miércoles, 9 de octubre de 2019

Zarabanda Nupcial

"The Wedding Gig" (Zarabanda Nupcial) es una historia corta de Stephen King publicada por primera vez en la revista Mystery Magazine de Ellery Queen en 1980 y recopilada en la colección de 1985 Skeleton Crew de King, así como en la antología de historias de misterio de 1999 Master's Choice, editada por Lawrence Block.

Contada desde el punto de vista de un líder de banda durante la Prohibición, la historia se centra en un chantajista de poca monta, Mike Scollay, que contrata a la banda de jazz del narrador para tocar en la boda de su hermana de 300 libras de peso, Maureen, y su prometido de 90 libras. Durante el concierto, el enemigo de Scollay, el griego, chantajea a un hombre para que vaya a la recepción de la boda e insulte a Maureen frente a los invitados. Poco después, Mike es derribado en una lluvia de disparos de los hombres del griego. Poco después, Maureen se acerca al líder de la banda en un bar, quien está abatida y deprimida, sintiendo que ella causó la muerte de su hermano y está llena de odio hacia sí misma por su peso y la forma en que es consciente de que otras personas la perciben. 

Después de pedir una canción, ella se va, y el narrador nunca la vuelve a ver, pero él, como todos los demás en el país, sigue su historia a partir de ese momento. Maureen Scollay se hace cargo del negocio de su hermano, con su marido como su lugarteniente, y forja un imperio criminal que irónicamente eclipsa las operaciones de su hermano y el griego, a quien pronto persigue y se venga horriblemente. Eventualmente, ella muere de un ataque al corazón y su esposo, que no comparte sus habilidades de liderazgo, es enviado después a prisión. El narrador reflexiona tristemente sobre los rumores crueles de que ella había aumentado aún más de peso en ese momento, algo que él considera solo rumores maliciosos.




En 1927 estuvimos tocando jazz en una taberna de Morgan, Illinois, una ciudad a unos cien kilómetros de Chicago. Era una región algo despoblada, no había ninguna otra ciudad grande en un radio de treinta kilómetros. Pero había muchos granjeros que suspiraban por algo más fuerte que una música dulzona y por muchas supuestas bailarinas de jazz que acudían al local. También acudían algunos casados (se les reconoce siempre, amigo, como si llevaran una etiqueta), pues allí nadie les reconocería mientras se daban un garbeo con las chicas.
Esto ocurría cuando el jazz era jazz, no ruido. Formábamos un grupo de cinco: batería, clarinete, trombón, piano y trompeta, y éramos muy buenos. Esto ocurrió tres años antes de que grabáramos nuestro primer disco y cuatro antes del cine sonoro.
Estábamos tocando Bamboo Bay cuando entró un individuo muy alto, vestido de blanco y fumando una pipa con más adornos que un cuerno de caza. Nosotros estábamos algo bebidos para entonces, y la gente estaba ciega y armando jaleo, pero sin dar guerra; no habíamos tenido una sola pelea en toda la noche. Todos sudábamos a mares y Tommy Englander, el que llevaba el negocio, seguía mandándonos al escenario un whisky tan suave como la seda. Englander era un buen patrono, y le gustaba la música que hacíamos. Se había ganado mi aprecio.
El tío del traje blanco se sentó en la barra y me olvidé de él. Terminamos la noche con Aunt Hagar’s Blues, una composición de 16 compases que por entonces se consideraba atrevida, y nos ganamos unos buenos aplausos. Manny lucía una gran sonrisa que le iluminaba el rostro cuando dejó su trompeta y yo le palmeé la espalda al bajar del escenario. Vi a una muchacha de aspecto solitario, con traje de fiesta verde, que no me había quitado los ojos de encima en toda la noche. Era pelirroja, y yo siempre he tenido debilidad por las pelirrojas. Sus ojos y la inclinación de la cabeza eran como una llamada, así que me abrí paso entre la gente para invitarla a beber algo.
Me encontraba a mitad de camino cuando el hombre del traje blanco se plantó delante de mí. Visto de cerca tenía aspecto de tío duro. Se le erizaba el pelo en el cogote a pesar de que olía como una botella entera de gomina, y tenía esa clase de ojos planos, de extraño brillo, que poseen ciertos peces de aguas profundas.
—Quiero hablar con usted; fuera —me dijo.
La pelirroja apartó la mirada con un mohín de desencanto.
—Más tarde —dije—. Déjeme pasar.
—Me llamo Scollay. Mike Scollay.

