miércoles, 19 de agosto de 2020

Cuidando a Camila

 "Cuidando a Camila"
  Hector Darío Vico


  Me desperté sobresaltado. Cuando retomé la conciencia lancé una maldición. No escuché la alarma del reloj despertador. La discusión de anoche con Luisa, mi ex esposa, me dejó alterado. Ella no puede llegar a mi casa, un domingo por la noche, trayendo a nuestra hija para que se quede conmigo porque sale de viaje a la madrugada siguiente. Sabe, lo sabe muy bien, que soy una persona ordenada, que programo minuciosamente mis actividades y que un cambio imprevisto como el que propone me altera el carácter y la vida.

  La pequeña Camila nos miraba con ojos azorados mientras nosotros, adultos inmaduros, en una lucha de egos, levantábamos alternativamente nuestras voces tratando de hacer valer nuestros argumentos. Nos mantuvimos así por diez minutos y luego me arrojó el pequeño bolso con la ropa de la nena mientras vocifera anunciando que se iba al Caribe y que en una semana regresaría  a recoger a nuestra hija. Esto último lo dijo mientras abría la puerta del automóvil en dónde la aguardaba su novio, un cincuentón anodino cuyo único atractivo es el costoso coche que conduce. Nos quedamos allí, los dos de pie frente a nuestra casa, sin entender nada pero aliviados de que se haya marchado. Camila, con su pequeño equipaje aun colgando de una manita, me dijo que tenía hambre, así que entramos y me dispuse a prepararle la cena. Tuve que improvisar, contrariamente a mi costumbre. Busqué entre las latas que acumulo en la alacena de la cocina  y encontré corazones de alcauciles, tomé tres huevos y algo de queso. Cociné un omelet. Al parecer le gustó, a juzgar por la amplia sonrisa con la que recibió el plato. No dejó nada. Yo no cené, me tomé un whisky.




   El incidente me perturbó de tal manera que tarde en conciliar el sueño. El resultado de la rencilla fue que ahora estoy retrasado. Debo llevar a la nena al colegio y luego prepararme para la reunión de esta noche. Entre ambas tareas debo ocuparme también de preparar mi equipo de montanismo pues el fin de semana tengo un ascenso a uno de los cerros cercanos. Es una escalada de mil ochocientos metros. Nada peligroso. Aborrezco el peligro pero esta práctica me mantiene en óptimo estado físico. Tener el mejor equipo para ascender me brinda seguridad y la tranquilidad mental para ocuparme solamente de la trepada al cerro. Lo que mi ex mujer no entiende y que me saca de quicio, es que tanto en mi actividad de consultor, experto en la resolución de conflictos interpersonales, o en el montanismo, se requiere de mucha planificación y estudio. No puedo improvisar; lo mío es un arte y como tal debo poner todo de mí para que el resultado sea el esperado. 

  Antes de salir para la escuela de Camila, me tomo unos minutos para revisar el correo electrónico. Tengo un sitio en internet en dónde ofrezco mis servicios de consultoría. Decidí trabajar de esa manera. No tengo oficina ni tampoco personal contratado. Me gusta la soledad y la privacidad. Mi página web “juanfisher.com” me es suficiente para captar clientes. Además, los buenos resultados obtenidos cada vez que tuve que resolver un conflicto, hicieron que mi nombre y actividad se propague por todo el país. Me contactan mediante el correo electrónico y mis honorarios se depositan en una cuenta bancaria. Una vez verificada la transferencia me ocupo de estudiar los detalles que me aportan los clientes. Generalmente llega un sobre mediante un servicio de mensajería conteniendo los antecedentes del conflicto, un resumen de los hábitos y costumbres del o las personas involucradas, fotografías y cualquier otro elemento considerado relevante para elegir la mejor estrategia a aplicar.  

  Mientras estoy ocupado en esta tarea, Camila mira dibujos animados en la televisión. Es una criatura adorable. Tiene el cabello algo rojizo (esto lo heredó de su madre) que con no poco trabajo peiné con dos colitas y un flequillo muy simpático. Con sus pequeños ojos oscuros sigue mi deambular por la casa y aguarda pacientemente para que la lleve a la escuela. Entre una tarea y otra le explico que desde la tarde vendrá una jovencita vecina a cuidarla mientras que yo me ocupo de un asunto de trabajo.  Le prometo que a mi regreso, algo tarde, saldremos a cenar. Me responde que quiere comer pizza. Quedamos de acuerdo. Es muy buenita y obediente. Tengo que reconocer que su madre hace un buen trabajo con su educación.

  Antes de salir miro de reojo mi equipo para escalar, verifico que todo esté dispuesto: casco, mochila, mosquetones, arneses, cuerdas, calzado, botiquín, piqueta de montanismo, etcétera. Tomo nota mental: debo comprar un piolet más manipulable.

