lunes, 16 de marzo de 2020

Janet la Contrahecha

También traducida como "Janet la torcida" o "Janet cuellotorcido", "Thrawn Janet" es una historia corta, escrita en escocés, por el autor escocés Robert Louis Stevenson. Escribió la historia en el verano de 1881 mientras se hospedaba en Kinnaird Cottage en Kinnaird, una aldea cerca de Pitlochry, con sus padres y su esposa. Cuando le leyó el cuento a su esposa Fanny, ella dijo que "me recorrió un calambre a lo largo de mis huesos" y Stevenson quedó bastante asustado. Fue publicado por primera vez en la edición de octubre de 1881 de la revista Cornhill. Es un cuento oscuro de posesión satánica. La historia se incluyó más tarde en la colección de 1887 de Stevenson, The Merry Men, y otros cuentos y fábulas. Janet, la contrahecha es una historia de brujería y posesión, y narra el acoso a que es sometido un severo párroco de un pueblo de Escocia anclado en las viejas supersticiones.

Las ediciones en español suelen traducir este relato como Janet la contrahecha, aunque parece más indicada, en este caso, una traducción que permita la ambigüedad del título en inglés. La palabra "Thrawn" es un vocablo escocés, que significa tanto torcido, como perverso, contrario a lo normal. Este doble sentido no necesita mayores aclaraciones. Se considera a Janet la contrahecha uno de los mejores relatos de Stevenson.

En 1712, un predicador recién graduado llega a una pequeña ciudad y contrata a Janet, una vieja bruja, como su ama de llaves, una mujer que muchos de los habitantes de la ciudad creen que está ligada al diablo. Cuando algunas de las mujeres locales intentan hundir a Janet en el río para demostrar que ella es una bruja, el predicador la rescata y hace que abjure al diablo ante ellos. A partir del día siguiente, la apariencia de Janet se modifica; ella tiene un cuello retorcido, con la cabeza hacia un lado, como alguien que ha sido ahorcado. Más tarde, después de un encuentro con un extraño "hombre negro" en el cementerio, el predicador encuentra el cadáver de Janet colgando por un hilo de un clavo en su habitación. Es perseguido por el cuerpo de la mujer muerta, hasta que invoca el poder de Dios. El cuerpo se convierte en cenizas, y el hombre negro, que se cree que es el diablo, abandona la ciudad. A partir de entonces, el predicador a menudo asusta a su rebaño con la intensidad de sus advertencias contra las fuerzas del mal.

La historia es una de las dos únicas historias escritas por Stevenson en Escocia, y la otra es "El cuento de Tod Lapraik". Stevenson era consciente de que sus lectores podrían no comprender los amplios escoceses en los que se escribió la historia y, por lo tanto, esperaba que la Revista Cornhill rechazara a "Thrawn Janet" en su primera presentación. Sin embargo, la editora de la Revista Cornhill, Leslie Stephen, lo dejó directamente impreso en el próximo número.




