viernes, 30 de noviembre de 2018

La Mujer Imaginaria


"La Mujer Imaginaria" 
    Wilson

Cuando salí de la estación del metro ya estaba oscureciendo, cerca de las seis de la  tarde. Caminé las cinco cuadras de siempre, me distraje con los ruidos del bar El acuario, y doblé al llegar a la esquina. La vi mientras me acercaba a la entrada de mi edificio. Allí estaba, encogida, al amparo de una farola parpadeante, recién encendida. Una mujer en el suelo, llorando, un tacón roto, un pequeño corte en el brazo derecho, maquillaje corrido, un hilo de saliva rojiza pendiendo de la comisura de sus labios. 

Tras el asombro inicial, me aproximé a la mujer. Le pregunté si deseaba que la llevase al hospital, que llamara a una ambulancia, a la policía o a alguno de sus familiares. Me dijo que no. Me dijo estoy bien, sólo necesito calmarme, tomar agua o té. Le ayudé a levantarse. Pensé en invitarla a pasar. Pensé en que si lo hacía, ella pensaría mal de mí. Volví a mencionar la palabra hospital o clínica. No, gracias. Una cafetería, un bar, un almacén, quizá. Está bien, respondió. Ya no tengo ni un duro en los bolsillos, recordé. Le dije que me esperara, que subiría a mi departamento a buscar el dinero. Me sujetó el brazo de repente. Me ruega que no la deje sola (con los ojos, sobre todo). ¿Quiere subir? 

Ella se sentó en una esquina del sofá. Aún tiritaba. Me dijo que no me molestara, que un vaso de agua estaría bien. Se lo llevé. Lo bebió despacio. Ya no parecía asustada. Miraba el resto de la estancia, la ventana, su vestido, con cierto asomo de apatía. 

Me dijo que se llamaba Nicole; aunque bien se pudo haber llamado Marta, Shirley, María, Paula, Mónica, Angélica, Camila, Hortencia o, incluso, Mario. No importa. Pero a esta mujer le llamaremos Nicole. 

—También tengo té. 

—Estaría bien, gracias. 

Me fui a la cocina a preparar la bebida. Cuando regresé a la sala, el sofá estaba vacío. «Se marchó», me dije. Tomé asiento. Entonces pude escuchar, desconcertado, el agua caer. La desconocida estaba duchándose, al parecer. Me bebí de un trago media taza, humeante.



La espera no se prolongó más de cinco minutos. Salió sin secarse, sin pronunciar palabra y sin ropa. Tomó lo que quedaba de té, ya frío. Pude reparar en su figura, esbelta, alargada —sin llegar a ser extraordinaria o de imagen televisiva—, ligeramente encorvada, pechos pequeños, casi infantiles; vellos hirsutos, negros, de una semana, tal vez; dos tatuajes; su cabello mojado me hizo notar que no era tan corto como pensaba. El piso ya estaba hecho un charco. Ella se abalanzó sobre mí cuando trataba de levantarme para traer una toalla. Rápida, empapada, rabiosamente sobre el sillón. 

Aquella noche desaforada no fui capaz de despejar las dudas evidentes: ¿quién es Nicole, qué le pasó, acaso un asalto, por qué estaba allí afuera, vivirá cerca, en este edificio, todo lo que hemos hecho se ha derivado de su experiencia traumática, o le resulto atractivo o sólo es una excesiva muestra de agradecimiento? A la mañana siguiente, renuncié a todo intento por resolver el misterio, a sobreanalizar la situación o aplicarle un interrogatorio indirecto a la chica. Me dije, entre bostezos, que no importaba, y ya ni siquiera estaba seguro de que hubiese sucedido lo que recordaba. El olor del desayuno diluyó mi incredulidad. Allí estaba, en la cocina, cantando bajito, interrumpida por el chisporroteo de la sartén, moviéndose con pasos cortos. Se quitó mi camisa y se puso su ropa mientras yo comía. Antes de irse me dijo que volvería luego. Asentí con un movimiento de cabeza. 

