miércoles, 19 de septiembre de 2018

La Extraña Reunión

      
La Extraña Reunión
David Sánchez-Valverde Montero


     El cielo se vaciaba en la noche sobre aquel paraje de caminos de tierra, suaves colinas, matorrales y diseminadas masas boscosas. Su caballo relinchaba, pateaba el suelo y se negaba a continuar. De las alas del sombrero le caía el agua a chorros y su silueta sobre el animal se recortaba apenas bajo el oscuro aguacero a punto de fundirse a negro. 
Bueno Murray, pues parece que nos hemos perdido. No veo el camino con la que está cayendo. Además, estamos cansados y tenemos hambre, ¿verdad? Acarició la crin del caballo. Oteó en derredor buscando algún improbable lugar en el que guarecerse. Su corcel entonces se salió del camino y comenzó a andar campo a través. Después de retenerlo miró en la dirección que había tomado el animal: Dos minúsculas lucecitas amarillas titilaban en la lejanía. Suspiró con alivio, quizás calor y algo de comer… Murray, sintiendo a su amo relajado, emprendió un trote ligero hacia las luces.

Parece que sabes el camino… ¿o es que estás tan harto como yo de la noche y la lluvia? El jinete palmeaba el lomo húmedo del caballo, reconfortados los dos al ver recortarse ya aquel faro en la oscuridad, una casa grande, tal vez una posada con sus cálidos ventanales. Tras posar las botas en el suelo, miró en torno suyo y halló un tejadillo que recorría uno de los muros, bajo el cual aguardaban silenciosos como una decena de caballos apenas distinguibles en la noche.
Murray, amigo mío, parece que no te vas a mojar… Preguntaré adentro por ver si pueden ocuparse un poco de ti. Salvó entonces los escasos pasos que lo separaban de la entrada, un lodo pedregoso se le pegaba a los pies, y al empujar la pesada y vieja puerta de madera, esta se quejó en todo su recorrido anunciando su llegada. Varias cabezas de los allí presentes se giraron. Habría no más de diez personas, todos compartiendo mesas, bajo una atmósfera cálida que al viajero le resultó algo densa. En un lado ardía un pequeño fuego, y al fondo una mujer joven tocaba una alegre melodía a la guitarra. Hizo un ademán de saludo con la cabeza sonriendo un poco y se acercó a la barra. Algunos le devolvieron el saludo de igual manera y fueron regresando a sus copas, a sus charlas. Se escuchaba así un rumor amortiguado por la música, y algún tintineo, el chocar habitual de cristales y lozas en estos lugares. 







Buenas noches. Le estábamos esperando. Una mujercita de edad avanzada le sonreía del otro lado de la barra. Su cabello, que al jinete le pareció de un blanco níveo, se recogía atrás en una coleta corta. Dos ojos grandes y verdes brillaban como en alguien más joven. 
¿Me estaban esperando?, preguntó él.
Claro, siguió ella. En estos días, y sobre todo en noches como esta, siempre aparece algún viajero extraviado.
Entiendo…, dijo el viajero. ¿Pueden ocuparse de mi animal?
No le faltará de nada, no se preocupe, contestó la mujer.