Hacía mucho tiempo que el reverendo Murdoch Soulis era pastor de la parroquia de Balweary, en los páramos del valle del Dule. Aquel anciano de rostro severo y triste, que atemorizaba a cuantos le escuchaban, moraba en los últimos años de su vida, sin parientes ni criados ni ninguna otra compañía humana, en la pequeña y solitaria rectoría más abajo del Hanging Shaw. A pesar de la férrea serenidad de sus facciones, tenía una mirada extraviada, asustada e insegura; y cuando, en admoniciones privadas, hacía hincapié en el futuro que les esperaba a los que no se arrepentían, parecía como si sus ojos contemplasen, a través de las tormentas temporales, los terrores de la eternidad.
Muchos jóvenes que acudían a él para prepararse a recibir la Sagrada Comunión por Pascua quedaban espantosamente afectados por su forma de hablar. Tenía un sermón sobre la Primera Epístola de Pedro (v. 8), “El demonio como león rugiente”, para el primer domingo después de cada diecisiete de agosto, y en dicho texto solía superarse a sí mismo tanto por la horrible naturaleza del tema expuesto como por el terror que inspiraba su comportamiento en el pulpito. Los niños temblaban de miedo y los viejos parecían más sentenciosos de lo que era habitual en ellos, y se pasaban todo el día dando aquel tipo de consejos que Hamlet desaprobaba.
La rectoría misma, situada junto a las aguas del Dule entre árboles frondosos, con el Shaw sobresaliendo por un lado y, por el otro, varias cumbres frías y yermas que se elevaban hacia el cielo, había empezado, desde muy al comienzo del ministerio del señor Soulis, a ser evitada en las horas del crepúsculo por todo aquel que se jactara de prudente; y los hombres de bien, sentados en la taberna de la aldea, daban muestras de desaprobación ante la idea de pasar a hora tan tardía por aquella extraña vecindad. Había un lugar en concreto que inspiraba un sobrecogimiento extraordinario. La rectoría se hallaba entre la carretera y la corriente del Dule, y tenía un gablete a cada lado; desde su parte posterior se veía la iglesia parroquial de la aldea de Balweary, a eso de media milla de distancia; por delante, un jardín pelado, rodeado de espino, ocupaba la franja de tierra entre el río y la carretera.
La casa era de dos plantas, con dos amplias habitaciones en cada una de ellas. No se comunicaba directamente con el jardín, sino a través de un sendero o pasaje en terraplén, que daba a la carretera por un lado y, por el otro, terminaba entre los altos sauces y saúcos que bordeaban la corriente. Y era aquel trozo de sendero elevado el que gozaba de tan infame reputación entre los jóvenes feligreses de Balweary. El pastor paseaba a menudo por allí después de anochecer, gimiendo a veces en voz alta por la insistencia de sus silenciosas plegarias; y cuando estaba ausente, y la puerta de la rectoría cerrada con llave, los colegiales más osados se aventuraban, con los corazones palpitantes, a «seguir a mi guía» a través de aquel legendario lugar.

Esa atmósfera de terror que rodeaba de aquel modo a un hombre de Dios de carácter y ortodoxia intachables era frecuente motivo de asombro y tema de indagación para los escasos forasteros que el azar o los negocios llevaban a aquellos desconocidos y remotos parajes. Pero incluso muchos de los parroquianos ignoraban los extraños acontecimientos que habían marcado el primer año de ministerio del señor Soulis; y entre los que estaban mejor informados, algunos eran de natural reservado, y otros desconfiaban de aquel asunto en particular. Sólo de vez en cuando, alguno de los más viejos se armaba de valor después de su tercer vaso y volvía a contar la causa del extraño aspecto y vida solitaria del pastor.
Hace cincuenta años, cuando llegó por vez primera a Balweary, el señor Soulis era todavía un hombre joven… un mozo, decía la gente… lleno de saberes librescos y elocuente al exponerlos, pero, como era natural en un hombre tan joven, sin ninguna experiencia en materia de religión. Los más jóvenes apreciaban mucho su talento y su palique; pero los de más edad, hombres y mujeres, preocupados y serios, incluso se sentían impulsados a rezar por el joven pastor, al que consideraban que, además de engañarse a sí mismo, resultaba perjudicial para la parroquia, que iba a estar mal atendida.
Ocurrió antes de la época de los moderados… la maldición caiga sobre ellos; pero las cosas malas son como las buenas… unas y otras vienen poco a poco, una pequeña cantidad cada vez; y hubo gente, incluso entonces, que decía que el Señor había dejado que los catedráticos de universidad se las arreglaran solos, y que los muchachos que iban a estudiar con ellos habrían hecho mejor quedándose sentados en una turbera como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia bajo el brazo y actitud devota en su corazón.
En resumidas cuentas, no había la menor duda de que el señor Soulis había pasado demasiado tiempo en la universidad. Se interesaba y preocupaba de muchas cosas además de la única realmente necesaria. Tenía un montón de libros… más de los que nunca se habían visto en aquella casa parroquial; y menudo trabajo debieron de darle al transportista, pues había tantos como para haberlos enterrado en la Ciénaga del Diablo desde aquí a Kilmackerlie. Eran libros de teología, por supuesto, o así los llamaban; pero la gente seria era de la opinión de que no podía servir de mucho tener tantos cuando la Palabra de Dios cabría en la esquina de un cuadro escocés.
Además se pasaba la mitad del día y de la noche nada menos que escribiendo, lo cual es poco razonable; al principio temían que leyera sus sermones; y después resultó que estaba escribiendo un libro, lo que sin duda no encajaba con sus años ni con su escasa experiencia.

