jueves, 5 de julio de 2018

Azúcar y Chocolate

Azucar y Chocolate
David Sánchez-Valverde Montero


Una meningitis fulminante casi me mató a los catorce años. Casi; no lo consiguió, pero quedé invidente. Me he manejado en la vida aceptablemente bien. Primero con ayuda de mis queridos y difuntos padres; más tarde con el apoyo ocasional de hermanos y amigos. Los últimos cuarenta años en la compañía de tres cánidos excepcionales. El tercero de ellos, Teo, todavía está a mi lado. Muy viejo, como yo, pero aún aquí. Un labrador dorado de pelaje marrón claro, como caramelo ligero, en la cara dos ojos siempre solícitos, restallando de suprema bondad. Todo esto, claro está, no lo he visto nunca; pero lo dice a menudo el dueño de una churrería cercana a la que acudimos casi todas las tardes. 

Ya se acerca la hora del paseo. Suelo estar yo entonces escuchando la radio o el televisor, o si tengo fuerzas leyendo en Braille algún libro. Teo se acerca, unos pasos leves, casi un chapoteo sobre el parquet, después su cabeza se restriega contra mi muslo, el hocico húmedo y su boca que buscan mi mano, la chupa con su lengua áspera, ronronea, finge que llora el muy bribón y mis dedos encuentran su costado caliente, vivo y palpitante, para luego acariciar su mullido cuello. Me incorporo y le coloco el correaje. Resopla de alegría, ladra un par de veces, se mete entre mis piernas, siento su ya deshilvanado pelaje aun a través del pantalón, casi me hace caer. Cuando recuerdo que es un privilegio tenerlo a mi lado, sonrío. Olvido hacerlo a veces, si la melancolía, sobre todo en invierno, se ha acumulado en mi pecho a esa hora crepuscular.
Como siempre, Teo gruñe durante todo el trayecto de bajada en el ascensor. Tranquilo…, le digo. No sirve de nada. Llegamos al descansillo del portal y tira un poco de mí, mi bastón revuelve las sombras, su puntero vibra en mi mano como un código Morse en la oscuridad. Alcanzamos la calle. Entonces, él se calma, me acompaña dócilmente y en silencio, una calma que nunca consigue equilibrar la avalancha de sonidos y sensaciones que me trae el exterior. Ya en el portal me alcanzaba una vibración atenuada, pero nada más abrir la puerta, se rompe la burbuja y todo accede de golpe. 

Me cuesta unos segundos encajar tanta realidad, tanto presente, tanto ahora. Inspiro, es otoño y el aire ya es frío, aunque no helador. Lo retengo un poco en el pecho pues me ayuda a recuperarme después de la conmoción, del impacto contra la ciudad. Teo espera a mi lado. Un viento ligero y húmedo se desliza por mi cuello, y la oscuridad comienza a esbozar formas, límites, a entregar sonidos, movimientos, vibraciones. La verdad es que hace muchos años que rara vez siento miedo; siento muchas otras cosas. Varios niños pasan correteando a nuestro lado, Teo da un casi imperceptible respingo, el aire que mueven me alcanza, sus voces infantiles se alejan y son sepultadas por el bufido del autobús que ha parado en la acera de enfrente, puede rescatarse el trino de algún pájaro si uno aísla los sonidos lo suficiente, pero el bús ya arranca, ahora un perfume dulzón que sigue a un rítmico taconeo lo vela todo por completo, para ser desplazado de golpe por el rugido incisivo de una moto que pasa cerca, demasiado cerca, un humo sucio me impregna la garganta. Alejémonos de tanto ruido, Teo. 

      
Descendemos por un bulevar que se abre por un extremo a un amplio espacio de arboledas y jardines, surcado por caminos de gravilla que se entrecruzan, murmullo de fuentes de piedra y un manto de césped cuidado y fresco. Me siento en el tercer banco de madera tras el siseo líquido de la segunda fuente. La caída del agua apenas me alcanza, uno, dos, tres, cuatro pasos, un poco a la derecha mis dedos encuentran el reposabrazos metálico. Hemos llegado Teo. Apoyo la espalda y dejo caer mi mano derecha sobre la cabeza del perro. Aquí sí, en estos lugares soy capaz de abrazar todo lo que hasta mí llega, dejarlo revolotear y posarse sobre el lienzo de la vida. No me asaltan los sonidos, ni me golpea el aire, todo es, emerge y se desvanece en el silencio.
Últimamente el recuerdo de mis padres y mis hermanos se dibuja en mi memoria cada vez que acudo a este lugar. Sus voces me llegan nítidas, pero sus imágenes son poco más que un dibujo corrido. Los últimos días también me descubro con frecuencia pensando en ella: mi única historia de amor, hace ya casi treinta años, con una mujer también ciega. Sara… Mis manos ascienden por su espalda hasta los hombros desnudos, la atraigo hacia mí, expira un éter cálido sobre mis párpados cerrados, su piel, la mía, ¿dónde termino yo?, ¿dónde comienza ella?, y volamos, volamos… Sé que si alguna vez he tocado a Dios, ha sido de su mano. En fin, se está haciendo tarde. Tomemos el camino de vuelta. Tenemos hambre ¿verdad Teo? Prometo guardar algo rico para ti.

