tiempo.
Durante el siguiente mes no pasó ningún accidente, se diría que fue un lapso tranquilo, no supe de ellos ni en titulares de la prensa, solo había noticias aburridas de huelgas, robos en la ciudad, política y corrupción. Enero fue diferente, apenas se inició la primera semana, luego del fin de año, estaba yo en un colectivo donde la gente se apiñaba porque salió tarde de sus casas, casi llegaba a mi destino y los vi de nuevo, la muchedumbre volvía a rodear otra escena de accidente.

Estaban todos, juntos, expectantes, ellos, los cuatro, liderando la voz del gentío, como siempre decidieron la suerte del accidentado, pronto comprendí que tenían la última palabra, la decisión final, si optaban por no mover al accidentado, este sobrevivía independientemente de lo que pasaría después; por el contrario, si decidían moverlo, la victima inevitablemente moría. Siempre fue así y no faltaron ni una vez en los varios accidentes que hubo ese mes fatídico y yo estaba presente de forma anónima, como mudo integrante de la muchedumbre, ya casi sentía que formaba parte de ese grupo selecto que tenía poder sobre la vida o la muerte.
Esta mañana salí como siempre, apurado para mi trabajo, apenas desayuné, había trasnochado más de la cuenta escribiendo un relato de desamor, que bullía en mi mente la última semana, no podía dejar de escribirlo, tenía que escribirlo o si no se iría como tantas historias que ahora flotan en los abismos de mi inconciencia.

Tome mis implementos, mi tablet, corrí al paradero, subí de un salto a la primera combi que apareció por la esquina, varias personas estaban en el mismo trance, nos empujábamos en la perpetua lucha de ocupar el mejor lugar, defendiendo el poco espacio respirable que podíamos ocupar. Apenas se desocupó un lugar al lado del conductor, decidí tomarlo para no tener que respirar aquel hedor de multitud que a momentos se hacía casi palpable al tacto.

Un auto nos embistió directamente, no lo vimos, salió de la nada, fui uno de los heridos y caí inconsciente, entonces desperté echado en la acera, con un fuerte dolor de cabeza, el brazo y cuello doblados bajo mi pecho, no podía moverme. Gracias a que mi visión lateral izquierda estaba en buena posición y por los murmullos a mi alrededor sabía que la muchedumbre estaba allí.
Pude verlos, no faltaba nadie, la señora de vestido rojo brillante, con boca roja, sonriente y burlona, el anciano de bufanda raída señalándome y hablando muy fuerte, el hombre de corbata gris que decía ser médico y decía saber qué hacer en estas ocasiones y una niña de los ojos azules a mi lado que solo miraba y que cogía en la mano una muñeca sin cabello.
Hablaban de mí. yo trataba de decirles que no me movieran, que decidieran esperar a los paramédicos, que ellos me ayudarían, que dependía de ellos. Quería vivir, aún no había hecho muchas cosas en la vida, quería disfrutar de mi vida y de lo que esta buena o mala me trajera. La muchedumbre me sofocaba, las heridas me dolían, no sé cuánto tiempo había pasado en esas condiciones. El Sol abrasaba fuertemente en esta mi ciudad que me cobijaba en su seno y que ahora contemplaba mi dolor en una de las pistas anónimas de su organismo.

La muchedumbre seguía rodeándome, había tomado una decisión, los personajes que lo habían hecho como siempre y en todas las ocasiones que lo hicieron, estaban a un lado esperándome, expectantes de lo que habían ordenado realizar, entonces y como acto de obediencia la muchedumbre me movió y los ojos de ellos despidieron mis sentidos.