lunes, 22 de julio de 2019

Alter Ego Los Otros


"Alter Ego. Los otros" 
David Sánchez-Valverde Montero


“Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”.

Nietszche (Más allá del bien y el mal)



   Se llamaba Leroy Red, un mecánico de coches cualquiera, señalado desde arriba por el dedo de algún dios sumido en el tedio. Rondaba ya la treintena y tenía un cuerpo delgado pero fuerte, esculpido por el trabajo manual y la grasa del taller, con esas manos como llaves inglesas y siempre algo sucias en los bordes de los dedos de los que aflojan y aprietan cosas continuamente. La línea del cabello comenzaba a dar pasos atrás en su cabeza, y se adivinaba siempre en su cara un gris de barba correosa que nunca estaba afeitada del todo. Sus compañeros lo consideraban algo taciturno, pero lo estimaban por su honestidad y falta de dobleces. Vivía en un ático mínimo situado en el centro de la ciudad, solo compartido con un gato negro que encontró en la calle cuando era un cachorro. Cada jornada de trabajo, recorría con su viejo auto los casi cincuenta kilómetros que lo separaban del pequeño taller de reparación de automóviles en el que trabajaba desde los dieciséis, ubicado en un gran pueblo, casi ciudad, en el cual disponían de una clientela fija que les daba de comer. Llevaba una existencia rutinaria, como casi todas, más transitable gracias a los libros que leía y que lo arrojaban brevemente a otros mundos, a otras vidas posibles, para las cuales él no tenía tiempo y sobre todo, no tenía dinero. Alguna cerveza con los compañeros al salir del trabajo y paseos por la línea de playa los días libres, terminaban por configurar sus días.

   El nombre de su vecina era Rebeca. No recordaba su apellido cuando me contó esta historia. Estaba ya algo bebido al sentarse frente a mí aquella noche, aunque su relato era coherente, fluido, como si todo hubiera ocurrido la noche anterior. Fue él quien me buscó, quería que un escritor pobre, de los bajos fondos (así lo dijo), volcara su historia en el papel, la resguardara del olvido; quería sobrevivir a través de la tinta indeleble como los personajes de los libros que leía. Leroy sonrió cuando admitía que si fuera por él no sabría ni el nombre de aquella mujer, pues era reservado, nunca se hubiera atrevido a abordarla. Llevaba meses alquilada en el edificio, trabajaba de enfermera en un hospital a tres manzanas, y cuando se presentó a él lo primero que dijo fue su nombre y que le gustaba el helado de vainilla, mientras reía nerviosa y le tendía la mano: Debes de pensar que soy una lunática. Vengo de la costa este y hace tiempo que no hablo con nadie que no sea del trabajo.




   Tras aquellas palabras, el mecánico se sintió acompañado de veras como no recordaba en años. La voz de aquella joven, el leve rubor en sus mejillas, y el latido de su vida desbordante, contagiosa, una alegría que Leroy solo había atisbado en personajes de literatura. Me dijo, mirándome con ojos acuosos en aquel sórdido tugurio, que eso era lo que de ella le quedaba, las imágenes que se negaban a abandonar su memoria. Así, dejaron la puerta entreabierta y llegó el amor: paseos, cine, risas, cenas improvisadas en uno u otro piso, qué más daba, y noches de sexo y piel inolvidables. 
   En ese instante su mirada se volvió opaca, clavada como un cuchillo en algún punto de la mesa. Continuó hablando, pero parecía otro narrador, otro de los muchos que hay dentro de cada uno de nosotros. Volvía de tomar algo al acabar la jornada; la dosis justa de alcohol para rebajar el peso de su vida. Lees demasiado, le decía su padre, ya cansado de vivir. Una noche sin luna bajo una lluvia ligera pero constante, la carretera se desplegaba frente a él con esa sensación del que se desliza a través del tiempo. Los faros del coche iluminaban un paraje que podía pertenecer a otro universo, mientras el motor expulsaba un sonido uniforme, de buen vehículo, en el que todo ajusta. Llegaron hasta él destellos anaranjados en la lejanía, las luces intermitentes de un vehículo en la cuneta. Durante unos momentos dudó, pero antes de que decidiera conscientemente qué hacer ya se encontraba estacionado tras el coche. Caminando hacia él gritó por saber si había alguien en su interior, pero nadie contestó. Reconociendo una sensación de miedo, aproximó su cara a la ventanilla del copiloto, y el vaho de su propia expiración le impidió ver a través del cristal. No sintió sus pasos aproximarse por detrás: percibió casi al mismo tiempo la violencia de unos dedos que tiraban de su pelo y el frío metal que latía a la vez que sus arterias; el filo amenazando su cuello no se parecía a ninguna otra cosa. 