Me sonaba el nombre. Mike Scollay era un gángster de poca monta que pagaba su cerveza y sus juergas traficando con alcohol procedente de Canadá. Su ascendencia irlandesa le rezumaba por todos lo poros. Su fotografía había aparecido alguna vez en los periódicos; la última, cuando un rival en el negocio del alcohol había tratado de coserle a tiros.
—Se encuentra usted muy lejos de Chicago, amigo —le dije.
—Me he traído algunos acompañantes, no se preocupe. Vamos fuera.
La pelirroja me lanzó otra mirada. Le señalé a Scollay y me encogí de hombros. Arrugó la nariz y me dio la espalda.
—Mire —protesté—. Me ha chafado el plan.
—Nenas como ésa las hay a montones en Chi.
—Yo no quiero un montón.
—Andando.
Le seguí, claro. El aire resultaba fresco, después de la atmósfera cargada de humo del club, perfumado por el aroma dulce de la alfalfa recién cortada. Las estrellas habían salido y brillaban dulcemente. También habían salido los acompañantes, pero su aspecto no tenía nada de dulce, y lo único que brillaba eran sus cigarrillos.
—Tengo un trabajo para usted —dijo Scollay.
—No me diga.
—La paga será de doscientos pavos. Puede repartirla con su banda o quedársela para usted solo.
—¿De qué se trata?
—De música, ¿qué, si no? Mi hermana va a casarse y quiero que usted toque en la boda. Le encanta el jazz. Dos de mis muchachos dicen que lo hace usted muy bien.
Ya les he dicho que trabajar para Englander estaba muy bien. Nos pagaba ochenta dólares por semana. Pero aquel tío me ofrecía más del doble por una sola noche.
—Será el próximo viernes, de cinco a ocho —aclaró Scollay en la sala de Los Hijos de Erin en la calle Grover.
—Es demasiado dinero —dije—. ¿Por qué?
—Por dos razones.
Scollay dio unas chupadas a su pipa, que parecía fuera de lugar en aquella cara. Hubiera debido tener un Lucky Strike, colgando de los labios, o mejor un Sweet Caporal, el cigarrillo de los vagos. Aquella pipa le hacía parecer triste y patético.
—Por dos razones —repitió—. Tal vez ha oído decir que el Griego intentó liquidarme.
—Vi su fotografía en el periódico. Usted era el hombre que se arrastraba por la acera.
—Muy listo —masculló—. Soy demasiado grande para él. El Griego se está haciendo viejo. Debería regresar a su tierra a cultivar olivos y contemplar el Pacífico.
—Me parece que es el Egeo —le corregí.
—Me importa una mierda incluso si es el lago Hurón. El caso es que no quiere envejecer. Sigue queriendo liquidarme. Pero no sabe lo que se le viene encima, ni viéndolo.
—Y eso es usted.
—Es usted un jodido listillo de primera clase.
—En otras palabras, me va a pagar doscientos pavos porque nuestra última pieza podría tocarse con acompañamiento de ametralladora.
La ira iluminó su rostro, pero había algo más. No supe entonces qué era, pero ahora lo sé: era tristeza.
—Bien, tío listo, tengo la mejor protección que se puede conseguir con dinero. Si algún gracioso intenta meter las narices por allá, no tendrá la oportunidad de contarlo.
—¿Y la segunda razón?
—Mi hermana se casa con un italiano —musitó.
—Tan buen católico como usted —repuse.

