sábado, 22 de diciembre de 2018

La Noche de Lear

"La Noche de Lear"
Andrés González-Barba


Capítulo I

A John W. Sinclair nunca le había gustado excesivamente la Navidad. ¿Por qué tenía que cambiar ahora de idea en aquellos meses finales de 1940 en los que los aviones de la Luftwaffe estaban masacrando sin piedad Londres desde el cielo? Desde hace tiempo, John no tenía una ilusión grande por la que vivir, e iba sin un rumbo fijo que le guiara hacia alguna parte en concreto. El mundo que él amaba se fue derrumbando en los últimos años bajo unos efectos aún mucho más devastadores que los de las bombas que, a diario, caían incesantemente desde las alturas. Los incendios estaban a la orden del día y la gran capital de antaño era, en esos momentos, un inmenso escenario de dolor y desesperación lleno de jirones de hierro y escombros de hormigón por todas partes. 

John vivía en un pequeño piso de alquiler cercano a la zona del Covent Garden. Su vida no era nada extraordinaria. Se levantaba todas las mañanas; leía el Times con las últimas noticias sobre la guerra y los movimientos de Churchill, y se tomaba una taza de té mientras miraba impasible el horizonte que se le presentaba.Tenía una complexión delgada y una estatura mediana. Poseía, además, unos ojos azules oscuros muy profundos y vestía de manera elegante, muy similar a la de un dandi, aunque no lo fuese al cien por cien. Era, asimismo, el director de una pequeña compañía amateur de teatro que iba a representar El rey Lear el día de Año Nuevo en un hospicio. Y es que, a pesar de que fuesen tiempos de barbarie y de precariedad humana, él encontraba aún en los textos de Shakespeare una tabla de salvación para su mísera existencia.






Quedaba sólo una semana y media para la fecha del estreno y el pequeño grupo de actores se reunía todas las tardes en un local que les habían facilitado para los ensayos junto a los jardines de Kensington. Se trataba de una compañía de lo más normal; no había ningún intérprete que destacase especialmente, pero John sabía que necesitaba trabajar con ellos a diario para hacer frente a la angustia que lo asolaba. En todo caso, debían terminar temprano porque el toque de queda les obligaba a refugiarse en sus casas si no querían correr el mismo destino fatal que habían padecido muchos londinenses en las últimas semanas.


—Está bien, ya hemos acabado por hoy. Podéis descansar. Quiero felicitaros porque creo que habéis hecho un buen trabajo y estoy seguro de que la obra va a salir muy bien —dijo el director de la compañía al mismo tiempo que para sus adentros pensaba que la función iba a ser un desastre.

En el fondo del corazón de Sinclair había algo que le corroía y que le impedía ser feliz, pero él trataba de refugiarse en el trabajo para no pensar demasiado en sus zozobras personales.

Al día siguiente llegó media hora antes de lo previsto al lugar de los ensayos, pues tenía que arreglar las luces que iban a servir para el espectáculo. En esas condiciones tan precarias tenían que trabajar. Cuando abrió la puerta que daba a la sala, observó que un hombre de mediana edad con un rostro algo macilento estaba declamando el texto de Shakespeare de memoria y de principio a fin. Al verlo, John se quedó fascinado porque jamás se imaginó que iba a encontrar en aquel inhóspito lugar a un actor que representase aquella obra con tanto sentimiento.

—Por favor, siga usted —le suplicó el joven director teatral al darse cuenta de que aquel hombre había interrumpido abruptamente su monólogo.

—Un actor necesita concentración y ahora la he perdido totalmente —respondió el desconocido.

—Perdóneme. No quería molestarlo, pero cuando lo he escuchado declamar a Shakespeare me ha parecido lo más emocionante que he visto en muchos años.

—Muchas gracias, muchacho, aunque creo que no merezco tales honores.

—Verá. Pensará que soy un oportunista pero necesito a alguien que le dé otro aire a El rey Lear y creo que nos iría muy bien si usted quisiera colaborar con nosotros. Por cierto, ¿cómo ha podido entrar aquí si todo el edificio estaba cerrado?

—Es usted muy curioso y le aseguro que no tengo respuestas para lo que me plantea. Ni siquiera sé qué hago aquí exactamente. En cuanto a lo de formar parte de su compañía, se lo agradezco mucho; sin embargo, no puedo aceptar su invitación. Estoy aquí de paso y pronto me marcharé a otra ciudad —contestó de manera algo melancólica.

John se quedó anonadado ante las palabras de aquel hombre tan extraño. Era una especie de fascinación magnética que le impedía moverse de su sitio.

—Quédese con nosotros. Ya estoy oyendo a mis compañeros subir por las escaleras y pronto estrenaremos la obra.

—Lo lamento, pero debo irme ya. Le voy a dejar, no obstante, una tarjeta con la dirección en la que vivo. Desearía que me visitara en los próximos días y que no faltara a su cita porque se trata de un asunto de vida o muerte.

El director contempló la tarjeta durante unos breves segundos y, sin levantar la vista de aquel papel de color crema, dijo:

—Está bien. ¿Qué día le vendría bien quedar?

Cuando elevó su mirada de nuevo ya no estaba aquel hombre. Entonces la puerta de la habitación se volvió a abrir y entró una docena de personas. John W. Sinclair preguntó a sus compañeros si habían visto al individuo con el que acababa de mantener tan breve conversación. Nadie sabía nada de él. El director teatral volvió a mirar la tarjeta y vio que ponía una dirección: El 221B de Hammersmith Road.



Capítulo II

Los ataques de los aviones alemanes fueron en esos últimos días de diciembre menos continuados que durante los meses anteriores. En el instante en que esto ocurría, John W. Sinclair no podía quitarse de la cabeza el encuentro que había sostenido con aquel hombre tan extraño del que sólo sabía un dato, su dirección. Al mismo tiempo que pensaba en él miraba a través de la ventana de su dormitorio. Enfrente tenía un bloque que estaba totalmente destruido por el efecto de las bombas. Aunque tuviera la miseria a escasos metros de donde vivía, aún conservaba la imagen de ese individuo recitando el texto de Shakespeare. Si acudía a visitarlo podría encontrar tal vez alguna respuesta en referencia a lo que estaba buscando, pero por otro lado tenía una extraña sensación ante lo desconocido.