En todo caso, le incumbía buscar una mujer vieja y decente que se hiciera cargo de la rectoría y le preparase sus frugales comidas; y le recomendaron una vieja prostituta… Janet M’Clour la llamaban… y, como estaba tan abandonado a sí mismo, se dejó convencer. Hubo muchos que le aconsejaron lo contrario, pues Janet era más que sospechosa para la mejor gente de Balweary. Hace mucho tiempo había tenido un niño de un soldado de caballería; llevaba quizás treinta años sin acercarse a comulgar; y los chiquillos la habían visto mascullando para sí en Key’s Loan al anochecer, lo que era un momento y un lugar muy extraños para una mujer temerosa de Dios.
De cualquier manera, fue el propio señor de aquellas tierras el primero en hablarle de Janet al párroco; y en aquellos días este habría hecho cualquier cosa por complacer al terrateniente. Cuando la gente le decía que Janet tenía parentesco con el demonio, se lo tomaba como una superstición; y cuando le echaban en cara la Biblia y la bruja de Endor, les restregaba por las narices que ya habían pasado los días del demonio, el cual, gracias a Dios, estaba más comedido.
En fin, cuando corrió por la aldea la voz de que Janet M’Clour iba a servir en la rectoría, la gente se enfadó bastante, tanto con ella como con el párroco; y a algunas buenas mujeres no se les ocurrió nada mejor que ir a su puerta y acusarla con insolencia de todo lo que se sabía en su contra, desde lo del hijo del soldado hasta lo de las dos vacas de John Tamson. Janet no era persona que hablara mucho; la gente la dejaba obrar a su antojo y ella hacía lo mismo con ellos, sin darles siquiera los buenos días ni las buenas noches; pero cuando se empeñaba, Janet tenía una lengua capaz de ensordecer al molinero.
Se puso furiosa, y no hubo ningún viejo chisme en Balweary que no sacara a relucir aquel día; por cada cosa que le decían, ella podía contestarles con otras dos; hasta que, al final, las buenas mujeres la agarraron, le quitaron el abrigo y la llevaron a rastras desde la aldea hasta el río, y la arrojaron a las aguas del Dule, para ver si era bruja o no, si flotaba o se ahogaba. La vieja chilló tanto que pudieron oírla hasta en el Hanging Shaw, y peleó como diez; hubo muchas buenas mujeres que al día siguiente, e incluso muchos días después, seguían mostrando huellas de la pelea; y justo en lo más acalorado de la reyerta, apareció (sin duda por sus pecados) nada menos que el nuevo párroco.
—Mujeres —les dijo (tenía una gran voz)—, os exhorto en el nombre del Señor a que la dejéis ir.