Apareció la ira de nuevo, incandescente, y por un minuto creí haber ido demasiado lejos.
—¡Soy un buen irlandés! ¡De vieja raíz irlandesa, tío listo, y mejor que no lo olvide! —Y añadió, tan bajo que casi no pude oírle—: Aunque he perdido la mayor parte del cabello, lo tenía rojo.
Intenté decir algo, pero no me dio la oportunidad. Me hizo girar y me acercó su cara tanto que nuestras narices casi se tocaban. Jamás había visto tanta rabia y determinación en la cara de un hombre. Hoy en día ya no se ve tal expresión en un rostro blanco, como se siente uno cuando le hieren y humillan. Todo ese orgullo y todo ese odio. Pero lo vi en su rostro aquella noche y supe que si decía otra frase chistosa podía darme por muerto.
—Mi hermana es gorda —murmuró, y su aliento olía a menta—. Mucha gente se ha burlado de mí a mis espaldas. Pero no lo hacen cuando puedo verles. Le diré una cosa, señor músico: quizá ese hombre sea el único que lo consiguió. Pero usted no va a reírse de mí, ni de ella ni del italiano. Porque usted va a tocar, y a tocar muy fuerte. Nadie va a reírse de mi hermana.
—Nunca nos reímos cuando tocamos… No podríamos soplar.
Mi respuesta alivió la tensión. Él prorrumpió en una risa seca, como un ladrido, y dijo:
—Bueno, preséntese allí a las cinco, dispuesto a tocar. Los Hijos de Erin, en la calle Grover. También les pagaré los gastos de viaje, ida y vuelta.
Me vi obligado a cerrar el trato, sin tiempo de consultarlo con los demás músicos. A continuación se dirigió a su cupé Packard mientras uno de los acompañantes le mantenía abierta la portezuela.
Se marcharon. Permanecí fuera un rato más y fumé un cigarrillo. La noche era agradable y suave, y por un momento Scollay me pareció la criatura de un sueño. Estaba pensando en sacar la tarima al aparcamiento para tocar allá, cuando Biff apoyó una mano en mi hombro.
—Ya es hora —me dijo.
—Bien.
Volvimos dentro. La pelirroja había cazado a un marinero entrecano que parecía doblarle la edad. Ignoro lo que un miembro de la armada estaba haciendo en Illinois, pero allá ella si tenía tan mal gusto. No me sentía bien, el whisky se me había subido a la cabeza y Scollay me parecía más real allí dentro, donde las emanaciones de lo que él y los de su calaña vendían eran bastante sólidas para flotar encima de ellas.
—Nos han pedido Camptown Races —dijo Charlie.
—Olvídalo —repliqué—. No tocamos esa música negra hasta pasada la medianoche.
Pude ver a Billy Boy, sentado al piano, crisparse fugazmente. Me hubiera dado un puñetazo de buena gana pero, maldita sea, un hombre no puede cambiar su ritmo, su vocabulario, de la noche a la mañana, o en un año, o quizá incluso en diez. En aquellos días, negro era una palabra que odiaba y que sin embargo decía continuamente. Me acerqué a él:
—Lo siento Bill… esta noche estoy gilipollas.
—Claro —respondió, pero sus ojos miraron por encima de mi hombro y comprendí que no aceptaba mis excusas. Mal asunto, pero les diré lo que era mucho peor: saber que le había decepcionado.

Les hablé de la propuesta de Scollay en el siguiente descanso, siendo sincero con ellos respecto al dinero y les dije que Scollay era un gángster de medio pelo (aunque no les conté sobre el otro que iba tras él). También les dije que su hermana era gorda y que Scollay era muy sensible en ese aspecto. Que cualquiera que hiciera bromas sobre ballenas en tierra podía terminar como un colador.
Mientras hablaba no perdía de vista a Billy Boy Williams, pero no pude leer nada en aquella cara de gato. Habría sido más fácil intentar descubrir lo que pensaba una nuez leyéndole las arrugas de la cáscara. Billy Boy era el mejor pianista que habíamos tenido y lamentábamos los disgustos que sufría cuando viajábamos de un lugar para otro. Lo peor, naturalmente, era el Sur, pero tampoco lo pasaba muy bien en el Norte. ¿Y qué podía hacer yo? Pues nada. En aquellos días uno tenía que vivir con toda esa basura racial.
Llegamos a la sala de Los Hijos de Erin el viernes a las cuatro, una hora antes. Viajamos en un camioncillo Ford que Biff y Manny y yo habíamos acondicionado. La parte de atrás estaba cubierta por una lona y dentro llevábamos dos literas atornilladas al suelo. Incluso llevábamos un hornillo eléctrico, enchufado a la batería, y el nombre del grupo pintado a ambos lados.
El día era perfecto, como hecho a medida, si alguna vez ha habido uno, con nubecillas de verano blancas proyectando sombras sobre los campos. Pero en la ciudad hacía calor y estaba sucia, llena del ajetreo que uno acaba olvidando cuando se vive en un lugar como Morgan. Para cuando aterrizamos en la sala, la ropa se me pegaba al cuerpo y necesitaba repostar en la barra de algún bar. Me hubiera sentado bien un trago del elixir de Tommy Englander.
Los Hijos de Erin era un gran edificio de madera perteneciente a la iglesia donde la hermana de Scollay iba a casarse. Ya saben el tipo de lugar, si han hecho la comunión: reuniones de jubilados los martes, bingo los miércoles y una fiesta para niños los sábados.
Emprendimos la marcha llevando cada uno su instrumento y parte de los componentes de la batería de Biff. Una señora delgada, sin delantera aparente, por decirlo de algún modo, dirigía el tráfico en el interior. Dos hombres sudorosos colgaban guirnaldas de papel. Había una tarima para la banda en la parte delantera de la sala y por encima una bandera y un par de enormes campanas de papel rosa. Las letras doradas de la bandera auguraban LO MEJOR PARA MAUREEN Y RICO.