En la oficina Martín advirtió mi buen humor. Le relaté la historia. No me creyó, como era de esperarse —no lo culpo—. Hizo algunos chistes previsibles. ¿Por cuántos billetes dejan que las llames Nicole? Él la acuñó como la mujer imaginaria. ¿Nicole es la palabra clave para una variante de barbitúricos? 
¿Qué has hecho hoy con la mujer imaginaria? Martín y yo somos amigos. Tampoco he movido un dedo para demostrar la veracidad de mis andanzas. Yo también dudo. No importa. Regresó, en efecto, un par de días después. Traía consigo un pequeño bolso. Me besó la mejilla en el umbral. Estaba muy bien vestida. Se instaló con naturalidad, como una gata que sale de la caja de la tienda, desperezándose, olisqueando apenas, observa con pereza y se tiende sobre la alfombra. En lugar de garras, saca un cigarrillo. Hace muchos años que las mujeres se escurrieron de mi vida. Como en todo, hay que saber perder, aceptar. Quizá sea sólo el resultado de la inercia; no me he esforzado lo suficiente, no me he empeñado, es cierto. Cuarenta y seis años. No es que sea particularmente desgraciado, o feo o gordo, calvo, idiota, enano, deforme, gigantesco o pobre o tenga mal aliento, no, nada de eso; estoy en la media, ecléctico. En retrospectiva, he buscado racionalizar mi tácita exclusión. No sé si he conseguido explicaciones coherentes. Me parece que el «aislamiento» involuntario empezó —temprano— durante mis veintes. Un rictus de desdén, de inapetencia se fue implantando en mis labios, en la mirada, en el peinado. Me transformaba, podía sentirlo, no como un cambio físico, palpable, sino como una hemorragia, una combustión interna, un ácido consumiéndome, invisible, y que, de alguna forma, se exteriorizaba. Y mi rostro iba adoptando unos minúsculos rasgos ascéticos, secretamente sufrientes, una especie de anacoreta mental —o quizá toda la descripción previa no es más que un invento, una explicación estúpida y pseudo-poética de un problema de soledad que se podría resumir en pocas frases: no tienes ninguna compañía porque no mereces ninguna compañía, no la crees, no la sientes y ellas lo perciben de inmediato—. Antes de eso tenía confianza, disfrutaba toda la parafernalia social, las breves danzas psicodélicas, recorría gustoso el memorizado laberinto hacia la cópula; me interesaba. Necesitaba recrear una y otra vez esas sensaciones. Más tarde, en sucesión fundamentalmente idéntica, sobrevinieron los desencuentros, los rechazos, imágenes cíclicas, escenas con finales reincidentes y los posteriores discursos de negación femenina —amortiguados por sonrisas pintadas de rojo y eufemismos—. Y luego, invariable, muda, la decepción, ese sabor reconocible. Hay una mancha, un signo que las aleja —con disimulo— minutos o días después de aceptar algún acercamiento. Mi rictus se alimenta de la derrota, se expande, despacio. Y aquí sigue, cuarenta y seis años, me acompaña, y sin embargo, Nicole estaba en mi cama, preguntando nimiedades, empezando a hacerse familiar, a pertenecer al paisaje, rascándose, envuelta en mis sábanas, apropiándose del espacio. 

Una semana, dos semanas, tres. Regreso del trabajo y un par de piernas me esperan, me señalan. No deja de ser asombroso. Para que todo continúe funcionando es necesario desechar las cavilaciones, me decía. Ella continuaba existiendo junto a mí, de una manera absurda (pero cálida), como una acompañante al azar, en un viaje largo de invierno, en tren. Nicole es bella, pero no tanto como para odiarla, temerle o divinizarla. No hay una explicación clara que justifique mi dilatada incomunicación ni la presencia de una mujer como Nicole en mi vida. Es extraño —imaginario, resolvería Martín. He observado toda mi vida a esas mujeres exuberantes, insanamente bellas; son monstruos imaginarios para mí, están como detrás de una pantalla de televisión: están allí pero, a la vez, muy lejos. Observo en la calle, en el trabajo, en el estadio, en mis años escolares una sucesión de esta clase de mujeres, y siempre supe que ninguna caminaría hacia mí, jamás. Lo intenté alguna vez, cuando aún disponía de cierta confianza, antes del «rictus», con los resultados esperados, catastróficos. Y ahora no espero nada de ellas —no espero nada de mí, sería más correcto decir—, las miro como se mira a los animales fantásticos de un zoológico, una fauna especial, con admiración genuina (carente de intenciones onanísticas, aclaro). Hubo un tiempo en que las mujeres demasiado hermosas me producían una extraña aversión-atracción, como si quisiera follarlas mientras las apuñalaba una y otra vez. Follar con un cuerpo decapitado. Nicole es bella, pero no tanto; no merece que la apuñale. 

