martes, 11 de agosto de 2020

Un Ciego en la Tormenta

 "Un Ciego en la Tormenta"
Marcelo Brignole


Fueron momentos difíciles para Nicanor Montes.
La lluvia comenzó cuando apenas había caminado dos cuadras luego de abandonar su casa. La sintió primero cayendo sobre su cabeza en forma de pequeñas gotas; pero poco rato más tarde era un aguacero constante que inundaba al mundo que lo circundaba. Fue entonces que el bastón blanco de Nicanor comenzó a martillar nervioso las baldosas y muchos de los intentos por encontrar algún sustento reconocible de la realidad, no fueron más que ramalazos furibundos que azotaron charcos y arroyos que corrían por la vereda en mal estado.

Nicanor Montes maldijo. En primer término y  sin miramientos a su mujer,  que lo había advertido antes de salir sobre la eminente lluvia. Para ella, que veía, el tiempo que transcurría dentro de la casa era digerible; pero para él, las horas eran insaciables: la radio lo hartaba, los libros en Braile ya habían sido leídos y la televisión le causaba indiferencia. Por eso no se había querido privar de su acostumbrada caminata del atardecer. Pero también maldijo el paso del tiempo o como estaba cambiando el mundo: hasta hacia unos años, podía olfatear antes que los perros, no solo la lluvia, sino la intensidad de la misma, si sería aguacero o llovizna, si sería con viento o tonta lluvia de verano. Entonces se preparaba para cada ocasión; pero últimamente, quizás por el calentamiento planetario o tal vez porque se estaba volviendo viejo, le resultaba imposible anticiparse, como si sus dotes de adivino del tiempo hubiesen sido atacadas por un virus informático, globalizado, que lo dejaba indefenso ante el clima,  un aspa de molino de viento.

En la vereda opuesta donde se encontraba Nicanor, empapado ya, blandiendo bastón blanco al aire mojado, se encontraba detrás de una ventana hogareña, Luciano, un tipo de veintitantos años. Había estado a punto de salir hacia una cita amorosa, cuando el inicio de la lluvia. Decidió dejar pasar el tiempo y esperar; no tenía apuro ni quería mojarse y como no tenía otra cosa que hacer, se puso a mirar a través de la ventana que daba a la calle. Y había visto la evolución del fenómeno, las primeras gotas que terminaron siendo la famosa y siempre mencionada cortina de agua. Observó sin melancolías, a gente correr a guarecerse o pasar lentamente la que andaba ya resignada a la mojadura pero sin detenerse. Vio a los autos cortar el torrente de agua por la calle, como si fueran barcazas atravesando ríos. Miró como se prendían mágicas las luces del alumbrado público y sintió sin previo aviso soledad, cuando ya nadie quedó en la calle, apenas allá prendidas las luces de los comercios, apenas allá los recuerdos, apenas allá Nicanor Montes solo y ciego en la lluvia.




El ciego chorreaba agua por cada uno de sus flancos. Su pelo blanco apenas se distinguía en el gris de la atmósfera y sus anteojos negros centelleaban cuando un relámpago fragmentaba el cielo en hilos plateados y eléctricos. Luciano lo vio allí, parado en el medio de la vereda de enfrente de su casa: ya no agitaba el bastón blanco sino que lo tenía colgado en su mano derecha. Parecía resignado, y Luciano supuso que no era flaco, pero la ropa mojada se le pegaba a la piel como si fuera un traje de un buzo que todavía no se había calzado ni antiparras ni tanques de oxígeno.
Las pocas personas que andaban por la calle desafiando el temporal, pasaban cerca de Nicanor Montes pero ninguna le ofrecía ayuda: las buenas acciones parecían no tener lugar cuando la realidad se volvía incómoda. Luciano  supuso, cuando el cielo descargó una nueva andanada de agua, que el ciego iba, por fin, a buscar refugio. Pero no. Lo vio agitar su cabeza molesto, pasarse la mano por la frente y después estirar el cuello en varias direcciones, como si de pronto alguien lo hubiese llamado o un sonido le hubiese resultado familiar. Repitió el movimiento dos o tres veces más hasta que volvió a quedarse quieto, a merced de la lluvia que implacable seguía cayendo sobre aquella calle.
Luciano quitó su mirada del ciego y la elevó al cielo. La porción de firmamento que pudo abarcar era una masa gris, cerrada, que cada tanto tronaba haciendo temblar cristales y asustando a grandes y niños. Luciano creyó que allá en el cielo no llovía, sino que el aguacero se manifestaba recién a metros del suelo, un poco más allá del tendal de cables negros. Pero Luciano se aburrió del espectáculo de la naturaleza y volvió a fijar su atención en Nicanor Montes que permanecía mojándose sin querer o sin poder evitarlo.

Se preguntó por qué el ciego no buscaba protegerse. Desechó inmediatamente la posibilidad que estaba bajo la lluvia por puro gusto. Había percibido ciertos gestos indudables de fastidio ante la inclemencia climática. Juzgó seguidamente que quizás fuera un no vidente reciente, que hasta hacia poco había visto y que por esta causa, aún le costaba manejarse con habilidad desde las tinieblas, establecer un pacto de convivencia con la realidad inhallable. Pero pensó también que podía ser un ciego de nacimiento y que sencillamente se había perdido, que la lluvia lo había sorprendido en un lugar totalmente desconocido, si es que se podía afirmar que los ciegos conocen sitio alguno.  Y por último, antes de rendirse ante la evidencia que sería difícil saber las causas del ciego bajo la lluvia, se preguntó por qué no tenía un perro que lo guiara, pero a continuación recordó que no todos los ciegos tienen perros que los acompañen, tal vez porque hay ciegos que no le gustan los perros, quizás porque no pueden dejar de sentir cierta envidia que un ser inferior vea y ellos no.
El agua seguía abalanzándose en compacta materia sobre la tierra y el ciego no se movía y Luciano lo observaba desde atrás de una ventana. Habrán sucedido algunos instantes más en que nada ocurrió porque todo estaba quieto como lo está siempre en la lluvia, cuando desde un negocio ubicado a pocos metros del ciego, emergió una persona, un hombre, que se acercó hasta el discapacitado visual. El recién llegado tomó del brazo izquierdo a Nicanor Montes y le dijo algo. El ciego, mientras escuchaba, irguió levemente la cabeza y después la movió afirmativamente. A continuación, se dejó conducir; marchó, acompañado del hombre, con la cabeza gacha como si hubiese sido derrotado en alguna competencia. Luciano creyó que el ciego entraría al local, pero solo el hombre lo hizo: Nicanor Montes permaneció fuera, sin recibir ya  sobre su persona el aguacero, dado que el balcón de un departamento lo protegía. Poco a poco, Nicanor Montes fue apoyándose contra la pared del edificio y su cabeza se encogió sobre los hombros, levemente caída, semejando a un cóndor adulto que se dispone a dormir al amparo del atardecer.

Ya sin el ciego interfiriendo en la serenidad de la tormenta, la calle volvió a esperar que la lluvia amainase. Sin embargo, el designio de la naturaleza parecía no tener fin ni paz ni sosiego, porque apenas Nicanor Montes guarecido, la lluvia se volvió más potente y pertinaz como si esto fuera posible. Y lo era; el cielo vomitó líquido como si estuviera  aquejado de una dolencia viral que lo compungiera a arrojar agua hasta que no quedara gota alguna en sus entrañas. Llovía. Y como. Relampagueaba, tronaba y el sonido del agua sobre el asfalto llegó a ser ensordecedor, miles, billones de gotas cayendo sobre la calle que ya no tenía defensa ante semejante ataque.  Y del mismo modo que el cielo parecía obligado a escupir, la calle ya no pudo soportar todo lo que desde arriba le llegaba y las bocas de tormentas no dieron abasto  con semejante furia; y hubo un momento que comenzaron a expulsar más de lo que tragaban por lo que se formó un lago ciudadano, de destino efímero, pero lago al fin, en cuya superficie sobrevivió por un tiempo, la basura cotidiana.
Autos aquejados de alguna urgencia desconocida, pasaban en busca de su destino, pero ante la enjundia del fenómeno, optaban por tranquilizar la marcha. Temían de lo que pudiera haber en los fondos de aquel lago. Pero no inventados para andar en semejantes superficies, su paso de elefante provocaba oleadas involuntarias, ondas expansivas que arrastraban deshechos hasta más allá de la vereda, hasta donde se encontraba Nicanor Montes. El agua, haciendo sapitos, subía a la vereda, besaba cual ola en la playa la pared de las edificaciones y regresaba hacia la calle.
Luciano observó al comerciante que había ayudado al ciego, pararse en el umbral de su comercio, mirar con preocupación el andar de las aguas. Nicanor Montes,  parado a su izquierda, seguía con la cabeza entre sus hombros; Luciano creyó que todavía no se había percatado de la mala nueva, pero cuando notó que el oleaje golpeó los tobillos del no vidente, se dio cuenta que aquel hombre estaba entregado a su suerte. No reaccionaba. Pasó una camioneta a una velocidad sorprendente y  las pequeñas olas se transformaron ya en ondulaciones propias de un mar abierto. La consecuencia fue una andanada de pequeños cerros de agua  sucediéndose una tras otro, gordos y amplios. Entonces el agua entró en las casas y las pantorrillas de Nicanor Montes flaquearon ante el embate acuático.

La calle, la porción de ciudad que Luciano estaba viendo a través de la ventana, cobró, de buenas a primeras, una inusual actividad a pesar de la ferocidad de la lluvia. Hombres y mujeres se asomaron a los umbrales de las puertas de negocios y casas, provistos de tablas, secadores de goma y absurdos trapos con el fin de detener de alguna forma el avance de las aguas sobre las intimidades de sus propiedades. Hasta el propio Luciano se despegó de su puesto de observador y fue a hasta la puerta de entrada de su casa: un todavía indeciso hilo de agua se filtraba por debajo de la hoja de madera. Luciano abrió la puerta y observó con preocupación que la vereda estaba sumergida; cuando el oleaje cobraba fuerza, el agua marrón pugnaba por trepar el umbral blanco. Luciano dudó: no sabía si tenía que tomar resguardos como el resto de sus vecinos o esperar un poco más. La lluvia, creía, ya había alcanzado su máxima intensidad y de un momento a otro acabaría por disminuir en intensidad y las aguas bajarían y todo volvería a la normalidad.
Optó por quedarse allí, atento al devenir de la tormenta. Nicanor Montes se había cruzado de brazos y había guardado, después de plegarlo,  su bastón blanco. Parecía tener frío, aunque Luciano supuso que el agua que le abrazaba los tobillos era cálida. El ciego cada tanto ladeaba la cabeza hacia algunos de los costados, como si le llamara la atención los ruidos que hacían sus semejantes intentando detener la ofensiva de las aguas. Pero enseguida volvía a su postura de brazos cruzados, hombros encogidos, el mentón sobre el pecho. Luciano trató de imaginar el pensamiento de Nicanor Montes en aquellos momentos: si era ciego desde siempre, seguramente que estaría sumido en una muchedumbre de sensaciones huérfanas de figuras: frío, malestar, desamparo, temor ante lo que en definitiva, le era irremediablemente desconocido. Pero si había visto, si alguna vez había podido ver la lluvia, estaría en esos momentos recordando, no las características propias de los aguaceros que de una u otra manera eran siempre similares, sino a él en aquella otra lluvia, cuando el mundo tenía forma y color y podía andar por allí sin bastón blanco, sin pensar siquiera que un día la más perfecta de las noches sería para él su universo constante y eterno, en los amaneceres, en el mediodía, durante el atardecer, la noche dentro de la noche. Luciano no supo discernir que sería lo mejor para él ciego en aquella ocasión, pero se inclinó sin mucha convicción a pensar que tendría Nicanor Montes mejores armas para pasar el momento, para entretenerse, si en sus recuerdos podía distinguir lo visto en el pasado. Y estaba a punto de concluir que en ese caso no sería tan ciego, dado que por lo menos en su mente, algo veía, las imágenes de su memoria, cuando se dio cuenta que la lluvia estaba, de a poco, calmándose.

La intensidad del agua que caía del cielo, ya no era la misma que minutos antes. Ahora la lluvia tenía una persistencia leve y los relámpagos y truenos parecían haberse corrido más allá, hacia otra zona del cielo. Poco a poco fueron distinguiéndose en la calle nuevamente los bordes de las aceras y el embaldosado de las veredas. Una claridad sosegada fue instalándose por doquier y lo que hasta hace poco había sido una catarata sin acantilados, pasó a ser un remanso de lluvia molesta pero soportable, casi amiga. Las gentes emergieron de sus guaridas, algunos con sonrisas dibujadas en los rostros, como si quisieran dar a entender que nada había pasado, que le habían ganado otra batalla a la naturaleza, vencedores de  una contienda tácita establecida en los albores de los tiempos. Luciano, que no reflexionaba sobre estas cuestiones, se preparó para salir.
Sorteando charcos, dando rodeos para poder cruzar calles aún anegadas, caminó las dos cuadras que lo separaban de la avenida donde pasaba el colectivo que lo llevaría hacia la cita prevista. Lo detuvo el semáforo. Miró a su alrededor mientras esperaba paso y a menos de un metro, casi oculto entre el resto de los peatones, se encontró con el perfil de Nicanor Montes. Tenía el pelo canoso aún húmedo y en su mano derecha sostenía el bastón blanco; su ropa estaba  mojada y temblaba tal vez por el frío. Luciano se sorprendió por encontrarlo allí, pero en realidad lo conmovió mucho más saber que  tan cerca estaba de quien hacia poco solo había percibido como el personaje de una película proyectada detrás de la ventana de su casa.

El resto de los mortales avanzó cuando el semáforo cambió a verde, pero Luciano y Nicanor Montes permanecieron en la esquina.  El que veía, Luciano, ensimismado en la contemplación del que nada observaba, Nicanor Montes. El semáforo se iluminó otra vez en rojo y nuevos grupos de ciudadanos rodearon a los dos que no se movían. Y cuando la señal autorizó el cruce, volvieron a quedar uno y otro.

Al fin Luciano se acercó hasta el ciego:
-¿Lo ayudo a cruzar? – preguntó.
Nicanor Montes ladeó la cabeza hacia el origen de la voz. Enseguida despegó su codo derecho del cuerpo y se lo ofreció a Luciano.
 -Sí, gracias, solo la avenida, después yo me arreglo.
Mientras atravesaban la calle, Luciano comentó:
 -Qué tormenta, ¿no? – el ciego afirmó con la cabeza- ¿Se mojó mucho?
Nicanor Montes tanteó con la punta del bastón el borde de la acera. Subió el escalón, desprendió el codo de la mano de Luciano y dijo:
- No, no mucho, pude encontrar refugio a tiempo. Peor hubiese sido quedarme en casa, pegado al ventanal, imaginando  las dificultades de los demás cuando los sorprende en la calle una lluvia como esta - avanzó con pasos cortos y el bastón repiqueteando. Se dio vuelta y agregó -: ¿No le parece? 
Luciano no respondió, prefirió perderse sigilosamente entre la multitud.

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