lunes, 5 de marzo de 2018

La Isla de las Voces

Robert Louis Stevenson nos cuenta, en tono de leyenda, una historia mágica, repleta de misterio y horror, que sucede en las islas del sur. Un mago conduce a su yerno hasta un lugar misterioso donde el oro se recoge en una playa y resulta muy fácil ser rico. La avaricia llevará al joven a desafiar las leyes de la naturaleza y se verá confinado en una isla entre voces misteriosas y caníbales. El humor y las descripciones de estas fascinantes islas entusiasmarán a los lectores que no podrán cerrar el libro hasta conocer la suerte de este hombre ambicioso. Es un relato mágico, con cierto toque legendario, ambientado en los mares del sur.

En Molokai, perteneciente a las islas Hawai, el joven Keloa y el hechicero Kalamake emprenden un viaje a una misteriosa isla en busca de riquezas. Se trata de la isla de las voces, un lugar oculto y habitado por caníbales donde tendrán que enfrentarse a numerosos peligros. Keola, un joven tan perezoso como ambicioso, está casado con su hija Lehua. Un día, gracias a un conjuro del sabio, ambos se ven transportados a una isla desconocida, donde Kalamake fabrica dólares con caracoles. Fascinado con lo vivido, Keola decide emprender un viaje que resultará extremadamente peligroso, ya que al llegar a la Isla de las Voces se da cuenta de que está habitada por caníbales.

Este emocionante relato, uno de los más célebres de Robert Louis Stevenson, es a la vez una historia de aventuras y una historia de amor. En este cuento se conjugan los elementos más característicos de la literatura del autor como son los parajes exóticos, la magia y los fenómenos paranormales, así como el conflicto entre los nativos y el hombre blanco.

"La Isla de las Voces" es uno de los tres relatos que componen "Noches en la isla", libro publicado en 1893, un año antes de la muerte de Stevenson. Al igual que las otras dos historias que recogen en el libro ("La playa de Falesá" y "El diablo de la botella"), se trata de una narración que se aleja del resto de su producción literaria por su sentido más realista y costumbrista. Protagonizada por un joven ávido de dinero y su suegro, un viejo brujo, "La isla de las Voces" nos ilustra sobre la forma de vida y las creencias de Polinesia desde la mirada indígena. Es uno de los últimos y más admirados relatos de Robert Louis Stevenson. Un clásico inolvidable de su magistral literatura.








"La Isla de las Voces"
Robert Louis Stevenson




Keola estaba casado con Lehua, hija de Kalamake, el hombre sabio de Molokai, y vivía con el padre de su mujer. No había hombre más astuto que aquel profeta: leía las estrellas, adivinaba por los cuerpos de los muertos y mediante criaturas malvadas, se internaba solo en las partes más altas de la montaña, en la región de los demonios, y tendía trampas para atrapar a los espíritus de los antiguos. Por esa razón no había nadie tan solicitado en todo el reino de Hawai. Las personas prudentes compraban, vendían, se casaban y regían sus vidas según sus consejos, y el rey lo había mandado llamar dos veces a Kona para buscar los tesoros de Kamehameha.[17] Tampoco había nadie tan temido como él: a sus enemigos, o bien les había consumido la enfermedad en virtud de sus hechizos, o habían desaparecido, tanto en cuerpo como en espíritu, y, pese a lo mucho que los habían buscado sus familiares, no habían dado ni con un solo hueso. Se rumoreaba que tenía el don de los héroes antiguos, había quien lo había visto de noche en las montañas saltando de un acantilado al otro, lo habían visto recorrer la selva y su cabeza y sus hombros asomaban por encima de los árboles. El tal Kalamake tenía un aspecto extraño, descendía de las mejores familias de Molokai y Maui, y no obstante, era más blanco que ningún forastero, su cabello era del color de la hierba seca, y sus ojos rojizos y miopes. «Tan ciego como Kalamake que puede ver el futuro», se decía en las islas.
Keola conocía parte de las hazañas de su suegro por lo que se contaba de él, otra parte la sospechaba y el resto lo ignoraba. Pero había algo que le preocupaba. Kalamake nunca reparaba en gastos, ni en el comer, ni en el beber, ni en el vestir, y todo lo pagaba en dólares nuevos y relucientes. «Brillante como los dólares de Kalamake», era otro dicho muy popular en las Ocho Islas. Sin embargo, ni vendía, ni cultivaba, ni cobraba nada —salvo alguna que otra vez por sus hechicerías—, y era inconcebible de dónde sacaría tantas monedas de plata.
Un día la mujer de Keola fue a visitar a Kaunakakai en la parte de sotavento de la isla, y los hombres salieron a pescar. Pero Keola era perezoso y se quedó en la veranda viendo cómo las olas rompían contra la orilla y los pájaros revoloteaban sobre los acantilados. Siempre tenía la misma idea fija: los dólares relucientes. Cuando se iba a dormir se preguntaba por qué tendría tantos, y cuando se despertaba se preguntaba por qué serían todos nuevos, y la idea no se le quitaba de la cabeza. Pero aquel día concreto estaba seguro de haber descubierto algo, pues al parecer había averiguado el lugar donde Kalamake guardaba su tesoro: un escritorio cerrado con llave que había junto a la pared del salón debajo de una lámina de Kamehameha V y una fotografía de la reina Victoria con su corona. Parece también que, justo la noche anterior, había encontrado un momento para echar un vistazo en su interior y hete aquí que la bolsa estaba vacía. Y aquel era el día de la llegada del vapor, ya se veía el humo detrás de Kalaupapa y no tardaría en llegar con las mercancías del mes, salmón en lata, ginebra y toda clase de lujos para Kalamake.
«Si puede pagar las mercancías —pensó Keola—, sabré que es un brujo, y que los dólares proceden del bolsillo del diablo».