Era 23 de diciembre y la noche presentaba una rara quietud. No nevaba; sin embargo, el viento era extremadamente frío. De hecho, las briznas de aire parecían acuchillar el rostro del director teatral. El firmamento se estaba encapotando cada vez más. A lo lejos se escuchaban algunos cánticos navideños. Parecía increíble que aquellas personas aún tuvieran ganas de celebrar algo cuando los nazis estaban arrasando media Europa. Si la cosa continuaba así, el mapa continental sería un infierno en los próximos años y cualquiera que amase la libertad se tendría que ver obligado a emigrar a otras latitudes muy lejanas para huir de tanto horror.

El director teatral miró de nuevo la tarjeta que le habían dado. La letra del desconocido en la que se indicaba su dirección era muy picuda, con cierta inclinación hacia arriba a la derecha. John no sabía por qué razón, pero aquella grafía le recordaba mucho a la suya; las vocales no eran demasiado abiertas y las consonantes se mostraban alargadas. Había también ciertos rasgos temblorosos en aquellas palabras muy similares a los que él poseía.

«Me estoy volviendo loco por culpa de este hombre —pensó—-. Jamás me había obsesionado nunca con nadie de esa forma».

A la vez que reflexionaba sobre este asunto, una fina lluvia comenzó a caer desde un cielo que iba adquiriendo poco a poco una tonalidad más lechosa. Los villancicos parecieron ahogarse en una atmósfera demasiado enrarecida y asfixiante para cualquier alegría. De repente, alguien llamó a la puerta de su casa y le dio un vuelco en el corazón porque eran más de las once de la noche.

«¿Quién podrá ser a estas horas?», se preguntó molesto porque le hubieran interrumpido sus pensamientos de una forma tan abrupta.

Sinclair se dirigió rápidamente hacia la entrada del piso mientras el corazón le palpitaba con la misma intensidad que la locomotora de un tren. Abrió la cerradura con unas manos temblorosas y casi se le cayeron las llaves al suelo. Al otro lado de la puerta estaba su amigo Milton Huntington Hopes, su viejo compañero de fatigas.

—¿Se puede saber qué diantres haces aquí, Milton? ¿No sabes que pueden venir los aviones de la Luftwaffe y que estamos en toque de queda?

—Perdóname, John. No podía dormir y pensé en hacerte una visita.

—¿Es que acaso tengo cara de niñera? —refunfuñó el director teatral.

—No te molestaré mucho tiempo, te lo prometo —respondió el amigo algo contrariado. 

Milton Huntington Hopes asomó un rostro tan lívido y delicado como la luna que se había intentado asomar con timidez aquella noche hasta un rato antes. Tenía unos ojos acuáticos y un cabello rubio algo ensortijado. Los dos muchachos entraron al salón y se sentaron en sendas butacas de cuero que estaban desgastadas. Estuvieron un tiempo en silencio, sin saber qué decirse el uno al otro. Sin embargo, el compañero de John era muy avispado y enseguida le sacó un tema de conversación, el de la obra de teatro que estaba preparando el director. Éste, por su parte, intentó ser lo más cortés que pudo con su camarada; a pesar de lo cual, le resultó imposible pensar en otra cosa que no fuera aquel hombre que había visto unos días atrás antes del ensayo de su compañía.

—La verdad es que siempre me ha encantado El rey Lear, John. Esa idea de las tres hijas y que sólo una de ellas amara realmente a su padre me parece de lo más conmovedora —sentenció Milton intentando darse unas ínfulas de intelectual, algo que nunca había sido precisamente.

El amigo de John no paraba de parlotear y el director tuvo que responderle maquinalmente porque no tenía otro remedio. Estaba obsesionado con ese misterioso hombre que era capaz de declamar los versos de Shakespeare como ninguna otra persona en el mundo. A lo mejor se trataba de un actor profesional que le había visitado por alguna razón muy poderosa que él ahora debía averiguar. Tal vez quisiera ofrecerle algún contrato sustancioso para que trabajara en uno de los teatros más prestigiosos de Londres. No obstante, a medida que pensaba en estas ideas tan peregrinas intentaba quitarse todos estos pájaros de la cabeza, pues no quería hacerse ilusiones en vano.

—John, creo que estás muy extraño esta noche. Muchas veces he pensado que tienes un cierto toque de dandi o incluso que eres algo esnob, pero hoy debo confesar que estás superándote.

—Discúlpame, amigo. Estaba en mi mundo.

—Está bien, acepto tus disculpas —contestó su compañero no sin cierta ironía—. Por cierto, ¿con quién vas a pasar mañana la Nochebuena?

—Sabes de sobra que estas fechas nunca me han importado nada. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir?

—No quería molestarte, hombre. Tienes la casa de mis padres abierta cuando quieras y puedes venir con nosotros sin ningún problema. Además, Georgina me ha preguntado por ti; hace mucho tiempo que no te ve.

La hermana pequeña de Huntington Hopes estaba profundamente enamorada de John W. Sinclair desde hacía muchos años. Era algo que sabía todo el mundo. A pesar de ello, el director teatral siempre se las había ingeniado para mantener un cierto distanciamiento con ella. 

—Ya veré lo que hago, Milton. Ahora estoy muy atareado con la obra; la semana que viene tenemos la representación. Creo que me centraré totalmente en ella.

—De acuerdo, pero si cambias de idea, pásate por nuestra casa.

El joven amigo de John le estrechó la mano cariñosamente, demostrándole a su compañero que sentía una gran admiración hacia él. Con todo, era consciente de que el director estaba en esos momentos en su propio mundo y que sería muy difícil sacarlo de ahí.

—Muchas gracias por todo, Milton. Sé que siempre podré contar contigo.

Cuando se marchó su alegre amigo, John volvió a la realidad que tanto le amargaba. Cogió la tarjeta con esa extraña letra y se quedó mirándola una vez más.