   Pudo haberle pedido que lo llevara hasta la ciudad, e incluso que le ayudara a reparar el coche allí mismo. Miles de pensamientos desbordaban la mente del mecánico mientras la boca de su enemigo escupía en palabras: Ha sido un error hacer de buen ciudadano… Tardes de primavera en el porche de la casa de sus padres, lluvia de verano, el tacto de las manos de su madre, la sonrisa de Rebeca… El condenado cerebro agrupaba en un ovillo las imágenes de su vida preparándose ya a morir. Pero el instinto animal no se rindió, se resistía a asumir que hubiera llegado el momento, decidía por sí mismo, bombeaba la sangre hacia cada músculo del cuerpo, proyectando la cabeza hacia atrás para aplastar la cara de aquel bastardo: un gemido de dolor ajeno resopló en la nuca de Leroy, y seguidamente se desplomó la tensión de la navaja en el cuello y los dedos en su cabello. El mecánico solo necesitó un movimiento para zafarse, mientras la sangre del asesino escurría entre los dedos que trataban de sofocar el dolor, decidiendo lanzarse casi seguidamente hacia su presa con la brillante navaja. Pero no era un gran adversario, estaba fuera de control, desperdiciando una fuerza que Leroy utilizaría para deslizarse a un lado, en medio de un ruido de cuerpos en lucha, levantando del suelo polvo y arena, respiraciones confundidas en aquella danza de muerte, el mecánico liberando el empuje necesario para que la cabeza del monstruo se estrellase contra la puerta del vehículo: cristales estallando, el crujido de un cuello que se rompe y después, el silencio.
   Sacó el cuerpo inane que colgaba del automóvil y lo tendió en el suelo. Sus pasos crepitaban sobre los cristales rotos. No tenía pulso. Pensó un instante en intentar reanimarlo, pero el miedo, la urgencia, el caos que lo rodeaba paralizaba sus pensamientos. La boca del muerto dibujaba una extraña mueca, casi una sonrisa, un amargo punto de ruptura. Subió en su coche y aceleró. Conducía el vehículo como desde fuera de sí mismo, con una sensación de extrañamiento y de enajenación, pero no de culpa.

   En ese momento, Leroy tomó un trago y me miró de nuevo, sin esperar respuesta, solo para inspirar el aire de plomo que ocupaba el bar y escoger bien las palabras. Tras el violento regreso a casa, apenas durmió. El filo de la navaja se acercaba una y otra vez con anaranjada intermitencia. Se levantó con esa sensación de eco en su cabeza en la cual los límites del sueño y el despertar se tocan, se abrazan todavía, traslucen la náusea de una mala noche. Encendió la televisión casi instintivamente: imágenes de un hombre joven tendido en el suelo, un coche a su lado con una ventanilla rota, varias personas alrededor de él iluminados por los haces de las cámaras de televisión, las luces de los coches de policía, de alguna ambulancia, y esa suave luminiscencia intermitente. Una sensación heladora de realidad ya incuestionable le golpeó en la cara como un viento de invierno. Mala suerte al conocer toda la noticia: no era un hombre cualquiera, era Jimmy Stairs, el hijo de un hombre muy poderoso. Robert Stairs era además del padre de Jimmy, el poseedor de la mayoría de las acciones de la más importante compañía de telecomunicaciones del país. Las denuncias por extorsión a compañías minoritarias eran noticia casi cotidiana en los titulares de prensa. Juicios que de repente se diluían, retirando el denunciante todos los cargos, empresas absorbidas de la noche a la mañana, agujeros negros que se tragaban a abogados, políticos, periodistas, gerentes, directores. El suceso se describió en informativos y periódicos a lo largo de un par de días para luego ir amortiguándose paulatinamente bajo el peso de otras noticias. Afortunadamente, la policía andaba desorientada por el momento, pues la lista de sospechosos que se alegrarían de mandar al otro barrio a Jimmy era muy larga; además, las huellas que se encontraron en el cuerpo no estaban fichadas y por ahora no aparecían testigos. 