Bien; sé que es algo tarde, pero tal vez podría servirme algo para comer... La mujercita dio un pequeño respingo y se encaminó hacia un espacio interior mientras decía: Le serviré una sopa caliente con cerdo y guisantes. Es lo único que me queda, pero se chupará los dedos. El jinete suspiró con alivio. A los pocos minutos tenía delante el plato humeante, y tuvo que contenerse para no devorarlo con las manos nada más inhalar el templado olor del guiso, y aun así se lo comió en la misma barra sin esperar siquiera a que la mujer le indicase sitio en alguna mesa.
¿Hacía cuánto que no comía?, preguntó con sorpresa la anciana.
Así de bien hace mucho, buena mujer, contestó el viajero limpiándose la boca con la mano y acercándole el plato. He estado mucho tiempo por los caminos y ahora regreso a mi aldea. No conozco esas canciones, pero me gustan, son muy alegres y necesito un poco de eso. Miró a la mujer que tocaba.
Es la alegría, aclaró la mujer del pelo blanco.
¿Cómo dice?, preguntó él.
 Sí, continuó ella. Es la alegría. Toca aquí casi todas las noches para quien quiera escucharla. El jinete creyó no haber entendido pero no le pareció oportuno volver a preguntar. Se acercó a la joven que tocaba, atraído por un invisible magnetismo; ella le sonrió ampliamente al notar su cercanía, él parado ahí delante a escasos dos metros. Lucía ella una melena lisa, melosa, que ocultaba en parte su rostro. El viajero se sintió mecer como en el inicio de una borrachera, se dejó así llevar, embriagado, en paz con la noche, convencido de que todo estaba bien, de que cada instante era un fin en sí mismo sin necesidad de esperar nada más, y preguntándose finalmente qué más habría, qué extraño condimento nadaría en el plato que acababa de devorar.
Se dirigió entonces a una de las mesas, ocupada por dos mujeres y un hombre. Al interrogarle a ese hombre con un gesto de la mano por ver si podía ocupar el único asiento libre, contestó aquel con una mirada fría que bien podía significar cualquier cosa. Se sentó pues. La afable anciana de la barra, que él supuso la dueña, le sirvió sin pedirlo una taza de café, gesto que el viajero agradeció con una leve inclinación de cabeza. La sensación de ebriedad alegre había remitido en parte, siendo desplazada poco a poco por un fino desasosiego que sentía ascender por el pecho. Deseaba charlar con alguien tras el largo regreso en la única compañía de Murray, su corcel negro, pero sus acompañantes permanecían sin decir palabra. Llamó su atención que los tres vestían de oscuro, y de alguna manera y aunque el jinete no supiera decir porqué, quizás por las miradas que ocasionalmente se cruzaban, parecían conocerse. Una de las mujeres, que rondaría la cincuentena y guardaba su pelo negro en un moño, miraba casi todo el tiempo hacia la mesa, quieta, hundida en su silla. La otra mujer, algo más joven y que quedaba justo a su izquierda, no dejaba de acomodarse en su asiento y carraspear con la garganta. Esta miró al extraño que se acababa de sentar: Nunca lo he visto por aquí…, dijo sonriendo en una mueca nerviosa que al segundo siguiente se desvanecía para volver a dibujarse en su cara. El viajero se alegró de que alguien rompiera el silencio, pero el malestar le ocupaba ya la garganta y le costaba un poco tomar aliento.

Sí, contestó. Encantado, mi nombre es Dave. La verdad es que no conocía este lugar. La mujer, que movía las manos sin decidir dónde dejarlas reposar, se echó su larga melena oscura entreverada de canas hacia atrás, varias veces, pero el cabello regresaba seguidamente a su rostro.
¿Se encuentra bien?, preguntó él.
Sí; sí, contestó ella. Es esta mesa. Pero son mis hermanos, no puedo abandonarlos así como así.
Dave se sentía traspasado por una ansiedad difusa, a través de la cual se abría paso un temor sin objeto, le faltaba el aire y no encontraba postura en la silla. El hombre que se encontraba a su derecha lo miró de soslayo. Su negro sombrero de ala ancha daba una sombra gris en la mitad de su cara, de piel pálida, casi translúcida, y una vena gruesa y azul ascendía por su cuello. A diferencia de sus compañeras, que vestían sencillos vestidos lisos, este portaba un capote también negro que parecía mojado de lluvia. 

