viernes, 30 de agosto de 2019

Un Error en el Plano

"Un Error en el Plano"
   Marcelo Brignole
    
  
Se volvieron a descubrir después de veinticinco años una mañana que ambos viajaban en ferry hacia Uruguay. El reencuentro, que no necesitó de demasiados reconocimientos previos porque la vida los había tratado bien en lo que al aspecto físico se refiere, se produjo en la cubierta del barco. El día apuntaba espléndido y tanto Fernando como Sara vivieron con alegría la coincidencia del destino; él viajaba por motivos laborales y ella iba a su casa de Punta del Este a pasar unos días de descanso acompañada por Luciana, su hija mayor y que era tan bonita como lo había sido su madre a la misma edad.

El tiempo que duró la travesía se les fue intentando sintetizar que habían hecho de sus vidas; Sara era bióloga pero apenas si ejerció algunos años para luego dedicarse a ser madre. Tuvo tres hijos y hacia cinco años que había enviudado. Fernando, en cambio, desanduvo casi sin tropiezos el plan que alguna vez había delineado: era un arquitecto exitoso y por convicción y temperamento nunca se había casado. Cuando recordaron que la última vez que estuvieron juntos había sido precisamente en el Uruguay, los dos se callaron y perdieron la mirada en las aguas turbias del río. Luciana, que tomaba sol echada sobre una reposera, pareció no darse cuenta del silencio repentino que se prolongó más tiempo del necesario.

Por fin, Fernando y Sara pudieron retomar la conversación y continuaron repasando sus respectivas historias. Cuando llegaron a destino, intercambiaron direcciones de mails y números telefónicos. Ya desandando la ruta que lo llevaba hacia Montevideo, Fernando se preguntó si Sara seguiría siendo tan buena en la cama, como lo era en su recuerdo.
Cinco meses después de aquel encuentro, Fernando esperaba a Sara en un bar. Lucía pulcro, perfumado y bien vestido como siempre; sin embargo, cierta inquietud corporal, la mirada agitada, perdida, denunciaban nerviosismo: su existencia había sido sacudida en los últimos meses por un cúmulo de pequeños incidentes que acabaron transformándose en un huracán que barrió de la faz de la tierra su apacible y planificado devenir por este mundo.

Los hijos tienen dos alternativas posibles: intentan imitar y repetir el esquema familiar en el cual fueron criados o se dedican con obstinación a delinear una biografía que nada tenga que ver con el modelo hereditario que les tocó en suerte. Fernando, apenas adolescente, tuvo muy en claro que no quería procrear siete hijos como sus padres; tampoco pretendía ser un hombre con incertidumbres económicas constantes, como su progenitor, ni quería pasar su vejez en compañía de una mujer gorda y descuidada como había terminado siendo su madre. Por eso, proyectó su vida con la misma exactitud que años después dibujaría los planos de  las innumerables casas que construyó. No sería padre ni marido, aspiraba a ser un arquitecto respetado y se impuso como condición excluyente que solo aceptaría tropiezos que estuvieran fuera de su alcance evitar.

Maestro mayor de obra de su propia vida, no había tenido inconvenientes en ejecutar los detalles de aquel croquis que una vez ideó para su futuro. Entonces ahora no podía entender lo que estaba sucediendo. Procuraba averiguar donde había estado la falla para que un tornado que podía bautizar con el nombre Luciana, haya arrancado de cimientos toda aquella estructura tan sólidamente erigida a lo largo de los años. Fernando se sentía como si fuera la víctima de un desastre natural; sin recursos, desconcertado, viviendo indefenso a la intemperie.





¿Cómo haría para explicarle a Sara que desde hacía cuatro meses era la pareja de Luciana? Podría contarle los detalles, cómo sucedieron las cosas, que fue ella, Luciana, la que al otro día de aquel encuentro en el ferry le envió un mensaje de texto desde el celular de Sara. Y que primero fue curiosidad y después orgullo de hombre maduro que le gusta a una veinteañera. Pero, apagados los fuegos de artificio, Fernando y también Luciana, se dieron cuenta que más allá de lo prohibido y de lo convencional, había algo que los inquietaba y los mantenía anhelantes del otro cuando no estaban juntos.

Mientras pedía un segundo café y se daba cuenta que aún faltaban quince minutos para que llegara Sara, Fernando volvió a convencerse que aunque le pareciera un disparate y se opusiera, Sara podría, con el tiempo, llegar a aceptar la relación. Había muchos casos de parejas descompensadas en edades. De lo que no estaba seguro Fernando, era cómo iba a asimilar Sara la noticia que iba a ser abuela. La noche anterior, Luciana le había jurado una y mil veces que nada había dicho, que seguía respetando lo que habían pactado: serían los dos quienes le darían la noticia. Por eso, Fernando continuaba sin comprender, y eso lo ponía aún más inquieto, por qué Sara lo había llamado para invitarlo a tomar un café.