Capítulo III

El día de Nochebuena amaneció con un sol de color ceniciento que se mezclaba con los restos de los edificios que estaban destrozados por el efecto de las bombas. John había dormido muy mal, sobre todo por la inesperada visita que le había hecho su amigo Milton. No obstante, se levantó sin la presión de los días previos pues, como era de esperar, no tendrían ensayos hasta el 26 de diciembre 
por la tarde, tras el pertinente descanso de Nochebuena y Navidad. Esto le importaba muy poco en esos momentos. Seguía con la misma obsesión de saber algo más sobre aquel hombre. ¿Debería acercarse hasta su casa o, por el contrario, sería mejor que se olvidase de aquella locura? Esa extraña encrucijada de caminos lo estaba poniendo muy nervioso. 

Había tenido durante mucho tiempo una sensación de desarraigo vital, pero ahora comenzaba a notar algo muy distinto ya que ese ser le había devuelto, de alguna manera, una pequeña parte de sus esperanzas perdidas.

Animado por estos últimos pensamientos, decidió salir a la calle para darse una vuelta y tomarle así el pulso a la ciudad. Como no cabía esperar de otra forma, las principales arterias londinenses eran todo un prodigio de actividad a pesar de que la ciudad estaba siendo asediada por los nazis. Solía ser frecuente que se cruzara con personas que miraban de vez en cuando al cielo por temor de que pudiera caerles algún proyectil que los enterrara en la miseria. 

Resultaba cuando menos paradójico que aquella misma noche se celebrase un acto universal de hermanamiento entre las personas, como era el de la Nochebuena, a la vez que en todo el planeta estaban muriendo millones de personas a causa de la guerra. Y lo peor de todo es que no se sabían los límites en las ambiciones de esos asesinos que habían iniciado la contienda.

En Trafalgar Square había un especial bullicio porque la comida estaba siendo racionada. Muchísimas personas se peleaban como lobos heridos para coger algunos alimentos; en sus expresiones violentas era donde se podía ver lo peor del ser humano. John se detuvo un instante y fotografió con su mirada aquellas escenas tan patéticas. Si alguien le había predicado en favor de la Navidad, a partir 
de aquel año del bombardeo su perspectiva iba a cambiar radicalmente, pues cada vez se notaba más escéptico ante todo lo que le rodeaba.

Como sus dedos se estaban quedando ateridos por el frío tan intenso que hacía, decidió entrar en una taberna que estaba justo por las calles aledañas a la National Gallery. Se tomó un té bien cargado para entrar en calor, pero aquello fue insuficiente para que sus dientes dejaran de castañear. John miró a su alrededor y vio a algunas personas que no mostraban ni mucho menos su mejor rostro. La vida precaria y el dolor que estaban sintiendo por los bombardeos eran motivos suficientes como para ver en ellos a seres con almas perdidas en medio de aquel inmenso océano de la desesperación. Los ánimos del director teatral no estaban mucho mejor, pero aún tenía esperanza de que algo pudiera cambiar el rumbo de su existencia. Tal vez lo único que necesitaba era una buena 
racha de suerte.

Mientras barruntaba esas ideas, y seguía bebiendo aquella taza de té que humeaba como una locomotora, sus pensamientos se dirigieron hacia lugares remotos.

Poco a poco, la oscuridad fue devorando los tejados de las casas londinenses. Al menos, la niebla que existía en el ambiente sería una perfecta aliada para que los de la Luftwaffe no se atrevieran a vulnerar la paz en una noche tan sagrada como era aquella. Seguramente, los alemanes también tendrían unas familias que les estarían esperando ansiosamente para pasar con ellos la Nochebuena, 
y, por otra parte, no todos los soldados germanos compartían las locuras de Hitler y de sus perros de presa.

En todo caso, estos asuntos de la guerra no parecían importarle ni a John ni a los demás individuos que vagaban por aquel escenario como espectros silenciosos. En apenas unos minutos, la noche se abalanzó definitivamente sobre la ciudad y una luna aterrorizada salió por encima de un firmamento cargado de incertidumbres referidas al futuro más próximo.

John W. Sinclair terminó de apurar su bebida. En su cabeza se reproducían vagamente algunos versos de Shakespeare que ronroneaban por su mente como mariposas asustadizas. Ni siquiera la hermosura de esos poemas era capaz de animarlo.

Caminó durante horas embutido en un abrigo de color marrón oscuro que le llegaba hasta media pierna. Los transeúntes se le cruzaban como armas arrojadizas que intentaban escabullirse por algún punto del horizonte. John seguía ensimismado en sus pensamientos sin saber si dirigirse o no hacia Hammersmith Road. Si al final rechazaba esta opción, probablemente no se estaría perdiendo nada del otro mundo, pero ¿y si se arrepentía de no aceptar la invitación de aquel desconocido? Siguió caminando hasta que por fin se decidió a coger un autobús que lo llevaría directamente adonde realmente quería ir. No sabía por qué, pero sus pasos estaban siendo movidos por una especie de extraño magnetismo.

Serían las siete de la tarde aproximadamente cuando Sinclair llegó al 221B de Hammersmith Road. Se trataba de una casa extraña, con las paredes de la fachada desconchadas por el inevitable paso del tiempo. Las enredaderas crecían por aquel edificio como recuerdos del pasado que estuvieran abrazando a aquella vivienda. Al situarse junto al viejo timbre metálico, dudó por última vez. Después de todo no había adquirido ningún compromiso firme con un hombre al que apenas conocía, pero una fuerza intensa lo impulsó a llamar con determinación.

Al principio, todo a su alrededor era puro silencio. No se oía ni el aleteo de una mosca. Quizás se hubiera equivocado de dirección, pero al poco tiempo se escucharon unos pasos dentro de la casa. Fueron apenas unos segundos imperceptibles que a John se le pasaron como horas. Por fin, la puerta se abrió débilmente mientras que al otro lado asomaba el mismo hombre que se había encontrado con el director teatral unos cuantos días atrás.

—Me alegro de que haya venido. Estaba seguro de que aceptaría mi invitación. Ande, pase usted que ahí fuera está haciendo mucho frío.

John le estrechó la mano a su anfitrión y notó que éste tenía unos dedos más helados que los suyos, algo que le extrañó en gran manera teniendo en cuenta que aquel individuo había estado bajo el cobijo de un hogar. Luego le dio su abrigo, bufanda, guantes y sombrero, que fueron colocados cuidadosamente sobre en un perchero.