      Qué insoportable fragilidad, arrojados a esta nada, qué poco tiempo nos ha sido dado, ¿verdad amigo?, le dijo entonces a Dave, que sonrió fugazmente por cortesía.  Notó una mano cálida que se posaba en su hombro, y al girarse sintió que los dos ojos verdes de la dueña lo rescataban. ¿Sabe?, dijo ella señalando con la mirada hacia otro grupo de gente. Puede que desde esa otra mesa escuche mejor la música. 
Se levantó embotado, con un ánimo oscuro y espeso. Nadie en la mesa dijo nada más. Los límites de lo real, de lo que él veía, parecían fluctuar levemente en su camino tras la mujer, y avanzaba un poco a tientas hasta el lugar que le indicó. Tomó asiento. Los dos hombres y la mujer que ocupaban esta nueva mesa lo miraron. Uno de los hombres, el que quedaba justo a su derecha, con los brazos cruzados sobre el pecho y reclinado hacia atrás, dijo en un tono que a Dave le pareció asco: Mira que sentarse junto a esos… Y giró la cabeza con desdén triste hacia la mesa de la que el viajero venía. Él se sentía algo mejor, al menos la opresión en el cuello había casi cesado…
 ¿Quiénes son?, inquirió.
¿Esos tres hermanos? La angustia, la tristeza y el miedo, contestó el de antes con desgana, como si le costase mucho trabajo hablar. Dave estaba confundido, y empezó a sospechar si el largo tiempo solo a la intemperie por los senderos del mundo, con la única compañía de su fiel animal, no habría dejado rastros de locura en su alma. Pero es que todo estaba ahí, tan vívido y sólido como la lluvia que lo había guiado hasta ese lugar.
       
      Justo enfrente, una mujer grande, casi obesa, que no rebasaría los treinta años de edad, embutida en un vestido de color amarillo intenso con volantes en la falda, se acunaba en la silla adelante y atrás, adelante y atrás… Su cráneo era llamativamente simétrico y estaba completamente rapado. De improviso, pareció ella caer en la cuenta de su cercanía y detuvo su vaivén: ¿Sabe? Yo he visto, he visto lo que hay detrás de las cosas… Pero no comprendo, no logro entender todas las imágenes, esas voces, toda esa luz, todas las sombras, y así no puedo continuar; ¿quién podría? Regresó a su movimiento regular y pareció no ver nada de lo que sucedía alrededor. Dave se dio vuelta hacia su izquierda. Un hombre de mediana edad le observaba como a través de una tranquila benevolencia. Algo le invitó a hablar con él, a sincerarse, bajo su atenta mirada, tal vez el azul celeste de su camisa de algodón que con gracia se cerraba con tres botones color violeta en el cuello. 
No sé… Este lugar… tal vez me haya vuelto loco. Quizás solo necesite descansar, dijo Dave.
No se preocupe, acotó el hombre de azul. Acaba de escuchar a la locura, esa muchacha. La señaló con una mano. Nuestro otro compañero es el hastío. El de los brazos cruzados se inclinó hacia adelante. Tendría también unos sesenta años y su atuendo consistía en un raído jersey de lana marrón. Frunció la cara y sus arrugas así marcadas acentuaron su desprecio, a la vez que miraba al hombre de azul.
No merece la pena; no lo merece. Todo fue, es y será lo mismo. Una y otra vez, día tras día, el mismo asco, el mismo absurdo, la misma náusea, dijo el hastío y seguidamente se volvió a recostar en el respaldo y cruzó los brazos de nuevo, esta vez sin apartar la mirada de Dave. En ese momento, el hombre que vestía de azul posó su mano sobre la del viajero. Era una piel cálida, vibrante, que logró aquietar un poco su desasosiego. 
Creo que el hastío se equivoca. Es un misterio, no podemos saberlo todo, pero intuyo que todo fluye en esta vida y cambia con cada golpe de la mirada, así que es mejor no arrastrar demasiado equipaje. ¿No cree?, dijo mirándole a los ojos con dulzura.
¿Quién es usted?, preguntó Dave.
Me llaman desapego…, contestó. Entonces, la dueña se acercó de nuevo con otro café humeante. Mire, se lo voy a servir en esa otra mesa, dijo mientras señalaba con la barbilla a la última mesa, ocupada por dos personas, que restaba por visitar. Allí estará más cómodo, sentenció. A esas alturas de la noche, Dave se dejó llevar sin objetar nada, encenagado hasta las rodillas en esa taberna onírica, extraña, perdida en una noche de aguacero.