Janet corrió hacia él… estaba bastante enloquecida de terror… y le abrazó y le suplicó que, por el amor de Dios, la librara de las comadres; y ellas, por su parte, le contaron al párroco lo que sabían de Janet y puede que algo más.
—Mujer —le dijo a Janet—, ¿es eso cierto?
—Igual que el Señor me está viendo —dijo ella—, y me creó, no es verdad ni una sola palabra. Aparte lo del niño —añadió—, toda mi vida he sido una mujer decente.
—¿Querrás renunciar —dijo el señor Soulis—, en el nombre de Dios, y ante mí, Su indigno ministro, al demonio y a sus obras?
Pues bien, podría pensarse que cuando le pidió esto, ella daría un gruñido que asustaría a quienes la estaban viendo, y que estos oirían cómo le castañeteaban los dientes; pero no hubo ni lo uno ni lo otro; Janet alzó la mano y renunció al demonio delante de todos.
—Y ahora —dijo el señor Soulis a aquellas buenas mujeres—, váyanse a casa todas y rueguen a Dios que les perdone.
Y le ofreció el brazo a Janet, aunque no llevaba encima más que una camisa, y la acompañó a la aldea hasta dejarla frente a la puerta de su casa, como si fuese una dama; y ella chillaba y reía tanto que era un escándalo oírla.
Aquella noche hubo mucha gente que rezó más de lo acostumbrado; pero a la mañana siguiente era tal el miedo que se había apoderado de Balweary que los niños se escondieron, e incluso los hombres atisbaban desde sus casas. Pues Janet llegaba a la aldea… ella o alguien que se le parecía, nadie sabría decirlo… con el cuello torcido, la cabeza ladeada, como si la hubieran ahorcado, con una mueca en la cara como un cadáver antes de ser enterrado.
Poco a poco se fueron acostumbrando, e incluso le preguntaron para saber qué pasaba; pero a partir de aquel día ella no pudo hablar como una cristiana, sólo babeaba y hacía un chasquido con los dientes como el de las tijeras para esquilar ovejas; y a partir de aquel día el nombre de Dios no volvió a aflorar a sus labios. A veces trataba de decirlo, pero no podía ser. Los que más sabían eran los que menos decían; pero nunca le dieron a aquel ser el nombre de Janet M’Clour; pues la vieja Janet, según ellos, para entonces estaba ya en el infierno. Pero el párroco no pudo contenerse ni utilizar paños calientes; sólo predicó sobre la crueldad de la gente, que le había provocado una parálisis a la vieja; pegó a los niños que se metían con ella; y aquella misma noche se la llevó a la rectoría y vivió allí con ella por su cuenta bajo el Hanging Shaw.

En fin, el tiempo iba pasando y los tipos ociosos comenzaron a darle menos importancia a aquel sombrío asunto. El párroco estaba bien considerado; siempre se quedaba hasta tarde escribiendo, la gente veía el reflejo de su vela en las aguas del Dule pasada la medianoche; y parecía contento e indiferente como al principio, aunque cualquiera podía darse cuenta de que se estaba consumiendo. En cuanto a Janet, iba y venía; si antes no hablaba mucho, ahora, con más razón, hablaba todavía menos; no se metía con nadie; pero a todos les parecía horripilante y nadie habría tenido tratos con ella por todas las tierras beneficiales de Balweary.
Hacia finales de julio tuvimos una racha de mal tiempo, como jamás habíamos tenido por estas tierras; la presión era baja y hacía un calor insoportable; los rebaños no podían subir a Black Hill y los niños estaban demasiado cansados para jugar; y, sin embargo, era también deprimente, con ráfagas de viento caliente soplando por las cañadas y breves chaparrones que no refrescaban nada. Creíamos que habría tormenta a la mañana siguiente; pero llegaba la mañana, y la siguiente, y continuaba aquel tiempo extraño, tan molesto para las personas y para las bestias. Entre los que lo aguantaban peor, ninguno sufrió tanto como el señor Soulis; no podía dormir ni comer, le contó a los más mayores, y cuando no estaba escribiendo su aburrido libro, deambulaba por el campo como un poseso, cuando los demás se sentían felices de quedarse dentro de casa para estar más frescos.
Más arriba del Hanging Shaw, al abrigo de Black Hill, hay un trozo de terreno cercado con una verja de hierro; al parecer, en los viejos tiempos, era el cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que la luz bendita brillara sobre el reino. En todo caso era el lugar predilecto del señor Soulis; iba allí a sentarse para meditar sus sermones y, a decir verdad, era un lugar resguardado.
El caso es que un día, al llegar al extremo occidental de Black Hill, vio primero dos, luego cuatro, y después siete cuervos volando en círculo sobre el viejo cementerio. Volaban bajo y con dificultad, graznándose unos a otros; y el señor Soulis no dudaba de que algo les había sacado de su comportamiento ordinario. No era un hombre que se asustara fácilmente, y se fue directamente hacia la tapia; ¿y qué diréis que encontró?: un hombre, o algo con apariencia humana, sentado sobre una tumba allí dentro. Era de gran estatura y tan negro como un demonio, y tenía unos ojos muy raros. El señor Soulis había oído hablar de los hombres negros en numerosas ocasiones; pero había algo extraño en aquel individuo que lo intimidaba. A pesar del calor que tenía, sintió que una especie de escalofrío se le metía en los huesos hasta el tuétano; no obstante alzó la voz y dijo:
—Amigo, ¿es usted forastero en este lugar?

