lunes, 3 de junio de 2019

La Clave

A mediados de los '50 Isaac Asimov quiso demostrar que es posible escribir historias policiacas en ciencia ficción sin recurrir a deus ex machinas, para lo que creo la figura de Wendell Urth, un excéntrico profesor de universidad con un brillante mente capaz de descifrar crímenes desde su propio despacho. El presente relato es un añadido tardío a dicha serie.

La historia comienza en la Luna, donde un hombre intenta esconder un objeto mientras huye y trata de esconderse. En seguida sabremos que es un investigador que, junto a otro, ha descubierto un aparato alienígena. Sin embargo, su compañero es un ultra, una especie de nazi, por lo que debe evitar que se haga con el aparato.

Este personaje morirá, dejando como pista una extraña nota que, descifrada, indicará dónde se encuentra el aparato. Los relatos de Wendell Urth recuerdan a los de los viudos negros (también de Asimov), en el sentido de que se trata de misterios y enigmas que son resueltos por una mente brillante durante una charla en un lugar apartado de los sucesos. Es cierto que en ellos Asimov es fiel a su idea de no emplear aparatos extraños imaginados con el exclusivo fin de resolver el misterio, y que las pistas necesarias le son dadas al lector. Sin embargo, como relatos policíacos fallan al carecer por completo de la tensión y los conflictos que se dan durante la investigación. En este sentido, el presente relato no es una excepción.




Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban pocas horas de vida y tenía mucho que hacer.
Sin comunicaciones era imposible escapar de esa sentencia de muerte en la Luna.
Aun en la Tierra había parajes donde, sin una radio a mano, un hombre podía llegar a morir al no contar con la ayuda del prójimo, sin el corazón del prójimo para compadecerlo, sin siquiera los ojos del prójimo para descubrir su cadáver. En la Luna, casi todos los parajes eran así.
Los terrícolas sabían que él se encontraba allí, desde luego. Jennings formaba parte de una expedición geológica; mejor dicho, de una expedición selenológica. Era extraño cómo su mente habituada a la Tierra insistía en el prefijo «geo».
Se devanó los sesos sin dejar de trabajar. Aunque estaba agonizando, aún sentía esa artificiosa lucidez. Miró en torno angustiosamente. No había nada que ver. Se hallaba en la eterna sombra del interior norte de la pared del cráter, una negrura sólo mitigada por el parpadeo intermitente de la linterna. Jennings mantenía esa intermitencia en parte porque no quería agotar la fuente energética antes de morir y en parte porque no quería arriesgarse a ser visto.
A la izquierda, hacia el sur a lo largo del cercano horizonte lunar, brillaba una blanca astilla de luz solar. Más allá del horizonte se extendía el invisible borde del cráter. El sol no se elevaba a suficiente altura como para iluminar el suelo que él pisaba. Al menos, Jennings estaba a salvo de la radiación.
Cavó metódica, pero torpemente, enfundado en el traje espacial. Le dolía espantosamente el costado.
El polvo y la roca partida no cobraban esa apariencia de «castillo de cuento de hadas», característica de las partes de la superficie lunar expuestas a la alternativa de luz y sombra, calor y frío. Allí, en el frío continuo, el lento desmoronamiento de la pared del cráter había apílado escombros finos en una masa heterogénea. No sería fácil distinguir el lugar donde estaba cavando.
Calculó mal la irregularidad de la oscura superficie y un puñado de fragmentos polvorientos se le escapó de las manos. Las partículas cayeron con lentitud lunar, pero aparentando celeridad, pues no había aire que ofreciera resistencia y las dispersara en una bruma polvorienta.
Jennings encendió la linterna un instante y apartó de un puntapié una roca escabrosa.
No tenía mucho tiempo. Cavó a mayor profundidad.
Si cavaba un poco más lograría meter el dispositivo en el hoyo y taparlo. Strauss no debía hallarlo.
¡Strauss!
El otro miembro del equipo. Socio en el descubrimiento. Socio en la fama.
Si Strauss hubiera querido quedarse sólo con la fama, Jennings quizá lo habría permitido. El descubrimiento era más importante que la fama individual. Pero Strauss quería mucho más, codiciaba algo que Jennings impediría a toda costa.
Estaba dispuesto a morir con tal de impedirlo.
Y se estaba muriendo.



La habían hallado juntos. Strauss se encontró la nave; mejor dicho, los restos de la nave; mejor aún, lo que quizá fueran los restos de algo análogo a una nave.
—Metal —dijo Strauss, recogiendo un objeto mellado y amorfo.
Sus ojos y su rostro apenas se distinguían a través del grueso cristal de plomo del visor, pero su voz áspera sonó con claridad en la radio del traje. Jennings se acercó dando botes ingrávidos desde su posición a ochocientos metros.
—¡Qué raro! —comentó—. No hay metal suelto en la Luna.
—No debería haberlo. Pero ya sabes que no se ha explorado más del uno por ciento de la superficie lunar. Quién sabe qué puede haber en ella.
Jennings asintió con la cabeza y extendió su mano enguantada para coger el objeto.
Era cierto que en la Luna podía hallarse cualquier cosa. Ésa era la primera expedición selenográfica financiada con fondos privados. Hasta entonces, sólo se habían realizado proyectos gubernamentales con diversos objetivos. Como signo del avance de la era del espacio, la Sociedad Geológica financiaba el envío de dos hombres a la Luna para que realizaran únicamente estudios selenológicos.
—Parece como si hubiera tenido una superficie pulida —observó Strauss.
—Tienes razón. Tal vez haya más.
Hallaron tres fragmentos más; dos, de tamaño ínfimo y el tercero, un objeto irregular que mostraba rastros de una unión.
—Llevémoslos a la nave.
Se subieron al pequeño deslizador para regresar a la nave madre. Una vez a bordo, se quitaron los trajes, algo que Jennings siempre hacía con satisfacción. Se rascó enérgicamente las costillas y se frotó las mejillas hasta que la tez clara se le pobló de manchas rojas.
Strauss prescindió de esas delicadezas y se puso a trabajar. El rayo láser picoteó en el metal, y el vapor se registró en el espectrógafo. Titanio y acero esencialmente, con vestigios de cobalto y de molibdeno.
—Artificial, sin duda —determinó Strauss. Su rostro de rasgos gruesos estaba huraño y duro como siempre. No se inmutaba, aunque el corazón de Jennings palpitaba con más fuerza.
—Y sin duda esto merece fuego artificiales —bromeó Jennings, llevado por la excitación.
Había puesto énfasis en el término «artificiales», para indicar que era un juego de palabras. Pero Strauss lo fulminó con una mirada distanciadora que cortó de raíz cualquier intento de seguir con los retruécanos.
Jennings suspiró. Nunca podía contenerse. Recordaba que en la universidad… Bien, no tenía importancia. Que Strauss conservara la calma si quería, pero ese descubrimiento merecía festejarse con el mejor retruécano del mundo.
Se preguntó si Strauss comprendería el significado de aquel hallazgo.
Sabía muy poco sobre Strauss, salvo lo de su reputación selenológica. Había leído los artículos de Strauss y suponía que él había leído los suyos. Aunque tal vez se hubieran cruzado sus caminos en la época universitaria, nunca se habían conocido hasta que ambos se presentaron como voluntarios para esa misión y fueron seleccionados.