   Pasaron varios días. Intentaba convencerse a cada segundo de que lo que había hecho era inevitable y que no podía confiar en la ley. Intentar demostrar su inocencia contra el invencible equipo de abogados de Robert Stairs era un sueño. Posiblemente el fiscal sería amenazado o sobornado, en un proceso que terminaría para él en una cadena perpetua. No la veía, pero sentía una espesa sombra que se cernía sobre él, ya casi le tocaba… Un gesto de dolor se dibujó ahora en la cara de Leroy y no le abandonó hasta que terminó de hablar. Solo una semana después de la muerte de Jimmy: acababa de regresar del taller, estaba agotado, y cuando sonó el timbre abrió la puerta sin tomar ninguna precaución. En la calle llovía tanto que el gris del cielo se confundía con las gotas de agua, tanto que tras aquellos dos sicarios creyó ver lluvia, fina cortina gris, casi negra en la oscuridad del pasillo. No alcanzaba a distinguir las facciones del que estaba en segundo plano, pero el que lo encañonaba directamente a su cabeza estaba tan cerca, que podría haber saltado al infinito abismo de sus ojos, un brillo letal que también se encendía en el extraño gesto de su boca, una mueca entre el placer y la náusea. Estaba aturdido, y no llegó a percibir la sombra de la silueta que ya se dibujaba en la penumbra del pasillo: Rebeca. Apareció allí, en una de sus improvisadas visitas. Los dos hombres se giraron. Rebeca se quedó paralizada, lanzando casi a la vez su mirada hacia ellos y hacia Leroy, no comprendiendo la presencia de aquel arma en la escena, no entendiendo por qué el revólver se volvía hacia ella sin responder ninguna pregunta, sin justificar nada. ¿Leroy?, dijo con su boca de vainilla, mirándole ya solo a él, comprendiendo que no había tiempo para decir nada más. El disparo en el pecho la lanzó contra la pared, ya sin vida como una hoja de otoño. El mecánico cerró la puerta violentamente y se dirigió hacia la escalera de incendios. Creía volar, desplazarse sin rozar siquiera el suelo. Solo un tiro en la cerradura bastó para que los dos asesinos entraran, avanzaran hacia él, implacables pero vigilantes, tal vez esperando alguna reacción violenta a la desesperada. El miedo deformaba las dimensiones, las paredes de la casa se apartaban al paso de Leroy, perdiendo su forma, su espesor, sus límites. Por fin la ventana se abrió, se escurrió por ella, deslizándose por las escaleras mientras las balas golpeaban la estructura de metal, levantando chispas que morían bajo el aguacero. No sentía el cuerpo, no sabía cómo había conseguido llegar hasta la calle, era como si su ser se hubiera encontrado ahora, segundos más tarde, con su extenuado organismo. Y fue en ese momento cuando temió que quizás ya estuviera muerto, que tal vez el agua que caía era tan solo una ilusión, acompañándolo en su último viaje, mientras corría a través de la lluvia sin mirar atrás hasta que no quedó un átomo de aliento en su pecho. Muchas calles más allá se detuvo al abrigo de un portal; su mano se deslizó hacia el bolsillo del pantalón. Por suerte la cartera seguía allí: unos cuantos billetes y la tarjeta del banco. Pensó que le quedaban algunos ahorros, de su trabajo y de la escasa herencia que dejaron sus padres, que le servirían de salvavidas por una temporada si sobrevivía a aquella noche y si su cuenta no estaba bloqueada ya.  

   En este punto de su narración me dijo que habían pasado desde entonces diez malditos meses. Oscuros días de persecución y muerte. Apuró la copa y seguidamente se levantó, me ofreció la mano y dijo que estaba seguro de que yo sabría contar bien todo aquello. Me quedé sediento: ¿No quiere contarme algo más?, ¿seguimos otro día?...  El mecánico, el superviviente, el asesino, todos los seres que latían ahora en Leroy me miraron a la vez, con una claridad penetrante: Debo continuar mi viaje, seguir en movimiento. Es usted escritor ¿no?, todo lo que pueda imaginar ya ha sucedido o sucederá. Rescátelo del tiempo, arrebáteselo, no deje que las sombras me devoren del todo.    
   No he vuelto a saber de él. Un año después tengo su encargo entre las manos, sentado en el mismo bar en que me contó su historia. Abro el libro casi al final, donde su relato quedó suspendido y comenzó mi pluma a tejer sus pasos… ya ha sucedido o sucederá: “Cada noche bajo un techo distinto, cada día bajo el mismo cielo, caminando cerca de las paredes, apretando la mano sobre el arma al bordear cada esquina. Sabe que es posible aprender a sobrevivir si uno se mantiene vivo. El adormecido instinto despertó, el cerebro reptiliano, uno de tantos otros que a todos nos acompaña abrió los ojos y se impuso al yo que habitualmente nos gobierna y aplaca a esos otros. Pero la agobiante sensación de estar viviendo una pesadilla que no merece le va matando, le atormenta y a la vez le convierte en un ser irreal, un superviviente, casi inmortal. Cualquier noche igual a todas, en las que siempre muere Rebeca, Leroy se agazapa en la oscuridad del portal de un perdido motel junto al inútil cadáver del último sicario y su destrozada cabeza, que no le provoca ya ninguna sensación; no hay alegría, venganza, remordimiento o náusea. Solo le recorre la seguridad de la última inspiración, el implacable sonido de sus latidos, la certeza de seguir vivo. Envuelto en las sombras Leroy levanta la mirada hacia la puerta que da a la calle: tres siluetas, demasiado brillantes como para pertenecer a cualquiera; esperan, observan, atrapan casi la totalidad de la luz que se filtra desde el exterior. Quizás es ya el momento de rendirse, de dejar de huir, de descansar para siempre, pero el otro no está de acuerdo, la voluntad furiosa se impone; su cuerpo rueda hacia un lado y de sus manos se abre una lluvia de balas, ráfaga mortal que peina el aire, fabuloso sonido, huracán de muerte, y el almíbar en los labios de Rebeca”. 

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