Pasaron directamente a un pequeño salón en cuya pared frontal crepitaba el fuego de una chimenea. Moviéndose por un impulso maquinal, John acercó sus manos hasta aquel amasijo chispeante de trozos de madera y carbón. Cuando se sentaron en unas butacas orejeras tapizadas en un cuero marrón muy gastado, Sinclair se dio cuenta de que ese hombre tan insólito estaba algo más avejentado que el día que lo vio por primera vez. Así estuvieron un largo rato en silencio. Entonces, el director teatral rompió ese estado de quietud y le dijo a aquel hombre:

—Perdone mi indiscreción, pero ¿no le parece raro que estemos aquí, pasando la Nochebuena, dos personas que no se conocen en medio de una ciudad que está siendo asediada por los bombardeos?

Entonces el dueño de la casa sonrió levemente al escuchar estas palabras. Con todo, pronto volvió a esbozar ese gesto grave que tanto le caracterizaba.

—Tenemos que aprovechar esta velada para hablar de muchas cosas. No sé si después nos podremos ver más, eso depende de tantos factores que sólo de pensarlo me abrumo. Además, en los últimos tiempos he experimentado unas sensaciones muy extrañas, pero no quiero aburrirlo con mis historias.

—En absoluto —replicó John sintiendo algo de lástima por su interlocutor—. Si estamos aquí es porque el otro día me dejó usted maravillado por su forma de recitar. La oferta que le hice aún sigue en pie y creo que debería aceptarla.

—¿Por qué le tiene tanto miedo a la vida? —le interrumpió de forma abrupta aquel hombre cambiando radicalmente el tema de la conversación—. Desde mi butaca puedo presentir que no está usted pasando por su mejor momento.

—Si piensa que he venido hasta su casa para hablar de mí, mejor será que me marche ahora mismo —contestó el director teatral con un tono contrariado.

—Está bien, disculpe si he sido un poco indiscreto. Siempre he sentido interés por lo que le sucede a mis semejantes.

John W. Sinclair se dio cuenta de que no iba a ser nada fácil sostener una conversación con ese individuo. A pesar de lo cual, se tomó aquel desafío como su buena acción navideña de ese año. Estaba claro que no creía en nada de eso, pero el ser que tenía enfrente le inspiraba una cierta ternura. Era, sin lugar a dudas, una sensación que no había tenido desde hacía muchos años.

—Mire, John. Quisiera que a partir de ahora dejara todos sus escrúpulos fuera de esta casa.

—Espere. ¿Cómo demonios sabe usted mi nombre si yo ni siquiera tengo el placer de saber quién es usted? 

—Le prometo que todo lo sabrá en su momento —pareció suplicarle su interlocutor—. Ahora desearía seguir manteniendo mi anonimato porque es usted la persona que más me interesa esta noche.

—De acuerdo —contestó el joven invitado al mismo tiempo que se hundía un poco en su asiento.

—Por cierto, le voy a enseñar mi pequeño árbol de Navidad. No podía faltar este símbolo en mi casa.

—Haga lo que quiera, pero yo odio estas fiestas —gruñó Sinclair.

Su anfitrión sonrió levemente por estas palabras tan descreídas de John y lo invitó a levantarse para dirigirse hacia un rincón de la habitación. Allí había un abeto de pequeñas dimensiones sobre el que colgaban bellas y sencillas bolas de cristal de varios colores. Unas velas mortecinas daban un cierto aspecto lúgubre al conjunto. No se podía esperar otra cosa en ese momento de escasez que asolaba a toda Europa. Demasiado era ya que ellos pudieran estar ahí, al calor de un hogar, y no hacinados en cualquiera de los campos de concentración en donde se iban a cometer en los siguientes años los más tremebundos crímenes contra la humanidad que se habían conocido hasta entonces.

Cuando John vio el árbol no supo qué decir, pero el huésped de la casa mostró cierta expresión de tristeza en su rostro. Daba la sensación de que, al contemplar la actitud de su invitado, le corroyera algo por dentro. Además, las luces que venían de las velas dibujaban en aquel ser unas gamas de claroscuros que le daban a su rostro un volumen irreal.

Una vez más, se hizo el silencio entre dos personas que, en verdad, no tenían nada que ver y que parecían estar situados en dos universos totalmente enfrentados.

—Perdone que me haya quedado un tiempo sin dirigirle la palabra —se excusó aquel extraño—. No quiero que piense que soy un maleducado y que lo he llamado esta noche aquí sólo para que se amargue más con mi presencia. He preparado una comida que ya nos está esperando y que me gustaría que probara.

—No tengo demasiado apetito, se lo advierto —avisó Sinclair.

—Desde luego es usted un joven difícil de contentar. Parece que tuviera guardado en lo más profundo de su alma un fuerte rencor hacia alguien —le dijo el anfitrión con una mirada penetrante.

—Pues sí. Tengo motivos más que suficientes para odiar a una persona que salió de mi vida y que no dio la cara cuando más lo necesitaba.

—¿Y quién es esa persona, si se puede saber? —le preguntó el desconocido.

—Otra vez se está metiendo demasiado en mis asuntos —protestó John W. Sinclair mostrándose cada vez más taciturno.

—Vamos, sincérese conmigo —añadió el dueño de la casa invitándolo con un gesto para que se sentara a una mesa en la que había algunos platos preparados—. Lamento que no haya tenido tiempo para más, pero creo que estaremos a gusto aquí.

John pensaba que aquel hombre no estaba bien de la cabeza, aunque creyó oportuno seguirle la corriente, sobre todo después de la exhibición declamatoria que había realizado unos días atrás. Si era capaz de convencerlo para que formara parte de su compañía, al final merecería la pena pasar por estos momentos.

Aquel hombre misterioso había preparado algunos platos sencillos, sin ningún lujo aparente, pero con un aspecto digno. Mientras John comenzaba a comer, se percató de que éste no probaba bocado. Al principio se sintió mal ya que pensó que estaba siendo la persona más descortés del mundo con quien lo había invitado a cenar. Luego cayó en la cuenta de que podía sufrir una indisposición o algo similar.

—Me imagino que se estará preguntando por qué no como con usted —afirmó de repente su anfitrión—. No se preocupe por mí, tengo una úlcera enorme en mi estómago y le aseguro que no me conviene tomar nada de comida en estos momentos.

