martes, 9 de octubre de 2018

El Vampiro Estelar

"El Vampiro Estelar" (The shambler from the stars en inglés) es un relato de Robert Bloch publicado por primera vez en la revista Weird Tales, en su número de septiembre de 1935. Es el primer relato del Ciclo de Robert Blake.

La idea de Robert Bloch era escribir un relato en el que poder "matar" a un personaje inspirado en Howard Phillips Lovecraft, al que consideraba su mentor y amigo por correspondencia. Antes de redactarlo, mandó una carta al propio Lovecraft pidiéndole permiso para hacerlo, ante lo cual este respondió: 

A quien pudiera interesar:

Certifico que el señor Robert Bloch, de Milwaukee Wisconsin, EEUU, reencarnación de Mijneheer Ludvig Prinn, autor del DE VERMIS MYSTERIIS, queda plenamente autorizado para retratar, matar, aniquilar, desintegrar, transfigurar, metamorfosear o maltratar al abajo firmante, en el cuento titulado El Vampiro Estelar.

Firmado, H.P. Lovecraft.


Continuando con su sentido del humor habitual, Lovecraft hizo que figurasen como testigos del documento personajes como Abdul Alhazred, Friedrich Wilheim von Juntz, Gaspar du Nord y el tcho-tcho Lama de Leng. El relato El vampiro estelar fue publicado en Weird Tales. Aunque fue del agrado de Lovecraft, este decidió continuar con la broma matando en la secuela al narrador del relato, inspirado en Robert Bloch.

El relato nos presenta a Robert Harrison Blake, un joven escritor de literatura de terror que desea experimentar situaciones en las que pueda sentir un auténtico terror para así poder plasmarlo en sus historias. Tras adquirir un ejemplar de De Vermis Mysteriis, se traslada a Providence para visitar a un erudito con el que mantenía correspondencia y por el cual se había iniciado en temas esotéricos. Juntos, inician la traducción del voluminoso tomo y, pese al temor que les va despertando a medida que van conociendo su contenido, esto no les disuade de intentar poner en práctica los conjuros que contiene el libro. Al final, el erudito logra invocar a un vampiro estelar pero, al ser incapaz de controlarlo, el ser se vuelve contra él y lo mata drenándole toda su sangre. Blake sobrevive al suceso, aunque a raíz de lo vivido aquel día no volverá a ser el mismo.








Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi infancia más temprana me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores innominados, los sueños grotescos, las fantasías extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí.
En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos, me he arrastrado con Machen entre las sombras, he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la Tierra, guiado por los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con torpes palabras los seres fantásticos que moraban en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro, se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.
En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y de sueños.

El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz por naturaleza de todo trabajo manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina, un montón de papel barato y unas cuantas hojas de papel carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y de oscuridad y sobre el enigma de la muerte. Al menos, en mi inexperiencia y candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Los resultados quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas en este género los rechazaron con significativa unanimidad.
Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y la estructura de las oraciones. Trabajé, trabajé febrilmente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después, un segundo, y un tercero, y un cuarto. Enseguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y empecé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir una historia real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero eso no se debía enteramente a mis errores de estilo.
Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido. Los vampiros, los hombres-lobo, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos y un punto de vista prosaicamente antropocéntrico eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico realmente bueno.
Debía elegir un tema nuevo, una intriga extraordinaria de verdad. ¡Si pudiera concebir algo monstruosamente increíble!

Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba: el roce de las larvas en mi lengua, la fría caricia de una mortaja podrida sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir de verdad y mis esperanzas se realizarían cabalmente.
Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un ermitaño de los Montes Occidentales, con un sabio de la región desolada del Norte y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó, con mucha reserva, algunos pasajes del legendario Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo que era de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.
Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa.

Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el fin de conseguir los libros deseados. Dirigí mis cartas a varias universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a los dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba destinada al fracaso.
Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen desvelados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo que más me molestó fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas… ¡Aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte.
¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y polvoriento.
Entonces empecé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni del inquietante Cuites des Goules.
La perseverancia acaba siempre por triunfar. En una vieja tiendecita de South Dearborn Street, en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que andaba buscando. Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título: De Vermis Mysteriis (Los misterios del gusano).
El propietario no supo decirme de dónde procedía aquel libro. Quizá lo había adquirido hacía un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto y me despidió con amable satisfacción.
Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el feroz poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de Montserrat; pero los incrédulos le seguían considerando un chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.

Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios se cuentan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría.
En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando —lugar muy adecuado— en las ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque próximo a Bruselas. Se decía que allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por «compañeros invisibles» y «servidores enviados de las estrellas». Los campesinos evitaban pasar de noche por el bosque donde él vivía; no les gustaban ciertos ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque.
Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición, nadie vio a las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo y no encontraron nada. Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas…, todo había desaparecido de la manera más misteriosa. Hicieron un minucioso reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.
Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy como los Misterios del gusano. Nadie se explica cómo pudo hacerlo sin que los guardianes le sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago son conocidos hoy por algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de divulgarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante poseer aquel tesoro de saber oculto y no tener la clave para descifrarlo.
Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar su ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más, le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado de ayudarme. Por encima de todo, debía ir inmediatamente.

Providence es un pueblo encantador. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano bastante raro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por un amplio ventanal, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante aquella espantosa y memorable noche del pasado abril, junto al ventanal abierto a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en la que la niebla llenaba la vacía oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con claridad la escena: la pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo… Los libros tapizaban las paredes; los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales.
Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi anfitrión proyectaba una sombra inquieta sobre la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina, una apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse.
Mi compañero era sensible también a esa atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición hasta unos extremos inconcebibles. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni la fiebre lo que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso, diría yo, por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.

Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban entre sus páginas, o qué males podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratase de inspirarme en fuentes más saludables.
Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de nuestro tesoro. Comencé a pasar las hojas.
El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos… y nada más; ninguna ilustración, ningún grabado alarmante.
Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De vez en cuando, los traducía al inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el Oscuro, y Byatis, cuya barba estaba formada por serpientes. Yo temblaba; ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir.

Y no tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, presa de gran agitación. Con voz chillona y excitada, me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechiceras de Prinn, y los relatos sobre los servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su repentino frenesí.
Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escucharlo, él me lo leería.
Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado donde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una larga y sonora invocación:
Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigilum…
El ritual seguía; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y de muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco en el infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de un oyente, y lo llamara a la Tierra. ¿Era todo esto una ilusión? No me paré a reflexionar.
Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo una respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por el ventanal entró aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica risa, unas carcajadas histéricas que parecían producto de la más absoluta locura. Aquellas carcajadas, que no provenían de boca alguna, alcanzaron la última esencia del horror.

Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia el ventanal y comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento después, su cuerpo se elevó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible y su figura quedó suspendida en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crisparon convulsivamente como si quisieran agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en la silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí.
Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaron con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba del cuello desgarrado como agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por el vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá! ¿Qué cantidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquel monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó allí horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.
Junto al ventanal, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo… sangriento. Muy despacio, pero de forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una burbuja escarlata con miles de apéndices tentaculares que se enroscaban y desenroscaban en el vacío. En los extremos de estos apéndices, unas bocas se abrían y cerraban con horrible codicia… Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado del vacío estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era un espectáculo para ser presenciado por un ser humano.

Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se desmoronó ante mis ojos. Con un desprecio total por el cadáver flácido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió al ventanal con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa sarcástica y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera ensangrentada, vuelta hacia las estrellas.
Permanecí largo rato sentado en silencio antes de prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio partir nadie, ya que me fui antes de que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las calles retorcidas, sacudido por una risa idiota cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los desgarrones de la niebla fantasmal.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado como para tomar el tren. Durante el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó la vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y de locura. Entonces tomo drogas, en un vano intento por distraer los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero tampoco eso me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé, yo también, de una vez para siempre, los Misterios del gusano.

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