Lo cierto es que la situación no era siempre idílica (¿alguna vez lo fue? Extravagante, sí; idílica, quién sabe). A veces ella era cruel, o indiferente, o efusiva. A veces no estaba (en el fondo, nunca estaba seguro de si aún estaría tras la puerta). Entonces yo me resignaba a perderla, asumía la conclusión. Luego reaparecía al día siguiente, con leves rastros de desvelo. Al principio —sólo al principio— estuve tentado a saber más de ella, averiguar, revisar su bolso, su cartera, echar un vistazo a su teléfono, seguirla. No me faltaron oportunidades para hacerlo. No lo hice. No corroboré ni su nombre. Sabía sólo lo que ella quería que supiera. Eso me bastaba. Supongo que perdí la curiosidad. 

Un mes, o más. Pensé en que pronto tocarían a mi puerta para avisarme sobre el respectivo incremento en el cobro de la mensualidad de mi piso; sin embargo, aún no sucedía. Es probable que todavía nadie se haya fijado en el arribo de una «nueva» inquilina, me dije. O quizá esta eventualidad ya estaba contemplada en el contrato, por lo cual no me encuentro incurriendo en delito alguno, me tranquilicé. Un mes, o más. Nicole manifiesta sus manías y me involucra en ellas. Contradictoriamente, aunque por momentos parece un ser de hábitos estables, se comporta de manera voluble, azarosa, errática, y luego regresa a sus manías, a sus rutinas, o las desecha de golpe y se engancha a otras. Quizá escapó de un psiquiátrico o sólo soy muy viejo. 

Regreso del trabajo. Ella está escuchando un disco que no reconozco (será uno suyo). Hay humo y olor a frituras. Me sonríe. Salta del sillón. Me pide que la acompañe a bailar una canción no-bailable. La botella medio vacía explica —parte— de su actitud. Sobre la mesa hay dos libros abiertos (sé cuáles son). Ella baja el volumen cuando salgo del baño. Conserva la sonrisilla maliciosa. 

—Así que eres artista, ¿eh? —me dice. 

—No, sólo soy un empleado común. Ya lo sabes —me siento y acerco la botella. 

—¿Y estos libros? —los levanta y me señala el nombre sobre la tapa. 

—Sí, bueno… antes, cuando era joven, quería, entre otras cosas, ser escritor. Publiqué 
ese libro de cuentos y una novelita. 

—¿Y qué pasó con eso? 

—Me convertí en un Bartleby, en un ágrafo. En algún punto se me acabaron la energía y la pasión de esos años. Y envejecí. La vida de adulto. La pereza. Trabajo, dormir, trabajo, comer, trabajo, porno, trabajo, cerveza, trabajo, putas baratas, trabajo, amistades postizas, muertes cercanas, enamoramientos unilaterales (siempre), el dolor de espalda, la amenaza de la calvicie. En fin, excusas para no escribir. 

—Y olvidas mencionar la falta de talento. Hasta ahora, todo lo que he leído de tus libros me parece una puta mierda —responde, seria. Ella disfruta cada palabra, aplica el desprecio justo, estudia mis reacciones, espera ver mi indignación o mi tristeza. 

—Sí, quizá todo se resume a eso —continúo vaciando la botella. 

—Aunque pensar en las otras excusas seguro es más reconfortante, ¿no? 

—Por desgracia, me agradas incluso en tus lapsos de crueldad. 

Hablamos del disco. Dice que lo encontró en mi repisa (no lo creo, aunque podría ser). Me recrimina por no tener nada de su agrado: ni buenos discos ni buenos libros ni buena comida ni un televisor. De pronto recuerda que tiene un postre guardado para compartir; jura que ella misma lo preparó (miente, miente). 

—Quizá debiste hacer spam —dijo más tarde. 

—¿Qué? —respondo, aparentando que no sé de lo que me habla. 

—Sobre tus libros, spam. Ya sabes. Quizá debiste salir a lugares concurridos de la ciudad, recorrer los parques, las estaciones, los autobuses, las bancas, los cafés, los bancos; y en cada uno de esos lugares vas dejando uno de tus libros. Lo repites hasta que se te acaben los ejemplares de cortesía. Alguien los leerá (probablemente muchos serán leídos por culos de indigentes). Y así te vuelves famoso —ambos reímos. 

—Debiste haber sido mi agente literaria. Quién necesita a Carmen Balcells. 

—O podrías vender tacos o hamburguesas y, en las servilletas, escribir poemas o micro-ficciones. 