      Nada más tomar asiento vio cómo una mujer que rebasaría por poco los cuarenta años, cubierta por una especie de levita color sangre, se apartaba un poco arrastrando su silla. ¿Te crees mejor que yo?, le espetó al viajero alzando la voz.
No, señora, respondió Dave con toda la calma que pudo reunir a pesar de que un fuego ascendía ya por su cuello. 
Porque no lo eres…, siguió ella. ¡Ni ninguno de estos!, dijo ya en un grito a la vez que se ponía en pie y miraba en torno suyo. ¡No valéis nada! ¡Sois basura! Los demás seguían a lo suyo, la alegría continuaba tocando; únicamente el hastío le devolvió una malévola sonrisa, y cuando la mujer de rojo parecía disponerse a lanzarse contra él, el brazo del hombre que permanecía sentado a su izquierda la retuvo cogiéndola con firmeza de la muñeca. Era un hombre mayor, menudo, y vestía una extraña levita color verde manzana. Sin pronunciar palabra la atrajo de nuevo hacia la mesa y la mujer regresó a su asiento, mirando todavía amenazadora hacia los lados. Dave se fijó en el hombre, el cual le devolvió una mirada tranquila que descansaba sobre una sonrisa leve.
Usted es…, indagó el viajero.
El sosiego, respondió él con una expresión cálida que aplacó casi de inmediato el furor en su cuello. 
Lo suponía… Disculpen, dijo Dave, y seguidamente se levantó. Alcanzó la barra. Detrás trajinaba la mujercita. Si no le importa, me quedaré aquí, y si ha dejado de llover emprenderé la marcha pronto, le dijo. La mujer lo miró divertida, ladeó un poco la cabeza y se sacudió sus manos regordetas en el delantal blanco. 
¿Cómo soporta este lugar?, preguntó Dave. La mayoría de ellos parecen unos dementes o se comportan de manera impresentable, dijo casi en un susurro inclinándose sobre la barra. ¿Qué es?, ¿una especie de manicomio?
¿No le han caído bien la ira y el sosiego?, preguntó ella abriendo mucho los ojos.
Bueno, siguió él. Es que esto le volvería loco a cualquiera, voy de una emoción a otra, arrastrando sensaciones nuevas a cada momento, sintiéndome cada vez distinto y sin saber bien ya quién soy. La mujer miró hacia las mesas: Debajo de todo eso, usted es usted. Siempre será así. Aquí no le moja la lluvia ni le alcanza el frío, ha cenado caliente y puede descansar, así que ni el más desagradable de ellos puede hacerle daño. Yo estoy aquí, los veo entrar y salir, les dejo hacer, y la alegría viene casi todos los días a tocar. 

      Dave se acercó a una de las ventanas. Gracias por todo, dijo. Estaba amaneciendo en un cielo limpio en el que se acabaría imponiendo el azul. Ya junto a la puerta de madera se giró: Por cierto, ¿quién es usted?
Soy la presencia. Otros me conocen por la lucidez, como usted prefiera. En fin, hasta siempre…, contestó saliendo de detrás de la barra y acercándose un poco. El viajero le dedicó una pequeña reverencia con la cabeza y salió afuera.
El frescor de esa mañana de primavera le despertó los huesos y le acercó la intuición de que aunque regresase algún día, aquella posada ya no estaría allí. Además, pensó todavía con temor que tal vez habría comenzado a perder la cabeza, que probablemente nadie creería su historia… Su corcel le miraba plácidamente bajo el tejadillo. ¡Murray, amigo mío! Regresamos a casa. Ahora vuelve a verse el camino, le dijo rodeando su cuello con los brazos.
Inspiró el aire frío mientras se alejaba al galope. Le llegó un aroma de flores, de foresta, de ríos, pero también le alcanzaron unas sutilísimas notas, lejanas, que se mezclaban con los olores por su pura levedad: los acordes desconocidos para él de la alegría…     

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