De nuevo, los dos se quedaron en silencio y la luz decadente del pequeño árbol de Navidad arañó cada recoveco de la habitación que ocupaban. En cierto modo, y sin saber exactamente el motivo, el director teatral se sentía cada vez más reconfortado ante la presencia de ese extraño.

—Verá, John. Sé que su vida ha sido desastrosa por el rencor que le guarda a su padre.

El joven se sorprendió al escuchar un comentario tan personal.

—No necesito que me dé lecciones de moral sobre nada —gruñó John dejando de comer abruptamente.

—Desconozco lo que le han contado sobre él, pero hoy aprovecharé para mostrarle una visión distinta de la que le han dado hasta ahora.

—Él nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo apenas era un recién nacido. Poco después mi madre falleció. ¿Le parece un argumento poco convincente como para no odiar a mi padre?
—¿Y qué me diría usted si le confieso que conocí a su progenitor antes de que se muriese?

John se quedó mudo ante la insinuación que le hizo ese sujeto. Por un lado pensaba que no quería saber nada sobre su ascendiente, aunque por otro sentía la necesidad de encontrar algunas respuestas a las muchas interrogantes que se había planteado desde que nació.

—Sí, amigo mío. Su padre combatió conmigo en la Gran Guerra. Los dos tuvimos que cumplir una peligrosa misión frente a los alemanes, y ahí es donde ocurrió la tragedia.

—Eso es mentira. Mis abuelos siempre me dijeron que él fue un cobarde y que nos arruinó nuestras vidas.

—Se equivoca en eso. Él me contó antes de morir que estaba profundamente enamorado de su madre. El problema es que, cuando se casaron, los padres de ella no aprobaron nunca que alguien de una clase media baja compartiera su vida con su hija. Por ese motivo inventaron tantas patrañas sobre su persona.

Sinclair sintió un conflicto interior al escuchar estas palabras. De alguna manera parecía verdad lo que le contaba este enigmático personaje.

—Por favor, señor. Cuénteme todo lo que sepa sobre mi padre —le suplicó el director teatral adoptando cada vez una actitud más humilde.

—Según me viene a la memoria, creo que el suceso ocurrió en la noche del 22 de diciembre de 1916. Nosotros éramos muy jóvenes e inexpertos y formábamos parte de un destacamento que tenía que encargarse de una peligrosa misión. Los hombres estaban agotados porque no descansaban desde hacía mucho tiempo, además la comida era espantosa y muy escasa. El oficial que estaba al mando de nuestra tropa habló de que cinco de sus soldados debían atravesar el frente enemigo para arrebatarles unos importantes documentos a los alemanes. Entonces su padre y yo, que éramos unos inconscientes, nos apuntamos de forma voluntaria a esta operación militar. Cualquiera que nos hubiera visto en ese momento nos hubiese tomado por locos, pero supongo que el peso de la juventud fue el que nos impulsó a cometer esa locura. Pues bien, fue ahí cuando su padre se comportó como un auténtico héroe y, gracias a él, el ejército británico pudo hacerse con esos documentos que tenían un valor incalculable. Por desgracia no se lo supieron reconocer como era debido y eso fue lo que realmente lo mató.

Sinclair se quedó aturdido ante tantas confesiones que estaba recibiendo por parte de una persona que no conocía de nada. Pese a su preocupación, apremió a su anfitrión para que le contara más sobre lo sucedido. 

—Como le iba diciendo, tras aquel acto heroico que protagonizó su padre, sus superiores no valoraron todo lo que él había hecho, así que lo mantuvieron marginado en su destacamento, a pesar de que llegase a salvarle la vida a otras muchas personas —reconoció aquel hombre con un gesto de dolor que le llegaba hasta su alma. De hecho, sus palabras adquirieron un tono más sombrío cuando prosiguió con su narración—. Fue entonces cuando llegó la noche terrible en que su padre murió bajo el estallido de una bomba. Ocurrió todo de una manera muy rápida y, aunque en un principio dio la sensación de que él casi no se había dado cuenta, los que estaban a su alrededor fueron testigos del enorme sufrimiento que tuvo que padecer por las heridas que le provocó en su cuerpo aquella explosión tan repentina. Aún le quedaba un hilo de vida y aprovechó la ocasión para encomendarme su última voluntad: debía buscarlo a usted para contarle quién había sido en verdad su padre.

—¿Y por qué ha tardado tanto tiempo en revelarme todo esto? 

Al escuchar este reproche por parte del joven, el desconocido no supo qué contestarle. Sabía que tenía razón en lo que le recriminaba, pero existían unas causas mayores que ni siquiera él podía comprender.

—Me hubiese encantado tener esta conversación mucho antes, pero durante estos últimos años he estado perdido en unos lugares muy confusos y no sabía realmente cómo ponerme en contacto con usted.

En el mismo instante en que aquel individuo le decía eso a Sinclair, su mirada se quedó totalmente perdida en el infinito y su rostro pareció avejentarse aún más como consecuencia del sufrimiento que estaba padeciendo.

—Está bien —contestó su invitado de un modo conciliatorio—. He sido de nuevo muy descortés con alguien que me ha invitado a su casa para pasar la Nochebuena. Ahora que hemos acercado posturas, ¿me podría decir cuál es su nombre?

El dueño de la casa guardó silencio durante unos segundos y luego dijo:

—Ahora mismo no puedo decírselo pero le aseguro que lo sabrá muy pronto —respondió con una amarga sonrisa.

Así fue pasando la velada hasta que se acercó la hora de la medianoche. Antes de dar las campanadas, el anfitrión le dijo a su invitado:

—Me gustaría que nos levantáramos y nos acercáramos hasta el árbol para rezar y cantar algún villancico para celebrar el nacimiento del Niño.

A Sinclair no le gustó demasiado la idea. Con todo, accedió gentilmente porque no quería volver a llevarle la contraria a un hombre que le había contado la verdadera historia de su padre. 

