"Mamá Abrirá las Ventanas"
David Sánchez-Valverde Montero
Las botas se me hunden en el barro esta mañana, un lodo gris, hecho de orines y sangre. Dijeron que para Navidades los hijos de Francia regresaríamos victoriosos, pero no, esto no parece tener fin… El frente prácticamente no se mueve; nuestro hogar son estas míseras trincheras. Mi nombre es Léo Bonheur, llevo solo unas semanas aquí y siento que ya no puedo más: asegurar las paredes, mantener los pasillos y refugios, lograr que los piojos y las ratas no te coman vivo, no volverse loco. No volverse loco, no volverse loco…
El sargento se detiene frente a mí. Me mira con una altivez impostada: ¿Qué hace soldado?, ¿ha terminado sus tareas?
¡Sí señor!
El tedio es apabullante. También él puede hacer que un hombre pierda el juicio: las picaduras de las pulgas irritan más, la suciedad y el olor a muerte ocupan más espacio, y el miedo, el miedo te gangrena más deprisa. No sé si prefiero morir aquí sepultado en las trincheras o más allá de la alambrada, en la tierra de nadie. Desde luego, caer bajo las ametralladoras alemanas, o peor, quedar agonizando durante horas entre cadáveres me aterra sobremanera; pero pensar que un obús de los teutones me pueda arrancar los brazos o enterrarme vivo bajo estos parapetos, no sirve de alivio. Maldito tedio, ya se me está yendo la cabeza otra vez, no volverse loco, no volverse loco…
Armand es un joven normando que se alistó conmigo. Fuimos juntos a la escuela; no me caía mal pero no llegamos a ser amigos. Acaba de pasar frente a mí cargando con desgana cajas de munición. Parece no haberme visto: no habla hace días, su mirada se ha vaciado, las manos le tiemblan casi todo el tiempo, si te diriges a él hace un mohín de molestia y sigue a lo suyo. La angustia nos acompaña cada segundo. También ella puede hacer que un soldado enloquezca. Despiertas y está ahí, cuando compruebas que todo esto no es un mal sueño; escuchas las descargas de artillería y ahí está, mientras rezas para que el impacto caiga un poco más allá; caes dormido y te acompaña también, una opresión ácida en el pecho, casi en la garganta, pues los sueños no son los del hombre en su vida como civil, son jirones de ansiedad y pesadilla. Sé que aquí moriremos todos aunque no nos maten. Dios mío… no volverse loco, no volverse loco…
La picadora de carne reclama su tributo. Los de las cocinas dicen que han oído que el Estado Mayor ha fijado el día para un nuevo ataque inútil. Después del agravio inicial, del fragor patriótico y las soflamas, un poso de sinsentido anida en nuestros corazones. El absurdo no se da tanta prisa en acabar con uno como el tedio, la ansiedad y el miedo, pero es igual de eficaz: termina por disolver los pocos restos de cordura que uno atesore. Desde las trincheras en primera línea y a la señal, ascenderemos por las escalas y nos lanzaremos a una muerte casi segura entre el silbido de las primeras balas, retumbar de explosiones, el crujir del mundo, las cortinas de tierra arrancadas a un suelo ya muerto que es torturado una y otra vez, avanzando entre cráteres, aullidos casi inhumanos, gritos sofocados por un ruido de fondo atronador, compañeros caídos, miembros sangrantes, gemidos sin consuelo posible, metralla inclemente volando de aquí para allá; hasta que llegue el silencio. ¿Qué estoy haciendo aquí madre mía? No volverse loco, no volverse loco…
El día ha pasado sin novedad, como casi todos. Esta noche no me tocaba guardia pero he despertado antes de tiempo: una rata hurgaba bajo mis rodillas. El leve carraspeo del animal contra la tela me ha arrancado del sueño. Armand está a mi lado, sentado, no duerme, no habla, mira indiferente al roedor asustado que ahora dobla la esquina de nuestro agujero y se aleja en la oscuridad. Sí, definitivamente ya sé para qué estoy aquí: para no perder la cabeza a pesar de todo. Si sobrevivo debo regresar siendo yo, con lo que quede de mí. No hay más razón para todo esto. Me alegra el haber comprendido ya el sentido de mi sufrimiento, pues el ataque está fijado para hoy al alba. Desayuno frugal para entrar en calor y algo de licor para espantar el miedo; pero miro a la marabunta de hombres que nos disponemos a saltar la trinchera, y solo veo una masa de seres ateridos, mugrientos, aterrados. Una hora antes del crepúsculo comienza nuestra descarga de artillería. Las posiciones alemanas están a unos cien metros de nosotros, y se supone que el infierno que ya está desatándose sobre ellos facilitará nuestro avance. Un bretón a mi derecha que dice tener treinta y cinco años pero aparenta diez más, se atusa el bigote con parsimonia; sube al escalón de tirador y se asoma con cuidado: No sé amigo… dice sin mirarme, ellos tienen mejores refugios que nosotros, tal vez les piten un rato los oídos. Los proyectiles parten desde varias millas a nuestra espalda, lacerando un cielo hastiado de guerra, y explotan delante de nosotros, tan cerca que creo sentir en la cara la tierra y el fuego.