En la semana de viaje, Jennings reparó incómodamente en la figura corpulenta de Strauss, en su cabello claro y sus ojos azules, en su modo de mover las prominentes mandiibulas cuando comía. Jennings, de físico mucho más menudo, que también tenía ojos azules y cuyo cabello era más oscuro, se amilanaba ante la arrolladora energía de Strauss.
—No está documentado que ninguna nave haya descendido en esta parte de la Luna —dijo Jennings—. Y. ninguna se ha estrellado.
—Si formara parte de una nave, sería liso y lustroso. Esto está erosionado. Teniendo en cuenta que no hay atmósfera, eso significa una exposición de muchos años al bombardeo de los micrometeoros.
Strauss sí comprendía el significado del hallazgo.
—¡Este artefacto no es de creación humana! —exclamó Jennings, exultante—. Criaturas extraterrestres han visitado la Luna. Quién sabe hace cuánto tiempo.
—Quién sabe —convino Strauss.
—En el informe…
—Espera. Habrá tiempo para hacer un informe cuando tengamos algo de qué informar. Si era una nave, sin duda hallaremos algo más.
Pero no tenía sentido ponerse a buscar en ese momento. Habían trabajado durante horas, y era momento de comer y descansar. Lo mejor sería abordar la tarea frescos y consagrarle varias horas. Se pusieron de acuerdo tácitamente.
La Tierra estaba baja sobre el horizonte oriental, casi llena, brillante y estriada de azul. Jennings la contempló mientras comían y experímentó, como de costumbre, una intensa añoranza.
—Parece muy tranquila —comentó—, pero hay seis mil millones de personas trabajando en ella.
Strauss abandonó sus cavilaciones para replicar:
—¡Seis mil millones de personas destruyéndola!
Jennings frunció el ceño.
—No serás un ultra, ¿eh?
—¿De qué demonios estás hablando?
Jennings se sonrojó. El rubor siempre se le notaba en la tez clara, que se ponía rosada ante cualquier arrebato emocional. Le resultaba tremendamente embarazoso.
Siguió comiendo sin decir nada.
Hacía una generación que la población de la Tierra se mantenía igual. No se podía tolerar un nuevo incremento. Todos lo admitían. Incluso había quienes afirmaban que la falta de incremento era insuficiente, que sería necesario reducir la población. Jennings simpatizaba con ese punto de vista. La Tierra estaba siendo devorada por una población humana excesiva.
¿Pero cómo lograr el descenso de la población? ¿Al azar, alentando a la gente a reducir la tasa de natalidad a su aire? En los últimos tiempos se elevaba un clamor que no sólo exigía un descenso demográfico, sino un descenso selectivo: la supervivencia del más apto, para la cual quienes se consideraban a sí mismos los más aptos escogían los criterios de aptitud.
Creo que lo he insultado, pensó Jennings.



Luego, cuando estaba a punto de quedarse dormido, se le ocurrió de repente que no sabía nada sobre el carácter de Strauss. ¿Y si se proponía ponerse a buscar él solo para adjudicarse todo el mérito del…?
Abrió los ojos alarmado, pero Strauss respiraba entrecortadamente y pronto empezó a roncar.
Pasaron tres días buscando más fragmentos. Hallaron algunos. Hallaron más que eso. Hallaron una zona reluciente con la diminuta fosforescencia de las bacterias lunares. Esas bacterias eran bastante comunes, pero en ninguna parte se había descubierto una concentración tan grande como para causar un fulgor visible.
—Un ser orgánico, o sus restos, debió de estar aquí alguna vez —observó Strauss—, El ser murió, pero sus microorganismos no y, al final, lo consumieron,
—Y quizá se propagaron —añadió Jennings—. Tal vez ése sea el origen de las bacterias lunares. Quizá no sean nativas, sino el resultado de una contaminación… de hace milenios.
—También funciona en sentido contrario. Como estas bacterias son esencialmente diferentes de cualquier microorganismo terrícola, las criaturas de quienes fueron parásitas, si tal es el caso, también debían de ser esencialmente distintas. Otro indicio de una presencia extraterrestre.
El camino terminaba en la pared de un pequeño cráter.
—Es una inmensa tarea de excavación —suspiró Jennings—. Será mejor que informemos y que nos manden ayuda.
—No —dijo sombríamente Strauss—. Tal vez esa ayuda no se justifique. El cráter se pudo haber formado un millón de años después de que la nave se estrellara.
—¿Quieres decir que entonces se vaporizó todo y sólo habría quedado esto que hemos encontrado? —Strauss asintió con la cabeza y Jennings añadió—: Probemos suerte de todos modos. Podemos cavar un poco. Si trazamos una línea a través de los lugares donde hemos hallado algo y continuamos…
Strauss trabajaba con desgana, así que fue Jennings quien hizo el verdadero hallazgo. Sin duda eso contaba. Aunque Strauss hubiera hallado el primer fragmento metálico, Jennings había hallado el dispositivo.
Era un artefacto hundido un metro bajo una roca irregular que al caer había abierto una cavidad en la superficie lunar. Durante un millón de años, la cavidad había protegido el artefacto de la radiación, de los mícrometeoros y de los cambios de temperatura, de modo que permanecía intacto.
Jennings lo bautizó como el Dispositivo. No se parecía a ningún instrumento que él conociera, pero ¿por qué iba a parecerse?
—No veo asperezas —dijo—. Quizá no esté roto.
—Pero quizá falten piezas.
—Quizá, pero no parece haber partes móviles. Es una pieza entera, extrañamente irregular. Es lo que necesitamos. Una pieza de metal gastado o una zona rica en bacterias sirven sólo para hacer deducciones y para mantener disputas. Pero esto es algo fantástico, un dispositivo de evidente origen extraterrestre. —Lo habían apoyado en la mesa y ambos lo observaban muy serios—. Presentemos un informe preliminar.
—¡No! —rugió Strauss—. ¡Claro que no!
—¿Por qué no?
—Porque si lo hacemos se transformará en un proyecto de la Sociedad. Esto se llenará de intrusos y cuando terminen no seremos ni siquiera una nota a pie de página. ¡No! —Adoptó una expresión taimada—. Vamos a hacer todo lo que podamos y a sacar el mayor provecho posible antes de que lleguen esas arpías.



Jennings lo pensó. Tampoco él quería perder la fama que se merecía. Pero aun así…
—No sé si quiero correr el riesgo, Strauss. —Sintió el impulso de llarmarlo por el nombre de pila, pero se contuvo—. Mira, no es correcto esperar. Si esto es de origen extraterrestre, tiene que ser de otro sistema solar. No hay sitio en este sistema solar, aparte de la Tierra, que pueda albergar una forma de vida avanzada.
—Eso no está demostrado —gruñó Strauss—. ¿Pero qué hay con ello, suponiendo que tengas razón?
—Eso significaría que las criaturas de la nave dominaban el viaje interestelar y, por lo tanto, estaban tecnológicamente más avanzadas que nosotros. Quién sabe lo que el Dispositivo puede decirnos sobre su avanzada tecnología. Quizá sea la clave de… quién sabe qué. Podría ser la clave de una increíble revolución científica.
—Devaneos románticos. Si es producto de una tecnología mucho más avanzada que la nuestra, no aprenderemos nada de ella. Resucita a Einstein y muéstrale una microprotodistorsión. No sabría cómo ínterpretarla.
—No tenemos la certeza de que no aprenderemos nada.
—Aun así, ¿qué? ¿Qué tiene de malo una pequeña demora? ¿Qué tiene de malo asegurarnos el mérito? ¿Qué tiene de malo asegurarnos una participación, que no nos dejen excluidos?
—Pero Strauss… Jennings se sintió conmovido casi hasta las lágrimas en su afán de comunicar la importancia que él atribuía al Dispositivo—. Imagínate que nos estrelláramos con él. Imagínate que,no lográramos regresar a la Tierra. No podemos poner en peligro esta cosa. —La acarició, casi como si estuviera enamorado de ella—. Deberíamos informar sobre ella y pedir que envíen naves para buscarla. Es demasiado preciosa para…
En medio de tanta intensidad emocional, el Dispositivo pareció entibiarse bajo su mano. Una parte de la superficie, semioculta por un reborde de metal, emitió un fulgor fosforescente.
Jennings apartó la mano con un gesto espasmódico y el Dispositivo se oscureció. Pero era suficiente; el momento había sido infinitamente revelador.
—Fue como si se abriera una ventana en tu cráneo —jadeó Jennings—. Pude ver tu mente.
—Yo leí la tuya, o la experimenté, o entré en ella, o lo que sea.
Tocó el dispositivo con actitud fría y distante, pero no ocurrió nada.
—Eres un ultra —lo acusó Jennings—. Cuando toqué esto… —Lo tocó de nuevo—. Vuelve a ocurrir. Lo veo. ¿Estás loco? ¿De veras crees que es humanamente aceptable condenar a casi toda la raza humana a la extinción y destruir la versatilidad y la variedad de la especie?