Por fin se levantaron y se situaron junto a un árbol con una iluminación cada vez más lúgubre, todo ello acompañado por el sonido de una sirena que se podía escuchar como telón de fondo. Cuando llegó la medianoche, el hombre entonó con una voz rota el tradicional God Rest Ye Merry Gentlemen. Fue un instante lleno de emoción, ya que el muchacho contempló al desconocido mientras éste intentaba mantener vivo algo del espíritu navideño. En un momento dado, John notó un escalofrío que se apoderó de toda su espina dorsal y sintió un frío muy desagradable. Entonces aquel hombre le dijo:

—Perdóneme, pero tengo que ausentarme unos minutos. Haga el favor de sentarse para que no se le haga demasiado larga la espera.

Después de esto, los minutos pasaron rápidamente y el director teatral comenzó a preocuparse ante la larga ausencia de su anfitrión. Finalmente, decidió salir de esa habitación y lo llamó por toda la casa. Miró en cada rincón, pero allí no había nadie. Lo había vuelto a perder.



Capítulo IV

John se despertó el día de Navidad muy temprano. Había dormido mal la noche anterior después de la experiencia que tuvo en la casa de Hammersmith Road. Durante muchos años le habían dado una pésima imagen de su padre, pues siempre culparon a éste del desgraciado final de la madre de John. Pero aquel hombre tan misterioso le arrebató de golpe el turbio velo que le había mantenido con los ojos cerrados en los últimos años. Ahora tampoco podía rendirles cuentas a sus abuelos porque éstos 
estaban muertos. Ya nadie iba a poder darle ningún testimonio directo de su progenitor, salvo aquel viejo compañero que compartió con él numerosas peripecias durante la Gran Guerra. Resultaba, pues, que su padre no era un cobarde ni nada por el estilo. Además, y según el testimonio de aquel individuo, gracias a éste se habían salvado las vidas de muchas personas.

En la calle había una tensa calma ya que, aunque era Navidad, la mayoría de los londinenses estaban recluidos en sus casas, atreviéndose sólo a salir fuera algunos valientes. En todo caso parecía que hasta los nazis hubieran respetado un día tan importante en una ciudad que vivía asediada desde hacía varios meses.

El director teatral salió de su casa sin ningún rumbo fijo. No paraba de darle vueltas a las miles de preguntas que revoloteaban sobre su mente. Su pasado le estaba llamando a las puertas y parecía que tendría que enfrentarse a aquello que tanto temor le producía. 

De repente se acordó de la obra de teatro, pero sintió que no tenía fuerzas para afrontar aquel desafío escénico. Por eso pensó que lo mejor sería renunciar a ese compromiso. 

Decidió ir de nuevo a la casa de Hammersmith Road para encontrar alguna respuesta más. No tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Tomó, pues, el mismo autobús del día anterior. Sin embargo, cuando se encontraba en la parada, le ocurrió un suceso que le trastocó todos sus planes. Justo en la acera de enfrente vio a un niño de unos seis o siete años de edad. Caminaba perdido y desorientado. Entonces Sinclair le dio varios gritos, pero el muchacho pareció no escucharlo ya que estaba ensimismado en su mundo. Chilló con todas sus fuerzas aunque el pequeño siguió impasible ante tantos aspavientos que realizaba el director teatral. John decidió cruzar la calle para reunirse con el chaval, pero no vio cómo un tranvía se acercaba hasta donde él se hallaba. Iba a ser ya atropellado cuando, en apenas unos segundos, fue impulsado por una especie de fuerza invisible que evitó lo que podría haber sido una catástrofe. A continuación, se levantó como un resorte del suelo si bien el niño ya había desaparecido. El director se puso a buscar como loco en todas direcciones. Los esfuerzos que realizó fueron inútiles porque ya no había nadie por allí y parecía que el chiquillo hubiera sido engullido por las entrañas de la tierra. Siguió caminando. A su alrededor había algunas personas que celebraban la Navidad con cánticos pese a que él sólo era capaz de pensar en aquel hombre de Hammersmith Road y en el niño solitario. 

De repente una persona se le acercó. No era otro que Milton Huntington Hopes.

—Pero ¿qué haces aquí, Milton?

—Menos mal que te encuentro, John. Desde que hablé contigo el otro día me dejaste muy preocupado. Nos conocemos desde hace años y sé perfectamente que algo te pasa.

—No tengo tiempo para explicaciones. Me han pasado una serie de cosas que no entenderías ahora mismo. Necesito estar solo. ¿Es que no lo quieres comprender?

—Desde luego, qué filosófico te veo —bromeó Milton intentando quitarle hierro a la situación—. Si no fueras mi amigo me daría igual todo lo que te pudiera ocurrir. Sólo quiero que sepas que siempre estaré a tu lado cuando lo necesites.

Sinclair agradeció con sinceridad la respuesta de su compañero. Por lo menos veía que éste le guardaba una fidelidad enorme. Milton era de aquellos hombres que ya no se estilaban; poseía un sentido caballeroso de la amistad innegable y estaba claro que daría su vida por ayudar a su camarada. Entonces el director teatral intentó contarle algo de los últimos sucesos que le habían ocurrido. No obstante, al final pensó que sería mejor reservárselo todo para él y no mezclar a su compañero en este asunto.

—Milton, no te quiero a aburrir con mis historias, pero te agradezco que estés conmigo el día de Navidad. Sé que siempre podré contar contigo. 

Diciendo esto los dos se dirigieron hacia una vieja taberna, lugar en el que pasaron juntos un par de horas. Por lo menos, Milton consiguió que su viejo compañero de fatigas sonriera en algunas ocasiones y que se olvidara de las cosas que más le habían obsesionado los últimos días.



Capítulo V

Desde el mes de septiembre, numerosos londinenses se hacinaban en las estaciones del metro, en las entrañas de la tierra, o bien en los refugios públicos. El resto de los habitantes de la ciudad que decidieron no desplazarse hacia las localidades rurales más cercanas —se estima que fue un sesenta por ciento de la población aproximadamente— optaron por resguardarse en sus propios hogares, usando los sótanos y los espacios bajo las escaleras como zonas más hábiles para protegerse.