Dos meses, o más. Aprendí la forma exacta de sus pechos, sus clavículas, el saltito de sus nalgas, el olor de su shampoo, el movimiento ansioso de su pie, sus lunares, sus muletillas y palabras recurrentes, el sabor corporal, sudoroso, que el día depositaba sobre su piel; aprendí a subyugarme a sus caprichos, su cinismo, a sus malos y buenos tratos, a sus estados caleidoscópicos de humor, a su cocina deficiente —acaba cocinando yo—, a su música, a su «reordenamiento» de mis cuadros y muebles. A todo, menos a su ausencia. 

Tres meses, o más. Yo no le digo que se quede o que se vaya. Ella sólo permanece. Tengo —vivo al riesgo— una sola llave; sin embargo, sé que ella también posee una llave (no recuerdo habérsela prestado para que la replicara y dudo que en administración le hayan proporcionado la de respaldo). En la habitación hay una pequeña maleta (siempre, como una lengua, se asoma una prenda azul). El váter huele bien. Algún pelo en el desagüe. Un cepillo de dientes junto al mío. Condones usados —no sé por quiénes— en el bote de la basura. ¿Quieres que te presente a mis amiguitos? (los conocí después, aunque estaban muy ocupados). Ahora hay un televisor en mi sala, emitiendo imágenes perpetuamente, Nicole le habla, se divierte, me resume las películas y me explica los triángulos amorosos de telenovelas mexicanas. En esa época contrajo otra frívola y antojadiza costumbre, cuya ejecución acontecía poco antes de quedarse inconsciente sobre la almohada. 

—Léeme poemas en francés —me dijo una noche, exagerando, irónica, su voz de amabilidad—. No quiero entender nada. Sólo quiero escucharte, saber que de tu boca salen todas esas palabras poéticas, solemnes e inteligentes —y me acarició la nuca. 

—En realidad lo que quisiste decir fue: «palabras lo suficientemente confusas y aburridas para dormirme». Además, ¿quién dice que yo hablo francés? 

—Sssshhh, recita. 

Entonces yo le leía, fingiendo el acento y las pausas, algo de Hugo, o unas páginas de una edición bilingüe de Una temporada en el infierno, o un capítulo de una novela (Clochemerle) que encontré entre mis libros, escrita por un tal Chevallier. Y a veces, en cuanto deducía su somnolencia, sólo me inventaba frases —procurando imitar el «gagg» característico de las fricativas epiglotales sordas—, estupideces sin sentido o sólo le describía lo repugnante o hermosa que me parecía esa noche, de forma entreverada, o le susurraba puta, puta miserable, no desaparezcas, lárgate, quédate, quién eres realmente, desconocida, maldito saco de carne, sangre y huesos (como todos), delicioso saco de carne, sangre y huesos (como pocas). No es que me precie de dominar la lengua de los galos —mi repertorio de improperios es limitado—; sin embargo, por aquellos días decidí ampliar mi glosario francés para emplearlo —venenosamente, unilateral— en nuestras sesiones nocturnas de poesía. 

Fue durante nuestro segundo «recital» que descubrí algo interesante acerca de Nicole. Después de unos diez minutos de “fervorosa” declamación, me llegaban, nítidos, los resoplidos propios de una persona dormida; no obstante, sus párpados contraídos parecían indicarme lo contrario. Así es, dormía con los ojos abiertos. Y cada noche allí estaban sus ojos, enormes, continuos, inagotables; me miraba sin mirarme, desde el sueño, y su rostro adquiría una mueca, en la oscuridad, entre irónica y siniestra. Naturalmente, esta cualidad me permitió exhibir un vengativo catálogo de insultos —en voz baja— salpicados de gagg. 

No pasó mucho tiempo antes de que se empecinara con otro de sus «proyectos de diversión». 

—Escribe una nueva novela. —empezó una tarde. 

—Ya terminé con eso, hace tiempo. 

—No importa, sólo una que sea para mí. Pero que tenga mucha acción, movimiento, drama, penes, tetas, ya sabes… Tus libros anteriores no han funcionado porque son aburridos, ¿no lo has notado? Nadie entiende de qué estás hablando. 

Me opuse diplomáticamente al principio, refunfuñé, pronuncié una buena cantidad de excusas —algunas válidas— hasta que me arrastró. Llegaba al punto de sugerirme argumentos y personajes. Me senté algunas noches a escribir, sin ganas, tratando de emular ese estilo pulp, teatral, ligero de las revistas de historias cursis y dramáticas que, supuse, le agradaban. Sin ambages, me dijo que todo lo que había escrito hasta ese momento era una mierda absoluta, incluso más infumable que mis anteriores y pretenciosos libros publicados. Tenía razón. 