De nuevo apartó la mano, asqueado por las revelaciones, y de nuevo el Dispositivo se oscureció. Una vez más, Strauss lo tocó con reservas y no ocurrió nada.
—No empecemos a discutir, por amor de Dios —dijo Strauss—. Esto es un aparato de comunicación, un amplificador telepático. ¿Por qué no? Las células cerebrales tienen potencial eléctrico. El pensamiento puede considerarse un campo ondulatorio electromagnético de microintensidades…
Jennings se apartó. No quería hablar con Strauss.
—Pasaremos un informe de inmediato. Me importa un bledo la fama. Puedes quedarte con ella. Yo sólo quiero que esto esté fuera de nuestras manos.
Por un instante, Strauss permaneció tenso. Luego, se relajó.
—Es más que un comunicador. Responde a la emoción y la amplifica.
—¿De qué estás hablando?
—Ha funcionado dos veces cuando lo tocaste ahora, aunque lo estuviste manipulando todo el día sin efecto visible. Y no reacciona cuando yo lo toco.
—¿Y bien?
—Se activó cuando estabas en un estado de alta tensión emocional. Supongo que eso es lo que requiere para reaccionar. Y cuando desvariabas sobre los ultras hace un instante, me sentí igual que tú por un momento.
—Te sentiste como debías.
—Escúchame, ¿estás seguro de tener razón? Cualquier hombre pensante sabe que la Tierra estaría mejor con una población de mil millones que con seis mil millones. Si usáramos la automatización al máximo, algo que ahora las masas nos impiden, podríamos tener una Tierra totalmente eficaz y viable con una población de sólo cinco millones, por ejemplo. Escúchame, Jennings. No te vayas, hombre. —Suavizó el tono de su voz, en un esfuerzo por conquistarlo con argumentos razonables—: Pero no podemos reducir la población democráticamente, ya lo sabes. No se trata del impulso sexual, pues los dispositivos intrauterinos resolvieron hace tiempo el control de la natalidad. Es una cuestión de nacionalismo. Cada grupo étnico quiere que los demás sean los primeros en reducir su población, y yo estoy de acuerdo con ellos. Quiero que mi grupo étnico, nuestro grupo étnico, prevalezca. Quiero que la Tierra la herede una élite, lo cual significa hombres como nosotros. Somos los seres humanos verdaderos, y esa horda de simios que nos contiene nos está destruyendo a todos. De cualquier forma, están condenados; ¿por qué no salvarnos nosotros?
—No —rechazó con firmeza Jennings—. Ningún grupo tiene el monopolio de la humanidad. Tus cinco millones de reflejos idénticos, atrapados en una humanidad privada de variedad y versatilidad, se morirían de aburrimiento, y se lo habrían ganado a pulso.
—Sensíblerías, Jennings. Tú no lo crees. Nuestros tontos humanitaristas te han enseñado a creerlo. Mira, este artefacto es justo lo que necesitamos. Aunque no podamos construir otros ni comprender cómo funcionan, éste sería sufiente. Si pudiéramos controlar o guiar la mente de ciertos hombres, poco a poco impondríamos nuestro punto de vista en el mundo. Ya tenemos una organización. Lo sabes si has visto mi mente. Está mejor motivada y estructurada que cualquier otra organización de la Tierra. A diario nos vienen los mejores cerebros de la humanidad, ¿por qué no tú? Este instrumento es una clave, pero no sólo para obtener más conocimiento; es una clave para la solución final de los problemas humanos. ¡Únete a nosotros!



Había hablado con un apasionamiento que Jennings le desconocía. Apoyó la mano en el Dispositivo, que parpadeó un par de segundos y se apagó.
Jennings sonrió sin humor. Entendía lo ocurrido. Strauss había intentado agudizar su intensidad emocional para activar el Dispositivo y había fallado.
—No puedes activarlo —le dijo—. Eres un superhombre, un maestro del autodominio, y no puedes dejarte llevar, ¿verdad?
Cogió con manos trémulas el Dispositivo, que se encendió de inmediato.
—Entonces, actívalo tú. Gana renombre por salvar a la humanidad.
—Jamás —replicó Jennings, sofocado por la emoción—. Pasaré el informe ahora.
—No. —Strauss tomó un cuchillo de la mesa—. Tiene punta y filo suficientes.
—Un comentario incisivo —observó Jennings, consciente de su retruécano a pesar de la tensión del momento—. Entiendo tus planes. Con el Dispositivo puedes convencer a cualquiera de que nunca existí. Puedes lograr una victoria ultra.
Strauss movió varias veces la cabeza en sentido afirmativo.
—Me lees la mente a la perfección.
—Pero no lo lograrás —susurró Jennings—. No, mientras yo tenga esto.
Lo inmovilizó con su voluntad. Strauss se movió desmañadamente y se detuvo. Empuñaba el cuchillo con firmeza y le temblaba el brazo, pero no podía hacerlo avanzar. Ambos sudaban profusamente.
—No puedes… mantenerlo así… todo el día —se esforzó Strauss, hablando entre dientes.
Jennings lo percibía con claridad, pero no contaba con palabras para describirlo. Era como retener a un animal escurridizo y de enorme fuerza, un animal que no cesaba de contorsionarse. Tenía que concentrarse en esa sensación de inmovilidad.
No estaba familiarizado con el Dispositivo. No sabía utilizarlo hábilmente. Era como pedirle a alguien que nunca hubiera visto una espada que la empuñara con la destreza de un mosquetero.
—Exacto —dijo Strauss, siguiéndole los pensamientos, y avanzó un paso con esfuerzo.
Jennings sabía que no podría oponer resistencia a la firme determinación de Strauss. Ambos lo sabían. Pero estaba el deslizador. Debía irse de allí con el Dispositivo.
Sólo que Jennings no tenía secretos. Strauss le vio el pensamiento y procuró interponerse entre él y el deslizador.
Jennings redobló sus esfuerzos. No inmovilidad, sino inconsciencia. Duerme, Strauss, pensó desesperadamente. ¡Duerme!
Strauss cayó de rodillas, apretando con fuerza los párpados.
Con el corazón desbocado, Jennings corrió hacia delante. Si pudiera golpearlo con algo, arrebatarle el cuchillo…
Y como sus pensamientos habían dejado de concentrarse en el sueño Strauss lo agarró por un tobillo y tiró de él con brusquedad.



Y no lo dudó un momento. En cuanto Jennings cayó al suelo, subió y bajó la mano que empuñaba el cuchillo. Jennings sintió un dolor agudo, y una llamarada de miedo y desesperación le invadió la mente.
Ese arrebato emocional elevó el parpadeo del Dispositivo a un fogonazo. Strauss aflojó la mano y Jennings lanzó unos incoherentes y silenciosos gritos de temor y rabia con la mente.
Strauss se derrumbó, con el rostro demudado.
Jennings se levantó con esfuerzo y retrocedió. No se atrevía a hacer nada, salvo concentrarse en mantener la inconsciencia del otro. Todo intento de acción violenta le restaría fuerza mental, lo privaría de una vacilante y torpe fuerza mental que no podría dedicar a un uso efectivo.
Fue hacia el deslizador. A bordo habría un traje, y vendajes…
El deslízador no estaba pensado para viajes largos, y tampoco Jennings resistiría un viaje largo. Tenía el flanco derecho empapado de sangre a pesar de los vendajes. El interior del traje estaba endurecido por la sangre seca.
No había señales de la nave, pero sin duda llegaría tarde o temprano. Tenía mayor potencia y detectores que captarían la nube de la concentración de cargas que dejaban los reactores iónicos del deslizador.
Había intentado comunicarse por radio con Estación Luna, pero aún no llegaba respuesta y Jennings optó por callar. Las señales sólo harían que Strauss lo localizara.
Podía tratar de llegar a Estación Luna, pero no creía que pudiera lograrlo. Strauss lo detectaría antes. O moriría y se estrellaría antes. No llegaría. Tendría que ocultar el Dispositivo, ponerlo a buen recaudo y, luego, enfilar hacía Estación Luna.
El Dispositivo…
No estaba seguro de tener razón. Podía acabar con la raza humana, pero era infinitamente valioso. ¿Debía destruirlo del todo? Era el único vestigio de una vida inteligente no humana. Albergaba los secretos de una tecnología avanzada, se trataba del instrumento de una ciencia mental avanzada. A pesar del peligro, había que tener en cuenta el valor, el valor potencial…
No, debía ocultarlo para que alguien lo hallara de nuevo, pero sólo los moderados del Gobierno. Nunca los ultras.
El deslizador descendió por el borde norte del cráter. Jennings lo conocía y podía sepultar el Dispositivo allí. Si luego no lograba llegar a Estación Luna, tendría que alejarse del escondrijo para no delatarlo con su presencia. Y debería dejar alguna clave de su paradero.
Le pareció que pensaba con increíble lucidez. ¿Era la influencia del Dispositivo? ¿Estimulaba su pensamiento y lo guiaba hacia el mensaje perfecto? ¿O era la alucinación insensata de un moribundo? No lo sabía, pero no tenía otra opción. Debía intentarlo.
Pues Karl Jennings sabía que iba a morir. Le quedaban pocas horas de vida y tenía mucho que hacer.
H. Seton Davenport, de la División Estadounidense del Departamento Terrícola de Investigaciones, se frotó con aire ausente la cicatriz de la mejilla izquierda.
—Sé que los ultras son peligrosos, señor.