Mientras lo pensaba, llegó su suegro muy enfadado.
—¿Es el vapor? —preguntó.
—Sí —respondió Keola—. Tiene que hacer solo otra escala en Pelekunu y enseguida estará aquí.
—Entonces, —replicó Kalamake— no tengo más remedio que confiarme a ti, a falta de alguien mejor. Ven al interior de la casa.
Así que los dos pasaron al salón, que era una habitación muy elegante, empapelada y adornada con láminas, y amueblada con una mecedora, una mesa y un sofá al estilo europeo. Además había un estante repleto de libros, una Biblia familiar en medio de la mesa y el escritorio cerrado con llave, por lo que cualquiera podía notar que se trataba de la casa de un hombre acomodado.
Kalamake le pidió a Keola que cerrara los postigos, mientras él mismo cerraba las puertas y abría el escritorio. De allí sacó dos collares con conchas y amuletos, un ramillete de hierbas secas, unas hojas secas y una rama verde de palmera.
—Lo que voy a hacer —dijo— supera cualquier milagro. Los antiguos eran sabios, obraban maravillas y esta es una de ellas, pero eso era de noche, en la oscuridad, bajo las estrellas propicias y en el desierto. Yo haré lo mismo en mi propia casa y a pleno día.
Con esas palabras puso la Biblia debajo del cojín del sofá, de modo que quedara bien tapada, sacó del mismo sitio una estera muy fina, y amontonó las hierbas y las hojas sobre un poco de arena en una lata. Luego él y Keola se pusieron los collares y ocuparon su lugar en los extremos opuestos de la estera.
—Se acerca el momento —dijo el brujo—. No tengas miedo.
Le pegó fuego a las hierbas y empezó a murmurar y a mover de un lado al otro la rama de palmera. Al principio todo estaba muy oscuro porque los postigos estaban cerrados, pero las hierbas enseguida empezaron a arder y Keola notó el calor de las llamas; luego la habitación se iluminó con el resplandor y el humo hizo que le diera vueltas la cabeza y se le nublara la vista mientras el murmullo de Kalamake resonaba en sus oídos. De pronto, la estera sobre la que estaban sufrió una sacudida que pareció más rápida que el rayo. En ese momento, la habitación y la casa desaparecieron y Keola se quedó sin aliento. Esferas luminosas giraron alrededor de sus ojos y su cabeza, y se vio transportado a una playa iluminada por el sol, en la que se oía el incesante rugido del mar. Él y el hechicero seguían sobre la misma estera, jadeando sin aliento, sujetándose el uno al otro y pasándose la mano por delante de los ojos.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Keola, que fue el primero en recuperarse, porque era el más joven—. He creído morir.
—No importa —jadeó Kalamake—. Ya está hecho.
—Y, en nombre de Dios, ¿dónde estamos? —exclamó Keola.
—Esa no es la cuestión —replicó el hechicero—. El caso es que estamos aquí y tenemos cosas que hacer. Mientras termino de recobrar el aliento, ve a la linde de la selva y tráeme las hojas de estas y aquellas hierbas y de tales y cuales árboles, ya verás que crecen en abundancia, tres puñados de cada cosa. Y date prisa. Debemos volver a casa antes de que llegue el vapor, la gente se extrañaría si hubiésemos desaparecido.
Y se sentó jadeante en la arena.

Keola se fue por la playa, que era de arena brillante y coral y estaba cubierta de conchas muy singulares, y pensó para sus adentros: «¿Cómo es que no conozco esta playa? Tengo que volver un día a recoger conchas». Enfrente de él había una hilera de palmeras recortadas contra el cielo, no como las palmeras de las Ocho Islas, sino altas, frescas y hermosas, y de ellas pendían las ramas secas como abanicos dorados entre las hojas verdes, y pensó para sí: «Es raro que no haya visto nunca este bosquecillo. Vendré aquí a dormir cuando haga calor». Y pensó: «¡Qué calor hace de pronto!», pues estaban en invierno y el día había sido muy fresco. Y también pensó: «¿Dónde están las montañas grises? ¿Y dónde está el acantilado cubierto de árboles que sobrevuelan los pájaros?». Y cuanto más lo pensaba, menos imaginaba a qué parte de las islas había ido a parar.
En la linde de la selva encontró las hierbas, aunque los árboles crecían un poco más lejos. Cuando Keola se acercó hacia los árboles, reparó en una joven que no llevaba encima más que un cinturón de hojas. «¡Vaya! —pensó Keola—, se ve que en esta parte del país no le dan mucha importancia al vestido». Se detuvo, pensando que ella lo vería y huiría, pero al ver que ella seguía mirando hacia delante, se incorporó y empezó a canturrear en voz alta. La joven se sobresaltó al verlo y se puso lívida, miró aterrorizada a uno y otro lado y se quedó boquiabierta por el terror. Sin embargo, lo más raro fue que no miró a Keola en ningún momento.
—Buenos días —dijo él—. No te asustes, no te comeré.
Y, en cuanto dijo aquellas palabras, la chica echó a correr hacia la selva.
«Qué modales tan raros», pensó Keola, y sin pensar en lo que hacía empezó a perseguirla.
Mientras corría, la chica empezó a gritar en un idioma que no se hablaba en Hawai, sin embargo algunas palabras eran parecidas y Keola comprendió que estaba llamando y advirtiendo a otros. Y pronto vio a más gente que huía, hombres, mujeres y niños que corrían y gritaban como hace la gente en un incendio. Keola se asustó y volvió con Kalamake, le dio las hierbas y le contó lo que había visto.
—No te preocupes —dijo Kalamake—. Todo esto no son más que sombras y sueños que olvidarás en cuanto desaparezcan.
—Era como si no me vieran —dijo Keola.
—Porque no te veían —replicó el hechicero—. Aunque estemos a pleno sol somos invisibles gracias a nuestros amuletos. En cambio sí que nos oyen, por lo que resulta más prudente hablar en voz baja como hago yo. —Dicho lo cual, hizo un círculo de piedras alrededor de la estera y puso las hierbas en el centro—. Tu misión —dijo— será asegurarte de que ardan las hojas y alimentar despacio el fuego. Mientras se consumen (y no tardarán mucho) yo haré lo que tengo que hacer y, antes de que las cenizas se ennegrezcan, los mismos poderes que nos trajeron aquí nos devolverán a donde estábamos. Prepara ahora los fósforos y avísame a tiempo, no sea que se consuman las llamas y me quede atrás.