Maureen y Rico. Pobre Scollay. Sin duda lo estaba pasando muy mal.
La señora delgada se acercó a nosotros. Como parecía tener mucho que decir, me adelanté anunciando:
—Somos los músicos.
—¿Los músicos? —Miró con recelo los instrumentos—. Oh, esperaba que fueran los de la comida.
Sonreí como si los proveedores de comida llegaran siempre con timbales y trombones.
—Bien… —empezó, pero justo en aquel momento nos interrumpió un joven de unos veinte años. Le colgaba un cigarrillo de la comisura de los labios pero, por lo que pude ver, aquello no mejoraba su imagen y en cambio le hacía llorar el ojo izquierdo.
—Abran esta mierda —ordenó.
Charlie y Biff me miraron. Me encogí de hombros. Abrimos nuestros estuches y él examinó los instrumentos. Viendo que no había nada que pudiese cargarse y disparar, se volvió a su rincón y se sentó en una silla plegable.
—Pueden montar sus cosas cuando quieran —prosiguió la señora delgada como si nunca la hubieran interrumpido—. Hay un piano en la otra habitación. Haré que lo traigan aquí tan pronto como terminen de colocar las decoraciones.
Biff empezó a arrastrar sus tambores hasta el pequeño escenario.
—Yo creí que eran los proveedores —repitió la mujer con desconsuelo—. El señor Scollay encargó un pastel de bodas y hay unos entrantes, y carne de buey y…
—Ya llegarán, señora —le dije—. No se preocupe.
—… y costillas de cerdo y un cordero y el señor Scollay se pondrá furioso si… —Vio a un hombre encendiendo un cigarrillo precisamente debajo de una guirnalda de papel y le gritó—: ¡¡Henry!! —El hombre dio un respingo como si le hubieran disparado. Yo subí a la tarima.
A las cinco menos cuarto estábamos listos. Charlie, el del trombón, practicaba en sordina y Biff se desentumecía las muñecas. Los proveedores habían llegado a las cuatro y media y miss Gibson (así se llamaba la mujer; su negocio era ese tipo de fiestas) casi se les echó al cuello.
Habían montado cuatro mesas largas, cubiertas de manteles blancos, y cuatro mujeres negras con cofia y delantales blancos ponían platos y cubiertos. El pastel fue colocado en el centro de la sala para que todo el mundo pudiera verlo y admirarlo. Tenía seis pisos de altura y arriba habían colocado una parejita de novios.
Salí a la calle para fumar un cigarrillo y a mitad de camino les oí llegar con gran estrépito. Me quedé donde estaba hasta que vi el primer coche dar la vuelta a la esquina más cercana a la iglesia; entonces desistí de fumar y entré.
—Ya vienen —dije a miss Gibson.
Palideció y casi se tambaleó sobre sus tacones. He aquí una mujer que debió haber elegido otra profesión… decoradora, quizá, o bibliotecaria.
—¡El zumo de tomate! —chilló—. ¡Traigan el zumo de tomate!
Volví junto al grupo y nos preparamos. Habíamos tocado en celebraciones como ésa —¿quién no?—, y cuando se abrieron las puertas atacamos una interpretación sincopada de la Marcha Nupcial, que yo mismo había arreglado. Todo el mundo aplaudía y gritaba y silbaba, luego empezaron a hablar entre ellos. Pero por la forma en que algunos movían los pies mientras hablaban, pensé que iba siendo hora. Empezamos. Me dije que iba a ser una buena fiesta. Sé todo lo que se dice de los irlandeses, y la mayor parte es verdad, pero que me aspen si no lo pasan en grande una vez se han decidido a hacerlo.