Muchos pasos antes de llegar, el aire se tiñe de grasa caliente, azúcar, cacao. Teo acelera ligeramente el paso. ¿Tú también lo notas eh? Tienes que quedarte aquí, ya lo sabes. Pero no te haré esperar a que yo termine; en cuanto me sirvan te saco un par de churros. Teo rezonga un poco. Abro la puerta de la churrería. Reconozco el olor a madera vieja y húmeda, el ambiente templado, acogedor, una marea dulzona y densa que me engulle rápidamente y lo ocupa todo. El murmullo que me rodea es mucho menos intenso que ayer. Por eso sería que no nos atendieron; y es que no me atreví a preguntar pues supuse que de tanto trabajo no daban abasto. Pero hoy no nos vamos a ir de vacío. Así que me acerco a la barra, mi bastón asegura el trayecto. Hola, buenas tardes. Nadie responde. ¡Hola! ¿Hay alguien? Silencio; solo aisladas voces en las mesas, sillas que chirrían un poco al acomodarse. ¿Por favor? Nada. ¿Será posible? Salgo fuera. Teo, creo que hoy tampoco tengo nada para ti. El perro responde con un gañido lastimero.

Permanecemos en un silencio extraño durante unos segundos. Inesperadamente Teo se levanta y gruñe sonoramente. Rrrrrr. Un ladrido estalla frente a nosotros, a muy escasa distancia. Teo responde ladrando a su vez. La algarada cubre todos los demás sonidos. Mi brazo retiene al perro, que pugna por lanzarse tirando hacia los lados. La tensión me recorre hasta el cuello. Una voz infantil, no sabría decir, de ocho o diez años, probablemente una niña, dice con toda la autoridad que le permite su tono aflautado: ¡Tor! ¡Déjalos en paz! Su can la ignora por completo y prosigue con sus ladridos. Teo sigue tirando, gruñe, sus patas resbalan, ladra con fuerza. La niña lo intenta: ¡Tor! ¡Ya te he dicho que…! Tranquila bonita, le digo sonriendo e intentando alzar la voz por encima del tumulto. Una voz de mujer irrumpe desde mi izquierda. Ana, hija, ¿qué hacéis? Es Tor, que no deja de ladrar a este señor y a su perro… Ana, ¿pero qué dices? Deja de jugar; ahí no hay nadie. Anda vamos, que llegamos tarde. Pasos que se alejan. ¿Pero no los ves mamá? Los ladridos declinan hasta que dejan de ser en la distancia. Teo gruñe todavía.
Nadie. No hay nadie…

Una luminosidad casi insoportable barre mis tinieblas de repente. Todos los colores toda la luz todas las formas, algunas reconocibles y otras extrañas para mí se dibujan sin descanso alrededor, se deshacen al instante siguiente y vuelven a aparecer. Entonces, el suelo se abre y resbalamos por una pendiente lisa, nos zambullimos a nuestro paso por breves estanques de color líquido, emergemos del azul y atravesamos el amarillo, después el verde, seguimos rápido hacia abajo y los colores nos embarran, nos salpican por doquier, Teo ladra alborozado, veo su pelaje por primera vez, teñido de violeta, de azul, de naranja, yo río como un niño y… ¡me veo!, mi ropa manchada de verde, rojo, marrón, caemos, caemos, un vértigo intenso asciende desde el pecho y estallamos juntos contra una acuarela insondable.

Teo lame mis lágrimas. Estamos de vuelta en nuestra calle, la churrería a mi espalda; puedo ver, y las cosas tienen casi el aspecto que imaginaba. Nadie nos mira al pasar. Todo a nuestro alrededor acontece como si no estuviéramos en este lugar. Empiezo a comprender… Parece que nos vamos Teo. Creo que ni tú ni yo debíamos seguir ya aquí. Mi compañero me mira. Era verdad, sus ojos se desbordan de bondad, y yo diría que también de alegría.
Inspiro profundamente, retengo el aire, quiero llevarme conmigo el azúcar y el chocolate.





2 comentarios:

  1. Precioso relato, lleno de ternura y de vida, y narrado espectacularmente, enhorabuena para el autor y el narrador!!

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  2. Muchas gracias por la parte que me toca, César. En mi nombre y en el del autor. Saludos!!

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