En cuanto prendieron las hojas, el hechicero salió de un brinco del círculo y empezó a correr por la playa como un perro al salir del agua; mientras corría iba agachándose para recoger conchas y Keola tuvo la impresión de que relucían al cogerlas. Las hojas se consumieron entre las llamas y muy pronto a Keola no le quedó más que un puñado y el hechicero estaba muy lejos corriendo y agachándose.
—¡Vuelve! —gritó Keola—. ¡Vuelve, casi no me quedan hojas!
Al oírlo, Kalamake se volvió y, si antes había corrido, ahora voló. Pero por mucho que corriera, las hojas se consumían más rápido. Las llamas estaban a punto de apagarse cuando se plantó de un salto en la estera, el aire que levantó apagó la llama, y la playa, el sol y el mar desaparecieron y volvieron a encontrarse en la oscuridad de la habitación cerrada. Otra vez se encontraron cegados y confundidos y en mitad de la estera había un montón de dólares relucientes. Keola corrió a abrir los postigos y vio el vapor que se balanceaba entre las olas cerca de allí.
Esa misma noche, Kalamake llevó a su yerno aparte y le dio cinco dólares.
—Keola —dijo—, si eres prudente (cosa que dudo), pensarás que esta tarde te quedaste dormido en la veranda y soñaste todo lo que ha ocurrido. Soy hombre de pocas palabras y necesito ayudantes con poca memoria.
Kalamake no volvió a decir nada ni a referirse a aquel asunto. Pero Keola no podía quitárselo de la cabeza. Si antes había sido un holgazán, ahora no daba ni golpe.
«¿Para qué voy a trabajar —pensó—, si tengo un suegro que convierte en dólares las conchas marinas?». No tardó en gastarse su parte en ropa elegante. Aunque luego lo lamentó. «Habría hecho mejor —pensó— en comprarme una concertina, porque con ella me habría entretenido todo el día». Y se enfadó con Kalamake. «Ese hombre tiene alma de perro —pensó—. ¡Puede conseguir dólares en la playa siempre que quiera, y a mí me deja con las ganas de comprarme una concertina! Pero será mejor que vaya con cuidado, no soy ningún niño, soy tan listo como él y ahora conozco su secreto». Y fue a hablar con su mujer y se quejó del comportamiento de su suegro.
—Yo dejaría a mi padre en paz —dijo Lehua—. Es peligroso interponerse en su camino.
—¡Mira lo que me asusta! —gritó Keola, y chasqueó los dedos—. Lo tengo bien cogido y puedo obligarlo a hacer lo que yo quiera.
Y le contó a Lehua toda la historia.
Pero ella movió dubitativa la cabeza.
—Haz lo que quieras —dijo—. Pero si molestas a mi padre, nadie volverá a saber de ti. Acuérdate de este y de aquel, recuerda a Hua, que era un noble del Parlamento e iba todos los años a Honolulu y del que no volvió a hallarse ni rastro. Acuérdate de Kamau y de cómo se consumió hasta el punto de que su mujer podía sostenerlo con una sola mano. Keola, eres como un bebé en manos de mi padre, te cogerá entre el índice y el pulgar y te comerá como un camarón.
Lo cierto es que Keola le tenía miedo a Kalamake, pero también era un tanto fatuo y aquellas palabras de su mujer lo encresparon.
—Muy bien —dijo—. Si eso es lo que piensas de mí, te demostraré que estás equivocada.
Y se fue directo a ver a su suegro, que estaba sentado en el salón.
—Kalamake —le espetó—, quiero una concertina.
—¿Ah, sí? —respondió Kalamake.
—Sí —dijo Keola—, y más vale que te diga que estoy decidido a tenerla. Un hombre que recoge dólares en la playa puede permitirse una concertina.
—No sabía que tuvieses tanto valor —replicó el hechicero—, te tenía por un inútil tímido y apocado, así que no sabes cuánto me alegra descubrir que estaba equivocado. Empiezo a pensar que tal vez haya encontrado un ayudante y sucesor en mi difícil oficio. ¿Una concertina? Tendrás la mejor de Honolulu. Esta noche, en cuanto anochezca, iremos a buscar el dinero.
—¿Volveremos a la playa? —preguntó Keola.
—No, no —replicó Kalamake—, tienes que empezar a aprender mis secretos. La última vez te enseñé a recoger conchas; esta vez te enseñaré a coger peces. ¿Eres lo bastante fuerte para botar la barca de Pili?
—Creo que sí —replicó Keola—. Pero ¿por qué no cogemos la tuya, que ya está en el agua?
—Hay una razón que comprenderás antes de mañana —dijo Kalamake—. El bote de Pili es el mejor para mis propósitos. Así que, si quieres, podemos encontrarnos allí en cuanto se haga de noche. Y, entretanto, seamos discretos, no hay por qué involucrar a la familia en nuestros asuntos.