—De acuerdo, señorita Annie Wilkes. 

De modo que emprendí la escritura de una nueva novela, impulsado por la antítesis de una fan número uno. Tomé varias notas, me documenté con relación a algunos aspectos técnicos y acontecimientos históricos, personajes necesarios, fui zurciendo posibles giros argumentales, anagnórisis, desenlaces y mucha, mucha acción. En fin, conformé una trama, digamos, seria. Planeaba algo que juzgué lo suficientemente ambicioso, ridículo y grotesco como para despertar el interés y la admiración de Nicole. Sí, como es lógico, fracasé. En este caso, sin embargo, el estropicio no se debió a una torpeza, incapacidad o falta de talento del escribidor, sino —sencillamente— a la pérdida repentina de toda disposición por parte de mi inclemente editora. Alrededor de cincuenta páginas después —y decenas más en la papelera virtual—, de sus pequeños labios surgió la siguiente frase: «Esto no está mal. Es divertido; por momentos es riguroso, realista y cuando narra Jenny es un disparate gracioso. Pero creo deberíamos hacer otra cosa, deja eso ya». Y aunque proseguí, medio ofendido, escribiendo unos días más, Nicole ya había perdido el interés por completo, y se dedicaba a hacer cualquier otra cosa. Dejé de escribir. 

Había días en los que Nicole me esperaba en la habitación. Casi podía presagiarlo mientras subía por las escaleras. Cuando giraba la llave y entraba, la certeza era total. No se trataba de señales o pistas concretas; se parecía más a un silencio sospechoso, una quietud simulada, en tensión. El brillo del cenicero, la estancia sin humo ni música y la pantalla de la TV en negro. Mi mano busca desabrochar dos o tres botones. La puerta de mi habitación cerrada, todo demasiado limpio. ¿Debería quitarme la corbata? Avanzo, de memoria. Ella, tras la puerta, me espera de espaldas, me deja contemplarla; es un par de centímetros más alta que yo, se calza unos tacones para acentuarlo. Por encima del hombro se cerciora de mi deseo —de mi actuación de hombre emocionado—, y se voltea, parsimoniosa, y me acaricia la cabeza, benévola, desde su cúpula. Ella despliega sobre mí el acto sexual, tiene el control absoluto; es una actividad vertical, casi solitaria (desde su perspectiva), como si me permitiera mirar apenas; para ella yo no estoy ahí, borra mi rostro, deja de escuchar, olvida el resto; mi cuerpo envejecido es, a veces, el depositario de sus masturbaciones. Tantos años sin mujeres me han regresado a un cierto estado de inmadurez, de incapacidad y silenciosa desconfianza. Se le insinúan cuatro costillas y pienso en un galgo mientras la observo balancearse encima de mí. 

Al principio no me importó encontrarme solo, no me interesaba creerle, dotar de valor y significado su ausencia, pensar en el tema, en la posibilidad del no-retorno. Ya antes había intentado marcharse; y luego regresaba para evaluar los «efectos» de su traumática decisión sobre mí. Sonriente, encubría su frustración al comprobar las nulas secuelas de su magia. Silenciosa, con rencor, iba dejando «evidencia» fotográfica de todos los lugares que visitó, de todas las mujeres y todos los hombres con los que convivió durante su desaparición del departamento: una fotografía sobre la mesa, otra bajo las sábanas, otra junto a un cuadro, clavada; y guardaba sus mejores fotos, las más explícitas (de las que casi se escapaba algún gemido), para pegarlas en el frigorífico y en la puerta de nuestro domicilio, por la parte de afuera, a vista de cualquier vecino que caminara por el corredor. Creo que ella ha querido —sin pedírmelo directamente, sin saber que lo desea— hacerme dependiente de su presencia, imponerse, quiere que me importe, que crea en la trascendencia de haberla conocido, de tenerla; ella quisiera que yo sienta, que padezca sentimientos peligrosos (sentimientos que han quedado en otra época de mi vida), un enamoramiento pueril, que sienta miedo; ella cree merecerlo —quizá sí tiene derecho, no lo sé—; quiere que mi sometimiento no sea una interpretación, una farsa histriónica; quiere escupirme en la cara, que me duela, saberse con el poder de romperme el corazón y el espíritu y hacerlo a la menor oportunidad, una y mil veces. O acaso ella esperaba mi enojo, mi dominio, que tomara el control, que la golpeara, qué sé yo. Creo que me hubiera gustado quererla, sentir de verdad, incluso sin ser correspondido; recibir su maldad arbitraria, recibir todo su veneno y carecer de inmunidad. 

