"Todo el dolor del mundo"
David Sánchez-Valverde Montero
Algunos días cuando voy camino de la facultad, mis pasos cruzan el parque que limita con el río. Allí lo veo entonces; vencido sobre algún banco, oteando un punto indefinido, o deambulando en apariencia perdido por la linde del cauce con pies pesados. Lo hallo fumando algo, de seguro ebrio, sucio, desaliñado: infinitamente triste. No parece mendigar; simplemente está ahí.
En esa figura gris y gastada despunta a veces un reflejo metálico: en los días de más luz la cadena de su reloj de bolsillo reverbera de plata, y contrasta de forma extraña con su estampa macilenta. Hace un par de semanas no pude resistir la curiosidad y vencí mi leve repulsión. Así que me acerqué un poco, no demasiado, al banco de madera.
¿Tiene hora?
Sentí un escalofrío nada más dejar caer la última sílaba. Se tomó su tiempo. Tras salir un poco de su embotamiento se giró hacia mí y se cubrió los ojos entreabriendo la boca. La luz que se filtraba entre los altos árboles parecía molestarle; o tal vez que alguien le interpelara y rompiera su silencio. Entonces, sacó su reloj de bolsillo y me lo mostró.
Está parado, dijo en una media sonrisa. No puedo ayudarle con eso.
Era un reloj bonito, con la majestad que tienen las cosas antiguas y no solamente viejas. Parecía pesado, y los números romanos se veían algo desdibujados entre las agujas detenidas sobre la esfera. Volvió a guardar el reloj, a la vez que la sonrisa de dientes grises entre su barba negra y abandonada.
Perdone, ¿y de qué le sirve?, pregunté atrevido.
Me recuerda que el tiempo no tiene importancia para mí, contestó ya sin mirarme.
Gracias de todos modos, le dije, y continué mi camino.
Esto, como digo, ocurrió hace algo más de dos semanas, y desde entonces cada día atravieso el parque frente a los lugares en los que él suele estar. Observo sus maneras, sus gestos, voy con tiempo sobrado y me siento a espiarle desde algún banco cercano o haciéndome el distraído entre los árboles. Parece no reparar en mí, aunque a veces se da media vuelta y se detiene así unos instantes, para atravesarme con sus ojos vidriosos bajo el cabello denso y apelmazado, su corta figura ahí parada. Desde hace unos días me cuesta esfuerzo concentrarme en las clases. Tal vez no caí en la cuenta en días pasados, pero desde entonces me parece ver cosas; cambios a su alrededor quiero decir: anteayer estaba yo recostado sobre el tronco de un enorme roble, mirando por momentos hacia el hombre sentado. Una pareja joven pasó frente a él. Caminaban visiblemente enojados: él llevaba de la mano a un crío de unos dos años pocos pasos por delante de ella, que empujaba un carrito del que sobresalían unos pies diminutos. La mujer manoteaba un poco en el aire y elevaba la voz, mientras él le respondía con el desdén de su mano y mirando hacia otro lado. Nada más superar el banco en el que el hombre triste continuaba impávido, ambos se detuvieron de golpe. Se miraron por unos segundos en los que me pareció que enmudecía el mundo, y se aproximaron seguidamente uno al otro con pasos lentos. Se abrazaron fuerte, prolongadamente mientras el niño mayor los miraba. Se soltaron y siguieron caminando, perdiéndose en la curva que acompaña al meandro del río. Caí en la cuenta de que debía ya marcharme y pasé junto al hombre.
¿Hoy no quiere saber la hora?, preguntó con la vista fija hacia adelante.
No, hoy no, respondí sonriendo. ¿De qué vive usted?, ¿alguien le ayuda?
Solo observo y siento, dijo a través de sus ojos negros, inescrutables.
¿Y qué siente?
Todo el dolor del mundo, contestó tras unos segundos eternos parados en la densidad del aire.
Todo el dolor del mundo…, repetí casi involuntariamente. ¿Y cómo lo soporta?
Con mínimos… gestos… de luz. Paladeó cada una de las letras.
Me alejé de su lado tras despedirme e intuir que él no deseaba añadir nada más. Hoy es sábado; me he despertado tarde y todavía me encuentro tumbado en la cama, mirando al techo y mecido por una benévola brisa de confusión y consuelo. No pasaré hoy por el parque. Aún resuenan en mi mente los últimos encuentros con el hombre, avivado su recuerdo por sueños recurrentes que se despliegan en espiral y me acercan sus palabras por la noche.
Ayer también lo vi. Sé que ya sabe que lo observo; ¿cómo podría no saberlo? Pero va a lo suyo y apenas me dirige de cuando en cuando una mirada gris y lejana. Un hombre no muy mayor, supongo que superaría por poco los sesenta años, apoyado en un grueso bastón y a pasos cortos alcanzó su altura, encontrándonos a los dos casi en las mismas posiciones que en el día anterior, aunque esta vez yo estaba más cerca. La mano derecha se apoyaba con fuerza sobre el cayado, y a cada paso un casi imperceptible gesto de dolor cruzaba su rostro, pues su mandíbula se contraía un poco a la vez que cerraba ligeramente un ojo. Más abajo su pierna derecha apenas sí se arrastraba al empuje del bastón, y su mano libre temblaba ostensiblemente. Su atuendo oscuro y formal acompañaba a esa melancolía sin objeto que se filtra en el corazón con el arranque del otoño. Nada más superar el banco en el que el indigente se hallaba, el hombre se paró de repente. Di entonces medio paso temiendo que fuera a desplomarse, pero no, tras unos segundos echó un poco hacia atrás los hombros y continuó su paseo habiendo agrandado su sombra, la postura algo más erguida, la mano sobre el robusto bastón pero sin arrastrar tanto la pierna, y su otra mano, libre ahora de temblores descansando serena en su costado. Creí adivinar, pero no puedo jurarlo, que el hombre del banco sonrió levemente hacia mí, antes de incorporarse y dirigirse a la vereda junto al río.
Me acerqué a él empujado por una extraña fascinación. Lo encontré en cuclillas al borde del agua: había hecho un cuenco con las manos, dentro el líquido se filtraba entre los dedos y un insecto, todavía aturdido, regresaba a la vida. Depositó la mano sobre la hierba y el bichito recorrió apresurado su dorso hasta la tierra.
Una mano salvadora. Otra nueva oportunidad, dijo sin volverse.
Me sobresalté un poco, pues pensaba que no habría notado mi cercanía.
Perdón…, dije con torpeza. ¿Hace usted esas cosas?
¿Qué cosas?, preguntó ya sentado y girándose de perfil.
Ya sabe, lo de la pareja de ayer, el inválido de hoy…
No sé bien de qué me habla.
Quiero saber… Es usted… ¿Dios? ¿O una especie de ángel caído?, inquirí algo avergonzado.
Miraba él ahora hacia el cauce del agua: un flujo lento pero perceptible.
Dios, un ángel caído, un mendigo, el inmigrante pobre, un niño abandonado, la mujer profanada…, musitó. ¿Acaso hay alguna diferencia?
Comenzó entonces a sollozar sin consuelo, la mirada hundida entre sus manos, a las que observaba frente a él con una mezcla de lástima y desprecio.
¿Por qué llora?, pregunté conmovido.
A veces el dolor me vence. Solo a veces; y entonces siento que son inútiles mis manos, dijo levantando sus ojos, casi en un susurro, como si le hablase al río.
No me miró siquiera. Dios, un pobre hombre. Me alejé de aquel lugar, pues en nada podía ayudarle.
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