La voz de Kalamake sonó tan meliflua que Keola apenas pudo contener su satisfacción. «Podría haber tenido mi concertina hace semanas —pensó—, en este mundo solo hace falta un poco de valor». Poco después sorprendió a Lehua llorando y estuvo tentado de explicarle que todo había salido bien. «Pero, no —pensó—, esperaré hasta tener la concertina y luego veremos qué hace. Tal vez así comprenda que su marido es un hombre inteligente».
En cuanto anocheció, el suegro y el yerno botaron la barca de Pili y se hicieron a la vela. El mar estaba muy movido y soplaba mucho viento por la parte de sotavento, pero el bote era rápido y ligero y surcaba bien las olas. El hechicero llevó una linterna, que encendió y sujetó por una argolla con el dedo, y ambos se sentaron en la popa a fumar unos cigarros que Kalamake llevaba siempre encima. Charlaron como buenos amigos de magia y de las grandes sumas de dinero que ganarían mediante su práctica, y de lo que deberían comprar en primer y en segundo lugar. Y Kalamake le habló como un padre.
De pronto, miró en torno suyo, contempló las estrellas, se volvió en dirección a la isla, que ya casi había desaparecido en el horizonte, y pareció reconsiderar la situación.
—¡Mira! —dijo—. Hemos dejado atrás Molokai y Maui es casi una nube; y por el aspecto de esas tres estrellas de ahí sé que he llegado donde quería. Este lugar se llama el mar de los Muertos. Aquí el océano es extraordinariamente profundo y el fondo está cubierto de huesos, y en los huecos viven dioses y demonios. La corriente es tan fuerte que ni un tiburón podría resistirla, y cualquier hombre al que arrojasen aquí por la borda sería arrastrado como por un caballo salvaje hasta el océano más lejano. Luego se hundiría agotado, sus huesos se esparcirían con los demás y los dioses devorarían su espíritu.
Keola se asustó al oír sus palabras y lo miró. A la luz de las estrellas y la linterna, el brujo parecía distinto.
—¿Qué te ocurre? —le gritó Keola.
—A mí no me ocurre nada —respondió el hechicero—, pero aquí hay uno que está a punto de morir.
Entonces agarró la linterna y hete aquí que al ir a sacar el dedo de la argolla, el dedo se le enganchó, la argolla se rompió y la mano le creció hasta tener el tamaño de un árbol.
Al verlo, Keola gritó y se tapó la cara con las manos.
Pero Kalamake alzó la linterna y dijo:
—¡Mírame a la cara! —Su cabeza se había vuelto tan grande como un tonel y seguía creciendo y creciendo como una nube sobre una montaña, y Keola se sentó dando chillidos y el bote siguió surcando el mar embravecido—. Y ahora —dijo el hechicero—, ¿qué me dices de esa concertina? ¿Estás seguro de que no prefieres una flauta? ¿No? Me alegro, porque no me gustaría que ningún miembro de mi familia fuese caprichoso. Aunque empiezo a pensar que será mejor que salga del bote, porque mi tamaño empieza a ser un tanto descomunal y, si no vamos con cuidado, acabaremos por hundirlo.

Y, dicho y hecho, sacó las piernas por encima de la borda y su tamaño aumentó treinta y cuarenta veces, de modo que el agua le llegaba por los sobacos, los hombros y la cabeza parecían una enorme isla y la corriente rompía y golpeaba contra su regazo igual que rompe contra un acantilado. El bote seguía navegando hacia el norte, pero él extendió la mano, cogió la regala entre el índice y el pulgar y rompió el costado de la embarcación como si fuera un bizcocho y Keola cayó al mar. El hechicero hizo pedazos el bote en el hueco de la mano y lo lanzó a miles de kilómetros en la oscuridad.
—Disculpa que me lleve la linterna —dijo—, pero tengo un largo camino por delante; la isla queda lejos, el fondo del mar es irregular y noto los huesos de los muertos entre los dedos.
Se dio la vuelta y se marchó dando grandes zancadas. Y cada vez que Keola se hundía en el seno de las olas, lo perdía de vista, y cada vez que se alzaba hasta la cresta volvía a verlo dando zancadas, con la linterna sobre la cabeza y las olas rompiendo contra su cuerpo.
Desde que las islas surgieron del mar no hubo nadie tan asustado como el tal Keola. Nadó como hacen los cachorros cuando los echan al agua para ahogarlos, sin saber adónde. No podía quitarse de la cabeza el tamaño descomunal que había adquirido el hechicero, su rostro tan grande como una montaña, sus hombros tan gigantescos como una isla y las olas que rompían en vano contra ellos. Recordó también avergonzado la concertina y los huesos de los muertos y se estremeció de terror.
De pronto, reparó en algo oscuro que cabeceaba recortándose contra las estrellas, también creyó ver una luz que rasgaba la oscuridad del mar al otro lado y le pareció oír voces. Gritó y obtuvo respuesta. En un abrir y cerrar de ojos la proa de un barco pasó a su lado a caballo de una ola. Keola se agarró con ambas manos a la cadena del ancla y se hundió en el mar embravecido, aunque un instante después los marineros lo subieron a bordo.
Le dieron ginebra, galletas de barco y ropa seca, y le preguntaron cómo había llegado allí y si la luz que habían visto era el faro Lae o Ka Laau. Pero Keola sabía que los blancos son como niños y solo creen sus propias historias, así que les contó lo primero que se le ocurrió y respecto a la luz (que era la linterna de Kalamake) afirmó no haberla visto.
El barco era una goleta con destino en Honolulu, que después iba a ir a comerciar a las islas meridionales, y por suerte para Keola habían perdido a un hombre que se había caído del bauprés durante una tormenta. Era evidente que Keola no podía volver a las Ocho Islas. Las noticias vuelan y a la gente le gusta tanto cotillear que, si se escondía al norte de Kauai o al sur de Kaü, el hechicero acabaría por enterarse y lo mataría. Así que hizo lo que le pareció más prudente y se enroló como marinero en lugar del hombre que se había ahogado.
En ciertos aspectos el barco era un lugar agradable. La comida, sabrosa y abundante, consistía en galletas de barco y ternera salada todos los días, y sopa de guisantes con budín de harina y sebo dos veces por semana, así que Keola engordó.