De todos modos, tengo que reconocer que por poco lo estropeo todo cuando el novio y la ruborosa novia entraron. Scollay, vestido de chaqué, me fulminó con la mirada y no crean que no lo advertí. Logré mantener un rostro impasible, y el resto del grupo también… ninguno desafinó. Fue una suerte para nosotros. Al parecer todos los invitados eran los guardaespaldas de Scollay y sus mujeres, y ya habían sufrido la primera impresión. Tenía que ser así si antes habían estado en la iglesia.
Ya habrán oído hablar de Jack Sprat y su mujer. Bien, pues esto era cien veces peor. La hermana de Scollay tenía el mismo pelo rojo que él estaba perdiendo, y lo tenía largo y rizado. Pero no era aquel bonito color cobrizo que a lo mejor imaginan. No, éste era rojo de la región de Cork… brillante como una zanahoria y rizado como los muelles de una cama. Su tez era blanca pero estaba cubierta de pecas. Y ¿no había dicho Scollay que era gorda? Vaya si lo era. Parecía un hipopótamo… ciento cincuenta kilos como mínimo. Y estaban todos en el pecho, las caderas y los muslos, como suele ocurrir con las gordas, haciendo que lo que debía ser sensual fuera grotesco y terrorífico a la vez. Algunas gorditas tienen caras patéticamente bonitas, pero la hermana de Scollay ni siquiera había sido agraciada con eso. Sus ojos estaban demasiado juntos, su boca era demasiado grande y las orejas parecían abanicos. Además, claro, estaban las pecas. Incluso delgada, hubiera sido lo bastante fea para parar un reloj… demonios, todo un escaparate de relojes.
Esto, por sí solo, no hubiera hecho reír a nadie, a menos que fuera estúpido y de naturaleza malvada. Era cuando se añadía el novio, Rico, cuando uno deseaba reír hasta llorar. Podía haberse puesto una chistera y así todo no le hubiese llegado al hombro. Debía de pesar cuarenta kilos. Era delgado como un riel y su tez, olivácea oscura. Cuando sonreía nervioso, sus dientes parecían una valla de los suburbios.
Seguimos tocando.
Scollay rugió:
—¡Vivan los novios! ¡Que Dios les dé toda la felicidad del mundo!
«Y si Dios no se las da —anunciaba su expresión feroz—, más os vale dársela vosotros… por lo menos hoy».
Todo el mundo gritó y aplaudió. Terminamos nuestro número con un floreo que recogió entusiastas aplausos. Maureen, la hermana de Scollay, sonrió. Dios, qué inmensa era su boca. Rico reía como un bobalicón.
De momento, todo el mundo hablaba, comía canapés y bebía el mejor whisky de Scollay. Yo había bebido ya tres, entre tema y tema, y dejaba en la sombra al de Tommy Englander.
Scollay pareció también más feliz… un poco, por lo menos.
Se acercó a la tarima y nos dijo:
—Tocáis muy bien.
Viniendo de un amante de la música como él, supuse que era un verdadero cumplido.

Antes de que todos se sentaran a la mesa, Maureen se acercó personalmente. Vista de cerca aún era más fea y su traje blanco (debía de haber suficiente raso blanco alrededor de aquella mole para cubrir tres camas) no la ayudaba nada. Nos preguntó si podíamos tocar Rosas de Picardía, de Red Nichols y sus Five Pennies, porque, nos dijo, era su canción favorita. Fea y gorda sí era, pero no tonta como algunas de las que habían venido a pedirnos temas. La tocamos, pero no muy bien. De todas formas nos dedicó una dulce sonrisa que casi la hacía bonita, y aplaudió cuando terminamos.
Se sentaron a comer sobre las seis y media y las camareras de miss Gibson les fueron sirviendo. Se abalanzaron sobre los platos como una manada de animales famélicos, lo que no sorprendía demasiado, y siguieron ingiriendo aquel whisky de alto octanaje todo el tiempo. Yo no pude evitar espiar cómo comía Maureen. Me esforcé por desviar la mirada, pero mis ojos volvían como para asegurarse de que estaban viendo lo que veían. Los demás también tragaban, pero ella les hacía parecer damas remilgadas en un salón de té. Ya no tenía tiempo ni para dulces sonrisas ni para escuchar Rosas de Picardía; podía haberse colocado un letrero delante de ella que rezara: MUJER TRABAJANDO. Aquella mujer no necesitaba cuchillo ni tenedor, sino una pala mecánica y una excavadora. Era patético contemplarla. Y Rico (solamente se le veía la barbilla sobre la mesa donde se sentaba la novia y un par de ojos castaños tan tímidos como los de un ciervo) le iba pasando platos, sin por ello perder su sonrisa bobalicona.
Descansamos veinte minutos mientras tenía lugar la ceremonia de cortar el pastel y la propia miss Gibson nos sirvió la comida en la cocina. Hacía un calor espantoso porque el fogón estaba encendido y ninguno de nosotros tenía mucha hambre. La fiesta había empezado bien, pero se había torcido. Lo leía en las caras de mis muchachos, y también en la de miss Gibson.
Cuando volvimos al escenario, el beberaje había empezado en serio. Unos individuos con aspecto de duros se paseaban con falsas sonrisas en sus caras o se reunían en los rincones para rellenar hojas de apuestas. Algunas parejas querían bailar charleston, así que tocamos Aunt Hagar’s Blues (y aquellos memos se lo tragaron), y I’m Gonna Charleston Back to Charleston y otros temas por el estilo. Las muchachas se sacudían en la pista, enseñando las medias y chasqueando los dedos junto a la cara y chillando vi-do-di-oh-du, una expresión que hasta hoy me produce náuseas. Estaba oscureciendo. Las mosquiteras de algunas ventanas se habían caído y las polillas entraron y revolotearon en bandadas alrededor de las luces. Y como dice la canción, la orquesta siguió tocando. La novia y el novio se mantenían en segundo plano —ninguno de los dos parecía interesado en marcharse—, casi olvidados. Incluso Scollay parecía haberse olvidado de ellos. Estaba bastante bebido.
Serían casi las ocho cuando entró el hombrecito. Lo advertí al momento, porque estaba sobrio y tan asustado como un gato en una perrera. Se acercó a Scollay, que estaba hablando con una muñeca junto al escenario, y le tocó en el hombro. Scollay se volvió y yo oí cada una de las palabras que dijeron. Ojalá no hubiera oído nada.
—¿Quién demonios eres? —ladró Scollay.
—Me llamo Demetrius —dijo el hombrecito—. Demetrius Katzenos. Vengo de parte del Griego.