 A John W. Sinclair todo esto parecía importarle muy poco porque no paraba de darle vueltas a todo lo que había vivido en los últimos días. Al final decidió incorporarse a los ensayos y el día 29 de diciembre estuvieron trabajando muy duro desde primeras horas de la mañana hasta por la tarde. Todo parecía normal pero, a partir de las 18 horas, comenzaron a oírse explosiones a lo lejos. Entonces se sembró el caos entre los actores y las mujeres chillaron al sentir tanto terror. El director teatral se acercó hacia una ventana y comprobó que en varios puntos de la ciudad se habían levantado unas cortinas de un humo negro de gran espesor. Estaba claro que los aviones de la Luftwaffe habían vuelto a la capital y que se estaban ensañando con la población una vez que había pasado la tregua navideña. 

—Quedaos todos aquí y no os mováis —les ordenó John—. Voy a salir ahí fuera.

—No lo haga, director —le insistió uno de los actores—. Es una locura marcharse en estos momentos.

—He dicho que tengo que salir y nadie me lo va impedir —gruñó el director. 

Sus compañeros intentaron detenerlo, pero Sinclair se precipitó por las escaleras y cuando estuvo por fin fuera del edificio, comprobó que muchas personas estaban corriendo de un lado a otro sin saber exactamente qué rumbo tomar. El ruido de las bombas era ensordecedor y los aeroplanos no paraban de escupir proyectiles. Una muchedumbre intentó entrar en el metro porque no veía otro refugio mejor para evitar la masacre que estaban provocando los aviones enemigos. No obstante, y a pesar del drama que se estaba viviendo, una especie de locura transitoria se apoderó del director, que no paraba de cruzarse con personas que tenían el rostro desencajado. Las sirenas ululaban a lo lejos desesperadas ante tanta muerte. 

—Están ensañándose con la City. La catedral de San Pablo no va a poder resistir los ataques y todos vamos a morir exterminados por los nazis —vociferó un hombre que corría de un lugar a otro sin un rumbo fijo.

Cuando oyó esto, John se lanzó para aquella zona como un poseso puesto que la familia de Milton Huntington Hopes vivía justo en aquel lugar. Estaba claro que su vida no valía nada y que no le hubiera importado que una bomba lo hubiese masacrado. A pesar de lo cual, aún tenía suficiente raciocinio como para entender que tanto su amigo como sus padres y su hermana eran los únicos que le habían dado algo de calor en su vida.

Estuvo corriendo sin parar durante muchos minutos porque todos los transportes públicos de la ciudad habían sido suspendidos. Durante su carrera hacia la City se dio de bruces con un panorama de desolación. Pero él no se podía parar. ¿Le habría pasado algo a Georgina, la hermana pequeña de Milton?, se preguntaba una y mil veces. 

Por fin llegó y vio a lo lejos la cúpula imponente de San Pablo. Todos los edificios de los alrededores estaban ardiendo en el que probablemente sería el peor desastre que había padecido Londres desde el Gran Incendio del año 1666. Notaba que el corazón se le iba a salir de su caja torácica.

Una vez estuvo junto a la casa de su amigo, vio con gran tristeza que las llamas engullían sin piedad la vivienda y que los bomberos hacían lo imposible por detener esa estampa dantesca. A John se le encogió el alma sólo de pensar que podría haber llegado tarde. En ese desconcierto, encontró a dos policías de Scotland Yard y les preguntó si sabían algo de la familia que vivía en ese sitio.

—Lo siento, señor —le contestó uno de ellos—, pero ahora mismo no tenemos ninguna información al respecto. Será mejor que se aleje de esta zona porque hay peligro de derrumbe y tenemos una orden de desalojar a toda la población civil lo más rápidamente posible.

John escuchó aquellas palabras con un gesto impasible, pues en lo más hondo de su espíritu no se podía creer lo que estaba sucediendo. Al cabo de unos minutos, el viejo inmueble de la familia Huntington Hopes terminó por desplomarse y nadie pudo sobrevivir. Entonces, el director teatral lamentó haber rechazado la oferta de Milton para pasar la Nochebuena con ellos. Su amigo había intentado ayudarlo pero él no supo apreciarlo. Se empeñó en quedar con un hombre al que ni siquiera conocía, a pesar de que éste finalmente le proporcionara una valiosa información sobre su padre.

El humo del fuego se le metió en unos ojos anegados de lágrimas que lloraban ante la impotencia de ser testigo del hundimiento de la casa de su más fiel amigo.

En las calles de los alrededores las personas no paraban de correr y de chillar. John pensaba que estaba viviendo la peor pesadilla de su vida. No sabía qué hacer, pero de repente se acordó del hombre que vivía en Hammersmith Road. Sin saber por qué motivo, se adentró por una ciudad que parecía estar ante las puertas del infierno. El horror se extendía por las aceras al mismo tiempo que los aviones de la Luftwaffe continuaban lanzando las bombas que silbaban por el firmamento hasta que impactaban contra su objetivo prefijado.

Nunca supo cuánto tiempo se llevó deambulando por esos lugares, pero al final se encontró con una ambulancia que se dirigía hacia la misma zona a la que él quería ir, así que convenció a los enfermeros para que lo llevaran también con ellos. Los sanitarios permitieron que se montara en el vehículo al ver que John tenía un rostro desencajado.

Tras muchos avatares, alcanzaron el número 221B de Hammersmith Road. La imagen que allí contempló no le gustó; la edificación estaba completamente destrozada por el efecto de los proyectiles. Sus piernas le temblaron y era incapaz de controlarlas. Entró en la casa pero allí no había más que ruinas. Mientras recorría algunas de las habitaciones, gritaba desesperado intentando en vano ver de nuevo a aquel desconocido, pero no obtuvo más que un silencio sepulcral por respuesta. Lo que más le extrañó fue que no hubiera ni rastro de los objetos que había contemplado unos días atrás, cuando fue invitado por aquel desconocido. Ni siquiera quedaba ya nada del árbol de Navidad.

Al salir de la casa preguntó a varias personas si sabían qué le había ocurrido al hombre que vivía en aquel domicilio. Todos coincidieron en que ese sitio había permanecido muchos años abandonado, sin que se tuviera noticia alguna de que allí residiera nadie habitualmente. Al oír estos comentarios, John W. Sinclair pensó que se estaba volviendo loco y que sus delirios lo estaban llevando a imaginarse cosas que nunca hubiera sospechado.

Se sentó en una acera y comenzó a llorar. Mientras se le nublaban sus ojos, comprobó que alguien se le estaba acercando lentamente. Se trataba del mismo niño que había visto días atrás caminando solo por la acera.