El capitán era buena persona y la tripulación no era peor que los demás blancos. El problema era el primer oficial, que era el hombre más difícil de complacer que había conocido Keola y le golpeaba y maldecía a diario por lo que hacía y por lo que dejaba de hacer. Los golpes que le propinaba eran dolorosos, pues era un hombre fuerte, y las palabras con que lo zahería le resultaban aún más hirientes, pues Keola era de buena familia y estaba acostumbrado a que lo trataran con respeto. Y lo peor de todo era que cada vez que Keola aprovechaba un momento para dormir, el primer oficial lo despertaba con el chicote de un cabo. Keola comprendió que no podía seguir así y decidió desertar.
Hacía un mes que habían partido de Honolulu cuando divisaron tierra. Era una noche apacible y estrellada y el mar estaba liso y el cielo despejado. Soplaba una brisa constante y a proa vieron una isla y una hilera de palmeras a ras del agua. El capitán y el primer oficial la observaron con el catalejo y dijeron su nombre y hablaron de ella junto al timón que gobernaba Keola. Al parecer, se trataba de una isla donde no iban nunca los comerciantes. En opinión del capitán, se trataba además de una isla deshabitada, aunque el oficial no parecía de acuerdo.
—No me fío ni un pelo de la información del almanaque —dijo—. Una noche como esta pasé por aquí en la goleta Eugénie y vi a los lugareños pescando con antorchas, la playa estaba llena de gente.
—Bueno, bueno —dijo el capitán—, es muy escarpada, y eso es lo que importa, y según la carta de navegación la costa no es peligrosa, así que la pasaremos por sotavento. ¡Que la pases por sotavento! ¿Es que no me has oído? —le gritó a Keola, que estaba escuchando con tanta atención que se olvidó de virar.
El oficial le maldijo y afirmó que aquel canaco era un completo inútil y que algún día le ajustaría las cuentas con una cabilla.
El capitán y el oficial se fueron debajo de la toldilla y dejaron a Keola solo. «Esa isla me conviene mucho —pensó—, pues, si los comerciantes no se acercan por allí, tampoco irá el oficial. Y es imposible que Kalamake se aventure tan lejos». De modo que, poco a poco, fue acercando la goleta a la costa. Tuvo que andarse con cuidado, pues lo malo de los blancos, y sobre todo de aquel oficial, era que no se podía confiar en ellos; lo mismo no estaban dormidos, sino fingiendo, y, en cuanto oyeran flamear una vela, se levantarían para golpearle con un cabo. Keola siguió acercándose poco a poco sin vaciar de viento las velas. Al cabo de un rato, llegó muy cerca de la costa y el rumor de las olas que rompían contra los costados del barco se fue haciendo mayor.
Al oírlo, el oficial apareció en la toldilla.
—¿Qué haces? —rugió—. ¡Vas a encallar el barco!
Y trató de coger a Keola, que a su vez saltó limpiamente por la borda y se hundió en el mar estrellado. Cuando salió a la superficie, la goleta había vuelto a su curso. El oficial en persona estaba al timón y Keola lo oyó maldecir. El mar estaba liso por la parte de sotavento de la isla, el agua estaba caliente, y Keola tenía su cuchillo de marinero, por lo que no temía a los tiburones. Un poco más adelante, vio un claro entre los árboles y reparó en que la línea de la costa se interrumpía formando una entrada como la bocana de un puerto. La marea, que en ese momento estaba subiendo, lo empujaba hacia allí. Al cabo de un minuto estaba flotando en una ensenada de aguas someras en la que brillaban diez mil estrellas, rodeado por una hilera de palmeras. Aquello le extrañó mucho porque nunca había visto una isla como esa.

El tiempo que pasó Keola en aquel lugar puede dividirse en dos períodos: la época en que estuvo solo, y la época que pasó allí con la tribu. Al principio, buscó por todas partes y no vio ni un alma, solo unas casas que formaban una especie de aldea y los restos de unas hogueras. Pero las brasas estaban apagadas y las lluvias las habían esparcido. El viento había derribado también algunas chozas. Decidió instalarse allí, fabricó un yesquero y un anzuelo de concha, y pescó y cocinó él mismo su comida, trepó a los árboles para coger cocos y bebió su zumo, pues no había agua en toda la isla. Los días se le hicieron largos y las noches aterradoras. Fabricó una lámpara con la cáscara de un coco, extrajo el aceite de la pulpa y fabricó una mecha con fibra. Y, cuando se hacía de noche, se encerraba en su choza, encendía la lámpara y se quedaba allí temblando hasta la mañana siguiente. Muchas veces pensó que habría sido mejor ahogarse y que sus huesos estuviesen esparcidos por el fondo del mar con los otros.
Todo ese tiempo lo pasó en el interior de la isla, pues las chozas estaban a la orilla de la laguna donde las plantas crecían mejor y era abundante la pesca. Solo una vez se asomó a la costa a contemplar el océano desde la playa y volvió tembloroso, pues su aspecto, con la arena brillante cubierta de conchas, el sol y las olas le resultaron familiares. «No es posible —pensó—, aunque se parece mucho. ¿Cómo voy a saberlo? Esos blancos pretenden saber dónde navegan, pero deben de hacerlo al azar, como nosotros. Así que es posible que hayamos navegado en círculo hasta llegar muy cerca de Molokai, y que esta sea la misma playa donde mi suegro recoge su dinero». Así que decidió ser prudente y se quedó en el interior.
Cerca de un mes más tarde, llegaron en seis grandes botes los habitantes de la isla. Eran una tribu muy noble y hablaban una lengua que, aunque sonaba muy distinta de la de Hawai, tenía muchas palabras con significado idéntico, por lo que no era demasiado difícil de entender. Además, los hombres eran muy amables y las mujeres muy complacientes. Acogieron bien a Keola, le construyeron una casa y le proporcionaron una esposa. Y lo que más le sorprendió fue que nunca le hicieron trabajar con los jóvenes.
A partir de entonces, Keola pasó por tres épocas diferentes: primero hubo una época en la que estuvo muy triste, luego pasó otra bastante contento y por fin llegó una tercera en la que fue el hombre más aterrorizado de los cuatro océanos.
La causa de su tristeza fue la mujer que le dieron por esposa. Keola podía dudar acerca de la isla e incluso acerca de la lengua, que había oído hablar un poco cuando llegó allí en la estera con el mago. Pero con respecto a su mujer no había duda posible: era la misma joven que había huido de él gritando en el bosque. De modo que, en lugar de hacer aquella travesía tan larga, lo mismo podía haberse quedado en Molokai. Había abandonado su hogar, a su mujer y a todos sus amigos solo para escapar de su enemigo, y había ido a parar a uno de sus lugares predilectos, por donde se paseaba invisible. En esa época no se movió de la orilla de la laguna y se quedó bajo la protección de su choza.