El jefe de división, M.T. Ashley, miró a Davenport con los ojos entrecerrados. El gesto de sus mejillas enjutas denotaba su desaprobación. Como había jurado una vez más que dejaría de fumar, buscó a tientas una goma de mascar, la desenvolvió, la estrujó y se la metió en la boca. Se estaba volviendo viejo y malhumorado, y su bigote corto y gris raspaba cuando se lo frotaba con los nudillos.
—No sabe hasta qué punto son peligrosos, y me pregunto si alguien lo sabe. Son pocos, pero gozan de influencia entre los poderosos, que están muy dispuestos a considerarse la élite. Nadie sabe con certeza quiénes ni cuántos son.
—¿Ni siquiera el Departamento?
—El Departamento está atado de manos. Más aún, ni siquiera nosotros estamos libres de esa mancha. ¿Lo está usted?
Davenport frunció el ceño.
—Yo no soy ultra.
—No he dicho que lo fuera. Le pregunto que si está libre de esa mancha. ¿Ha pensado en lo sucedido en la Tierra en los dos últimos siglos? ¿Nunca ha pensado que una moderada disminución demográfica sería algo positivo? ¿Nunca ha pensado que sería maravilloso liberarse de los poco inteligentes, de los incapaces, de los insensibles y dejar el resto? Porque yo lo he pensado, qué diablos.
—Sí, me acuso de haberlo pensado alguna vez. Pero una cosa es expresar un deseo y otra muy distinta planificar un proyecto práctico de acción hitleriana.
—El deseo no está tan lejos del acto como usted cree. Convénzase de que el objetivo tiene importancia, de que el peligro es bastante grande, y los medios se volverán cada vez menos objetables. De cualquier modo, ahora que ha terminado ese asunto de Estambul, le pondré al corriente de esto. Lo de Estambul no fue nada en comparación. ¿Conoce al agente Ferrant?
—¿El que desapareció? No personalmente.
—Bien, pues hace dos meses se localizó una nave abandonada en la superficie lunar. Realizaba una investigación selenográfica, financiada con fondos privados. La Sociedad Geológica Rusoamericana, que patrocinaba el vuelo, informó de que la nave no se había comunicado. Una búsqueda de rutina la localizó sin mayores inconvenientes, a una razonable distancia del lugar desde donde transmitió su último informe. La nave no estaba dañada, pero el deslizador había desaparecido, junto con uno de los tripulantes, Karl Jennings. El otro hombre, James Strauss, estaba vivo, pero deliraba. No mostraba lesiones físicas, pero estaba loco de remate. Todavía lo está, y eso es importante.
—¿Por qué? —preguntó Davenport.
—Porque el equipo médico que lo examinó halló anomalías neuroquímicas y neuroeléctricas sin precedentes. Nunca han visto un caso semejante. Nada humano pudo provocarlo.



Una sonrisa fugaz cruzó el rostro grave de Davenport.
—¿Sospecha usted de invasores extraterrestres?
—Quizá —contestó el otro, sin sonreír en absoluto—. Pero permítame continuar. Una búsqueda rutinaria por las cercanías de la nave no reveló indicios del deslizador. Luego, Estación Luna comunicó que había recibido señales débiles de origen incierto. Supuestamente procedían de la margen occidental de Mare Imbrium, pero no estaban seguros de que fueran de origen humano y no creían que hubiera naves en las cercanías. Ignoraron las señales. Pensando en el deslizador, sin embargo, la partida de búsqueda se dirigió hacia Imbrium y lo localizó. Jennings estaba a bordo, muerto. Una puñalada en el costado. Es sorprendente que lograra sobrevivir tanto tiempo. Mientras tanto, los médicos estaban cada vez más desconcertados por los delirios de Strauss. Se pusieron en contacto con el Departamento y nuestros dos agentes lunares llegaron a la nave. Uno de ellos era Ferrant. Estudió las grabaciones de esos delirios. No tenía sentido hacerle preguntas, pues no había modo, ni hay, de comunicarse con Strauss. Existe una alta muralla entre el universo y él, y tal vez sea para siempre. Sin embargo, sus delirios, a pesar de las redundancias y las incoherencias, pueden tener cierto sentido. Ferrant lo ordenó todo, como un rompecabezas. Al parecer, Strauss y Jennings hallaron un objeto que consideraron antiguo y no humano, un artefacto de una nave que se estrelló hace milenios. Parece ser que podía alterar la mente humana.
—¿Y alteró la mente de Strauss? ¿Es eso?
—Exacto. Strauss era un ultra (podemos decir «era» porque está vivo sólo técnicamente) y Jennings no quiso entregarle el objeto. Y por buenas razones. En sus delirios, Strauss habló de usarlo para provocar el autoexterminio, como él lo llamó, de los indeseables. Quería conseguir una población final e ideal de cinco millones. Hubo una lucha, en la cual Jennings, aparentemente, se valió de ese artefacto, pero Strauss tenía un cuchillo. Cuando Jennings se marchó iba herido, y la mente de Strauss estaba destruida.
—¿Y dónde está el objeto?
—El agente Ferrant actuó con decisión. Registró de nuevo la nave y sus inmediaciones. No había rastros de nada que no fuera una formación lunar natural o un evidente producto de la tecnología humana. No encontró nada que pudiera ser el artefacto. Luego, investigó el deslizador y sus inmediaciones. Nada.
—¿No pudieron los miembros del primer equipo de investigación, que no sospechaban nada, haberse llevado algo?
—Juraron que no, y no hay razones para sospechar que mintieran. Posteriormente, el compañero de Ferrant…
—¿Quién era?
—Gorbansky.
—Lo conozco. Hemos trabajado juntos.
—En efecto. ¿Qué piensa de él?
—Es honesto y capaz.
—De acuerdo. Gorbansky encontró algo. No un artefacto extraterrestre, sino algo humano y de lo más corriente. Era una tarjeta blanca común, con una inscripción, insertada en el dedo medio del guante derecho. Supuestamente, Jennings la escribió antes de su muerte, así que, supuestamente, representaba la clave del escondrijo.
—¿Hay razones para pensar que lo escondió?
—Ya he dicho que no lo encontramos en ninguna parte.
—Pero pudo haberlo destruido, pensando que era peligroso dejarlo intacto.
—Es muy dudoso. Si aceptamos la conversación que hemos reconstruido a partir de los delirios de Strauss, y Ferrant logró una reconstrucción que parece ser casi literal, Jennings pensaba que ese artefacto era de importancia decisiva para la humanidad. Lo denominó la «clave de una increíble revolución científica». No destruiría algo así. Simplemente lo ocultaría de los ultras y trataría de informar de su paradero al Gobierno. De lo contrario, ¿por qué iba a dejar una clave del paradero?
Davenport sacudió la cabeza.
—Está usted en un círculo vicioso, señor. Dice que dejó una clave porque usted cree que hay un objeto oculto, y cree que hay un objeto oculto porque dejó una clave.
—Lo admito. Todo es dudoso. ¿Los delirios de Strauss significan algo? ¿La reconstrucción de Ferrant es válida? ¿La pista de Jennings es realmente una pista? ¿Existe una artefacto, ese Dispositivo, como lo llamaba Jennings? No tiene sentido hacerse preguntas. Ahora debemos actuar sobre el supuesto de que el Dispositivo existe y hay que encontrarlo.
—¿Porque Ferrant ha desaparecido?
—Exacto.
—¿Secuestrado por los ultras?
—En absoluto. La tarjeta desapareció con él.
—Oh…, entiendo.
—Hace tiempo que sospechamos que Ferrant es un ultra encubierto. Y no es el único sospechoso dentro del Departamento. Las pruebas no bastaban para actuar abiertamente; no podemos basarnos en meras sospechas, porque pondríamos el Departamento patas arriba. Ferrant estaba bajo vigilancia.
—¿Por parte de quién?
—De Gorbansky. Afortunadamente Gorbansky había filmado la tarjeta y envió la reproducción al cuartel general terrícola, admitiendo que la consideraba sólo un objeto curioso y la adjuntaba al informe por mero afán de cumplir con la rutina habitual. Ferrant, el más inteligente de los dos, me parece a mí, entendió de qué se trataba y actuó en consecuencia. Lo hizo a un alto precio, pues se ha delatado y destruye así su futura utilidad para los ultras; pero es posible que esa futura utilidad no sea necesaria. Si los ultras controlan el Dispositivo…
—Tal vez Ferrant ya lo tenga.
—Recuerde que se encontraba bajo vigilancia. Gorbansky jura que el Dispositivo no estaba en ninguna parte.
—Gorbansky no fue capaz de impedir que Ferrant se marchara con la tarjeta. Tal vez tampoco logró evitar que localizara el Dispositivo.