—Muchacho, no te asustes —le dijo John—. ¿Qué haces solo por aquí?

—Mis padres han muerto en el bombardeo y no tengo hogar ni nadie con quien ir. 

El chico tendría como máximo unos ocho años y vestía un abrigo cuyas mangas le cubrían parte de las manos. Llevaba pantalones cortos y unas botas negras sobre las que se perfilaban unos calcetines medio caídos. Su mirada era triste, con dos ojos negros que apenas tenían el más mínimo brillo. A pesar de eso, el niño no paraba de observarlo fijamente mientras John decidía qué hacer. Quería tomar la decisión más acertada. Por eso, después de sopesarlo mucho, finalmente dijo:

—Está bien, pequeño. ¿Cómo te llamas?

—James Gordon Flames, señor.

—De acuerdo, James. Quisiera que no me digas más señor porque me haces sentir demasiado mayor. ¿Te gustaría quedarte a vivir conmigo a partir de ahora? Mi casa es pequeña, pero tengo allí una habitación en la que te puedes instalar.

El chico lo miró atónito. Sin decir una sola palabra lo abrazó con toda la fuerza que pudo y John sintió que, después de muchos años, había recibido más cariño del que había podido soñar jamás. Entonces lo subió por los aires y se lo acercó a su cuerpo todo lo que pudo. Fue en ese momento cuando dos lágrimas se le derramaron por sus mejillas a la vez que sentía la respiración del chaval junto a su rostro.



Capítulo VI

La noche del 31 de diciembre supuso un momento de remanso después del brutal bombardeo que había asolado a la ciudad dos días atrás. Aquella tarde, el grupo teatral de John W. Sinclair interpretó el El rey Lear con gran éxito entre los niños del hospicio. Para los muchachos fue muy gratificante disfrutar de una obra de Shakespeare y evadirse, aunque fuera por sólo unas horas, de sus problemas cotidianos. Por supuesto, el joven James también disfrutó de la función y pensó que el director teatral sería un padre estupendo para él.

Cuando finalizó la función, Sinclair saludó desde el escenario y elevó su mirada después de hacer una flexión en señal de respeto hacia el público. Los actores recibieron también unos aplausos entusiastas por parte del joven público asistente. Durante unos segundos, John vio que el hombre con el que había pasado la Nochebuena se encontraba al fondo de la sala aplaudiendo con cierto aire melancólico. Tenía un aspecto mucho más avejentado que la última vez que se vieron. John se bajó inmediatamente del entarimado y trató de llegar hasta donde estaba aquel sujeto, pero cuando se hallaba a medio camino, el extraño se escabulló sin dejar rastro ninguno. 

«Está ahí, seguro que lo he visto. Esta vez no se me puede escapar. Necesito preguntarle muchas más cosas», pensó.

Pese a todos los esfuerzos que hizo, por mucho que lo buscó no lo encontró. Otra vez había fracasado.

Tras una modesta celebración de Nochevieja, el año 1941 se presentó con la misma incertidumbre de los meses anteriores. La amenaza de los nazis seguía en el aire. Lo mejor de todo era la presencia de James, que no paraba de demostrarle su cariño a John. Éste se sentía muy feliz junto al niño, pero le faltaba por resolver un enigma que le inquietaba. ¿Por qué razón se le había presentado aquel hombre en su vida? No tenía una respuesta clara a esto, pero en el fondo su corazón le estaba avisando de algo de lo que él no era en ese instante consciente.

A los pocos días, comenzó a preparar una nueva obra teatral que se desarrollaba durante la Gran Guerra. Era una metáfora de lo que estaban viviendo en esos momentos bajo el yugo de los alemanes. Para documentarse bien tuvo que dirigirse hacia la biblioteca del British Museum. Mientras estaba rodeado por anaqueles atestados de libros, observó que había uno en especial que hablaba sobre las tácticas militares desarrolladas entre 1914 y 1918. A la vez que le echaba un vistazo a sus fotografías, descubrió la figura de un joven soldado británico situado en el interior de una trinchera. Al verlo se sobresaltó porque reconoció al mismo hombre con el que se había encontrado en los últimos días. Lo más curioso es que, por la edad que tenía entonces, ahora debería tener unos 45 años, pero ese individuo parecía mucho más viejo según pudo comprobar el último día que se encontró con él en el hospicio. Entonces leyó unos párrafos y descubrió que se hablaba de una misión llevada a cabo en 1916 por un tal William Sinclair, que falleció en el frente tras haber actuado heroicamente.

John soltó el libro y casi se cayó al suelo del susto. Si en aquel volumen se comentaba que ese hombre había muerto después de haber protagonizado su misión, entonces ¿quién era la persona con la que pasó la Nochebuena?

Un sudor frío le recorrió su frente al mismo tiempo que en su espalda sintió varios escalofríos. Volvió a mirar la fotografía y comprendió que ése era el mismo hombre que lo invitó a la casa de Hammersmith Road. Pensó, sin embargo, que a lo mejor el libro podía estar equivocado, pero luego entendió que las abruptas desapariciones de aquel sujeto no eran casuales. Además, sólo él lo había visto, y los vecinos de la zona le aseguraron que ese edificio había permanecido abandonado en los últimos años. Era obvio que el desconocido no era un amigo de su padre, sino su propio progenitor, que se le apareció en una forma fantasmal. Se podría decir que alguien le había concedido una segunda oportunidad a este espíritu para zanjar una vieja herida que había permanecido abierta durante muchos años. 

Después de este último acontecimiento, John pareció reconciliarse consigo mismo porque por fin pudo saber toda la verdad sobre su padre. Éste había sido un héroe, pero las malas lenguas de las personas que no lo quisieron, profanaron su memoria. 

Después de estos sucesos, Sinclair le dio sus apellidos al pequeño James. A esto se unió la victoria definitiva de los británicos en la Batalla de Inglaterra, ya que los bombardeos alemanes acabaron a finales de mayo de 1941.

El director teatral vivió el resto de su existencia con la felicidad de haber hallado un hijo que él nunca hubiera esperado, y con la paz que le dejó el encuentro con su propio padre aquella Navidad del año 1940. 

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