La causa de su alegría fue lo que les oyó contar a su mujer y a los jefes isleños. Keola hablaba muy poco, porque no acababa de fiarse de sus nuevos amigos, que le parecían demasiado corteses para ser sinceros, y porque, desde que había tenido ocasión de tratar con su suegro, se había vuelto mucho más cauto. De modo que no les dijo nada de sí mismo, salvo su nombre y su origen y que procedía de las Ocho Islas. Les contó también lo hermosas que eran y les habló del palacio real en Honolulu, y les dio a entender que era muy amigo del rey y de los misioneros. En cambio hizo muchas preguntas y aprendió mucho. La isla donde se encontraban se llamaba la Isla de las Voces, pertenecía a la tribu, aunque tenían su residencia en otra isla que estaba a tres horas de navegación a vela en dirección sur y donde vivían y tenían sus casas. Era una isla muy rica, donde tenían huevos, pollos y cerdos, y los barcos acudían a comerciar con ron y tabaco; allí había recalado la goleta después de la deserción de Keola y allí había muerto el oficial como el blanco insensato que era. Por lo visto, el barco arribó al principio de la estación de la peste en la isla cuando el pescado de la laguna se vuelve venenoso y todos los que lo comen acaban hinchándose y muriendo. Advirtieron al oficial, que les vio preparando los botes, pues en esa época la gente abandona la isla y navega hasta la Isla de las Voces. Pero, como era un blanco insensato y no creía en más historias que las que él mismo contaba, pescó uno de aquellos peces, lo cocinó y se lo comió. Y, al poco tiempo, se hinchó y murió, lo que fue una buena noticia para Keola. En cuanto a la Isla de las Voces, estaba deshabitada la mayor parte del año, solo muy de vez en cuando llegaba algún bote en busca de copra, aunque, durante la estación de la peste, cuando los peces eran venenosos, toda la tribu vivía en ella. Debía su nombre a un extraño prodigio, pues al parecer la playa estaba habitada por unos demonios invisibles, y día y noche se les oía hablar en una lengua extraña y se veían arder y extinguirse pequeñas hogueras en la playa, sin que nadie supiera los motivos. Keola les preguntó si aquellos demonios vivían también en su otra isla y ellos le respondieron que no, ni tampoco en ninguna de las otras cien islas que había en aquella parte, sino que se trataba de una peculiaridad de la Isla de las Voces. Le explicaron que los fuegos y las voces solo se veían y oían en la playa y que un hombre podría vivir dos mil años junto a la laguna (suponiendo que alguien pudiera vivir tanto tiempo) sin que le molestasen. E incluso en la playa aquellos demonios eran inofensivos si se les dejaba en paz. Solo una vez un jefe había arrojado su lanza contra una de las voces y esa misma noche se había caído de un cocotero y había muerto.
Keola estuvo pensando un buen rato. Comprendió que estaría a salvo en cuanto la tribu volviera a la isla principal, y que incluso donde estaba ahora no corría demasiado peligro, siempre que no se alejara de la laguna, aunque empezó a pensar en el modo de volver las cosas a su favor, si es que era posible.
—En mi isla crecía un árbol —dijo—, y por lo visto los demonios iban allí a buscar sus hojas. Así que la gente decidió talar el árbol y los demonios no volvieron más.
Le preguntaron qué clase de árbol era aquel, y Keola les mostró el árbol del que Kalamake había cogido las hojas. Les pareció una historia un tanto inverosímil, pero la idea les sedujo. Noche tras noche, los ancianos debatieron en sus consejos, pero al jefe (aunque era un hombre valiente) le asustaba aquel asunto y les recordaba a diario la historia del jefe que había arrojado su lanza contra las voces y había muerto, y aquel recuerdo les acobardaba.
Aunque no consiguió que talaran los árboles, Keola se sintió satisfecho y empezó a estar más tranquilo y a disfrutar más de la vida. Y, entre otras cosas, se mostró tan amable con su mujer, que la joven acabó por enamorarse perdidamente de él. Un día entró en la choza y se la encontró en el suelo llorando.
—Pero ¿qué te ocurre? —dijo Keola.
Ella le respondió que no era nada.

Esa misma noche la muchacha lo despertó. La lámpara estaba casi apagada, pero Keola vio por su expresión que estaba muy preocupada.
—Keola, acerca el oído a mi boca para que pueda susurrarte, pues nadie debe oír lo que tengo que decirte. Dos días antes de que empiecen a preparar los botes, ve a la playa y escóndete entre los arbustos. Los dos escogeremos el sitio de antemano y ocultaremos algo de comida y todas las noches iré a cantar cerca de allí. Así, cuando llegue la noche en que no me oigas cantar, sabrás que nos hemos ido de la isla y podrás salir sano y salvo de tu escondite.
A Keola se le encogió el corazón.
—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó—. No puedo vivir entre demonios. No me dejaréis en esta isla. Estoy deseando marcharme.
—Nunca saldrás de aquí con vida, mi pobre Keola —dijo la joven—. Debo confesarte que mi pueblo es caníbal, aunque lo guardan en secreto. Y el motivo por el que te matarán antes de marcharnos es que a nuestra isla llegan barcos y Donat-Kimaran[18] representa a los franceses, y hay un comerciante blanco en una casa con una veranda y un sacerdote. ¡Oh, es un sitio precioso! El comerciante tiene barriles llenos de harina, y una vez entró un barco de guerra francés en la laguna y nos dio a todos vino y galletas. ¡Ah, mi pobre Keola!, ojalá pudiera llevarte allí, pues te quiero mucho y, a excepción de Papiti, no hay mejor sitio en los mares del Sur.
Así fue como Keola se convirtió en el hombre más aterrorizado de los cuatro océanos. Había oído hablar de los caníbales de las islas del sur, que siempre le habían inspirado mucho miedo, y ahora estaba viviendo entre ellos. Además había oído contar a algunos viajeros que, cuando tenían intención de devorar a alguien, lo cuidaban y mimaban como una madre a su bebé. Y comprendió que aquel debía de ser su caso y que por eso lo habían alojado, alimentado, casado y liberado de cualquier trabajo, y los jefes y los ancianos hablaban con él como si se tratase de una persona de importancia. De modo que se metió en la cama a meditar sobre su destino y se le heló la sangre en las venas.

Al día siguiente, la gente de la tribu estuvo con él tan amable como siempre. Eran buenos conversadores, componían hermosas poesías y bromeaban con tanta gracia en las comidas que habrían hecho que se muriera de risa hasta un misionero. Pero a Keola le traían sin cuidado todos esos refinamientos, lo único que veía eran sus dientes blanquísimos brillando en sus bocas y se le hacía un nudo en la garganta, así que, cuando acabaron de comer, corrió a esconderse en la selva y se hizo el muerto. Al día siguiente hizo lo mismo y su mujer lo siguió.
—Keola —dijo—, si no comes, te aseguro que te matarán y comerán mañana. Algunos de los jefes empiezan a murmurar. Creen que te has puesto enfermo y estás perdiendo peso.
Al oírla, Keola se puso en pie muy indignado.
—Tanto me da una cosa como la otra —dijo—. Estoy entre la espada y la pared. Si tengo que morir, prefiero que sea del modo más rápido, y, si tienen que devorarme, casi prefiero que me coman los demonios y no los hombres. ¡Adiós! —dijo, y la dejó allí plantada y se dirigió a la playa.
Estaba desierta y lucía un sol abrasador, no había ni rastro de vida, aunque la arena estaba pisoteada y por todas partes se oían voces y susurros y se veían minúsculas fogatas que se encendían y extinguían. Allí se oían todas las lenguas de la tierra: francés, holandés, ruso, tamil y chino. Todos los países donde se practica la brujería estaban representados y le susurraban a Keola en el oído. La playa estaba tan atestada de gente como un mercado, pero no se veía ni un alma y, mientras paseaba por ella, vio cómo las conchas desaparecían ante sus propios ojos sin que nadie las recogiera. El mismísimo diablo se habría asustado de estar en semejante compañía, pero Keola había superado su miedo y coqueteaba con la muerte. Cuando los fuegos se encendían, corría hacia ellos como un toro: las voces gritaban aquí y allá, unas manos invisibles cubrían las llamas de arena y desaparecían de la playa antes de que él llegara. «Es evidente que Kalamake no está aquí —pensó—, o ya me habría matado». Así que se sentó en el lindero de la selva, pues se sentía fatigado, y apoyó la barbilla entre las manos. La actividad continuaba frenética ante sus ojos: las voces resonaban en la playa, las fogatas seguían encendiéndose y apagándose y las conchas desaparecían y se renovaban una y otra vez. «Yo debí de venir un día más tranquilo —pensó—, pues no había ni mucho menos tanto trajín como hoy». La cabeza le dio vueltas al pensar en los millones y millones de dólares y los cientos y cientos de personas que iban a recogerlos a la playa y salían volando más rápidos que águilas. «¡Cómo me habían engañado con sus casas de la moneda —se dijo—, y con lo de que el dinero se fabricaba allí, cuando es obvio que toda la moneda del mundo se recoge en esta playa! ¡La próxima vez no me dejaré enredar tan fácilmente!». Y, sin saber muy bien cómo ni cuándo, le dominó el sueño y olvidó la isla y sus preocupaciones. A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, lo despertó un gran alboroto. Al principio se asustó mucho, porque temió que la tribu lo hubiera sorprendido dormido, pero no se trataba de eso. Lo que ocurría era que, en la playa, las voces incorpóreas se llamaban unas a otras y parecían pasar a su lado a lo largo de la costa.
«¿Qué ocurrirá ahora?», se preguntó Keola, y comprendió que se trataba de algo extraordinario, pues ya no se veían fogatas ni desaparecían las conchas de la playa, sino que las voces incorpóreas seguían corriendo por la playa y se llamaban unas a otras, y por el tono daba la impresión de que todos aquellos hechiceros debían de estar muy enfadados. «No parece que estén enojados conmigo —pensó Keola—, porque pasan a mi lado sin hacerme nada». E, igual que sucede con los sabuesos en una cacería, o con los caballos en una carrera, o con la multitud que acude a apagar un incendio y a la que se unen todos los que pasan por allí, ¡hete aquí que Keola, sin saber muy bien lo que hacía o por qué lo hacía, empezó a correr detrás de las voces!