El negro no contestó palabra alguna; se puso en pie y empezó a moverse torpemente en dirección al lado opuesto de la tapia, pero sin dejar nunca de mirar al párroco, que a su vez le devolvía la mirada; hasta que, al cabo de un minuto, el negro saltó la tapia y echó a correr para ocultarse entre los árboles. El señor Soulis, sin saber apenas por qué, corrió tras él; pero estaba exhausto por el paseo con aquel tiempo tan caluroso y desagradable; y, por mucho que corrió, sólo pudo vislumbrar al negro entre los abedules, hasta que, al llegar al pie de la ladera, volvió a verlo saltando sobre la corriente del Dule camino de la rectoría.
Al señor Soulis no le hizo mucha gracia que aquel espantoso vagabundo se tomara tales libertades con la rectoría de Balweary; y echó a correr más deprisa y se mojó los zapatos para vadear el arroyo hasta llegar al camino; pero, demonios, allí no había ningún negro. Apretó el paso hacia la carretera, pero allí tampoco había nadie; atravesó el jardín, pero no había ni rastro del negro. Al llegar al extremo de atrás, y un poco asustado como era normal, levantó el picaporte de la puerta y entró en la rectoría. Allí estaba, frente a él, Janet M’Clour, con su cuello torcido y nada contenta de verlo. Y desde entonces siempre recordó que, la primera vez que le puso la vista encima, sintió el mismo escalofrío fatal.
—Janet —le dijo—, ¿has visto a un hombre negro?
—¿Un hombre negro? —dijo ella—. ¡Dios nos libre! Qué cosas dice usted, reverendo. No hay ningún negro en Balweary.
Pero no lo dijo con claridad, ¿me comprenden?, sino refunfuñando, como un poni con el bocado puesto.
—Pues entonces, Janet —le dijo el párroco—, si no fue con un negro, será con El que Acusa a los Hermanos con quien he hablado.
Y se sentó como quien tiene fiebre, y le castañetearon los dientes.
—¡Caray! —dijo ella—, vergüenza debería darle, señor párroco.
Y le dio una pizca de aguardiente, que guardaba para ella misma.
Luego el señor Soulis entró en su despacho, donde guardaba los libros. Era un aposento grande y de techo bajo, lóbrego, extremadamente frío en invierno y no muy seco ni siquiera en pleno verano, pues la rectoría estaba cerca del arroyo. Así que se sentó, agotado, y pensó en lo que había ocurrido desde su llegada a Balweary, y en su casa cuando era niño y corría alegremente por la cima de las colinas; y aquel hombre negro le rondaba por la mente como el estribillo de una canción. Y cuanto más pensaba, más se acordaba del negro. Intentó rezar, pero no le salían las palabras; y, según dicen, trató de seguir escribiendo su libro, pero no pudo. A veces tenía la impresión de que el negro estaba a su lado, y le recorría un sudor frío como el agua de pozo; y otras veces, recordaba su infancia cristiana y no le importaba nada.