Todo movimiento cesó en la sala. Se desabrocharon las chaquetas y las manos desaparecieron debajo de las solapas. Manny se puso nervioso. Maldición, yo tampoco me sentía muy tranquilo. Pero seguimos tocando.
—¿De verdad? —respondió Scollay con arrogancia.
—Yo no quería venir, señor Scollay —dijo el hombrecillo—. El Griego tiene a mi mujer. Dice que la matará si no le doy su recado.
—¿Qué recado? —gruñó Scollay, ceñudo.
—Dice… —El pobre hombre esbozó una expresión angustiada. Se le movía la garganta como si las palabras fueran cosas vivas atrapadas que le estuvieran ahogando—. Dijo que le dijera que su hermana es una cerda gorda. Dice… dice… —Sus ojos enloquecieron al ver la expresión asesina de Scollay. Eché una mirada a Maureen. Parecía como si la hubieran abofeteado. Pero el hombrecillo, a su pesar, prosiguió—: Dice que su hermana tiene escozor. Dice que si una gorda tiene escozor en la espalda, se compra un rascador. Pero si tiene escozor en cierto sitio, se compra un hombre…
Maureen lanzó un grito ahogado y salió corriendo, sollozando. El suelo tembló. Rico corrió tras ella, desconcertado, retorciéndose las manos.
Scollay había enrojecido y sus mejillas estaban realmente moradas. Yo temí que los sesos se le salieran por el oído. Y volví a ver aquella expresión de enloquecida angustia que le había visto aquella noche, delante del local de Englander. Tal vez era un gángster de poca monta, pero le compadecí. Cualquiera lo habría hecho.
Cuando volvió a hablar su voz sonó tranquila… casi bondadosa.
—¿Hay algo más?
El hombrecillo se encogió y, con voz quebrada por el pánico suplicó:
—¡Por favor, no me mate, señor Scollay! Mi mujer… el Griego tiene a mi mujer. Yo no quería decir estas cosas. Pero él tiene a mi esposa…
—No voy a hacerte daño —dijo Scollay con voz aun más serena—. Pero termina de decírmelo todo.
—Dijo que toda la ciudad se está riendo de usted.
Por unos segundos hubo un silencio de muerte. Entonces Scollay elevó los ojos al techo. Le temblaban las manos y las cruzó delante del estómago. Las mantenía tan apretadas que me pareció verle los tendones.
—¡Muy bien! —chilló—. ¡Muy bien!
Se dirigió hacia la puerta. Dos de sus hombres intentaron detenerle, trataron de decirle que aquello era un suicidio, que era lo que precisamente quería el Griego, pero Scollay estaba frenético. Los apartó de un empellón y salió fuera, a la noche veraniega.