  Mientras cruzamos la ciudad, Camila me cuenta de los nuevos amigos que hizo en el colegio, de los divertidos juegos de los recreos y de las cosas que está aprendiendo. Me cuesta mantener la atención. Una parte de mi mente está ocupada tratando de decidir cuál de las dos estrategias que desarrollé a lo largo de mi carrera funcionará mejor en este encargo. Dudo entre la “técnica del montanista” o “el abordaje urbano”. Ambas son efectivas, principalmente la primera, en  la otra a veces, muy pocas en realidad, pueden quedar algunos cabos sueltos que en el futuro podrían acarrear problemas. Un conflicto no resuelto sería catastrófico para mi negocio y reputación. Me inclino por aplicar el método del montanista y especulo si sería adecuado patentarla pero luego descarto esa alocada idea. 
  Luego de veinte minutos llegamos al colegio, prometo pasar a la tarde a buscarla y regresar juntos a casa a esperar a la niñera. Camila me da un beso y se baja contenta corriendo al encuentro de sus compañeros. La maestra que la espera a la entrada me levanta la mano a modo de saludo. Le sonrío y me alejo.

  Antes de regresar a mi hogar hago un alto en la tintorería. Debo recoger mi impermeable. Amenaza lluvia y este abrigo es fundamental. Tiene algunos detalles de confección que lo tornan insustituibles. Por último voy de mi proveedor habitual de elementos de montanismo. Le explico que necesito un nuevo piolet pero esta vez algo más pequeño, más manuable. Le explico que es para llevar colgado del cinturón, no del arnés de seguridad. Me entiende al instante. Se dirige al fondo del comercio y regresa exactamente con lo que yo tenía en mente. Un pico, de aguda hoja de aluminio, con un mango de treinta centímetros. Le agradezco con una sonrisa, le pago en efectivo y me retiro.
  Ya estoy pronto para el encuentro de esta noche.

  Estoy sentado a la mesa de un bar de las afueras de la ciudad. Camila está a buen resguardo con su niñera y yo dejo que el tiempo transcurra mientras observo el ir y venir de los automóviles por la amplia avenida. Llevo mi impermeable puesto lo que me da cierta tranquilidad. El cielo se cubrió de oscuros nubarrones y seguramente en pocos minutos comenzará a llover. Mi trabajo de consultor hace que me ocupe de un sinnúmero de conflictos. A lo largo de mi carrera tuve que vérmelas con esposas y esposos infieles, socios desleales, rencillas familiares por cuestiones de herencia, novias despechadas, abusos, vicios, perversiones y todo lo que las pasiones humanas desatan. 

  El caso de esta noche es acerca de un integrante  de una importante sociedad anónima que se quedó con lo que no debía. De la confrontación que este señor tuvo con los demás accionistas de la empresa no surgió ninguna solución y fue en ese momento que decidieron convocarme. Muchas veces la intervención de un tercero posibilita la resolución rápida de cualquier desavenencia.
  Conforme al análisis de sus hábitos, tengo la certeza que él vendrá caminando por la misma vereda en que se encuentra el bar en dónde ahora bebo mi segundo whisky .Mi propósito es ir a su encuentro. Es muy puntual, apenas salga de su nueva oficina aparecerá por el otro extremo de la acera. Según la fotografía que me enviaron y los detalles adjuntos a la misma, se trata de una persona alta, corpulenta, viste de manera elegante y remata su cara con una barba candado entrecana. Calza gafas de carey y su cabellera comienza a ralear. Siempre anda solo, al parecer no confía en nadie y mucho menos lo hace desde que se apropió del dinero de su anterior empresa.

  Pido otro whisky para pasar el rato. No es de lo mejor pero acompaña. Mientras lo saboreo trato de imaginar la manera más adecuada de abordarlo. Cuando se me acerque estaremos solos en medio de la acera. A la hora que deja sus labores el tránsito es mínimo lo cual me dará tranquilidad para trabajar. Trato de visualizar la escena. Llevo mi impermeable oscuro me dará aspecto de caminante ocasional y podré tomarlo distraído. Mientras lo vea acercarse y se encuentre a no más de cinco pasos, muy despacio, lentamente, desde la abertura interior de mi abrigo, deslizaré la mano derecha hacia mi cinturón y desprenderé el pequeño piolet recientemente comprado. Cuando lo tenga firmemente agarrado, dejare que pase a mi lado, extraeré mi herramienta, giraré y  le hundiré la afilada punta de aluminio en el cráneo. Un solo golpe, certero, mortal, definitivo. La técnica del montanista en su más excelsa expresión. 

  Resuelto el conflicto, buscaré a Camila e iremos a comer pizza. Es una niña tan buena que no puedo negarle nada. De solo pensar en ella se me derrite el corazón.
  Miro la hora, ya es tiempo, saldré a trabajar. La amplia avenida está desierta.  A lo lejos, difuso tras una cortina de agua, el hombre de la fotografía, realiza  su última caminata.

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