Un melancólico y sugerente cuento de Kafka sobre la insatisfacción humana y sobre el paso a la edad adulta. El protagonista es un trapecista que vive solo para su arte y por ello ha decidido no bajar nunca de su trapecio. Un día, un sentimiento de tristeza embarga al artista y solicita al empresario del circo la instalación de un segundo trapecio.
Aunque menos doloroso que el periplo del ayunador, este cuento plantea una temática similar. El trapecista es un joven nostálgico; para llevar a cabo la perfección total de su arte vive en su trapecio, en las alturas. Dentro del ambiente crepuscular del circo, él optará por vivir en la cúpula, cerca de la luz. Aquí está solo, separado del mundo y en ocasiones se comunica con la gente que trabaja en el circo. Esta voluntad de soledad y de compromiso total con lo que hace lo prefigura como un ser nostálgico y desplazado.
Inmerso en la corriente surrealista, Franz Kafka nos narra la historia de un trapecista que por rigor de su propia profesión decide vivir de manera permanente sobre su trapecio. La relación social con otros sujetos se limitaba a breves intercambios de palabras con los trabajadores que montaban y desmontaban el circo, así como con el empresario cuando el circo debía trasladarse a otro sitio, situación que incomodaba un poco al trapecista. Aún durante las funciones, permanecía quieto en su lugar para no distraer la atención de los actos que se realizaban en la pista.Un día el trapecista le dijo al empresario que no podía vivir en un solo trapecio y que necesitaría dos, el empresario aceptó la petición pensando en diversificar el número artístico. Sin embargo, el artista mantenía su estado de tristeza que lo lleva a exclamar: " -Solo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!". El empresario, sin llegar a comprender la situación del trapecista, parece encontrar durante el sueño en que ha caído el artista la razón de su estado: la vejez del personaje.
Se trata de un cuento de excelente construcción, con una narrativa clara y precisa. A pesar de existir algunos diálogos, Kafka no define los nombres de los dos personajes (el trapecista y el empresario), sin embargo, el desarrollo de la historia no pierde interés en ningún momento, lo que le interesa mostrar son las cualidades emocionales de los personajes. Acorde a la corriente literaria, la historia se resuelve en un contexto onírico: es en el sueño en que cae el trapecista donde se revela el nudo de la historia. Nuevamente el sueño revela verdades que la vigilia no permite identificar.
El cuento nos narra la historia de un trapecista el cual vivía en la cúpula de un circo. Él, es el artista que mas llama la atención del público por su experiencia y sus horas intensas de práctica. Con el paso del tiempo el trapecista ya no se conformaba con un solo trapecio y decide pedirle otro trapecio al empresario aunque su respuesta fue acertada, no estuvo seguro de ella.
Un artista del trapecio —como todos sabemos, este arte que se practica en lo más alto de las cúpulas de los grandes circos, es uno de los más difíciles entre los accesibles al hombre— había organizado su vida de manera tal —primero por un afán de perfección profesional y luego por costumbre, una costumbre que se había vuelto tiránica— que mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en su trapecio. Todas sus necesidades, por cierto muy moderadas, eran satisfechas por criados que se turnaban y aguardaban abajo. En cestos especiales para ese fin, subían y bajaban cuanto se necesitaba allí arriba.
Esta manera de vivir del trapecista no creaba demasiado problema a quienes lo rodeaban. Su permanencia arriba sólo resultaba un poco molesta mientras se desarrollaban los demás números del programa, porque como no se la podía disimular, aunque estuviera sin moverse, nunca faltaba alguien en el público que desviara la mirada hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Por otra parte, se sabía que él no vivía así por simple capricho y que sólo viviendo así podía mantenerse siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba el ambiente era saludable y cuando en la época de calor se abrían las ventanas laterales que rodeaban la cúpula y el sol y el aire inundaban el salón en penumbras, la vista era hermosa.