En el silencio absoluto que siguió, lo único que pude oír fue la entrecortada respiración del mensajero y, en el fondo del salón, el apagado llanto de la novia.
Entonces, el jovenzuelo que nos había registrado cuando llegamos soltó una maldición y corrió hacia la puerta. Fue el único.
Antes de que pasase por debajo del gran trébol de papel de la entrada, se oyó el rugir de varios motores y el chirriar de frenos y neumáticos. Sonaba como el Memorial Day.
—¡Oh, maldita sea! —chilló el joven desde la entrada—. ¡Es una jodida encerrona! ¡Agáchese jefe! ¡Agáchese…!
La noche se llenó de ráfagas y disparos. Por un minuto, aquello fue como la Primera Guerra Mundial. Las balas entraban por la puerta del vestíbulo y uno de los globos de luz del techo explotó. Fuera la noche resplandecía con los fuegos artificiales de los Thompson y los Colt. Luego los coches se marcharon. Una de las invitadas a la fiesta se estaba quitando fragmentos de cristal del cabello.
Ahora que había terminado el tiroteo, el resto de los acompañantes se precipitó fuera. La puerta de la cocina se abrió de golpe y Maureen la cruzó corriendo. Toda su gordura se zarandeaba. Su cara estaba más hinchada de lo normal. Rico fue tras ella como un sirviente desconcertado.
Miss Gibson permaneció en la sala vacía, con los ojos como platos, impresionada. El hombrecillo que había empezado todo aquel jaleo se había esfumado.
—¿Fue un tiroteo? —murmuró miss Gibson—. ¿Qué ha pasado?
—Creo que el Griego acaba de freír al irlandés —dijo Biff.
Me miró, asombrada, pero antes de que pudiera traducir, Billy Boy dijo con su voz dulce y correcta:
—Quiere decir que han liquidado al señor Scollay, miss Gibson.
La mujer se quedó mirándome, con los ojos cada vez más abiertos, y de pronto se desmayó. Yo también me sentí dispuesto a imitarla.
Precisamente entonces, desde fuera llegó el grito más angustiado que jamás oí. Aquel espantoso aullido parecía que no iba a acabar nunca. No había que asomarse a la puerta para saber quién estaba desgañitándose en la calle, llorando sobre el cadáver de su hermano mientras los polis y los periodistas seguramente ya estaban de camino.
—Esfumémonos —dije.
Antes de que pasaran cinco minutos lo habíamos recogido todo. Algunos matones volvieron a entrar, pero estaban demasiado borrachos y demasiado asustados para fijarse en nosotros.
Salimos por la parte de atrás, llevando cada uno parte de la batería de Biff. ¡Vaya espectáculo debimos dar yendo calle arriba! Yo abría la marcha con el estuche de mi trompeta bajo el brazo y un tambor en cada mano. Los muchachos esperaron en la esquina mientras yo iba en busca del camioncillo. La poli no había llegado aún. La pobre gorda estaba agachada junto al cuerpo de su hermano, en mitad de la calle, gimiendo como un alma en pena irlandesa, mientras su escuálido marido giraba alrededor como una luna en órbita de un gran planeta.

Llevé el vehículo a la esquina y los muchachos lo echaron todo dentro apresuradamente. Luego pusimos pies en polvorosa. Hicimos una media de setenta kilómetros por hora, de regreso a Morgan, por caminos vecinales y secundarios. Por lo demás, o bien los hombres de Scollay no pensaron en denunciarnos a la policía, o a la policía no les interesamos, porque nunca tuvimos noticias suyas.
Tampoco cobramos los doscientos dólares.
Diez días después, una chica irlandesa, gordísima, vestida de luto, apareció en el local de Tommy Englander cuando estábamos tocando. El negro le sentaba tan mal como el raso blanco.
Englander debía de saber quién era (su fotografía había aparecido en los periódicos de Chicago, junto a la de Scollay), porque la acompañó personalmente a una mesa e hizo callar a un par de borrachos que se estaban burlando de la pobre Maureen.
Yo lo sentí por ella, lo mismo que compadezco a veces a Billy Boy. No hace falta estar en su lugar para comprenderlos, aunque también creo que uno no puede saber verdaderamente lo que es sentirse objeto del escarnio y la burla constante. Y la había encontrado simpática, por lo poco que hablé con ella.
Cuando llegó el descanso, me acerqué a su mesa.
—Siento lo de su hermano —le dije—. Sé que la quería mucho y…
—Fue como si yo hubiera disparado contra él. —Se miró las manos, y ahora que me fijaba en ellas vi que realmente era lo mejor que tenía, pequeñas y bien formadas—. Todo lo que aquel hombrecillo dijo era verdad.
—Oh, no lo diga —repliqué, pero no supe qué más decirle. Lamenté haberme acercado. Maureen hablaba de una forma muy rara, como una posesa.
—Pero no voy a divorciarme de él —prosiguió—. Antes me mataría y me condenaría al infierno.
—No diga esas cosas —insistí.
—¿Nunca ha querido matarse? —preguntó mirándome exaltada—. ¿No lo ha pensado nunca cuando la gente le trata mal y encima se ríen de usted? ¿O nunca nadie se lo ha hecho? Aunque me lo diga, no le creeré. ¿Sabe lo que se siente cuando uno come y come y se odia por ello, y sigue comiendo? ¿Sabe lo que una siente cuando mata a su propio hermano porque está gorda?
La gente se volvía a mirarnos, y los dos borrachos volvieron a reírse.
—Lo siento —murmuró.
Quería decirle que yo también lo sentía. Quería decirle cualquier cosa que la hiciera sentirse mejor… pero no se me ocurrió nada. Sólo le dije:
—He de irme. Tenemos que volver a tocar.
—Ya —musitó con dulzura—. Claro que debe irse… o empezarán a reírse de usted. Pero yo venía por… ¿Quiere tocar Rosas de Picardía? Lo tocaron muy bien en la fiesta. ¿Quiere hacerlo por mí?
—Por supuesto.