El resultado fue que se dirigió a la ventana y se puso a mirar las aguas del Dule. Los árboles son extraordinariamente gruesos, y la corriente es profunda y negra debajo de la rectoría; allí estaba Janet lavando la ropa con la falda recogida. Estaba de espaldas al párroco y ni él mismo sabía qué era lo que miraba. Luego ella se dio la vuelta y mostró la cara; el señor Soulis sintió el mismo escalofrío que ya había sentido por dos veces el día anterior, y cayó en la cuenta de lo que la gente decía, que Janet había muerto hacía mucho, y que aquello era un espectro revestido de carne, fría como el barro.
Retrocedió un poco y la escudriñó exhaustivamente. La vieja seguía frotando la ropa insistentemente mientras canturreaba; y que Dios nos asista, pero su rostro daba miedo. A veces cantaba más alto, pero ningún hombre nacido de mujer habría podido identificar las palabras de su canción; y de vez en cuando miraba de soslayo hacia abajo, pero allí no había nada que mirar. Un sentimiento de rechazo le recorrió todo el cuerpo hasta llegar a los huesos; era un aviso del Cielo. Pero el señor Soulis se culpó a sí mismo, dijo, por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y achacosa, que no tenía más amigo que él; y rezó una breve oración por los dos y bebió un poco de agua fresca… pues la idea de comer le revolvía el estómago… y al anochecer subió a acostarse en el sencillo lecho donde dormía sin quitarse la ropa.
Aquella fue una noche que nadie ha olvidado en Balweary, la noche del diecisiete de agosto de mil setecientos doce. Antes había hecho mucho calor, como ya he dicho, pero aquella noche hizo más que nunca. El sol se puso entre nubes de aspecto misterioso; todo estaba tan oscuro como un pozo; ni una estrella, ni un soplo de viento; no podías ver tu propia mano puesta delante de la cara, e incluso la gente de más edad, pese a quitarse la colcha de la cama, respiraba con dificultad. Con todo lo que tenía en mente, era muy poco probable que el señor Soulis pudiera dormir mucho. Daba continuas vueltas en la cama en la que se había metido, que, pese a ser agradable y fresca, parecía abrasarle hasta los mismos huesos; a ratos dormía, y a ratos se despertaba; unas veces oía el paso del tiempo en el reloj, y otras a un chucho aullando en el páramo, como si alguien se hubiera muerto; de vez en cuando le parecía escuchar a espectros que le parloteaban al oído, o veía fuegos fatuos en la habitación. Debía de estar enfermo, pensó; y lo estaba… aunque poco sospechaba cuál era su enfermedad.

Finalmente, con la cabeza más despejada, se sentó en camisa a un lado de la cama y se puso a pensar de nuevo en el negro y en Janet. No sabría decir cómo… quizás por el frío que sentía en los pies… pero de repente se le ocurrió que había alguna relación entre los dos, y que alguno de ellos, o ambos, eran espectros. Y en aquel preciso momento, en la habitación de Janet, que estaba junto a la suya, se oyeron unas patadas, como si varios hombres estuvieran peleando, y a continuación un fuerte ruido; y luego el viento rodeó la casa por sus cuatro esquinas; y una vez más todo quedó en silencio como una tumba.
El señor Soulis no le tenía miedo ni a los hombres ni al demonio. Cogió su yesquero y encendió una vela, y en tres zancadas llegó a la puerta de la habitación de Janet. No estaba cerrada por dentro, así que la abrió de un empujón y echó una ojeada a su interior con descaro. Era una habitación grande, tan grande como la del párroco, y estaba llena de grandes y sólidos muebles antiguos, que era todo cuanto él poseía. Había una cama con dosel de tapicería antigua; un excelente bargueño de roble, lleno de libros de teología, que el párroco había puesto allí para tenerlos a mano; y unas cuantas prendas de Janet tiradas por el suelo.
Pero a ella no la vio, ni tampoco vio ninguna señal de lucha. Entró (y pocos le habrían seguido), echó una ojeada y escuchó con atención. Pero no había nada que oír, ni dentro de la rectoría ni en toda la parroquia de Balweary; ni nada que ver, salvo las numerosas sombras que daban vueltas en torno a la vela. Y entonces, de repente, el corazón del párroco se puso a latir con fuerza y se quedó completamente inmóvil; y notó un soplo de viento helado que jugaba con su cabello. ¡Qué visión tan espantosa para los ojos de aquel pobre hombre! Pues allí estaba Janet, colgando de un clavo junto al viejo bargueño de roble; la cabeza inclinada sobre el hombro, como siempre, los ojos cerrados,  la lengua saliéndole de la boca, y los talones a dos pies del suelo.
«¡Que Dios nos perdone a todos!», pensó el señor Soulis, «¡la pobre Janet ha muerto!»
Y cuando se adelantó un paso hacia el cadáver, el corazón le dio un vuelco. Pues, por algún sortilegio que a ningún hombre corresponde juzgar, colgaba de un solo clavo y de un solo hilo de estambre para zurcir medias.
Es algo terrible encontrarse solo, de noche, entre tantos prodigios de las tinieblas; pero el señor Soulis tenía una fe profunda en el Señor. Se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí; poco a poco, bajó la escalera, las piernas pesándole como si fueran de plomo, y puso la vela encima de la mesa que había al pie de la escalera. No podía rezar, ni pensar, estaba bañado en sudor frío, y no oía más que los latidos de su corazón.
Puede que se quedara allí durante una hora, o tal vez dos, poco le importaba; hasta que, de repente, escuchó un murmullo sordo y misterioso en el piso de arriba; eran unos pasos que recorrían de un lado a otro el aposento donde colgaba el cadáver. La puerta estaba abierta, aunque recordaba muy bien haberla cerrado; luego se oyeron unos pasos en el rellano, y le pareció que el cadáver estaba mirando por encima de la barandilla hacia donde él se encontraba.