Ashley tamborileó sobre el escritorio, con un ritmo inquieto y desigual.
—Prefiero no pensar eso. Si encontramos a Ferrant, podremos averiguar cuánto daño ha causado; hasta entonces, debemos buscar el Dispositivo. Si Jennings lo ocultó, seguramente intentó alejarse del escondrijo, pues de lo contrario ¿por qué iba a dejar una pista? No debe de estar en las cercanías.
—Tal vez no vivió el tiempo suficiente para alejarse.
Ashley volvió a tamborilear.
—El deslizador mostraba indicios de haber emprendido un vuelo largo y acelerado y de haber acabado estrellándose. Eso concuerda con la idea de que Jennings procuraba alejarse todo lo posible del escondrijo.
—¿Se sabe de qué dirección venía?
—Sí, pero no nos sirve de mucho. Por lo que indican las toberas laterales, estuvo efectuando deliberadamente virajes y cambios de dirección.
Davenport suspiró.
—Supongo que tendrá una copia de la tarjeta.
—En efecto. Aquí está.
Le entregó un duplicado. Davenport lo estudió unos instantes.
—No le veo ningún significado a esto —comentó Davenport.
—Tampoco yo se lo veía al principio, y tampoco vieron nada las primeras personas con las que consulté. Pero piense un poco. Jennings debía de creer que Strauss lo perseguía; tal vez no supiera que había quedado fuera de combate para siempre. Además, temía que algún ultra lo encontrara antes que un moderado. No se atrevía a dejar una pista demasiado clara. —El jefe de división dio unos golpecitos con el dedo sobre la copia de la tarjeta—. Esto debe de representar una clave de difícil comprensión en apariencia, pero lo suficientemente clara para alguien dotado de ingenio.
—¿Podemos estar seguros de eso? —preguntó Davenport, escéptico—. A fin de cuentas, era un hombre moribundo y que se sentía atemorizado, y tal vez estaba sometido al influjo de ese objeto. Puede ser que no pensara de un modo lúcido y ni siquiera humano. Por ejemplo, ¿por qué no intentó llegar a la Estación Luna? Terminó a casi media circunferencia de distancia. ¿Estaba demasiado alterado para pensar claramente? ¿Demasiado paranoico para confiar siquiera en la Estación? Sin embargo, trató de comunicarse, pues la Estación captó las señales. Lo que quiero decir es que esta tarjeta, que no parece tener sentido, en efecto no tiene sentido.
Ashley meneó de lado a lado la cabeza solemnemente, como si fuera una campana.
—Estaba atemorizado, sí. Y supongo que no disponía de la presencia de ánimo suficiente para llegar a la Estación Lunar. Sólo quería correr y escapar. Aun así, esto tiene algún sentido. Todo encaja demasiado bien. Cada anotación tiene un sentido, y también el conjunto.
—¿Cuál es ese sentido?
—Notará usted que hay siete puntos en el lado izquierdo y dos en el derecho. Veamos primero el lado izquierdo. El tercero parece un signo de igual. ¿Un signo de igual significa algo para usted, algo en particular?
—Una ecuación algebraica.
—Eso es general. ¿Algo en particular?
—No.
—Supongamos que lo consideramos un par de líneas paralelas.
—¿El quinto postulado de Euclídes? —aventuró Davenport.
—¡Bien! En la Luna hay un cráter llamado Euclides, en homenaje al matemático griego.
Davenport asintió con la cabeza.
—Ahora veo por dónde va usted. En cuanto a F/A, eso es fuerza dividida por aceleración, la definición de la masa en la segunda ley del movimiento de Newton…
—Sí, y en la Luna también hay un cráter llamado Newton.
—Sí, pero aguarde. La anotación inferior es el símbolo astronómico del planeta Urano y no hay ningún cráter ni ningún otro objeto lunar que se llame Urano.
—Tiene usted razón. Pero Urano fue descubierto por William Herschel y la H que forma parte del símbolo astronómico es la inicial de su nombre. Y ocurre que en la Luna hay un cráter llamado Herschel; tres, en realidad, pues uno es por Caroline Herschel, hermana del astrónomo, y otro por John Herschel, su hijo.



Davenport reflexionó un momento y dijo:
—PC/2. Presión por la mitad de la velocidad de la luz. No conozco esa ecuación.
—Pruebe con cráteres. Pruebe con la P de Ptolomeo y con la C de Copérnico.
—¿Y buscar un punto intermedio? ¿Eso podría significar un punto a medio camino entre Ptolomeo y Copérnico?
—Me defrauda usted, Davenport —ironizó Ashley—. Pensé que conocía mejor la historia de la astronomía. Ptolomeo planteaba una imagen geocéntrica del sistema solar, con la Tierra en el centro, mientras que Copérnico presentaba una imagen heliocéntrica, con el Sol en el centro. Un astrónomo buscó una solución intermedia, a medio camino entre Ptolomeo y Copérnico…
—¡Tycho Brahe!
—Correcto. Y el cráter Tycho es el rasgo más conspicuo de la superficie lunar.
—De acuerdo. Veamos el resto. C–C es un modo corriente de indicar un tipo común de enlace químico. Enlace se dice bond en inglés, y creo que hay un cráter llamado Bond.
—Sí, en honor del astrónomo americano W.C. Bond.
—Y la primera anotación, XY2… XYY, una equis y dos íes griegas… ¡Ya está! Alfonso X. Era el astrónomo español medieval Alfonso el Sabio. El cráter Alphonsus.
—Muy bien. ¿Qué es SU?
—Eso me desconcierta, señor.
—Le daré una teoría. Significa «Soviet Union». Unión Soviética era el antiguo nombre de la Región Rusa. La Unión Soviética fue el primer país que confeccionó un mapa del otro lado de la Luna, y quizás allí haya un cráter. Tsiolkovsky, por ejemplo. Como ve, cada símbolo de la izquierda parece representar un cráter: Alphonsus, Tycho, Euclides, Newton, Tsiolkovsky, Bond, Herschel.
—¿Y los símbolos de la derecha?
—Eso está absolutamente claro. El círculo dividido en cuatro es el símbolo astronómico de la Tierra. La flecha que lo señala indica que la Tierra debe estar directamente encima.
—¡Ah! —exclamó Davenport—. ¡El Sinus Medii, la Bahía Medía, sobre cuyo cenit está perpetuamente la Tierra! No es un cráter, así que está en el lado derecho, al margen de los demás símbolos.
—Exactamente. Se puede atribuir un sentido a todas las anotaciones, de modo que es muy probable que esto no sea algo sin sentido y que procure indicarnos algo. ¿Pero qué? Hasta ahora tenemos siete cráteres y otro lugar. ¿Qué significa? Es de suponer que el Dispositivo puede estar en un solo lugar.
—Bien. Un cráter puede ser un sitio enorme. Aunque supongamos que él usó el lado de la sombra, para evitar la radiación solar, puede haber muchísimos kilómetros que examinar en cada caso. Imaginemos que la flecha que señalaba el símbolo de la Tierra define el cráter donde ocultó el Dispositivo, el lugar desde donde la Tierra puede ser vista más cerca del cenit.
—Hemos pensado en ello. Delimita una zona e identifica siete cráteres, la extremidad meridional de los que están al norte del ecuador lunar y la extremidad septentrional de los que están al sur. Pero ¿cuál de los siete?