Al llegar a un recodo desde donde se divisaba el otro extremo de la isla, recordó que era en aquel lugar donde los árboles de los brujos crecían por decenas en un bosquecillo. El griterío era indescriptible y, a juzgar por el ruido que hacían los que corrían, todos se dirigían hacia el mismo sitio. Cuando estuvo un poco más cerca oyó que el ruido de las voces se mezclaba con el chocar de las hachas. Y por fin comprendió que el jefe principal había consentido que los hombres de la tribu talasen los árboles, y que los brujos se habían avisado unos a otros y ahora se estaban reuniendo para defender sus árboles. La atracción por el peligro le impulsó a seguir adelante. Corrió tras de las voces, atravesó la playa, llegó al lindero del bosque y se quedó atónito. Un árbol había caído ya y había varios a medio talar. Los hombres de la tribu estaban apiñados espalda con espalda, había cadáveres en el suelo y la sangre corría entre sus pies. El miedo estaba pintado en todos sus rostros y sus voces se alzaban como el chillido de una comadreja. Igual que un niño cuando juega con su espada de madera y da mandobles y estocadas al aire, los caníbales blandían sus hachas y gritaban al golpear a… ¡nadie! Solo aquí y allá Keola vio un hacha alzarse en el aire sin que la sostuvieran ningunas manos y a algún hombre de la tribu que caía descalabrado o partido en dos mientras su alma huía aullando de su cuerpo.
Keola estuvo un rato contemplando como en sueños aquel prodigio y luego lo invadió un temor mortal por estar asistiendo a tales cosas. En ese mismo instante, el jefe de la tribu lo vio y lo llamó por su nombre, y la tribu entera lo miró con ojos centelleantes y haciendo crujir los dientes.
«Ya he pasado aquí demasiado tiempo», pensó Keola, y echó a correr hacia la playa sin saber muy bien lo que hacía.
—¡Keola! —lo llamó una voz en la playa desierta.
—¡Lehua! ¿Eres tú? —gritó jadeante, y la buscó en vano, pues, a juzgar por lo que veía, estaba totalmente solo.
—Te vi pasar antes —respondió la voz—, pero no me oíste. Corre, ve a buscar las hojas y las hierbas y huyamos de aquí.
—¿Estás aquí con la estera? —preguntó.
—Aquí, a tu lado —dijo ella, y Keola notó cómo lo rodeaba con sus brazos—. ¡Corre, trae las hojas y las hierbas antes de que vuelva mi padre!
Keola corrió como si le fuese la vida en ello, y cogió las hierbas del mago, y Lehua le guió de vuelta, le ayudó a subir a la estera y encendió el fuego. Mientras ardía, oyeron el estruendo de la batalla en el bosque, los hechiceros y los caníbales luchaban encarnizadamente. Los brujos invisibles gritaban como toros en una montaña y los hombres de la tribu replicaban con sus chillidos aterrorizados. Keola estuvo escuchando tembloroso mientras observaba cómo las manos invisibles de Lehua alimentaban el fuego con las hojas. Las echó todas de golpe y sopló para avivar el fuego y las llamas se alzaron tan altas que le quemaron las piernas a Keola. La última hoja se consumió, la llama se apagó, se produjo una conmoción y Keola y Lehua volvieron a encontrarse en la habitación de su casa.

Cuando Keola vio por fin a su mujer se alegró mucho. Y le encantó estar de vuelta en Molokai y sentarse a comer un cuenco de poi —pues en los barcos nadie come poi, y en la Isla de las Voces ni siquiera lo conocían—, y estaba feliz de haber escapado de las manos de los caníbales. Sin embargo, había una cuestión que no estaba tan clara, y Keola y Lehua la discutieron toda la noche muy preocupados. Al parecer, Kalamake se había quedado en la isla. Si, por una bendición de Dios, se quedara allí para siempre, todo iría bien, pero, si lograba escapar y regresar a Molokai, aquel sería un día aciago para su hija y su marido. Hablaron de su poder de aumentar de tamaño y de si podría recorrer tanta distancia por el mar. Pero, a esas alturas, Keola ya sabía dónde estaba la isla: en el archipiélago Bajo o Peligroso. Así que cogieron el atlas y comprobaron la distancia en el mapa, y, por lo que calcularon, les pareció una distancia muy larga para que pudiera recorrerla un anciano. Sin embargo, nunca se podía estar seguro tratándose de un brujo como Kalamake y decidieron pedirle consejo a un misionero blanco.
Así que Keola le contó todo al primero que pasó por allí. Y el misionero le reprendió con dureza por haber tomado otra esposa en la isla, y respecto a lo demás le dijo que aquello no tenía ni pies ni cabeza.
—De cualquier modo —dijo—, si crees que el dinero de tu suegro es de procedencia ilícita, mi consejo es que dones parte de él a los leprosos y otra parte a las misiones, y en cuanto a toda esa sarta de disparates, lo mejor es que no se lo cuentes a nadie.
Sin embargo, advirtió a la policía de Honolulu de que, por lo que había podido deducir, Kalamake y Keola debían de haber estado acuñando moneda falsa, por lo que convendría vigilarlos.
Keola y Lehua hicieron lo que les dijo y donaron muchos dólares a los leprosos y las misiones. Y, sin duda, fue un buen consejo, pues hasta este día nadie ha vuelto a oír hablar de Kalamake. Aunque, si lo mataron en la batalla de los árboles o sigue haciendo de las suyas en la Isla de las Voces, ¿quién podrá decirlo?

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