Tomó de nuevo la vela (pues no podía quedarse sin luz) y, lo más silenciosamente que pudo, salió de la rectoría y se dirigió al extremo más alejado del sendero elevado. La oscuridad era completa; la llama de la vela, cuando la depositó en el suelo, ardía con tanta firmeza y claridad como en la habitación; nada se movía, salvo la corriente del Dule, que fluía sollozante por el valle, y a lo lejos las impías pisadas que bajaban con dificultad las escaleras en el interior de la rectoría. Reconoció muy bien aquellas pisadas, pues pertenecían a Janet; y a cada paso con que se aproximaban un poco más, el frío le penetraba en las tripas cada vez más hondo. Encomendó su alma a Aquel que lo había creado y lo mantenía con vida.
—Oh, señor —dijo—, dame fuerzas esta noche para luchar contra los poderes del mal.
Para entonces, los pasos atravesaban el pasillo en dirección a la puerta; podía oír el contacto de su mano con la pared, como si aquel ser espantoso anduviese a tientas. Los sauces se agitaron y gimieron, un largo suspiro llegó de las colinas y la llama de la vela empezó a temblar; y allí estaba, en el umbral de la rectoría, el cadáver de Janet, con su vestido de gorgorán y su cofia negra, la cabeza inclinada, como siempre, sobre el hombro, la misma mueca en el rostro… viva, habrían dicho ustedes… pero en realidad muerta, como bien sabía el señor Soulis.
Es extraño que el alma de un hombre esté tan sujeta a su cuerpo perecedero; pero lo cierto es que el párroco vio aquello y su corazón no estalló.
La vieja no se quedó allí mucho tiempo; empezó a moverse de nuevo y se dirigió despacio hacia el señor Soulis, que se encontraba bajo los sauces. Con toda la vitalidad de su cuerpo y la fortaleza de su espíritu, el párroco le lanzó una mirada furibunda. Parecía que ella fuese a hablar, pero le faltaron las palabras e hizo una señal con la mano izquierda. Llegó una ráfaga de viento, como el bufido de un gato; la vela se apagó, los sauces chillaron como si fueran personas, y el señor Soulis comprendió que, no importa que estuviera viva o muerta, aquello sería el final.
—¡Bruja, arpía, demonio! —exclamó—, te exhorto, por el poder de Dios, que vuelvas a la tumba, si estás muerta, o al infierno, si estás condenada.
Y en aquel mismo momento, salió del cielo la mano del Señor y golpeó a aquel horror allí mismo donde estaba; el cadáver profanado de la vieja bruja, durante tanto tiempo alejado de la tumba y arrastrado por los demonios, ardió como la yesca y cayó al suelo convertido en cenizas. A continuación se oyó el estallido de una serie de truenos y rompió a llover. El señor Soulis atravesó de un salto el seto del jardín y echó a correr hacia la aldea, sin dejar de gritar.

Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar por Muckle Cairn cuando daban las seis; antes de las ocho pasó cerca de la taberna de Knockdow; y no mucho después, Sandy M’Lellan lo vio andando a paso rápido por las colinas de Kilmackerlie. Hay pocas dudas de que fuera él quien habitó durante tanto tiempo el cuerpo de Janet; pero al fin se ha ido; y desde entonces no nos ha vuelto a molestar en Balweary.
Pero fue una dura prueba para el párroco; durante mucho, mucho tiempo estuvo en cama delirando; y desde entonces hasta ahora ha sido el hombre que hoy conocéis.

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