Davenport frunció el ceño. Hasta el momento no se le había ocurrido nada que no se le hubiese ocurrido antes a alguien.
—¡Regístrelos todos! —exclamó.
Ashley se rió con desgana.
—No hemos hecho otra cosa en las últimas semanas.
—¿Y qué han encontrado?
—Nada. No hemos encontrado nada. Pero seguimos buscando.
—Es evidente que interpretamos mal uno de los símbolos.
—¡Obviamente!
—Usted mismo dijo que había tres cráteres llamados Herschel. El símbolo SU, si significa Unión Soviética y, por lo tanto, la otra cara de la Luna, puede representar cualquier cráter del otro lado. Lomonosov, Jules Verne, Joliot-Curie, cualquiera. Más aún, el símbolo de la Tierra podría representar el cráter Atlas, a quien se representa sosteniendo la Tierra, en algunas versiones del mito. La flecha podría representar la Muralla Recta.
—Sin duda, Davenport. Pero aunque lleguemos a la interpretación correcta del símbolo correcto ¿cómo la distinguimos de las interpretaciones erróneas, o de las interpretaciones correctas de los símbolos erróneos? En esta tarjeta tiene que haber algo que nos brinde un dato tan claro que podamos distinguir la clave real de todas las claves falsas. Hemos fracasado y necesitamos una mente nueva, Davenport. ¿Usted qué ve aquí?
—Le diré lo que podríamos hacer —masculló Davenport—. Podemos consultar a alguien que yo… ¡Oh, cielos!
Ashley procuró dominar su entusiasmo.
—¿Qué ve?
Davenport notó que le temblaba la mano. Confió en que no le temblaran los labios.
—Dígame, ¿ha investigado el pasado de Jennings?
—Por supuesto.
—¿Dónde estudió?
—En la Universidad del Este.
Davenport sintió un arrebato de alegría, pero se contuvo. Eso no era suficiente.
—¿Siguió un curso de extraterrología?
—Claro que sí. Eso es lo normal para conseguir el título de geología.
—Pues bien, ¿sabe usted quién enseña extraterrología en la Universidad del Este?
Ashley chascó los dedos.
—¡Ese excéntrico! ¿Cómo se llama…? Wendell Urth.
—Exacto, un excéntrico que es un hombre brillante a su manera; un excéntrico que ha actuado como asesor para el Departamento en varias ocasiones y siempre ha resuelto los problemas; un excéntrico al que yo iba a sugerir que consultáramos y resulta que la propia tarjeta nos está diciendo que lo hagamos. Una flecha que señala el símbolo de la Tierra. Un retruécano que podría significar «Id a Urth»[6], escrito por un hombre que fue alumno de Urth y seguramente le conocía.
Ashley miró la tarjeta.
—Vaya, es posible. ¿Pero qué podría decirnos Urth que no veamos nosotros?
Davenport respondió, con una paciencia cortés:
—Sugiero que se lo preguntemos, señor.


Ashley miró en torno con curiosidad y medio asustado. Tenía la sensación de hallarse en una exótica tienda de curiosidades, oscura y peligrosa, y de que en cualquier momento podría atacarlo un demonio chillón.
La iluminación era escasa y abundaban las sombras. Las paredes parecían distantes y estaban revestidas de librofilmes, desde el suelo hasta el techo. En un rincón había una lente galáctica tridimensional y, detrás de ella, mapas estelares que apenas se vislumbraban. En otro rincón se veía un mapa de la Luna, aunque quizá fuera un mapa de Marte.
Sólo el escritorio del centro se hallaba bien iluminado por una lámpara de rayos finos. Estaba atiborrado de papeles y libros impresos. Había un pequeño proyector con película, y un anticuado reloj esférico producía un zumbido suavemente alegre.
Costaba recordar que era por la tarde y que en el exterior el sol dominaba en el cielo. En ese lugar reinaba una noche eterna. No se veían ventanas, y la clara presencia del aire acondicionado no le evitaba a Ashley cierta sensación de claustrofobia.
Se acercó más a Davenport, quien parecía insensible a lo desagradable de aquella situación.
—Llegará en seguida, señor —murmuró Davenport.
—¿Siempre es así?
—Siempre. Nunca sale de aquí, por lo que yo sé, excepto para atravesar el campus y dictar sus clases.
—¡Caballeros, caballeros! —se oyó una aguda voz de tenor—. Me alegra mucho verles. Son ustedes muy amables al visitarme.
Un hombrecillo rechoncho salió de otra habitación, abandonando las sombras y emergiendo a la luz.
Les sonrió, ajustándose sus gafas gruesas y redondas. Cuando apartó los dedos, las gafas quedaron precariamente suspendidas en la redonda punta de su pequeña nariz.
—Soy Wendell Urth —se presentó.
La barba puntiaguda y gris en la regordeta barbilla no contribuía a realzar la escasa dignidad del rostro risueño y del rechoncho torso elipsoide.
—¡Caballeros! Son muy amables al visitarme —repitió, tras dejarse caer en una silla, de la que sus piernas quedaron colgando, con las puntas de los zapatos a dos o tres centímetros del suelo—. Tal vez el señor Davenport recuerde que para mí es importante permanecer aquí. No me agrada viajar, excepto a pie, y con dar un paseo por el campus tengo suficiente.
Asheley lo miró desconcertado, de pie, y a su vez Urth lo observó con creciente desconcierto. Sacó un pañuelo y se limpió las gafas, se las volvió a poner y dijo:
—Ah, ya sé cuál es el problema. Necesitan sillas. Sí. Bien, pues cójanlas. Si hay cosas encima, quítenlas. Quítenlas. Siéntense, por favor.
Davenport quitó los libros de una silla y los dejó cuidadosamente en el suelo. Empujó la silla hacia Ashley y levantó un cráneo humano de otra silla y lo dejó aún con más cuidado sobre el escritorio de Urth. La mandíbula, que no estaba sujeta con firmeza, se entreabrió durante el traslado y quedó torcida.
—No importa —dijo afablemente Urth—, no se estropeará. Cuéntenme a qué han venido, caballeros.
Davenport aguardó un instante a que hablara Ashley, pero tomó con gusto la iniciativa al ver que su jefe guardaba silencio.
—Profesor Urth, ¿recuerda a un alumno llamado Jennings, Karl Jennings?
Urth dejó de sonreír mientras se esforzaba por recordar. Sus ojillos saltones parpadearon.
—No —respondió finalmente—. No en este momento.
—Se graduó en geología. Estudió extraterrología con usted hace algunos años. Aquí tengo su fotografía, por si le sirve de ayuda.
Urth estudio la fotografía con miope concentración, pero seguía dudando. Davenport continuó:
—Dejó un mensaje críptíco, que constituye la clave de un asunto de gran importancia. Hasta ahora no logramos interpretarlo satisfactoriamente, pero sí hemos deducido algo, y es que nos indica que acudamos a usted.
—¿De veras? ¡Qué interesante! ¿Con qué propósito deben acudir a mí?
—Supuestamente, para que nos ayude a interpretar el mensaje.
—¿Puedo verlo?


Ashley le pasó el papel a Wendell Urth. El extraterrólogo lo miró sin fijarse mucho, le dio la vuelta y se quedó un momento contemplando el dorso en blanco.
—¿Dónde dice que acudan a mí?
Ashley se quedó sorprendido, pero Davenport se apresuró a intervenir:
—La flecha que apunta al símbolo de la Tierra. Parece claro.
—Parece claro que es una flecha que apunta al símbolo del planeta Tierra. Supongo que podría significar literalmente «id a la Tierra», si esto se hubiese encontrado en otro mundo.
—Se encontró en la Luna, profesor Urth, y podría significar eso. Sin embargo, la referencia a usted nos pareció evidente, una vez que averiguamos que Jennings había sido alumno suyo.
—¿Siguió un curso de extraterrología en esta universidad?
—En efecto.
—¿En qué año, señor Davenport?
—En el 18.
—Ah. El acertijo está resuelto.
—¿Se refiere al significado del mensaje? —preguntó Davenport.
—No, no. El mensaje no significa nada para mí. Me refiero al acertijo de por qué no me acordaba de él, pero lo recuerdo ahora. Era un sujeto muy discreto, ansioso, tímido y modesto; una persona nada fácil de recordar. —Golpeó el mensaje con el dedo—. Sin esto, nunca me hubiera acordado.
—¿Por qué la tarjeta cambia las cosas? —quiso saber Davenport.
—La referencia a mí es un retruécano entre mi apellido y el nombre del planeta Tierra. Es poco sutil, pero así era Jennings. Le encantaban los juegos de palabras. Lo único que recuerdo de él son sus intentos de crear retruécanos. A mí me encantan, pero los de Jennings eran muy malos. O vergonzosamente obvios, como en este caso. Carecía de talento para los retruécanos, pero le gustaban tanto…
—Todo el mensaje es una especie de retruécano, profesor —interrumpió Ashley—. A1 menos, eso es lo que creemos, y concuerda con lo que dice usted.
—¡Ah! —Urth se ajustó las gafas y miró nuevamente la tarjeta y los símbolos. Frunció sus carnosos labios y dijo jovialmente—: Pues no lo entiendo.
—En ese caso… —dijo Ashley, cerrando las manos.
—Pero si ustedes me explican de qué se trata —continuó Urth—, quizá signifique algo.
—¿Puedo contárselo, señor? —preguntó Davenport—. Creo que este hombre es digno de confianza y… podría ayudarnos.
—Adelante —masculló Ashley—. A estas alturas, ¿qué podemos perder?
Davenport resumió la historia con frases precisas y telegráficas, míentras Urth escuchaba moviendo sus dedos rechonchos sobre el escritorio blanco, como si barriera invisibles cenizas de tabaco. A1 final de la narración, alzó las piernas y las cruzó, como un afable Buda.
Cuando Davenport hubo terminado, Urth reflexionó un momento.
—¿Tienen una transcripción de la conversación reconstruida por Ferrant?
—La tenemos —asintió Davenport—. ¿Quiere verla?
—Por favor.