Está amaneciendo… La artillería ha callado un momento. Se escucha algún pájaro a lo lejos. El cielo está tan despejado que parece una bóveda de cristal. Echo de menos el verde de la hierba y de los árboles, las flores, los ríos, el trasiego de las gentes en las calles de mi pueblo. Pero este día es precioso; una ligera brisa acompaña los primeros rayos del astro rey que lo abrazan todo, indiferentes al paisaje desolado, al suelo gris y al alambre de espino, a los tocones de los árboles destrozados, a nuestra miseria… Un oscuro presentimiento me dice que los boches nos van a dar bien: en esta mañana de octubre una calma gélida se agazapa al otro lado de la tierra de nadie. Mi mano izquierda tiembla y me duele la mandíbula, a los lados, justo bajo las orejas: No volverse loco, no volverse loco, ahora no… Aprieto el fusil y entonces se oye el silbido, la señal de carga: ascendemos pesadamente por la pared y avanzamos por un paraje yermo, cuando los proyectiles de mortero comienzan a caer y las ametralladoras alemanas inician su siega, las ráfagas mortales que hacen caer a los primeros hombres. Armand se ha refugiado en un inmenso cráter. Le grito por su nombre pero se arremolina en posición fetal. Escucho su voz por primera vez desde hace tiempo: ¡Mamá!, ¡mamá!...
Apenas puedo respirar ni ver a un palmo. El aire es oscuro y caliente, sabe a tierra, quema la garganta. Un pitido agudo me rompe la cabeza… Léo me mira a través del humo, desde el borde de este agujero. Su silueta se pierde y regresa. Parece gritarme algo, está desesperado, no sabe que él es solo parte de mi pesadilla. Pronto, mi madre me despertará, ¡arriba Armand, un nuevo día!, correrá las cortinas y abrirá las ventanas de mi habitación, tarareando cualquiera de sus letanías de infancia. En estos días el bocage normando está precioso; saldremos a pasear por la costa hasta la península de Cotentin, tal vez acabemos el día en un Café de Caen.
Despierto ya, pero caigo en otro sueño. Mamá abrirá las ventanas de un momento a otro. Este sueño es muy diferente, un brillo como de plata lo enmarca todo, está tan limpio, hay tanta luz… Parece un hospital. Dos ángeles surgen de pronto a mi lado vistiendo unas ropas blancas, limpias y luminosas también. Me incorporo un poco y descubro con alegría que Léo está sobre otra cama muy cerca de mí. Los ángeles nos sonríen, nos ofrecen a la boca un caldo sabroso y salado. No puedo mover las manos, y noto cómo la sopa caliente cae por mí hacia abajo y me recorre una calma dulce. Uno de los ángeles toca un poco mi brazo, y siento un dolor, un pinchazo ácido en la piel. Echo una última mirada a Léo antes de caer dormido en mi sueño: se agita ahora como un gato mojado, grita pero su voz apenas llega hasta mí, lucha por liberar sus brazos y piernas; entonces el plato cae y estalla contra el suelo.
¡No! El ruido regresa otra vez pero no me alcanza, no me alcanza, pues ya estoy muy lejos. Pobre Léo, no sabe que es solo parte de mi sueño, que muy pronto mamá entrará en la habitación y abrirá las ventanas…
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