Y lo tocamos. Pero se marchó a mitad del tema, y como era una melodía que desentonaba en el local de Englander, lo dejamos y nos lanzamos a una versión sincopada de Varsity Drag. Esto siempre les encanta. Bebí demasiado aquella noche y al acabar me había olvidado de ella. Bueno, casi.
Cuando ya me iba, se me ocurrió lo que debí haberle dicho: que la vida sigue. Eso es lo que debí decirle. Es lo que se dice a alguien cuando se le muere un ser querido. Pero, pensándolo mejor, me alegro de no haberlo hecho. Porque quizá eso era lo que la asustaba.
Naturalmente, ahora todo el mundo conoce a Maureen Romano y a su esposo Rico, que la ha sobrevivido como invitado de los contribuyentes en la Penitenciaría Estatal de Illinois. Se sabe que ella se hizo cargo de la modesta organización mafiosa de Scollay y la transformó en un imperio que rivalizó con el de Capone, que liquidó a otros dos gángsters de la región y absorbió sus operaciones, que mandó traer al Griego ante ella y al parecer le mató metiéndole una cuerda de piano por el ojo izquierdo hasta llegar al cerebro. Rico, el asombrado esposo, fue su primer lugarteniente y responsable de una docena de matanzas.
Fui siguiendo las hazañas de Maureen desde la costa Oeste, donde estábamos grabando unos discos de gran éxito. Pero sin Billy Boy. Él había formado su propio grupo poco después de que dejáramos a Englander, un grupo enteramente negro que tocaban jazz del bueno. Tuvieron mucha suerte y yo me alegré por ellos. Aún recordaba que en muchos lugares no querían contratarnos porque nuestro pianista era un negro.
Pero les estaba hablando de Maureen. Era siempre noticia, y no solamente porque fuera una especie de Ma Baker con cerebro, aunque esto también contaba. Era terriblemente gorda y terriblemente mala, y los americanos de costa a costa sentían un extraño afecto por ella. Cuando murió, de un colapso cardíaco en 1933, algunos periódicos publicaron que pesaba doscientos cincuenta kilos. Pero yo lo dudo. No creo que nadie pueda ser tan gordo, ¿no creen?
En todo caso, su entierro llenó las primeras páginas, mucho más que el de su hermano, que no pasó de la página cuatro en toda su miserable carrera. Se necesitaron diez hombres para llevar el ataúd. En un periódico publicaron una fotografía del séquito fúnebre. Era una fotografía horrible; no se podía mirar. Su ataúd era del tamaño de una cámara frigorífica.
Rico no era lo bastante inteligente para llevar solo el negocio y le atraparon por asalto e intento de asesinato al año siguiente.

Nunca he podido olvidarla, ni tampoco la expresión angustiada de Scollay la primera noche en que habló de ella. Pero volviendo la vista atrás, tampoco la compadezco demasiado. Los gordos pueden siempre dejar de comer, pero los muchachos como Billy Boy Williams sólo pueden dejar de respirar. Todavía no veo bien qué pude haber hecho para ayudarles, pero de vez en cuando me remuerde la conciencia. Probablemente será porque he envejecido y no duermo tan bien como antes, cuando era joven. Será esto, ¿no les parece?
¿No les parece?

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