Urth colocó la tira de microfilme en un visor y la examinó deprisa, moviendo los labios. Luego, señaló la reproducción del mensaje críptico.
—¿Y ustedes dicen que ésta es la clave del asunto, la pista crucial?
—Eso creemos, profesor.
—Pero no es el original, sino una reproducción.
—En efecto.
—El original desapareció con ese hombre, Ferrant, y ustedes creen que está en manos de los ultras.
—Posiblemente.
Urth sacudió la cabeza con aire preocupado.
—Es de sobras conocido que no simpatizo con los ultras. Los combatiría por todos los medios, así que no deseo que parezca que me echo atrás; pero… ¿cómo saber con certeza que existe ese objeto que altera las mentes? Sólo tenemos los delirios de un psicópata y dudosas deducciones a partir de la copia de un misterioso conjunto de signos que quizá no signifiquen nada.
—Sí, profesor, pero no podemos correr riesgos.
—¿Qué certeza hay de que esta copia sea exacta? ¿Y si en el original hay algo que aquí falta, algo que clarifica el mensaje, algo sin lo cual el mensaje resulta indescifrable?
—Estamos seguros de que la copia es exacta.
—¿Qué me dicen del reverso? No hay nada en el dorso de esta copia. ¿Qué me dicen del reverso del original?
—El agente que hizo la copia nos informó de que la otra cara estaba en blanco.
—Los hombres pueden cometer errores.
—No tenemos razones para pensar que se equivocó y debemos partír del supuesto de que no se equivocó. Al menos, mientras no recobremos el original.
—Entonces, ¿toda interpretación de este mensaje se debe hacer a partir de lo que vemos aquí?
—Eso creemos. Estamos casi seguros —respondió Davenport, con creciente abatimiento.
Urth aún parecía preocupado.
—¿Por qué no dejar el objeto donde está? Si ningún grupo lo encuentra, tanto mejor. Desapruebo cualquier método de jugar con la mente y no me gustaría contribuir a posibilitarlo.
Davenport acalló con un ademán a Ashley, al darse cuenta de que éste iba a hablar, y dijo:
—Debo aclararle, profesor Urth, que el Dispositivo tiene otros aspectos. Supongamos que una expedición extraterrestre viajara a un planeta distante y primitivo y dejara allí una radio antigua, y supongamos que los nativos de ese lugar hubieran descubierto la corriente eléctrica, pero no el tubo de vacío. La población podría entonces descubrir que, cuando se conecta la radio a una corriente, ciertos objetos de vidrio de la radio se calientan y brillan, pero, como es lógico, no recibirían sonidos inteligibles, sino, en el mejor de los casos, únicamente zumbidos y chisporroteos. Sin embargo, si dejaran caer la radio enchufada en una bañera, la persona que estuviera en la bañera se electrocutaría. ¿La gente de ese planeta hipotético debería llegar a la conclusión de que el objeto que estudian sólo sirve para matar?
—Entiendo la analogía —admitió Urth—. Usted piensa que esa capacidad para alterar las mentes es sólo una función accesoria del Dispositivo.
—Estoy seguro de ello. Sí fuéramos capaces de deducir su verdadera finalidad, la tecnología terrícola podría dar un salto de siglos.
—Es decir que usted está de acuerdo con lo que dijo Jennings…
—Consultó el microfilme—. «Quizá sea la clave de… quién sabe qué. Podría ser la clave de una increíble revolución científica.»
—Exacto.
—No obstante, altera las mentes y es infinitamente peligroso. Sea cual sea la finalidad de la radio, lo cierto es que electrocuta.
—Por eso no podemos permitir que los ultras se hagan con ello.
—¿Y el Gobierno?
—Debo señalar que la cautela tiene un límite razonable. Recuerde que la raza humana siempre ha coqueteado con el peligro, desde el primer cuchillo de pedernal de la Edad de Piedra; y, antes de eso, el primer garrote de madera también podía matar. Se podían usar para someter a hombres más débiles a la voluntad de los más fuertes, lo cual también es una forma de alterar las mentes. Lo que cuenta, profesor, no es el Dispositivo mismo, por peligroso que sea en lo abstracto, sino las intenciones de quien lo utiliza. Los ultras han manifestado su intención de exterminar a más del noventa y nueve por ciento de la humanidad. El Gobierno, sean cuales fueren los derechos de los hombres que lo integran, no tiene esa intención.
—¿Y qué intención tiene el Gobierno?
—Un estudio científico del Dispositivo. Incluso esa capacidad para alterar la mente puede producir grandes beneficios. Usado con lucidez, podría enseñarnos algo sobre el fundamento físico de las funciones mentales. Podríámos aprender a corregir trastornos mentales o a curar a los ultras. La humanidad podría aprender a desarrollar una mayor inteligencia.
—¿Por qué voy a creer que semejante idealismo se llevará a la práctica?
—Yo sí lo creo. Pero piénselo de este otro modo. Si nos ayuda, usted se arriesga a enfrentarse a un posible desvío hacia el mal por parte del Gobierno; pero, si no lo hace, se arriesga a enfrentarse al propósito indudablemente maligno de los ultras.
Urth asintió con la cabeza, pensativo.
—Quizá tenga razón. Aun así, debo pedirle un favor. Tengo una sobrina que siente un gran afecto por mí. Siempre está contrariada porque me niego terminantemente a incurrir en la locura de viajar. Afirma que no se dará por satisfecha hasta que algún día la acompañe a Europa, a Carolina del Norte o a cualquier otro lugar absurdo…