Por supuesto, el trato humano de aquel trapecista estaba muy limitado. De tanto en tanto trepaba por la escalerilla de cuerdas algún colega y se sentaba a su lado en el trapecio. Uno se apoyaba en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y así conversaban durante un buen rato. Otras veces eran los obreros que reparaban el techo, los que cambiaban algunas palabras con él, por una de las claraboyas o el electricista que revisaba las conexiones de luz en la galería más alta, que le gritaba alguna palabra respetuosa aunque no demasiado inteligible.
Fuera de eso, siempre estaba solo. Alguna vez un empleado que vagaba por la sala vacía en las primeras horas de la tarde, levantaba los ojos hacia aquella altura casi aislada del mundo, en la cual el trapecista descansaba o practicaba su arte sin saber que lo observaban.
El artista del trapecio podría haber seguido viviendo así con toda la tranquilidad, a no ser por los inevitables viajes de pueblo en pueblo, que le resultaban en extremo molestos. Es cierto que el empresario se encargaba de que esa mortificación no se prolongara innecesariamente. Para ir a la estación el trapecista utilizaba un automóvil de carrera que recorría a toda velocidad las calles desiertas. Pero aquella velocidad era siempre demasiado lenta para su nostalgia del trapecio. En el tren se reservaba siempre un compartimiento para él solo, en el que encontraba, arriba en la red de los equipajes, una sustitución aunque pobre, de su habitual manera de vivir.
En el lugar de destino se había izado el trapecio mucho antes de su llegada, y se mantenían las puertas abiertas de par en par y los corredores despejados. Pero el instante más feliz en la vida del empresario era aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la escalerilla de cuerdas y trepaba a su trapecio, en un abrir y cerrar de ojos.
Por muchas ventajas económicas que le brindaran, el empresario sufría con cada nuevo viaje, porque —a pesar de todas las precauciones tomadas— el traslado siempre irritaba seriamente los nervios del trapecista.
En una oportunidad en que viajaban, el artista tendido en la red, sumido en sus ensueños, y el empresario sentado junto a la ventanilla, leyendo un libro, el trapecista comenzó a hablarle en voz apenas audible. Mordiéndose los labios, dijo que en adelante necesitaría para vivir dos trapecios, en lugar de uno como hasta entonces. Dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió sin vacilaciones. Pero como si quisiera demostrar que la aceptación del empresario era tan intrascendente como su oposición, el trapecista añadió que nunca más, bajo ninguna circunstancia, volverla a trabajar con un solo trapecio. Parecía estremecerse ante la idea de tener que hacerlo en alguna ocasión. El empresario vaciló, observó al artista y una vez más le aseguró que estaba dispuesto a satisfacerlo. Sin duda, dos trapecios serían mejor que uno solo. Por otra parte la nueva instalación ofrecía grandes ventajas, el número resultaría más variado y vistoso.
Pero, de pronto, el trapecista rompió a llorar. Profundamente conmovido, el empresario se levantó de un salto y quiso conocer el motivo de aquel llanto. Como no recibiera respuesta, trepó al asiento, lo acarició y apoyó el rostro contra la mejilla del atribulado artista, cuyas lágrimas humedecieron su piel.
—¡Cómo es posible vivir con una sola barra en las manos! —sollozó el trapecista, después de escuchar las preguntas y las palabras afectuosas del empresario.
Al empresario le resultó ahora más fácil consolarlo. Le prometió que en la primera estación de parada telegrafiaría al lugar de destino para que instalaran inmediatamente el segundo trapecio y se reprochó duramente su desconsideración por haberlo dejado trabajar durante tanto tiempo, en un solo trapecio. Luego le agradeció el haberle hecho advertir aquella imperdonable omisión. Así pudo el empresario tranquilizar al artista e instalarse nuevamente en su rincón.
Pero él no había conseguido tranquilizarse. Muy preocupado estaba, a hurtadillas y por encima del libro, miraba al trapecista. Si por causas tan pequeñas se deprimía tanto, ¿desaparecerían sus tormentos? ¿No existía la posibilidad de que fueran aumentando día a día? ¿No acabarían por poner en peligro su vida? Y el empresario creyó distinguir —en aquel sueño aparentemente tranquilo en el que había desembocado el llanto— las primeras arrugas que comenzaban a insinuarse en la frente infantil y tersa del artista del trapecio.
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