Nicole se fue hace ocho meses, o más. No se despidió ni dejó un indicio sobre su regreso. Esta vez es definitivo, no como en las otras ocasiones. Recuerdo, por ejemplo, la vez en que se ausentó por cuatro días, dejando, sobre mi cama, una caja negra con una nota que decía, con su letra manuscrita, lo siguiente: «Me tengo que ir. Están a punto de capturarme. Por favor cuida muy bien de estas joyas». Una bromita que me hizo dudar por un segundo y reír por varios más: restos de una botella quebrada en pedacitos; eligió algunos y los combinó con bisutería barata comprada donde el chino. 

Tal vez Martín tiene razón. No encuentro una huella tangible de su existencia. No hay nada aquí que evidencie su paso por mi vida, nada que pruebe que estuvo aquí. Los recuerdos pueden ser corrompidos, inventados (síntomas de una futura demencia, quizá). Los cuadros cambiados de lugar, o el televisor, o el buen olor del váter, o las páginas de la novela iniciada, o la sartén quemada, o el dentífrico medio vacío no me dicen nada; todo eso pude haberlo hecho yo. No encuentro sus cabellos enredados en el desagüe o en la almohada, o en el polvo barrido, ni su cepillo de dientes ni su maleta, ni sus fotos en las paredes o en la puerta, o en el pasillo exterior, ni la caja negra con su notita ni su olor en las sábanas o en el sofá ni una sola de sus bragas o sostén o blusa ni los condones de sus amigos en la basura ni nadie en el edificio la conoce o la ha visto. Nada. Una desaparición quirúrgica. Siempre sospeché que un día se volvería transparente, inmaterial y se desvanecería frente a mis ojos. Su método de disolución, aunque lo aparenta, no llega a ser fantasmal (me obligo a configurar otras explicaciones). El resultado, en cualquier caso, es equivalente. 

Quiero regresar y que ella esté ahí, no porque la crea imprescindible sino porque ya la sentía natural, parte del lienzo cotidiano, porque me incomoda el cambio, el desajuste. Quiero regresar y que ella esté ahí, cantando, haciendo sus cosas, o nada, o dándose por vencida en la cocina, o tratando de humillarme, queriendo averiguar si acaso me importa lo suficiente —para echármelo en cara, burlarse, aprovecharse de ello—. Abrir la puerta y encontrarme con una escena repetida: ella follando con un desconocido o con dos o tres, en la sala, y yo bebo, preparo la cena, leo unas cuantas páginas, me muevo, los esquivo, indolente, mientras ella sigue jadeando y gritándome insultos gastados. 

Distraídamente, tratando de convencerme de que no lo estoy haciendo, busco a Nicole. Entro a los bares, pido una copa o una cerveza, observo las caras, sin convicción; escucho los karaokes. Miro los escaparates, recorro las avenidas, fabrico rostros similares al suyo entre la multitud, los desmiento. Ingreso en cafeterías, examino maquinalmente, comparo los olores, inquiero a las meseras, los meseros, pronuncio una descripción breve, ensayada, en tono despreocupado, no, señor, responden. El metro, los pasillos de los centros comerciales, los almacenes, el autobús, el cine, el elevador, los hospitales, una cárcel cercana, mi departamento. Alucino su voz, la descubro disfrazada entre un grupo de monjas que caminan en fila, o tras los prismáticos que intuyo ocultos en la azotea de un edificio. Todos los lugares probables los he transitado, lento, perezoso, con un desarrollado sentido de observación. Hay lugares a los que regreso. A veces aparece alguien que me dice que la conoce, que me llevará a ella etcétera, y yo le deslizo unos billetes, me dejo engañar. Ahora dispongo, también, de un vasto registro mental de los burdeles de esta ciudad, ahí tampoco. Esta búsqueda inútil dota de sustancia mis horas libres, mis movimientos, me concede esa sensación de lo inacabado, de recompensa futura; consigo, a través de la búsqueda, falsificar una justificación del camino. Buscar a Nicole es un simple acto periódico, una costumbre adquirida, como jugar a un póker amañado; el resultado ya lo conozco, siempre el mismo. El fracaso. Quizá debería olvidarla. O quizá debería esculpir una nueva. 

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