Ashley se inclinó hacia delante, desechando el gesto de Davenport.
—Profesor Urth, si usted nos ayuda a hallar el Dispositivo, y si éste funciona, le aseguro que le ayudaremos a liberarse de su fobia hacia los viajes, para que pueda ir con su sobrina a donde desee.
Urth abrió los ojos de par en par y miró salvajemente a su alrededor, como si estuviera acorralado.
—¡No! ¡No! ¡Jamás! —Bajó la voz y susurró roncamente—: Les explicaré la naturaleza de mis honorarios. Si los ayudo, si ustedes recobran el Dispositivo y aprenden a usarlo, si mi ayuda es conocida por el público, mi sobrina arremeterá contra el Gobierno como una furia. Es una mujer tozuda y chillona, que recaudará dinero y organizará manifestacíones. Nada la detendrá. Y, sin embargo, no deben ceder ante ella. ¡Jamás! Deben ustedes resistir todas las presiones. Quiero que me dejen en paz, como estoy ahora. Eso es lo único que pido como retribución.
Ashley se sonrojó.
—Sí, por supuesto, si así lo desea.
—¿Cuento con su palabra?
—Cuenta con mi palabra.
—Recuérdelo, por favor. También confío en usted, señor Davenport. —Será como usted desee —lo tranquilizó Davenport—. Y supongo que ahora nos dará la interpretación de las anotaciones.
—¿Las anotaciones? —preguntó Urth, concentrando la atención en la tarjeta—. ¿Se refiere a estas marcas, XV y demás?
—Sí. ¿Qué significan?
—No lo sé. Sus interpretaciones valen tanto como cualquier otra. Ashely estalló:
—¿Quiere decir que toda esa cháchara sobre su presunta ayuda no llevaba a nada? ¿A qué vienen tantos rodeos?
Wendell Urth parecía confundido e intimidado.
—Me gustaría ayudarles.
—Pero no sabe qué significan las anotaciones.
—No…, no… Pero sé qué significa el mensaje.
—¿Lo sabe? —gritó Davenport.
—Desde luego. El significado es transparente. Lo sospeché mientras usted me contaba la historia. Y estuve seguro una vez que leí la reconstrucción de las conversaciones entre Strauss y Jennings. Ustedes también lo comprenderían, caballeros, con sólo que se detuvieran a pensar.
—¡Oiga! —se impacientó Ashley—. ¡Usted ha dicho que no sabe qué significan las anotaciones!
—Y no lo sé. Sólo sé qué significa el mensaje.
—¿Qué es el mensaje si no está en las anotaciones? ¿Es el papel, por amor de Dios?
—Sí, en cierto sentido.
—¿Tinta invisible o algo parecido?
—¡No! ¿Por qué les cuesta tanto entenderlo, cuando están a punto? Davenport se inclinó hacia Ashley.
—Señor, déjeme esto a mí, por favor.
Ashley resopló.
—Adelante.
—Profesor —dijo Davenport—, ¿quiere ofrecernos su análisis?
—¡Ah! Bien, de acuerdo. —El menudo extraterrólogo se recostó en la silla y se enjugó la frente húmeda con la manga—. Veamos el mensaje. Si ustedes aceptan que el círculo dividido en cuatro y la flecha los dirigen hacia mí, eso nos deja siete anotaciones. Si éstas se refieren a siete cráteres, por lo menos seis de ellos deben de estar destinados a distraer la atención, pues el Dispositivo sólo puede estar en un lugar. No contenía piezas móviles ni separables; era de una sola pieza. Además, ninguna de esas anotaciones está clara. SU podría significar cualquier sitio del otro lado de la Luna, que es una superficie del tamaño de Suramérica. PC/2 puede significar Tycho, como dice el señor Ashley, o «a medio camino entre Ptolomeo y Copérnico», como pensó el señor Davenport, o «a medio camino entre Platón y Cassini». XYz podría significar Alphonsus, que es una interpretación muy ingeniosá; pero podría también referirse a un sistema de coordenadas donde la coordenada Y fuera el cuadrado de la coordenada X. Análogamente, C–C podría singificar Bond o «a medio camino entre Cassini y Copérnico». F/A podría significar «Newton» o «a medio camino entre Fabricius y Arquímedes». En síntesis, significan tanto que no significan nada. Aunque una de ellas significara algo, no se la podría escoger entre las demás, así que lo más sensato es suponer que son pistas falsas. Es necesario, pues, determinar qué parte del mensaje carece de ambigüedades y está perfectamente clara. La respuesta sólo puede ser que se trata de un mensaje, que es una pista para llegar a un escondrijo. Es la única certeza que tenemos, ¿no es así?
Davenport asintió con la cabeza.
—Al menos, creemos estar seguros de ello.
—Bien. Ustedes han dicho que este mensaje es la clave de todo el asunto. Han actuado como si fuera la pista decisiva. Jennings mismo se refirió al Dispositivo como una clave. Si combinamos esta visión seria del asunto con la afición de Jennings por los retruécanos, una afición que quizás agudizó el Dispositivo… Les contaré una historia.


»En la segunda mitad del siglo dieciséis, había un jesuita alemán que vivía en Roma. Era un matemático y astrónomo de renombre y ayudó al papa Gregorio XIII a reformar el calendario en 1582, efectuando los enormes cálculos requeridos. Este astrónomo admiraba a Copérnico, pero no aceptaba la versión heliocéntrica del sistema solar. Se aferraba a la vieja creencia de que la Tierra era el centro del universo.
»En 1650, casi cuarenta años después de la muerte de este matemático, otro jesuita, el astrónomo italiano Giovanni Battista Riccioli, trazó un mapa de la Luna. Denominó los cráteres con nombres de astrónomos del pasado y, como él también rechazaba a Copérnico, escogió los cráteres mayores y más y espectaculares para aquellos que situaban la Tierra en el centro del universo: Ptolomeo, Hiparco, Alfonso X, Tycho Brahe. Reservó el cráter de mayor tamaño que pudo hallar para su predecesor, el jesuita alemán.
»Este cráter es sólo el segundo en tamaño visible desde la Tierra. El mayor es Bailly, que está en el borde de la Luna y resulta difícil de ver desde la Tierra. Riccioli lo ignoró, y su denominación proviene de un astrónomo que vivió un siglo después y murió guillotinado durante la Revolución Francesa.
Ashley lo escuchaba con impaciencia.
—¿Pero qué tiene que ver esto con el mensaje?
—Pues todo —contestó Urth, sorprendido—. ¿No dijeron ustedes que este mensaje era la clave de todo el asunto? ¿No es la pista decisiva?
—Sí, desde luego.
—¿Hay alguna duda de que nos enfrentamos a algo que es la clave de otra cosa?
—Pues no —respondió Ashley.
—Bien… El nombre del jesuita alemán de que hablaba es Christoph Klau. ¿Ven ustedes el retruécano? Klau es clave.
La desilusión aflojó el cuerpo de Ashley.
—Eso es muy rebuscado —masculló.
—Profesor Urth —dijo ansiosamente Davenport—, no hay ningún lugar de la Luna llamado Klau.
—Claro que no. De eso se trata. En aquella época de la historia, la segunda mitad del siglo dieciséis, los eruditos europeos latinizaban sus nombres. Eso ocurrió con Klau. En vez de la «u» alemana, usó la letra latina equivalente, la «v». Luego, añadió el «ius» habitual en los nombres latinos y Christoph Klau pasó a ser Christopher Clavius, y supongo que ustedes recuerdan ese cráter gigante que llamamos Clavius.
—Pero… —comenzó Davenport.
—Sin peros. Sólo señalaré que la palabra latina clavis significa clave. ¿Ven ahora ese retruécano doble y bilingüe? Klau, Clavis, clave. En toda su vida, Jennings jamás habría logrado un retruécano doble y bilingüe sin el Dispositivo. Entonces pudo hacerlo, y sospecho que tuvo una muerte triunfal, dadas las circunstancias. Y les dijo que acudieran a mí porque sabía que yo recordaría su afición por los retruécanos y porque sabía que a mí también me gustaban. —Los dos hombres del Departamento lo miraban con los ojos desorbitados—. Sugiero que registren el borde de Clavius, en ese punto donde la Tierra está más cerca del cenit.


Ashley se levantó.
—¿Dónde está su videoteléfono?
—En la habitación contigua.
Ashley salió disparado. Davenport se quedó con el profesor.
—¿Está seguro? —le preguntó.
—Totalmente. Pero aunque me equivoque sospecho que no importa.
—¿Qué es lo que no importa?
—Que lo encuentren o no. Pues si los ultras hallan el Dispositivo dudo que sean capaces de usarlo.
—¿Por qué lo dice?
—Ustedes me preguntaron que si jennings había sido alumno mío, pero no me preguntaron por Strauss, que también era geólogo. Fue alumno mío un año después de jennings. Lo recuerdo bien.
—¿Sí?
—Un hombre desagradable, muy frío. La característica distintiva de los ultras. Son gélidos, muy rígidos, muy seguros de sí mismos. No pueden sentirse identificados con nadie, ya que, en ese caso, no hablarían de matar a miles de millones de seres humanos. Sus únicas emociones son glaciales y egoístas, sentimientos que no pueden franquear la distancia entre dos seres humanos.
—Creo que lo entiendo.
—Claro que lo entiende. La conversación reconstruida a partir de los delirios de Strauss nos mostró que no podía manipular el Dispositivo. Carecía de intensidad emocional, o de las emociones necesarias. Sospecho que lo mismo ocurre con todos los ultras. Jennings, que no era un ultra, podía manipularlo. Cualquiera que pudiera usar el Dispositivo sería incapaz de ser cruel a sangre fría. Podría atacar por miedo, como jennings atacó a Strauss, pero no por mero cálculo, como Strauss atacó a jennings. Para expresarlo de una manera tríllada, creo que el Dispositivo se puede activar mediante el amor, pero no mediante el odio; y los ultras se caracterizan por odiar.
Davenport asintió con la cabeza.
—Espero que tenga razon. Pero, entonces…, ¿por qué recela tanto del Gobierno, si piensa que esos hombres no podrían manipular el Dispositivo?
Urth se encogió de hombros.
—Quería asegurarme de que ustedes podían racionalizar sin vacilaciones y ser persuasivos ante una argumentación inesperada. A fin de cuentas, quizá tengan que vérselas con mi sobrina.

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