Volvió a mortificar a Sara la puntada en el estómago mientras se vestía para ir a la cita con Fernando. Tuvo que sentarse en la cama matrimonial, cubrirse el abdomen con las manos, respirar hondo y dejar que se le escapen lágrimas de dolor hasta que aquellas garras invisibles se apiadaron de ella, de su cuerpo.

Así era su vida desde que le habían diagnosticado cáncer terminal: lapsos de tiempo entre dolor y dolor. El médico, los médicos, coincidieron que con tratamiento adecuado podría agonizar nueve meses más, tal vez un año. Y que la dolencia le concedía la mínima ventaja de poder seguir llevando su acontecer con normalidad, hasta que la enfermedad la ate a la cama y solo los calmantes le harían más llevadera la espera.

Para Sara, lo más terrible había sido asimilar que ya no habría sorpresas. La muerte – ahora precisa y cercana- le hizo ver con lucidez que nada nuevo la conmovería porque el destino estaba marcado, era una especie de eternidad con fecha de vencimiento. Justo a ella le tocaba esa suerte, cuando toda su vida había sido impulso hacia lo desconocido, el presente que se rebela ante la rigidez, ante lo pautado. Abandonó su casa antes de los veinte años, harta de tradiciones estúpidas. Viajó por el mundo. Gozó sin prejuicios. Estudió y fue madre y si bien había sentido la muerte de su esposo, la madurez la encontró nuevamente dueña de tiempos y espacios. Fue una mamá liberal y compinche. Había aprendido a ser independiente y cuando los médicos le pronosticaron el final, se prometió ocultar el mal que le carcomía las entrañas hasta el día que no pudiera levantarse de la cama por sus propios medios.

No tenía deudas con la vida, excepto una. Quizás fueran dos, o tres, dudó mientras se maquillaba. Pero, en definitiva todas tenían el mismo origen, aunque diferentes escenarios. Y ella, que había hecho pocos planes a lo largo de su vida, ahora tenía todo perfectamente estudiado y cada paso, agendado. Cuando sucedieron los hechos que derivaron en su secreto mejor guardado, se había prometido que nunca iba a confesar la verdad. Pero ahora, que ya habían comenzado a remover la tierra donde descansaría su ataúd, comprendió que no era posible llevarse el secreto a la tumba.

Después del diagnóstico inequívoco, llegaron las largas noches de insomnio, en las cuales cotejó con paciencia, el orden de prioridades. Durante aquellos interminables desvelos pensaba quienes de los actores de su misterio sería el primero en saber la verdad. El delirio del destino la había puesto a prueba: dos días después que los médicos le confirmaran su muerte, se había reencontrado con Fernando cuando ella viajaba acompañada por Luciana. Por aquel entonces, estaba aprendiendo a ocultar ante los demás el tormento, la conmoción; tal vez haya sido por eso, que no tuvo inconvenientes en disimular la absurda coincidencia y no ser víctima de llantos ni de desconsuelos: solo cuando llegó a su casa de Punta del Este, se encerró en el baño para desahogarse en paz y sin pausa.

Ahora se felicitaba por haber tenido la suficiente fortaleza anímica para afrontar aquella encrucijada descabellada. Todo tiene su momento. Un raro sentido de honestidad que, dada su condición de enferma terminal no tendría por qué experimentar, hizo que decidiera que el primero en saberlo tenía que ser Fernando: siempre había jugado limpio, nunca le prometió nada, había dejado en claro que no quería compromisos, que no estaba en sus planes tener hijos. Fueron amantes fugaces y despreocupados; sólo pasaban la noche juntos cuando se encontraban por casualidad en algún lugar de Punta del Este. Por eso no lo buscó para decirle que estaba embarazada y que él, Fernando, era el padre de su primera hija, a la que luego bautizaría con el nombre de Luciana. Dos meses más tarde conoció a su futuro ex esposo quien aceptó hacerse cargo sin demasiadas preguntas de la criatura que ella estaba engendrando. Y nunca, en todos los años de convivencia había hecho distinción entre sus hijos de sangre y los ajenos.

Cuando salió de su casa para ir a encontrarse con Fernando, Sara era consciente que no iba a pasar un buen momento. Pero así eran las cosas. La certeza de la muerte le garantizaba cierta impunidad. Tenía en claro que sería peor aún el día que le dijera la verdad a Luciana: pero confiaba que, tarde o temprano, su hija sabría perdonarla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario