sábado, 10 de octubre de 2020

Cumpleaños

   "Cumpleaños"

Héctor Darío Vico


  Cumplió cuarenta y cinco años pero no los festejó. Su desinterés por la celebración nada tenía que ver con lo que significaba su edad en cuanto a entrar a la madurez y a ese temor generalizado que tienen muchos hombres de enfrentarse con la segunda mitad de su vida, y por lo tanto, estar a las puertas de su decadencia. Esto podría haberlo puesto de mal humor pero, en verdad, nada de eso ocurría. Tampoco la soledad que lo rodeaba. Una vida prácticamente aséptica, con pocas relaciones, solamente las necesarias para su desarrollo profesional y una que otra distracción, tampoco hacían necesario una fiesta para su natalicio. Muy solo y muy poco para festejar, salvo el hecho de estar vivo. Esto último no era un dato menor. En realidad la decisión de dejar pasar su cumpleaños 45 como si nunca hubiera ocurrido la había tomado mucho tiempo atrás, de cuando visitó la ciudad de Panamá, con tan solo veinte años.

 Aquella excursión había comenzado con entusiasmo y emoción, como cualquier otro viaje de placer al que se le suma un destino exótico sobre el Océano Pacífico en el corazón de América Central. Fue recibido por una ciudad cosmopolita de calles ruidosas, atestadas de gentes de las más diversas etnias, con comercios multicolores colmados de público por obra y gracia del aire acondicionado, y los efluvios de  picantes comidas que los nativos, con ojos suplicantes, ofrecían a los peatones. Todo este paisaje urbano generaba tan extraña amalgama que le fue difícil comprender a primera vista las incongruentes paradojas de un pueblo milenario. Por detrás de  todo el bullicio y el contrasentido de la vida cotidiana, se sumaban los siglos de conquista y dominación, desde el pirata Morgan a la actualidad y, subyacentemente, por debajo de aquella maraña de odios recíprocos y atávica rebeldía resignada, pervivía la cultura indígena de los Caribes con sus mitos y brujos.

 No lo advirtió. Sus primeros días fueron plácidos. Visitó lugares históricos, hizo una que otra excursión. Fue a la vieja ciudad de Panamá y, cuando tuvo un día libre, se dedicó a caminar. Recorrió las calles céntricas una y otra vez hasta que lo sorprendió la noche, hora en que el paisaje de cualquier gran urbe cambia. Las tiendas de suvenires cerraron, las luces de los escaparates se apagaron y en su lugar surgieron las brillantes luces de los restaurantes y las oscuras marquesinas de los bares y cabarets y entonces, la oferta  cambió. 

  Con ojos asombrados comenzó a ver a los chulos que, catálogo en mano, mostraban todo tipo de oferta sexual, desde mujeres a niñas y desde hombres a niños, sin ningún tipo de pudor ni tapujos y, desde luego, sin temor por la policía que, por otra parte patrullaba esas mismas calles. Así fue recorriendo de arriba abajo la Avenida Central y la Calle 50 hasta que, para alejarse de aquel sórdido ambiente de los night clubs tomó una calle lateral y en ese simple acto de torcer a la derecha y no a la izquierda o, tal vez, continuar en la misma dirección, esa sencilla e intrascendente  decisión cambió su vida para siempre.



 Caminando despreocupadamente, con la brisa del pacífico a sus espaldas y sorteando los escollos que la fracturada vereda interponía a sus pasos, sin advertirlo se descubrió, sentado en un taburete,  ocupando un lugar en la barra en el interior de lo que parecía un antiguo bar salido de otra época. Luces tenues que, al atravesar la nube del humo de los cigarrillos y habanos de los parroquianos, confería una atmósfera fantasmagórica al ambiente; los acordes de un jazz tristón envolvían el lugar y acompañaban el deambular de las jovencitas que animaban la caterva noctámbula devota del lugar, los espejos con sus  lunas descascaradas y un olor rancio mezcla de alcohol y sudor dejaban entrever que no era un sitio turístico sino que la clientela se ocupaba de otros menesteres e intereses. Era más un lugar para los lugareños que para extranjeros curiosos y habidos de descubrir, en una semana, lo más exótico de un país marginal.

- ¿Qué se va a servir?

  La pregunta lo sobresaltó, estaba demasiado enfrascado en recorrer con la vista el bar y, por un momento vaciló:

  - Un… un mojito - dijo por fin, luego recordó que no había cenado y agrego:

  - - ¿Tiene algo para comer?, algo rápido.

  - Hamburguesas, sándwich, seviche, ¿qué prefiere?, fue la precisa y cortante respuesta.

  - ¿Qué es el seviche?

  - Lo hacemos con carne de corvina con jugo de limón, cebolla picada, perejil, ají, y sal, contestó el corpulento barman.

  - Bueno, tráigame eso.

  - O.K.

  - ¿Su primera vez en el país?

  La pregunta partió desde su izquierda, no había reparado que alguien se sentara en el taburete vecino. Giró para verlo bien. A contraluz como estaba su nuevo interlocutor, con un cartel de neón de Budweiser cuya luz azul le daba de lleno en los ojos,  no podía distinguir muy bien su rostro pero intuía unos rasgos aindiados, con ojos algo oblicuos, cabeza redonda, nariz aplastada y generosa boca de labios gruesos.

  - Si, la primera vez.

  - ¿Le gusta lo que ve?

  - Si, aunque es extraño.

  - ¿Qué es lo extraño?

  - La mezcla de cosas, la diversidad. Lo antiguo y lo moderno.

  -  Lo que ocurre es que Ud. es muy joven. Para nosotros es lo más normal. Soy descendiente de los indios Caribes y como estuvimos siempre aquí, lo que para Ud. es extraño para nosotros es lo que tiene que ser.

  - No le entiendo.

  - Ya le explicaré. Ahora coma su seviche.

Así fue, comió el apetitoso plato que le trajeron. Pidió otro mojito y una nueva cerveza para su nuevo amigo. Hablaron de muchas cosas. De la azarosa vida de los nativos, de lo generosa que es la naturaleza en Panamá; del canal que, como una enorme herida,  une las aguas de los dos mayores océanos del mundo; de las bases militares y de la violencia que hay en cada calle. Charlaron del pirata Morgan y de cuando destruyó la vieja ciudad de Panamá y, cuando parecía que la plática acababa, el caribe dijo:

  - No es casualidad que Ud. esté esta noche aquí.

  - ¿No? ¿Por qué?

  - ¿Qué hora tiene?

  - Pasaron diez minutos de la medianoche.

  - Precisamente. Hoy, ahora, es 25 de julio, el día fuera del tiempo.

  - ¿Y eso?

  - Viene de la cultura Maya, es una pausa entre dos años lunares. Es tiempo de agradecer por las enseñanzas recibidas y de prepararse para el nuevo año recomponiendo nuestras energías. Es un momento de recogimiento. 

  - No… no sabía nada de eso.

  - Precisamente, porque no sabe es que estoy aquí. Voy a hacerle un regalo. 

  - ¿A mí?

  - Si, a Ud. para su futuro. Lo que le voy a decir es una enseñanza. Le estoy dando el privilegio de que entienda cual es el sentido de la vida. Todo se reduce al ahora. Si pudiera comprender que cada 70 ó 100 años regresamos para aprender, se daría cuenta que lo único que importa es este momento. Todos nosotros estamos simultáneamente en cada tiempo en que vivimos. Usted por ejemplo, si pudiera tener la percepción necesaria, vería que está en este instante en la Atlántida, en los tiempos de la conquista y también aquí, en este lupanar. Mi regalo es ese y la manera de acceder a él la obtendrá dentro de 25 años cuando muera a los pies de un oso. No lo tome como una desgracia, va a morir para entender que el tiempo no termina, que Ud. y yo somos eternos.

    Se despertó en la cama de la habitación que ocupaba en el hotel, dudando si lo que acababa de vivir era un sueño o en verdad había ocurrido. Luego los días no fueron iguales. Ya de regreso, muchas veces  se sorprendió haciendo la cuenta de los días que faltaban hasta el fatal desenlace de su cumpleaños número cuarenta y cinco. Paulatinamente desde su vuelta, todo lo que hizo en su vida fue condicionado por aquella noche en el bar de la ciudad de Panamá. Esquivó amores, compromisos a largo plazo. Alejó de su vida todo lo que tuviera que ver con el futuro lejano. Esa fue la razón por la que no festejó su natalicio, pero a pesar del mal augurio de hacía veinte años, igual salió a la calle y se ocupó de su rutina. Desayunó en el lugar habitual, concurrió a su trabajo, almorzó en un negocio de comida chatarra como tantas veces y, por la tarde, cansado y con una cierta ansiedad por el futuro inmediato regresó a su hogar. Se durmió mirando la televisión y al alba del nuevo día se sorprendió de estar vivo.

  Con mejor ánimo se duchó, eligió con más esmero su ropa, puso mayor atención en acicalarse y bajó para desayunar en la confitería de la esquina de su casa pero antes de ingresar recordó que no había comprado el periódico, de manera que desde la esquina cuando el semáforo le dio paso, cruzó la avenida rumbo al kiosco de en frente. 

  El camión que lo atropelló tenía un letrero que decía: Mudanzas el Oso.


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